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una América sonriente Ꭹ dichosa y una Europa atribalada y trémula. Aquí, á la sombra de una Constitución sapientísima, se preparaba el Presidente Adamspara entregar el Poder á su sucesor, al Presidente Jefferson: allí, entre el estruendo de los cuarteles y el abuso de la fuerza, un déspota titánico se preparaba para brutales y trascendentes invasiones. En ellas está uno de los múltiples gérmenes de nuestra nacionalidad y de nuestras instituciones.

Las primeras auras de este siglo las respiraba en el trono de España Carlos IV, cuya historia durante la primera década de este siglo es de las que inspiran compasión y asco, acaso y en justicia, más asco que compasión. Acabamos de ver que España aceptó la paz de Basilea, pero nos falta recordar qué espíritu español decidió esa aceptación: fué el ministro, el privado, el favorito de Carlos IV en política y de la Reina consorte en algo más íntimo, fué D. Manuel Godoy, desde esa firma y por ella convertido en Príncipe de la Paz.

Pero no sólo cesó España en sus hostilidades con la República francesa, sino que se alió con ella en el primer tratado de San Ildefonso, de 18 de Agosto de 1796, lo que la obligó á pelear con Inglaterra, y refrendó su alianza en el segundo tratado de San Ildefonso, de 1o de Octubre de 1800, ajustado con Napoleón, ya enseñoreado del poder, y que entonces obtiene para Francia la devolución de la Louisiana, que vende á poco, en 1802 y en quince millones de pesos, á los Estados Unidos.

Hubo de seguir, por tanto, España las vicisitudes de las guerras napoleónicas hasta la paz con Inglaterra firmada en Amiens en Marzo de 1802.

Al año siguiente, Inglaterra y Francia rompen nuevamente hostilidades y aunque al principio España reclama neutralidad, pagándola bien cara, por el tratado de Paris de 4 de Enero de 1805 se alió otra vez á Napoleón. De allí que, el 21 de Octubre del mismo año, recogiera el desastre de Trafalgar y el 21 de Julio de 1806, que en la paz de Tilsit se dieran al Principe Real de Nápoles todas las Islas Baleares. Con esta paz Napoleón I vencía la cuarta coalición, del mismo modo que había terminado con la anterior, con la tercera, en el tratado de Presburgo, después de Austerlitz.

Pero el gran conquistador no estaba satisfecho y para abatir á Inglaterra, su mortal enemiga, expide en Berlín (21 de Noviembre de 1806) y en Milán (17 de Diciembre de 1807) los famosos decretos conocidos con el nombre de Bloqueo Continental. Cerráronse á la marina inglesa todos los puertos de los franceses y de sus aliados: abre sus puertos Portugal y en castigo decide Napoleón conquistar ese reino (1807). Pero para llegar á él conviénele el paso por España; dáselo franco Carlos IV, aterrorizado de que el imperial César publique una correspondencia que acredita cuál es el grado de intimidad á que han llegado las relaciones de la Reina consorte de las Españas y el Príncipe de la Paz.

Hé aquí uno de los motivos principales, por una parte, de que las huestes napoleónicas invadieran fácil y seguramente el territorio español, y por otra parte de nuestra independencia y libertad.

En efecto, posesionado Junot de Lisboa, después de expatriada la dinastía Braganza, y Murat de Madrid, los naturales anhelos del vencedor de Europa tenían

que excitarse para unir á su diadema, como preciosa perla, el Gobierno español. Y se excitaron, coadyuvando á su éxito el nauseabundo estado de la Corte de Madrid con la intimidad incalificable de la vida común que hacían Carlos IV, su esposa y el Príncipe de la Paz, con la actitud de Fernando VI1, el hijo arrogante é insumiso, y con las disensiones entre descendiente y progenitor de que, al decir del historiador español mejor reputado, el pueblo sólo apreciaba, para dar la razón á Fernando, que éste gustaba de las corridas de toros y las protegía, mientras las proscribían Godoy y el Rey Carlos IV.1 La conjuración del Escorial y la abdicación que en Aranjuez hizo Carlos IV en favor de Fernando VII, cuya entrada como rey en Madrid entusiasmó al pueblo hasta el delirio, dieron á un espíritu tan ingenioso oomo el de Napoleón coyuntura propicia para preparar los tratados de Bayona, y mucho más cuando padre é hijo acudían al César como árbitro supremo designado para decidir sobre los secretos de la alcoba y las intimidades del hogar.

1 "Ayudaba á esta impopularidad la circunstancia de ser el Príncipe Fernando ardientemente afecto á la fiesta de toros. Idolo Fernando del pueblo, y acordes pueblo y Príncipe en esta afición; enemigos Fernando y Godoy y prohibiendo éste lo que constituía al entusiasmo de aquél, y el delirio de la gente popular que le aclamaba, la medida concitó más y más el odio de aquellas clases al favorito. Cuando más adelante, instalado ya Fernando en el trono de Castilla, le veamos cerrar las universidades y crear y dotar cátedras de tauromaquia, tendremos ocasión de cotejar el espíritu de los dos reinados, el de Carlos IV que ampliaba y fomentaba los establecimientos literarios y científicos, y prohibía las corridas de toros, y el de Fernando VII que mandaba cerrar las aulas literarias y hacia catedráticos á los toreros." (Lafuente Historia de España. Tomo V, pág. 274).

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Con estólida insensatez, raras ocasiones registrada en la historia, Carlos IV y Fernando VII llegan á Bayona demandando el laudo napoleónico. La sentencia arbitral y su ejecución son sencillas, proditorias y rápidas: el 5 de Mayo de 1808, Carlos IV cede á Napoleón la corona de España; al otro día, Fernando VII prescinde en favor de su padre de los derechos que le otorgara la abdicación de Aranjuez; el 10 de ese mes, el mismo Fernando renuncia en favor de Napoleón sus derechos de Príncipe de Asturias; y en el resto del repetido mes, varios traidores españoles insisten en que Napoleón dé á su hermano José el cetro de España. El 15 de Junio se congregan en Bayona diputados españoles para discutir la constitución que Napoleón preparara. Diez sesiones bastaron al efecto, y el 7 de Julio del propio año la juraba José Bonaparte y los diputados, lo que permitió á aquél extractarla seis días después en su famoso manifiesto expedido ya en territorio español, en Vitoria.

Esa constitución de Bayona, intrusa, usurpadora y todo, correspondía á lo único que atenúa las invasiones napoleónicas; que en medio de sus horrores y su sangre, difundían principios de libertad á las pobres naciones abrumadas por el absolutismo de los reyes. Esa constitución de Bayona, que si aceptaba la monarquía hereditaria, instituía un Senado, una asamblea legislativa con tres brazos, clero, nobleza y pueblo, y una magistratura inamovible, llevaba incuestionablemente á España gérmenes benéficos y fructíferos de que siglos atrás se vió privada: pues si es verdad que tiene Castilla la honra altísima de haber reunido Cor

tes antes que ningún otro país lo hiciera, en 1169, también es cierto, como le observa Mr. Nys,1 que desde el proyecto del sabio Alfonso X, después las Siete Partidas, fué España el prototipo del absolutismo. Por eso acaso Lafuente, el citado historiador, no puede menos que decir cuando habla de la Constitución de Bayona: "......Aunque de origen ilegítimo y nunca planteada, pero tal vez por esto mismo más célebre, al cabo era la primera concesión del que se decía poder real al pueblo español y llevaba escritas en una de sus páginas estas notables palabras.... Como obra política no mere. cía ciertamente ni los elogios ni las censuras que los hombres de partido le han prodigado; como obra de aplicación en determinadas circunstancias, aunque muy imperfecta y aparte el vicio de origen, podía considerarse como la transacción menos violenta de la forma del absolutismo á la forma de la libertad." 2

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Lo que Fernando VII hizo durante su cautiverio en Francia es tan denigrante y tan abyecto, que verdadero trabajo cuesta creerlo. En cambio, el pueblo español, luchando con las tradiciones absolutistas, llegó hasta la heroicidad en el deber de conservar la patria incólume. Comprendiendo que su necesidad suprema era reunir Cortes, que lo representaran y le dieran lo que por tantos siglos negaron las monarquías legítimas, mientras que la invasión napoleónica lo otorgaba, se esforzó con afanoso empeño en tal propósito, cuyo logro tarda dos años; pues hasta 24 de Septiembre

1 Etudes de droit international.-1896.-pág. 79. 2 Lafuente. Obra citada. Tomo V, págs. 42 y 43.

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