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nueva ciudad en el terreno donde no llegó el agua de la inundación, dejando además libre el contorno del presidio de las casas e iglesias que antiguamente dificultaban las operaciones militares. La construcción de la fortaleza que llevó el nombre de “Real Felipe” en honor del Rey, comenzó en 1747 y se terminó en 1774 por el Virrey Amat que acabó la ciudadela, las casamatas, los torreones, la contra-escarpia y los cuarteles gastando dos millones de pesos. Hacia la izquierda, en Chucuito, se levantó el cuartel de San Rafael y, hacia el río, el de San Miguel.

La población civil fué trasladada a Bellavista con plaza, calles, iglesia parroquial, bodegas y rancherías. Pero la vida recupera siempre su ritmo instintivo y la población volvió al cabo de algunos años a acercarse al mar y a agruparse alrededor de la fortaleza. Esto creó un problema urbano característico únicamente del Callao y que decidió su estilo de provisoriedad y de emergencia que ha guardado casi hasta hoy, sin grandes construcciones civiles ni religiosas y sólo el espectro fantasmal del Real Felipe. Las rancherías volvieron a circundar la fortaleza y surgieron nuevamente las calles derechas del comercio, las pulperías y las bodegas y las casas de dos pisos con balcones al mar. Pero la ordenanza virreinal estableció claramente que todas las edificaciones eran "con la calidad de echarlas por tierra y demolerlas a costa de sus dueños cuando se tenga por conveniente". En 1779 se construyó el muelle hundiendo en la chaza un antiguo barco de guerra y rellenándolo de arena y guijarros, mangue de Guayaquil y piedra de San Lorenzo. Volvió el trajín comercial y el de las transacciones y las recuas, auxiliadas ahora por carretones de bueyes y de mulas. Más de doscientos buques -navíos, fragatas, paquebotes, bergantines, corbetas, goletas se registraron anualmente en el Callao y volvieron los cargamentos de Chile de Panamá, de México y además de Francia, por el rey barbónico. El rumor de la colmena humana comenzaba a las seis de la mañana en que las campanas llamaban a los playeros a la carga de las mercancías y continuaba hasta altas horas de la tarde. El hombre había vencido nuevamente a la naturaleza y el Callao había renacido surgiendo debajo de las ondas. Por eso el Rey de España dió al Virrey Manso de Velasco, el título de Conde de Superunda.

En la época de la independencia el Callao siguió siendo el puerto sórdido y miserable, por el que circulaba la riqueza del Perú, sin dejar huella. Los viajeros denuncian la suciedad y triste apariencia de las calles y las casas. La masa pentagonal de cal y canto del Real Felipe seguía pesando sobre el villorio exhausto habitado por agentes de comercio y hombres de color. Humboldt llega al comenzar el siglo y desde uno de sus torreones observa el paso de Mercurio. Pero va a llegar, no la hora de la Ilustración, sino la del dolor y la del heroísmo. Las casasmatás del Callao se pueblan de hombres jóvenes de América que vienen a purgar en el presidio su ansia de patria y de libertad. Ahí viven ignorados conspiradores del Alto Perú como Jaime Sudáñez, de Buenos

Aires y de Chile, agentes de Cochrane y de San Martín, futuros capitanes de la gesta libertadora como Arenales, patriotas peruanos que pagan en el cadalso como Gómez Alcázar y Espejo su vehemencia de patria. El pueblo del Callao los cargueros, lancheros, comerciantes y pescadores indios- sólo aparece en las horas decisivas de la gesta heroica. En aguas del Callao se realiza por Cochrane, cruzando insólitamente con sus naves por el Boquerón, el asalto y captura de la Esmeralda. Por la posesión de los castillos luchan patriotas y españoles y, en el dramático duelo, el pueblo padece los horrores del bombardeo y la lucha diaria junto a los fosos del Real Felipe, convertidos en inmensos campos de cadáveres y sufre el hambre, las enfermedades y la muerte. Por trece meses soporta Rodil el asedio bolivariano hasta que después que la ciudad queda casi demolida y exhausta, por el bloqueo de mar y tierra, el taciturno brigadier español, el fantasma trágico del Real Felipe arriscado en la leyenda y el drama romántico capitula por hambre y sale de la fortaleza con honores de capitán general y una compañía de 600 espectros humanos.

La República no mejora el ambiente urbano del Callao ni la condición económica de sus habitantes. Darwin dijo del Callao que era "un pueblecillo sucio y mal construído" y de su pueblo que era "muy depravado y dado a la embriaguez". Pero otros viajeros como Stevenson, Brand, Hall, el oficial de marina anónimo y Radiguet, describen el siempre afanoso jadeo del pueblo en los muelles y en la aduana. Los hombres van con sucios ponchos, los pantalones raídos y los pies desnudos, las mujeres llevan un chal escarlata. En el muelle se acumulan las pacas de mercaderías y circulan los oficiales de aduana y los soldados de uniformes chillones con adornos verdes. Las mujeres lavan en el río o manejan las bestias y en el mercado repleto de perros y de moscas venden los frutos alimenticios, las papas, los frijoles, el maní en montones sobre ponchos estirados en el suelo. Los pescadores agrupados en el barrio del Este viven en casas de esteras y regresan en el crepúsculo con su carga de corbinas, pámpanos y bonitos. La calle principal pavimentada con guijarros, "como huevos colocados de punta" está bordeada de casas de dos pisos, encaladas de blanco o pintadas de amarillo, con una arquitectura ligera y asísmica y a la puerta de cada una, según un viajefo, hay amarrado un gallo para la diversión favorita del pueblo. La calle está llena de tiendas, cuartos de billares y pulperías y en ella circulan negros, blancos, cholos, zambos y marineros extranjeros. En las noches salen de las casas ruidos de borracheras, peleas, crímenes y bacanales y el bordoneo alegre de las guitarras que tocan la resbalosa.

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Las revueltas republicanas no dejan sino rastros de destrucción y de odio y utilizan en favor de sus pasiones al pueblo valiente y fatalista. Salaverry intenta destruir los castillos en los que se refugian en diversas ocasiones Orbegoso, La Fuente, Vivanco o Manuel Pardo. El pueblo chalaco ama instintivamente su libertad y a Lima corre el 28 de enero

de 1834 a restaurar el orden civil. La Convención le otorga por esto el dictado de “ciudad fiel y generosa y asilo de las leyes y de la libertad”. Santa Cruz, después del pirático asalto del bergantín chileno Aquiles, le dá título de “provincia litoral”, que confirma el Mariscal La Fuente en 1839. En 1857 los milicianos porteños rechazan a Vivanco insurrecto contra la Constitución liberal del 56, quien desembarca y llega a la Plaza Matriz y es batido por el pueblo. Entonces recibe la provincia el dictado de "constitucional". En 1865, el pueblo del Callao insurge contra el tratado Vivanco-Pareja. Un palomilla, un gaviota del puerto como el que ha pintado admirablemente José Diez Canseco, rechaza prestar su fuego a un marinero español para encender un cigarrillo y de ahí brota la repulsa a los soldados de Pinson y la revolución triunfante de Prado en 1865. En el momento heroico del 2 de mayo el pueblo acude alegremente a la playa, como quien va a un espectáculo, con bandas de música que tocan el Himno Nacional y los muchachos recogen las granadas que caen sin explotar y les quitan tranquilamente la espoleta. El símbolo de ese heroísmo anónimo y desinteresado es “el cañón del Pueblo", colocado en 48 horas por tres mil hombres congregados por la ansiedad patriótica, entre los que había gente de poncho y de levita y que en la mañana del 2 de Mayo apuntando con el corazón a las naves españolas dió en el flanco de la jactanciosa “Numancia”, la nave capitana de Méndez Núñez. El mismo espíritu se manifiesta por el pueblo del Callao en la reacción contra el militarismo en 1872, en que un tiro anónimo abate al chacal Marceliano Gutiérrez y en la guerra con Chile, en que, el Callao, como en los viejos días de la Independencia, contempla diariamente en sus aguas, escenas heroicas: ve partir a Grau en el Huáscar, sufre el bombardeo terrible del cañón Armstrong del Angamos, vé el resplandor siniestro de la voladura de la Janequeo por el torpedo de Gálvez, prepara las máquinas infernales que hunden el Loa y la Covadonga y en la hora final del sacrificio, envía a los reductos de Miraflores, bajo el mando de Fanning o de Arrieta, las juveniles huestes de hombres del mar que se baten bajo las banderas del Batallón de Marina o de la Guardia Chalaca, organizadas las vísperas del combate, sin preparación militar y sin uniforme, pero que, ante el peligro de la patria, transforman su índole dulce y generosa y van sin alarde de gloria, como si fueran a un jolgorio, a la singular aventura de la muerte.

Y este pudiera ser el mensaje del pueblo del Callao en la historia del Perú. En él no surgen casi figuras caudillescas. Y es que la lección del Callao es la del esfuerzo colectivo y solidario de los grandes momentos de la nacionalidad, en los que el héroe, único e insuperable, es el pueblo, que, en las horas de paz crea o transporta la riqueza en la forja secular e incesante del trabajo, y, en las del peligro monta su cañón invencible para rechazar la agresión extranjera o levanta, como una ola implacable, la montonera libertadora o la barricada popular, para merecer de nuestras dos únicas Convenciones liberales, formadas

por patricios ilustres como Vigil y José Gálvez, los dictados cívicos por excelencia; el de "constitucional" por la Convención de 1858 y el de la Convención de 1834, que la llamó, para la historia, es decir para siempre, "la fiel y generosa ciudad del Callao asilo de las leyes y de la libertad".

Informe del Tribunal del Consulado

de Lima, 1790

Por RUBEN VARGAS UGARTE S. J.

La Historia Económica del Virreinato del Perú, esto es, de todos los países comprendidos bajo su jurisdicción, está aún por escribirse. Las obras que se han publicado hasta ahora no pasan de ser ensayos más o menos felices o a lo más podrían aspirar al título de apuntes para una Historia Económica. Las razones son obvias: hasta el presente los datos que se poseen sobre el tema son escasos y, además, la ciencia económica es una ciencia relativamente moderna y sus leyes y principios no han venido a formularse sino en estos últimos tiempos.

Indudablemente que una Historia Económica verdaderamente tal no puede contentarse con poner delante de los ojos del lector lo que podríamos llamar el sistema o mecanismo de la economía virreinal, pues para esto bastaría hojear obras como las de Escalona Agüero, Veitia Linage, el Diccionario de Legislación de Aguiar y Acuña o el Tratado de Gutiérrez de Rubalcava. Quedaría aún algo más importante por conocer, esto es la balanza comercial o las alternativas de las importaciones y exportaciones. Ni siquiera sería suficiente el mero conocimiento de los productos del suelo, si a ello no se añade la oscilación de los precios, el aumento o disminución del circulante y del poder adquisitivo de la moneda, en una palabra, todo aquello que influye en el aumento o disminución de la riqueza y en la proporcional distribución de esa misma riqueza entre los pobladores de un país.

Esto lo decimos así, en general, pues no es nuestro intento dar aquí un esquema de los capítulos que podría y debería comprender una verdadera Historia Económica, sino indicar solamente los vacíos que se advierten en las obras del género, tanto más que este estudio rebasaría los límites que nos hemos fijado en este Prólogo.

Por lo mismo creemos que constituye una excelente contribución a dicha Historia el Informe que ahora publicamos por vez primera. Ya se han comenzado a exhumar documentos de este género y en esta labor se ha señalado entre otros, D. Manuel Moreyra y Paz Soldán, cuyos estudios sobre el comercio exterior durante el Virreinato, las renombradas ferias de Portobelo y últimamente sobre las Juntas del Tribunal del Consulado, en el S. XVIII son de un valor inapreciable para el conocimiento de nuestra economía en el pasado.

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