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DON ANDRES HURTADO DE MENDOZA Y LA FUNDACION DE LA VILLA DE CAÑETE

Los postreros destellos de la rebelión de Hernández Girón.-El Marqués de Cañete.-Su imaginaria lenidad.-Un anécdota curioso.-El carácter del Marqués.-Trata de repoblar los antiguos valles.-El valle del Huarcu.-La fundación de la villa de Cañete.-El valle del Huarcu después de la conquista.-Reminiscencias de su antigua opulencia.-Los antiguos acueductos.-El acequia de la Imperial.-Su pérdida. Se trata de repararla. La indiferencia oficial ante los esfuerzos privados.-Dn. García de Mendoza adjudica las tierras de la Imperial al Cabildo de Lima.-El Rey confirma aquella merced.-Toma el Cabildo posesión de las tierras. Las vende a censo redimible.-Condiciones de esta venta.-rc-asa el comprador en su empresa.

Francisco Hernández Girón, el noble reparador de injusticias, el esforzado paladín de las reivindicaciones, había sido derrotado en Pucará y eje.utado a voz de pregonero en la plaza mayor de Lima; su cabeza se había mandado poner sobre el rollo, sus ces is se habían mandado derribar y sembrar de sal, y se había infamado su memoria con los odiosos epitetos de traidor y de tirano; y sin embargo, aun no se habían extinguido los postreros destellos de la hoguera que en un arranque de indignación había encendido, y que sus amigos supieron atizar con tan próspera fortuna, cuando menos en los primeros reencuentros con las tropas reales, en Villacurí y en Chuquinga; todavía los rebeldes abrigaban alguna esperanza y soñaban con la reorganización de sus Fuestes y con el triunfo de su causa, y en ello no carecían de razón, toda vez que la esperanza suele acompañar al hombre hasta el propio dintel de la realidad

La Audiencia, en cuyas manos descansaba a la sazón el gobierno del Reino, era de suyo impotente para contener los desmanes de aquellos ambiciosos capitanes, que, a título de conquistadores y primeros pobladores, se creían señores absolutos del país, no perdían ocasión de decantar sus hazañas y ponderar los servicios prestados a la Corona, y nunca se tenían por suficientemente remunerados. El gobierno del Perú había, pues, menester de una autoridad severa, que enmendase con mano férrea los errados rumbos que la codicia y la ambición le habían trazado, que prestase garantías a los vecinos y pobladores, y que organizase el Reino en paz y justicia; así lo entendió el Emperador y por eso despachó por virrey de estos Reinos a Dn. Andrés Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete y Guarda mayor de la ciudad de Cuenca, hombre ya experimentado en achaques de gobierno y con sobrada energía para lograr el fin apetecido...

Cuardo el Marqués llegó al Perú, las cárceles se encontraban atestadas de culpados que esperaban el veredicto de sus respectivas causas, y con la inquietud que es fácil suponer cuando se vislumbra un porvenir incierto. El horizonte se despejó en breve: unos fueron ahorcados, otros deg llados, los menos culpables fueron desterrados, y los más in.clices fueron cargados de crderes y condenados a trabajar como peones en la construcción del primer puente de cantería que se tendió sobre el Rímac; 'bchocientes y tantes víctimes fueron inmoladas en aras de la justicia por el inflexible Marqués de Cañete, y ello no obstante, dice el Iltmo. Lizárrega que el Marqués era humanísimo y rode amigo de derramar sangre (1).

Los capites Diego López de Zúñiga, Rodrigo Niño, Juan Meldonado de Buendía y otros esforzados caballeros que habían servido a su Majestad lealmente con sus personas y haciéndes contra Francisco Hernández Girón, después de pacificada la tierra se presentaron al Marqués y exponiéndole sus servicios le demenderon mercedes; parece que él les ofreció tina biccca: que ellos desde luego rehúsaron, y le respondieron que les dicte de comer con orme a sus méritos. Bien, les dijo el Marqués, yo os daré muy bien de comer", y los despidió muy animos: poco después llamó a su mayordomo y le ordenó que

(1).—LizárraGA, Descripción de las Indias, Lib. II, cap. XIII.

dispusiese un banquete para el día siguiente, pues aquellos capitanes comerían con él en las casas reales. Así se hizo; los invitados fueron regalados con munificencia regia, y cuando calculaban que la generosidad del Marqués había de culminar en pingüe encomienda, se encontraron con sendas órdenes de deportación a los reinos de España, y con los caballos ensillados y enfrenados en el patio, a fin de que al punto y sin pérdida de tiempo partiesen a embarcarse en el vecino puerto, donde les tenía ya prevenido un galeón. Si así trataba el Marqués a los buenos servidores de la Corona, ¿qué no haría con los rebeldes?

El Marqués ponderaba las desmedidas pretensiones de los capitanes que habían militado bajo el estandarte real en las guerras civiles del Perú, y si bien es evidente que en ello había mucho de cierto, también hay que reconocer que el Marqués era de suyo mezquino y poco o nada amigo de dispensar mercedes, por más que trate de hacernos entender todo lo contrario el Iltmo. Lizárraga, su gran admirador y panegirista; pues, el mismo se encarga de confirmar nuestro aserto, cuando dice: *oí decir que el Marqués en España era tenido por escaso» (1).

Ahogadas, pues, en sangre las demandas y protestas de los amigos y parciales del infortunado Hernández Girón, y convencidos les pocos que aun quedaban libres, de que era poco menos que imposible luchar con éxito contra el colosal poderío de la casa de Austria, cuyo prestigio se había consolidado ya en España a despecho de los célebres comuneros de Castilla, y se iba cor solidando en las Indias, no obstante el inquieto espíritu de sus conquistadores, siempre dispuestos a levantarse contra el estandarte real y a defender bravamente sus encomiendas, resolvieron con muy buen acuerdo dar de mano a toda nueva tentativa de rebelión, y consagrar sus energías a otras empresas menos peligrosas y de más positivos resultados, ya que la fortuna se les había mostrado adversa en los hechos de armas, y la desgracia les había cerrado el camino por do podían aspirar a la posesión de las reales mercedes.

Aunque el Rey tenía ordenado por diversas cédulas que se poblasen en el Perú las más villas de españoles que ser pudiesen», y que se repartiesen las tierras entre los vecinos que

(1).—LIZÁRRAGA, Descripción de las Indias, Lib. II, cap. X.

se estableciesen en ellas, a fin de que se repoblasen y volviesen a poner bajo cultivo aquellos valles que la rápida desaparición de la raza indígena iba dejando incultes; nadie, sin embargo, se había cuidado en el Perú de ejecutar aquellas reales órdenes, y ello fácilmente se explica, si se tiene en cuenta que las revueltas que a menudo promovían los altivos e indisciplinados soldados de la conquista, apenas podían dar tiempo a los gobernantes para entender en tan necesaria y útil labor. Pero el Marqués de Cañete venía determinado a ejecutarlas, no sólo como medida de buen gobierno, que contribuyese a arraigar en el país a aquellos colonos que no tenían repartimientos ni heredades que a él los ligasen, sino como medio de aquietar los ánimos alterados y pacificar la tierra.

No se había aún ajustado un año de su ingreso al virreinato y gobierno del Perú, y ya sus capitanes salían a poblar nuevas comarcas y a sujetar nuevas provincias al cetro imperial de España: en tierras de los cañaris se fundaba la ciudad de Cuenca, la villa de Santa María de la Parrilla en el valle que los antiguos chimus denominaron de Sacta, las ciudades. de Mendoza y Osorno en las gobernaciones del Río de la Plata y Chile, respectivamente, en cuyas furdaciones entendió su propio hijo, Dr. García de Mendoza, y, inalmente, la villa de Santa María de Cañete, cuya acta de fundación hoy publicames, en el valle que se decía del Huarcu, a veintidós leguas de la Ciudad de los Reyes, y el principal de los cuatro (1) que constituyeron el señorío del opulento régulo Chuqui-mancu célebre por la heroica resistencia que opuso a los invasores quechuas en tiempo de Pachacutec, obligando al conquistador a movilizar cuatro ejércitos, que asolaron el valle y casi lo convirtieron en un inmenso cementerio.

Comisionó el Marqués para hacer la fundación de la villa de Cañete al Capitán Jerónimo de Zurbano, y además de la Real provisión que le mandó despachar en 20 de Agosto de 1556, le dió un pliego especial de instrucciones, por las que debía gobernarse, así en lo referente a la traza y erección de la villa, como en la distribución de solares y tierras entre los veinticinco pobladores que con él pasaban a comenzar aquella fundación.

(1).-Huarcu, Runahuanac, Malla y Chillca.

Cuando los castellanos llegaron al Perú, la población indígena del valle del Huarcu fluctuaba entre quince y veinte mil almas, según se colige de las relaciones del Inca Garcilaso; mas, no bien los conquistadores ocuparon el valle e implantaron en él el régimen comendaticio, la población comenzó a decrecer rápidamente, y la desolación llegó a tanto, que cuando el Marqués de Cañete acordó fundar allí la villa que nos ocupa, no se encontraron en la comarca más de setenta u ochenta personas, entre caciques, principales e indios comunes, que tenían sus rancherías en el vallecillo de Oclla, y los pescadores hacia las riberas de la mar, cerca de las ruínas de la fortaleza, todo lo cual se hizo constar en la información que mandó levantar el Capitán Zurbano, cuando trató de repartir las tierras entre los colonos que se avecindaron en la nueva villa.

Al extinguirse la población autóctona del valle del Huarcu, sus campos quedaron sin cultivo, sus ricas tierrras se fueron enmontando, y quebradas las acequias, se formaron por do quiera ciénagas y salitrales; Canchari, la magnífica residencia de sus antiguos régulos, Chuqui-mancu, la gran fortaleza, mudo testigo del heroísmo de una raza muerta, Hervae, el odioso símbolo de la conquista trasandina y de la dominación extranjera, todo había caído ante el empuje de los invasores castellanos, todo había cedido a su paso, y al perder el valle su antigua importancia, se había trocado en honda calma aquella vida y actividad que una población vigorosa y fuerte le comunicaba en mejores tiempos, y sólo las ruínas de una civilización perdida surgían solitarias en la agreste campiña.

Vivía, sin embargo, el genio previsor de los primitivos señores del Huarcu, y vivía en los magníficos acueductos que cruzaban el valle, y que en otra época llevaban la fecundidad y la vida hasta sus más remotos confines. Estos acueductos eran seis: el de Chome o Chomey, el de Hualcara, el de Sotoma, el de Lloclla, el de Huanca o Huancara y el de la Imperial, que es la misma acequia quebrada a que con tanta frecuencia se alude en las postillas que un glosador anónimo puso al margen del documento que aquí publicamos.

Sobre el origen incaico de esta acequia, y sobre su pérdida y posteriores vicisitudes, encontramos interesantísimos datos en la Descripción de las Indias del Iltmo. Lizárraga, quien, después de ocuparse del valle del Huarcu, cuya fertili

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