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abandonasen la Orden. El Marqués de la Cañada, Terry, que hacía las veces de comisario regio, patrocinaba la idea y se ofreció a recabar del Papa la licencia necesaria para la secularización. (11). Hasta el Rey se interesó en el plan y en una carta prometía tomar bajo su protección a los que en obsequio suyo renunciaron a continuar vistiendo la sotana de la Compañía. ¡Falaces promesas, pero que en las angustiosas circunstancias que rodeaban a los jesuítas americanos habían necesariamente de seducirles! Un jesuíta del Paraguay encabezó la deserción y a él se agregaron luego otros muchos hasta completar el número de 100, entre los cuales la gran mayoría pertenecía a la Provincia del Perú. Se les apartó de los demás y comenzaron a hacer vida aparte, aunque esta disposición la repugnaron muchos, pues ya comenzaron a entrever que todo podía muy bien parar en nada. Los descontentos o desertores, como alguno les apellidó, experimentaron la primera desilusión, al recibir del Conde de Aranda la orden de pasar a Italia, no obstante que hicieron representaciones en contra. Luego se les ordenó solicitar las dimisorias por escrito, no de su General sino del Sumo Pontífice, y enviar un duplicado de esta solicitud a Madrid. Sólo algunos meses después, y estando ya en Italia, el Papa, atendiendo a las razones que alegaban, les otorgó el permiso para salir de la Orden. No se cumplió, sin embargo, con lo que se les había prometido y sus esperanzas quedaron desvanecidas como el humo.

El embarque para los estados pontificios comenzó a efectuarse el 9 de Junio y en diversos navíos fueron conducidos a Córcega, primero, y de aquí a Italia. No escasas peripecias hubieron de pasar por las demoras que hubo para admitirles en los Estados del Papa, pero al fin saltaron a tierra y el 18 de Septiembre, divididos los del Perú en tres grupos, sa

(11) Toda esta maquinación iba dirigida a introducir la división en la Orden y por lo mismo facilitar su ruina, pues no dejó de sorprender a los enemigos de la Compañía la solidaridad y unión de sus miembros en aquella deshecha tempestad, signo indudable de su vitalidad y prenuncio de su supervivencia.

lieron de Sestri, logrando llegar a Faenza poco después, no sin que pasasen grandes trabajos en los estados de Parma. No permanecieron aquí, sin embargo, porque se les había señalado por residencia la ciudad y legación de Ferrara juntamente con los Jesuítas españoles de la Provincia de Aragón. Aquí hallaron algún alivio a sus fatigas y reanudaron, en cuanto les fué posible, la vida tranquila de comunidad, reuniéndose en grupos más o menos numerosos y atendiendo a sus necesidades con la pensión que les había señalado el gobierno español, que se reducía a 100 pesos a cada uno de los sacerdotes y 90 a los hermanos. (12).

No todos, sin embargo, se encontraban en la Legación de Ferrara, pues los disidentes se establecieron por su mayor parte en Génova y sus alrededores. A éstos, como a todos los demás, se les negó permiso para volver a América, amenazando con reclusión perpetua al sacerdote que lo intentase y con pena de la vida al lego o estudiante. Cuando en 1773, Clemente XIV expidió el breve de extinción, viéronse todos obligados a dejar la sotana de la Compañía y a vestir como los sacerdotes seglares. Desde entonces se hizo más dura su condición, porque se les prohibió vivir en comunidad y aun cuando algunos se juntaban para ayudarse mutuamente, no tardó en dárseles la orden (Julio de 1775) que limitaba a tres el número de los que podían convivir en una misma casa. La dispersión se siguió a estas medidas y ya, no sólo en Ferrara, sino en Bolonia, Faenza, Fano y otras ciudades italianas, buscaron los jesuítas peruanos un asilo en donde pasar los últimos días de una vejez trabajosa. Su disminución por lo mis

(12) Como se deja entender, con 100 pesos al año no era posible que los expatriados llevasen una vida cómoda. Con los descuentos, la pensión venía a reducirse a unos cuatro reales vellón por día, o sean unos 35 centavos de nuestra moneda. Es cierto que por 5 o 6 pesos al mes podían conseguir casa, mesa y servicio, pero aun viviendo con economía apenas les quedaba un sobrante para el vestido y demás necesidades. De ahí que, desde la supresión, cada cual buscase el medio de ganarse la vida, unos ejercitando el ministerio sacerdotal, otros como ayos o tutores entre las familias de la nobleza italiana; otros, finalmente, sirviéndose de su pluma.

mo fué rápida. En 1775 se contaban solamente en Ferrara 92 sacerdotes y 40 hermanos cadjutores, todos hispanoamericanos, pues a los extranjeros se les había restituído desde un principio a su patria; diez años más tarde eran tan sólo 50 de los primeros y 19 de los segundos. (13).

El rigor con que la Corte de España había tratado a los jesuítas de España e Indias pareció aminorarse en 1797, cuando Carlos IV, por una Real Orden, les concedió volver a la Península, pero bajo la condición de que se les recluyera en conventos solitarios hasta su muerte. Esta circunstancia que había de privarles de la escasa libertad que disfrutaban en Italia, hizo que ninguno quisiera aprovecharse de ella, y a la verdad, la medida parecía dictada no precisamente para aliviar a los expatriados, sino para excusar al erario el desembolso de las pensiones, hecho en el extranjero. En 1798 fueron dulcificadas las condiciones de la disposición anterior y muchos volvieron a España y se establecieron en ella, contándose entre éstos no pocos americanos. Mayor dificultad sc les presentó a los que intentaron regresar a América, pero, con todo, no faltó, entre los escasos sobrevivientes, quien lograse ver realizados sus deseos. Como ya desde el año1801 la Compañía comenzó a dar señales de nueva vida en Italia y más aun en 1804, al restablecerla Pío VII en Nápoles y Sicilia, algunos ex-jesuítas ingresaron nuevamente en ella y se restituyeron a la Orden, que, por una admirable disposición de la Providencia, se había conservado incólume entre las nieves de Rusia y ahora renacía de entre sus cenizas. (14).

(13) En 1800 sólo se contaban en Ferrara y recibían la pensión catorce sacerdotes y seis hermanos de la antigua Provincia del Perú. En Génova residían tres sacerdotes y dos hermanos. El General Miranda, que se halló en Roma en 1785 e hizo un registro de los Jesuítas americanos que por entonces vivían en aquella ciudad cita a los siguientes del Perú: "Maximiliano Ríos, José Ríos, Manuel León, Miguel León, José Gutiérrez, Tomás Zubizarreta, Juan Arguedas, Martín Santos, Mateo Santos, Casimiro Bohorques, Casimiro Cardona y José Bustamante. V. Carlos Villanueva, Napoleón y la Independencia de América. Nota. pág. 305.

(14) Ya en una nota de nuestro anterior artículo advertimos, que la Provincia del Perú estuvo representada en la restauración por el P. Ma

Trazado el cuadro de conjunto de lo que fué la expulsión y la vida en el destierro para los jesuítas peruanos, vamos a entrar en el estudio de los que entre ellos sobresalieron en alguna manera. (15) Como ya lo advirtió Menéndez y Pelayo, el número de los expulsos que se levanta sobre el nivel de las medianías es harto considerable, pero también abundan los autores de escritos efímeros. Por desdicha, la mayor parte de los jesuítas peruanos que en Italia se dedicaron al cultivo de las letras o las ciencias, pueden ser incluídos, sin hacer agravio a su memoria, entre los últimos. En las postrimerías de su vida, la Provincia del Perú parece que adolecía de una especie de atonía e inacción, que agostaba en flor los ideales de los mejor preparados y enervaba los alientos de los más emprendedores. Era un síntoma que en las colonias se dejaba sentir en todos los órdenes, pero que tal vez en parte alguna se manifestó tanto como en el Virreinato del Perú. Los rudos golpes a que se vieron más tarde expuestos contribuyeron, tal vez, a restarles la escasa energía que aún abrigaban y así se explica que jóvenes de talento y con medios para emplear íntimamente los ocios del destierro, no dejaran fruto alguno de sus vigilias.

No obstante, a esos pocos que reaccionaron contra el abatimiento producido por la desgracia, convienen en todo las frases que D. Juan Valera aplica a sus hermanos de la Pro

nuel Alcoriza y tal vez, aunque carecemos de datos al respecto, por algunos otros.

(15) Nadie, que sepamos, se ha ocupado de ellos, aunque Saldamando en los apéndices de su obra Los antiguos Jesuítas del Perú prometía trazar las biografías de algunos. Sólo existe una obra en latín en que se ha conservado la memoria de los más eminentes por su virtud. Su título es el siguiente: Vicennalia Sacra Peruviana sive de Viris Peruvianis Religione illustribus hisce viginti annis gloriosa morte functis ab Onuphrio Prat de Saca, Sacerdote Hispano. Ferrara. Ex Typographia Francisci Pomatelli. 1788. 8. XVI y 200 p.n. Contiene una breve biografía de los P. P. Baltasar de Moncada, José Reysner, Félix de Silva, Francisco de Ribera, Jaime Pérez, Pedro Lizárraga, Miguel Rodríguez, Baltasar Márquez, Antonio Claramunt, Antonio Sestier, José Corzos, Buenaventura Sanvicente y Pascual Ponce de León y de los H.H. Juan de Checa y Manuel Quirós.

vincia de Quito. "Sería adulación suponer, dice el autor de Pepita Jiménez, que descolló entre estos jesuítas ecuatorianos ninguno de aquellos varones portentosos que se llaman genios; pero ¿cómo negar que hubo hombres de talento no común....?" (Cartas Americanas. Tom. II. La Poesía y la Novela en el Ecuador). Encabezaremos esta serie con el P. Baltasar de Moncada, que si bien no llegó a brillar en Italia, porque se extinguió, antes que aportase a sus costas el navío que lo conducía, fué, como dice el P. Velasco, "por su nobleza, letras y virtud, el más benemérito que tuvo al fin la Provincia del Perú".

Nació en Cajamarca el 17 de Septiembre de 1683 y fueron sus padres D. Antonio Moncada Hurtado y Chávez y Doña Isabel Escobar y Saavedra. Su linaje no podía ser más ilustre. Entre sus abuelos figuraba D. Alonso Henríquez, capitán general de la conquista de las Amazonas, y su abuela materna, Doña María Hurtado, era hermana del primer Conde de Cartago. Habiéndole enviado sus padres a Lima, a cargo de un tío suyo, para que empezase sus estudios, se sintió bien pronto atraído al estado religioso y apenas cumplidos los quince años ingresó en el Noviciado de la Compañía de Jesús, el 18 de Septiembre de 1698. Siguió el curso ordinario de los estudios, en los cuales brilló no menos por su talento que por su modestia y virtud. Por natural inclinación aspiraba a ser misionero entre los infieles, pero los Superiores, conocedores de sus talentos, tuvieron por más conveniente aplicarlo a la enseñanza, primero de la Retórica y luego de la Filosofía y Teología. En 1716 hizo su solemne Profesión y casi por el mismo tiempo se graduó de doctor en la Universidad de San Marcos, en la cual regentó más adelante la cátedra de Controversia. En 1718 pasó al Cuzco con el oficio de rector del Colegio Máximo de la Transfiguración; en 1727 le hallamos desempeñando el mismo cargo en el Colegio de Trujillo; en 1730 se le nombra para el de Arequipa y en 1733 vuelve a Lima, a serlo de la Casa de Probación de San Antonio Abad.

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