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LIBRO SEGUNDO.

1522.

Capítulo primero.

El Cardenal Gobernador de Españia es electo sumo Pontifice.
Continua la guerra de Italia.

principios de este año de mil quinientos veinte y dos, el dia nueve de enero, despues de muchos debates entre los cardenales, y por unánime voto de todos fué declarado sumo Pontífice el cardenal Adriano Florencio gobernador de España, que tenia entonces sesenta y un años, y sin sospecha alguna de ambicion, ni de que lo hubiese solicitado, sino solo por su esclarecida virtud. Residia el cardenal en la ciudad de Vitoria, quando recibió la nueva de habérsele conferido la suprema dignidad entre los hombres, causándole poca alegría, lo que era muy conforme á su probidad y modestia. Inmediatamente acudieron los obispos, y los grandes en gran número á tributarle sus respetos. Desde allí pasó á Búrgos y á Valladolid, y en el mes de marzo se trasladó á Zaragoza, donde fué recibido con la mayor ostentacion y regocijo, y se detuvo algun tiempo: el magistrado de la ciudad le regaló parte de las reliquias de San Lamberto, de quien era muy devoto, y para manifestar su agradecimiento á este don, mandó que en el mismo lugar en que este glorioso Mártir habia sido degollado por la fe de Jesu-Christo, se edificase un convento de religio

sos de la Santísima Trinidad, obra magnífica y verdaderamente regia. Su primer ministro fué el reverendo padre fray Juan Ferrer Valenciano, varon ilustre en santidad y en letras. Disponian á un mismo tiempo su partida el Pontífice y el César, aquel para llegar quanto antes á Italia á fin de arreglar sus cosas, y el César despues de dar órden en las de Alemania, para regresar á España.

Era entonces la Lombardía el teatro de la guerra, y solo resonaba en ella el estruendo de las armas. El Francés con la esperanza de recobrar á Milan, habia mandado á Renato duque de Saboya, que se pusiese luego en marcha con nuevas tropas que se componian de diez mil Suizos, y las compañías francesas. Esforcia añadió á las del César seis mil infantes que habia réclutado en los confines de Alemania, adonde se refugió despues que fué arrojado de la Lombardía, y Don Fernando de Austria otros mil, mandados por Adorno. Colona aunque inferior en fuerzas, confiado en la buena voluntad de los Milaneses, se encargó con grande ánimo de la defensa de la ciudad, que era el blanco de todos. Cerró con máquinas y fosos la fortaleza guarneciéndola con quatro mil hombres permanentes, y encargó á Phelipe Fornelo, y á Antonio de Leyva, dos de los principales capitanes, las plazas de Novara y Pavía para que las defendiesen. Habia venido Esforcia á Pavía, cuydadoso de su propio interés para acudir desde cerca á los que peleaban á favor suyo. Desde allí fué llamado á Milan por Colona, para animar á los ciudadanos, al mismo tiempo que los Franceses se apoderaron y saquearon á Novara. Tenian estos tomados los caminos; pero Esforcia por sendas ocultas consiguió llegar salvo á la ciudad con tanta alegría y aplauso de sus habitantes, como si con su Príncipe hubiesen recibido toda la felicidad. Al momento cargaron sobre Milan todas las tropas Francesas para arruinar juntamente á toda la provincia; mas no obstante fué acometida en vano la ciudad á pesar de los esfuerzos de Pedro Navarro, que dirigia las minas y obras subterráneas. Fué causa de un nuevo dolor la muerte de Antonio Colona, que militando baxo las banderas del Francés, fué despedazado por una bala de artillería. Como las cosas no sucedian á los Franceses segun sus deseos, dirigieron su furor contra Pavía con mayor conato, pero no con suceso mas fa

vorable. Habia entrado en aquella ciudad por medio de los reales enemigos, que aun no estaban bien fortificados, una compañía de Españoles valientes que iban á socorrerla; con cuyo auxilio animados los sitiados rechazaban fácilmente el ímpetu de los Franceses. Colona y Pescara se pusieron en marcha con la mayor fuerza de las tropas á fin de obligar á, los Franceses á levantar el sitio, y derrotadas sus centinelas y cuerpos de guardia, se acercaron á Pavía. Lautrec que no perdia de vista la empresa de hacerse dueño de Milan levantó de improviso el sitio de Pavía, y se encaminó aceleradamente ácia aquella capital, la qual defendia Esforcia con poca guarnicion. Pero se le adelantó Colona, que estaba muy persuadido de que el enemigo se aprovecharia de aquella ocasion para volver á Milan; por lo qual introduxo en ella su exército', la conservó y se burló del Francés.

Viendo este perdida su esperanza, determinó dar una bataHa, mas era necesario grande arte, porque no ignoraba quán experto y prudente era el general enemigo. Asi pues para incitarle á una batalla en campo raso, miraba y observaba todas las cosas, movia sus reales de una parte á otra, y le presentaba ocasiones de pelear para atraerle á una accion decisiva. Unas veces se estaba quieto en un lugar, y otras se desaparecia con presteza. Finalmente no omitió cosa alguna de las que podian contribuir á engañar á un enemigo tan astuto. Pero cansado de mudar los reales, y fatigado de los insultos de los Suizos, que le pedian los conduxese al enemigo, ó que les pagase, y que si no les concedia uno ú otro, les diera licencia para retirarse, se aventuró aunque con peligro á dar una batalla, antes que le abandonasen con sus tropas. No ignorando Colona lo que pasaba en el campo del enemigo, se habia acampado en un sitio muy seguro cerca de Bicoca, pueblo inmediato á Milan. La frente del exército se hallaba fortificada con un foso, y con mucha artillería. Esforcia con los Milaneses defendia el puente por donde habia paso abierto á los reales, y la parte opuesta la guarnecian Leyva y Don Juan de Cardona conde de Colisano, con tropas escogidas. El dia veinte y dos de abril al amanecer ordenó el Francés sus tropas con mucho estrépito. Iban delante los Suizos, porque deseosos de combatir habian pedido que se les concediese este ho

nor, y era tal su impaciencia que apenas llegaron á tiro, y sin esperar la señal para la batalla comenzaron á embestir. Fué grande el estrago que en ellos hizo la artillería; pero sin aterrarse en manera alguna, habiendo saltado el foso intentaron con furor forzar las trincheras, y cayó sobre ellos una Iluvia innumerable de balas, peleándose en este parage con mas ardor que constancia. Esforcia, que salió al encuentro de los Franceses, sostuvo valerosamente la batalla, y defendió su puesto. Los Venecianos mandados por el duque de Urbino, para engañar á los Imperiales se habian puesto en los vestidos cruces rojas, de cuya insignia usaban los otros por divisa. Conoció Colona el ardid, y al punto mandó á los suyos que se pusiesen ramos verdes en las gorras, para que por ellos fuesen conocidos. Descubierto que fué el engaño, se retiraron los Venecianos apenas entraron en el combate, atemorizados del horrendo estrago de los Suizos; los quales habiéndolos exhortado en vano Lautrec á que volviesen á la pelea, desampararon la accion, y los siguieron otros muchos, que detestaban el precipitado consejo del general. Era grande el ardor de los Imperiales en seguir al enemigo fugitivo; mas Colona sin envanecerse con la victoria prohibió á los suyos que le siguiesen, contentándose con lo ganado, porque no ignoraba que la desesperacion suele inspirar nuevos ánimos. En esta batalla perecieron tres mil Suizos con su comandante Alberto Petra, y diez y siete capitanes de gran nombre. Las demas naciones no perdieron tantos : de los Imperiales murieron muy pocos, y entre ellos el conde de Colisano, y salieron heridos Don Alfonso Dávalos marqués del Basto y otros hombres ilustres. Despues de esta desgraciada batalla se pusieron los Suizos en camino para su patria, no dando oidos á ruegos algunos, ni promesas de los Franceses. Los Venecianos se retiraron á los presidios de las fronteras, y Lautrec á Francia con parte de las tropas, á quien seguia Lescun; habiendo perdido lo que quedaba en la Lombardía ademas de las fortalezas de Milan, Cremona y Novara.

A fines del mes de mayo se trasladó á Génova todo el peso de la guerra á persuasion de Adorno, para que se cumpliese el ardiente deseo que tenia el César de arrojar de toda la Italia á los Franceses, persuadido de que de otro modo no se restable

ceria la quietud pública. Incitaba tambien á Adorno la esperanza de su interés particular, esto es, de restituirse á su patria, y de apoderarse del mando de ella. A este fin pues se dirigieron cartas al senado á los amigos de los Adornos, en que se les decia: «que no quisiesen padecer las hostilidades que sufren los vencidos en la guerra: que volviesen en sí, y no se opusieran á que la patria recobrase su amada libertad, y se exterminase la tiranía de los Fregosos, y que esto seria útil y honroso, especialmente á aquellos que tenian á su cargo el gobierno y direccion de la república. » Pero estas razones hicieron poco efecto en una ciudad dividida en facciones y partidos. Colona y Pescara, despues que conocieron que era preciso usar de la fuerza, derribaron con su artillería una parte del muro, y sin dilacion entraron por la brecha los soldados en la ciudad. Añadióles nuevo esfuerzo la promesa que los capitanes les habian hecho de entregársela á saqueo; y habiéndose puesto en fuga los que la guarnecian, esta grande y opulenta ciudad fué tomada casi sin derramar sangre alguna, y abandonada á los soldados. No hubo injuria alguna que dexase de cometer el militar desenfreno por espacio de dos dias. Y para sacar de allí á los soldados y poner fin al estrago, divulgaron los capitanes que el Francés habia pasado los montes, se acercaba con un poderoso exército. Conmovidos con esta noticia se volvieron á su campo cargados de ricos despojos. Fregoso que se hallaba en cama enfermo de la gota se entregó á Pescara, y murió de allí á breve tiempo. Tambien fué hecho prisionero Pedro Navarro, á quien habia enviado el Rey de Francia con dos galeras para que socorriese á los Genoveses: auxilio tardío, y que solo sirvió para agravar la calamidad. Luego que Adorno fué declarado Dux en lugar de Fregoso, reduxo en poco tiempo á su dominio el castillo, y los puestos fortificados. Arregladas que fueron las cosas civiles, y establecida la república conforme á los deseos del César, se volvieron los vencedores á la Lombardía para velar sobre los movimientos de los Franceses. En este tiempo falleció Don Ramon de Cardona virey de Nápoles, con grave dolor y sentimiento de sus habitantes, de quienes era muy amado; fué hombre de mucho valor y prudencia, y gobernó aquel reyno trece años con grande alabanza. Ordenó en su testamento que su cuerpo

y

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