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que se acaba toda la variedad del movimiento de la luna, intercalaron siete meses á ciertas distancias. Lo mismo hizo Julio César despues que se apoderó de Roma, por entender pertenecia á su providencia y gobierno emendar la razon de los tiempos, que entre los romanos andaba revuelta y confusa. Ayudóse del consejo de Sosigenes, grande matemático y astrólogo, y de Marco Fabio, escribano de Roma, con cuya ayuda redujo el año solar á trecientos y sesenta y cinco dias y un cuarto de dia; por donde cada cuatro años se intercala un dia á veinte y cuatro de febrero, que es sexto de las calendas de marzo, y el dia intercalado se llama tambien sexto de las mismas calendas; por donde el año se llama bis sexto, que es lo mismo que dos veces sexto. La razon de la luna y de toda su inconstancia y cuenta del año lunar comprehcudieron con el áureo número, que procede de uno hasta diez y nueve, y fué puesto en el calendario romano. Intercalaban en diez y nueve años siete lunas, manera que por entonces pareció muy á propósito para que la cuenta de los tiempos fuese ordenada, y ajustados los años solar y lunar; pero con el progreso del tiempo por ciertas menudencias, que no consideraron en la cuenta del año, se halló que ni la una ni la otra cuenta concordaban con los movimientos de aquellos planetas ni entre sí. Por donde los cristianos, que, á imitacion de César, cuanto á las fiestas inmovibles siguen el año solar, y cuanto á las movibles el lunar, hallaron haberse alejado mucho de lo que se pretendió, que ni el principio del año caia en el mismo dia que en tiempo de César, ni con el áureo número, como se pretendia, se mostraban las conjunciones de la luna. Por lo uno y por lo otro el papa Gregorio XIII, el año de 1582, cuando esto escribiamos, emendó todo esto, quitó del calendario el áureo número, en cuyo lugar puso otro mayor, que llamaron epactas. Demás desto, en el principio de octubre de aquel año se dejaron de contar diez dios para efecto que el principio del año solar volviese al asiento conveniente señalado por los antiguos. Y para que no hiciese dende mudanza en lo de adelante, proveyó que á ciertas distancias no se intercalase el bisexto, con que se acudió á todos los inconvenientes. Disputar de todo esto mas á la larga y mas sutilmente pertenece á los astrólogos; lo que es deste lugar y aprovecha para la historia es que los moros, como poco antes se ha dicho, hacen el año menor que el nuestro once dias y un cuarto. Lo cual por no considerar muchos autores señalaron en diversos lugares el principio de aquella cuenta de los moros y de aquellos años de la egira con tan extraña variedad, que desde el año de 592 hasta el de 627 casi no hay año ninguno en que alguno ó algunos autores no pongan el principio de la dicha cuenta; variedad y discordancia vergonzosa. Discordancia, de que pienso fué la causa que diversos escritores en diversos tiempos como se informasen cuántos años corrian en aquella sazon de los árabes, por no saber que eran menores que los nuestros, volviendo á contar hácia atrás y á restar aquel número de años de los de Cristo, señalaron diversos principios, los postreros, como contaban mas años, mas arriba. En tanta variedad mucho tiempo nos hallamos suspensos y dudosos en lo que debiamos seguir. Lo que (mas verisímil nos parece es que la computacion de los árabes, de los moros y de la egira, que todo es uno, se dcbe

comenzar el año de Cristo 622 á 15 de julio, segun que lo testifican los Anales toledanos, que se escribieron pasados trecientos años ha. Lo mismo comprueban los letreros de las piedras y las memorias antiguas; concuerdan los judíos y moros, con quien para mayor seguridad lo comunicamos, segun que en un librito aparte bastantemente lo tenemos todo deducido. Sin embargo, el arzobispo don Rodrigo y Isidoro, pacense, se apartan desto, porque señalan el principio desta cuenta el año de Cristo de 618, es á saber, el año seteno del imperio de Heraclio. Otros muchos y casi los mas, en que hay mayor daño, igualaron los años de los moros con los nuestros, cosa que no debieran hacer, como queda bastantemente advertido.

CAPITULO XXVII.

De lo que hizo Abdalasis.

Gobernó algun tiempo Abdalasis la provincia que su padre le encomendó sabia y prudentemente. De Africa vinieron á España grandes gentíos para arraigarse mas los moros en ella, para cultivar y poblar aquella anchísima tierra, á causa de las guerras pasadas falta do moradores y yerma. Diéronles campos y asientos, señalaron á Sevilla por cabeza, en que estuviese la silla del nuevo imperio, como ciudad grande y fuerte y cómoda para dende acudir á las demás. Egilona, mujer del rey don Rodrigo, estaba cautiva con otros muchos. El moro gobernador, con son que por derecho de la guerra le tocaba aquella presa, la hizo traer ante sí. Era de buena edad, su hermosura y apostura muy grande. Así, á la primera vista el bárbaro quedó herido y preso. Preguntóle con blandas palabras cómo estaba. Ella, lastimada de la memoria de su prosperidad antigua y renovada con esto su pena, comenzó á derramar lágrimas, despedir sollozos y gemidos. «¿Qué quieres, dijo con voz flaca, saber de mí, cuya desventura ha sonado y se sabe por todo el mundo, tanto mas grave cuanto de todos es mas conocida? La que poco antes era reina dichosa, cuyo señorío se extendia fuera de España, al presente joh triste fortuna! despojada de todo, me hallo en el número de los esclavos y cautivos. La caida, tanto es mas dolorosa cuanto el lugar de que se cae es mas alto; lo que es de tal suerte, que los españoles, olvidados de su afan, lloran mi desastre y les es ocasion de mayor pena. Tú, si como es justo lo hagan los ánimos generosos, te mueves por el desastre de los reyes, gózate en esta bienandanza tener ocasion de hacer bien á la sangre real. Ningun mayor favor me puedes hacer que volver por mi honestidad como de reina y de matrona, y no permitir que ninguno de mí se burle. Por lo demás tuya soy; de mí, como tu esclava, haz lo que por bien tuvieres. Con las obras, por hallarme en este estado, no te podré gratificar lo que hicieres; la memoria y reconocimiento serán perpetuos, y la voluntad de agradarte y obedecerte muy grande.» Con este razonamiento y palabras quedó aquel bárbaro mas prendado. Usó con ella de halagos y de blandura, resuelto de tomarla por mujer, como lo hizo, sin quitalle la libertad de ser cristiana. Túvola en su compañía con grande honra toda la vida, ca demás de su hermosura y de su edad, que era muy florida, fué dotada de singular prudencia, tanto, que por

sus consejos principalmente enderezaba su gobierno, y á su persuasion, por tener mas autoridad y que nadie le menospreciase, usó de repuesto, aparato y corte real, y se puso corona en la cabeza. En tierra de Antequera por la parte que toca los mojones y los aledaños de Málaga hay un monte llamado Abdalasis, por ventura del nombre deste príncipe; como tambien algunos sospechan que Almaguer, pueblo de la órden de Santiago, se llamó así de Magued, capitan moro, de quien dicen solia beber del agua de una fuente que está allí cerca; y porque el agua en lengua arábiga se dice alma, pretenden que de alma y Magued se compuso el nombre de Almaguer. Hoy en aquel pueblo no hay fuentes, todos beben de pozos. No hay duda sino que con la mudanza que hobo en las demás cosas se mudaron los apellidos á muchos pueblos, montes, rios, fuentes, de que resulta grande confusion en la memoria y nombres antiguos, ca los capitanes bárbaros parece pretendieron para perpetuar su memoria y para mayor honra suya fundar nuevos pueblos ó mudar á otros sus apellidos que tenian de tiempo antiguo. Qué se haya hecho del conde don Julian no se sabe ni se averigua ; la grandeza de su maldad hace se entienda que vivo y muerto fué condenado á eternos tormentos. Es opinion empero, sin autor que la compruebe bastantemente, que la mujer del Conde murió apedreada, y un hijo suyo despeñado de una torre de Ceuta, y que á él mismo condenaron á cárcel perpetua por mandado y sentencia de los moros, á quien tanto quiso agradar. En un castillo llamado Loharri, distrito de la ciudad de Huesca, se muestra un sepulcro de piedra fuera de la iglesia del castillo, do dicen comunmente estuvo sepultado. Don Rodrigo y don Lúcas de Tuy testifican haber sido muerto y despojado de todos sus bienes, así él como los hijos del rey Witiza. Lo que se puede asegurar es que el estado de las cosas era de todo punto miserable. Casi toda España estaba á los moros sujeta á esta sazon; no se puede pensar género de mal que los cristianos no padeciesen; quitaban las mujeres á sus maridos, sacaban los hijos del regazo de sus madres, robaban los paños y ricas preseas libremente y sin castigo. Las heredades y los campos no rendian los frutos que solian, por estar airado el cielo y por la falta de labranza. Profanaban las casas y templos consagrados y aun los abrasaban y abatian; los cuerpos muertos á cada paso se hallaban tendidos por las calles y caminos; no se oia por todas partes sino llantos y gemidos. Final

mente, no se puede pensar género de mal con que España no fuese afiigida; claro castigo de Dios, que por tal manera tomaba venganza, no solo de los malos, sino tambien de los inocentes, por el menosprecio de la religion y de sus leyes. Todavía en lo de Vizcaya, y en parte de los Pirineos hácia lo de Navarra y Aragon, en lo de Astúrias y parte de la Galicia se entretenian lo cristianos, confiados mas en la aspereza de los lugares y por no acudir contra ellos los moros, que en fuerzas ó ánimo que tuviesen para hacer resistencia. Los que estaban sujetos á los moros y mezclados con ellos, entonces se comenzaron á llamar mixti-árabes, es á saber, mezclados árabes; despues, mudada algun tanto la palabra, los mismos se llamaron mozárabes. Dábanles libertad de profesar su religion, tenian templos á fuer de cristianos, monasterios de hombres y mujeres como antes. Los obispos, por miedo que su dignidad no fuese escarnecida entre aquellos bárbaros, se recogieron á Galicia junto con gran parte de la clerecía; y aun el obispo de Iria Flavia, que es el Padron, á muchos prelados que acudieron á su obispado, señaló rentas y diezmos con que se sustentasen en aquel destierro, como se entiende por la narrativa de un privilegio que el rey don Ordoño el Segundo dió á la iglesia de Santiago de Galicia, año de Cristo de 913. Desta manera cayó España; tal fué el fin del nobilísimo reino de los godos. Con el cielo sin duda se revuelven la cosas acá; lo que tuvo principio es necesario se acabe; lo que nace muere, y lo que crece se envejece. Cayó pues el reino y gente de los godos, no sin providencia y consejo del cielo, como á mí me parece, para que despues de tal castigo de las cenizas y de la sepultura de aquella gente naciese y se levantase una nueva y santa España, de mayores fuerzas y señorío que antes era; refugio en este tiempo, amparo y columna de la religion católica, que compuesta de todas sus partes y como de sus miembros termina su muy ancho imperio, y le extiende, como hoy lo vemos, hasta los últimos fines de levante y poniente. Porque en el mismo tiempo que esto se escribia en latin, don Filipe H, rey católico de España, vencidos por dos y mas veces en batalla los rebeldes, juntó con los demás estados el reino de Portugal con atadura, como lo esperamos, dichosa y perpetua; con que esta anchísima provincia de España, reducida despues de tanto tiempo debajo un sceptro y señorío, comienza á poner muy mayor espauto que solia á los malos y á los enemigos de Cristo.

LIBRO SÉPTIMO,

CAPÍTULO PRIMERO.

Cómo el infante don Pelayo se levantó contra los moros. No pasaron dos años enteros despues que el furor africano hizo á España aquella guerra cruel y desgraciada, cuando un gran campo de moros pasó las cumbres de los Pirineos por donde parten término España

y Francia, y por fuerza de armas rompió por aquella provincia con intento de rendir con las armas vencedoras aquella parte de Francia que solia ser de los godos. Además que se les presentaba buena ocasion, conforme al deseño que llevaban, de acometer y apoderarse de toda aquella provincia por estar alterada con discordias civiles y muy cerca de caer por el suelo á

causa de la ociosidad y descuido muy grande de aqueHos reyes, con que las fuerzas se enflaquecian y marchitaban, no de otra guisa que poco antes aconteciera en España. Pipino, el mas Viejo, y Cárlos, su hijo, bien que habido fuera de matrimonio, por su valor y esfuerzo en las armas llamado por sobrenombre Martello, señores de lo que entonces Austrasia y al presente se dice Lorena, eran mayordomos de la casa real de Francia, y como tales gobernaban en paz y en guerra la república á su voluntad; camino que claramente se hacian, y escalon para apoderarse del reino y de la corona, cuyo nombre quedaba solamente á los que eran verdaderos reyes y naturales por ser del linaje y alcuna de Faramundo, primero rey de los francos. Grande era el odio que resultaba y el desgusto que por esta causa muchos recebian; llevaban mal que una casa en Francia y un linaje estuviese tan apoderado de todo, que pudiese mas que las leyes y que los reyes y toda la demás nobleza. Eudon, duque de Aquitania, hoy Guiena, era el principal que hacia rostro y contrastaba á los intentos de los austrasianos. Cada parte tenia sus valedores y allegados, con que toda aquella nacion y provincia estaba dividida en parcialidades y bandos. Lo que hace á nuestro propósito es que con la ocasion de estar los bárbaros ocupados en la guerra de Francia las reliquias de los godos que escaparon de aquel miserable naufragio de España, y reducidos á las Astúrias, Galicia y Vizcaya, tenian mas confianza en la aspereza de aquellas fraguras de montes que en las fuerzas, tuvieron lugar para tratar entre sí cómo podrian recobrar su antigua libertad. Quejábanse en secreto que sus hijos y mujeres, hechos esclavos, servian á la deshonestidad de sus señores. Que ellos mismos, llegados á lo último de la desventura, no solo padecian el público vasallaje, sino cada cual una miserable servidumbre. Todos los santuarios de España profanados, los templos de los santos, unos con el furor de la guerra quemados y abatidos, otros despues de la victoria servian á la torpeza de la supersticion mahometana, saqueados los ornamentos y preseas de las iglesias; rastros do quiera de una bárbara crueldad y fiereza. En Munuza, que era gobernador de Gijon, aunque puesto por los moros, de profesion cristiano, en quien fuera justo, hallar algun reparo, no se via cosa de hombre fuera de la figura y aparencia, ni de cristiano mas del nombre y habito exterior; que les seria mejor partido morir de una vez que sufrir cosas tan indignas y vida tan desgraciada. Ya no trataban de recobrar la antigua gloria en un punto escurecida, ni el imperio de su gente, que por permision de Dios era acabado; solo deseaban alguna manera de servidumbre tolerable y de vida no tan amarga como era la que padecian. Los que desto trataban tenian mas falta de caudillo que de fuerzas, el cual con el riesgo de su vida y con su ejemplo despertase á los demas cristianos de España y los animase para acometer cosa tan grande; porque, como suele el pueblo, todos blasonaban y hablaban atrevidamente, pero todos tambien rehusaban de entrar en el peligro y en la liza; el vigor y valor de los ánimos caido, la nobleza de los godos con las guerras por la mayor parte acabada. Solo el infante don Pelayo, como el que venia de la alcuña y sangre real de los godos, sin embargo de los trabajos

que habia padecido, resplandecia y se señalaba en valor y grandeza de ánimo, cosa que sabian muy bien los naturales; y aun los mismos que no le conocian, por la fama de sus proezas y de su esfuerzo, como suele acontecer, le imaginaban hombre de grande cuerpo y gentil presencia. Sucedió muy á propósito que desde Vizcaya, do estaba recogido despues del desastre de España, viniese á las Astúrias, no se sabe si llamado, si de su voluntad, por no faltará la ocasion, si alguna se presentase, de ayudar á la patria comun, Por ventura tenian diferencias sobre el señorío de Vizcaya, ca tres duques de Vizcaya hallo en las memorias de aquel tiempo, Eudon, Pedro y don Pelayo. A la verdad luego que llegó á las Astúrias todos pusieron en él los ojos y la esperanza que se podria dar algun corte en tantos males y hallar algun remedio, si le pudiesen persuadir que se hiciese cabeza, y como tal se encargase del amparo y proteccion de los demás. A muchos atemorizaba la grandeza del peligro y hazaña que acometian con fuerzas tan flacas; parecia desatino sin mayor seguridad aventurarse de nuevo y exasperar las armas y los ánimos de los bárbaros; pero lo que rehusaban de hacer por miedo, cierto accidente lo trocó en necesidad. Tenia don Pelayo una hermana en edad muy florida, de hermosura extraordinaria. Deseaba grandemente Munuza, gobernador de Gijon, casar con aquella doncella; porque, como suelen los hombres bajos y que de presto suben, no sabia vencerse en la prosperidad, ni enfrenar el deseo deshonesto con la razon y virtud. No tenia alguna esperanza que don Pelayo vendria en lo que él tanto deseaba. Acordó con muestra de amistad enviarle á Córdoba sobre ciertos negocios al capitan Tarif, que aun no era pasado en Africa. Con la ausencia de don Pelayo fácilmente salió con su intento. Vuelto el hermano de la embajada y sabida la afrenta de su casa, cuán grave dolor recibiese y con cuántas llamas de ira se abrasase dentro de sí, cualquiera lo podrá entender por sí mismo. Dábale pena así la afrenta de su hermana como la deshonra de su casa; mas lo que sobre todo sentia era ver que en tiempo tan revuelto no podia satisfacerse de hombre tan poderoso, á cuyo cargo estaban las armas y soldados. Revolvia en su pensamiento diversas trazas; parecióle que seria la mejor, en tanto que se ofrecia alguna buena ocasion de vengarse, callar y disimular el dolor, y con mostrar que holgaba de lo hecho burlar un engaño con otro engaño. Con esta traza halló ocasion de recobrar su hermana, con que se huyó á los pueblos de Astúrias comarcanos, en que tenia gentes aficionadas y ganadas las voluntades de toda aquella comarca. Espantóse Munuza con la novedad de aquel caso; recelábase que de pequeños principios se podria encender grande llama; acordó de avisar á Tarif lo que pasaba. Despachó él sin dilacion desde Córdoba soldados que fácilmente hobieran á las manos á don Pelayo por no estar, bien apercebido de fuerzas, si avisado del peligro no escapara con presteza, y puestas las espuelas al caballo le hiciera pasar un rio que por allí pasaba, llamado Pionia, á la sazon muy crecido y arrebatado, cosa que le dió la vida; porque los contrarios que le seguian por la huella se quedaron burlados por no atreverse á hacer lo mismo ni estimar eu tanto el pren

ra estéril y menguada de todo sustentar tanta gente como se ha recogido á estas montañas? ¿El pequeño número de nuestros soldados os hace dudar? Pero debeisos acordar de los tiempos pasados y de los trances variables de las guerras, por donde podeis entender que no vencen los muchos, sino los esforzados. A Dios, al cual tenemos irritado antes de ahora, y al presente creemos está aplacado, fácil cosa es y aun muy usada deshacer gruesos ejércitos con las armas de pocos. ¿Teneis por mejor conformaros con el estado presente, y por acertado servir al enemigo con condiciones tolerables? Como si esta canalla infiel y desleal hiciese caso de conciertos, ó de gente bárbara se pueda esperar que será constante en sus promesas. ¿Pensais por ventura que tratamos con hombres crueles, y no antes con bestias fieras y salvajes? Por lo que á mí toca, estoy determinado con vuestra ayuda de acometer esta empresa y peligro, bien que muy grande, por el bien comun muy de buena gana; y en tanto que yo viviere, mostrarme enemigo no mas á estos bárbaros que á cualquiera de los nuestros que rehusare tomar las armas y ayudarnos en esta guerra sagrada, y no se determinare de vencer ó morir como bueno antes que sufrir vida tan miserable, tan extrema afrenta y desventura. La grandeza de los castigos hará entender á los cobardes que no son los enemigos los que mas deben temer.» Entre tanto que don Pelayo decia estas palabras, los sollozos y gemidos de los que allí estaban eran tan grandes, que á las veces no le dejaban pasar adelante. Poníanseles delante los ojos las imágenes de los males presentes y de los que les amenazaban; el miedo era igual al dolor. Pero despues que algun tanto respiraron y concibieron dentro de sí alguna esperanza de mejor partido, todos se juramentaron y con grandes fuerzas se obligaron de hacer guerra á los moros, y sin excusar algun peligro ó trabajo ser los primeros á tomar las armas. Tratóse de nombrar cabeza, y por voto de todos señalaron al mismo don Pelayo por su capitan, y le alzaron por rey de España el año que se contaba de nuestra salvacion de 716; algunos á este número añaden dos años. Deste principio al mismo tiempo que la impiedad armada andaba suelta por toda España y el furor y atrevimiento por todas partes volaban casi sin alguna esperanza de remedio, un nuevo reino dichosamente y para siempre se fundó en España, y se levantó bandera para que

derle como el poner å riesgo tan manifiesto sus vidas.
En el valle que hoy se llama Cangas, y entonces Canica,
tocó tambor y levantó estandarte. Acudió de todas
partes gente pobre y desterrada con esperanza de co-
brar la libertad; tenian entendido que en breve ven-
dria mayor golpe de soldados para atajar aquella rebe-
lion. Muchos de su voluntad tomaron las armas por el
gran deseo que tenian de hacer la guerra debajo de la
conducta de don Pelayo por la salud de la patria y por
el remedio de tantos males; algunos, por miedo que
tenian á los enemigos, y por otra parte movidos de las
amenazas de los suyos y por el peligro que corrian de
ambas partes, ora venciesen los cristianos, ora fue-
sen vencidos, de ser saqueados y maltratados por los
que quedasen con la victoria, forzados acudieron á
don Pelayo; en particular los asturianos casi todos si-
guieron este partido. Juntó los principales de aquella
nacion, amonestóles que con grande ánimo entrasen
en aquella demanda antes que el señorío de los moros
con la tardanza de todo punto se arraigase, que con la
novedad andaba en balanzas. « Conviene, dice, usar de
presteza y de valor para que los que tenemos la justicia
de nuestra parte sobrepujemos á los contrarios con
el esfuerzo. Cada cual de las ciudades tiene una pe-
queña guarnicion de moros; los moradores y ciudada-
nos son nuestros, y todos los hombres valientes de
España desean emplearse en nuestra ayuda. No habrá
alguno que merezca nombre de cristiano que no se
venga luego á nuestro campo. Solo entretengamos á
los enemigos un poco, y con corazones atrevidos avi-
vemos la esperanza de recobrar la libertad, y la en-
gendremos en los ánimos de nuestros hermanos. El
ejército de los enemigos derramado por muchas partes
y la fuerza de su campo está embarazada en Francia.
Acudamos pues con esfuerzo y corazon, que esta es
buena ocasion para pelear por la antigua gloria de la
guerra, por los altares y religion, por los hijos, mu-
jeres, parientes y aliados que están puestos en una
indigna y gravísima servidumbre. Pesada cosa es re-
latar sus ultrajes, nuestras miserias y peligros, y cosa
muy vana encarecellas con palabras, derramar lágri-
mas, despedir sospiros. Lo que hace al caso es aplicar
algun remedio á la enfermedad, dar muestra de vues-
tra nobleza, y acordaros que sois nacidos de la nobi-
lisima sangre de los godos. La prosperidad y regalos
nos enflaquecieron y hicieron caer en tantos males;
las adversidades y trabajos nos aviven y nos despier-los
ten. Diréis que es cosa pesada acometer los peligros
de la guerra; ¿cuánto mas pesado es que los hijos y
mujeres, hechos esclavos, sirvan á la deshonestidad
de los enemigos?¡ Oh grande y entrañable dolor, fortu-
na trabajosa y áspera, que vosotros mismos seais des-
pojados de vuestras vidas y haciendas! Todo lo cual
es forzoso que padezcan los vencidos. El amor de vues-
tras cosas particulares y el deseo del sosiego por ven-
tura os entretiene. Engañaisos si pensais que los par-
ticulares se pueden conservar destruida y asolada la
república; la fuerza desta llama, á la manera que el
fuego de unas casas pasa á otras, lo consumirá todo
sin dejar cosa alguna en pié. ¿ Poneis la confianza en
la fortaleza y aspereza desta comarca? A los cobardes
y ociosos ninguna cosa puede asegurar; y cuando los
enemigos no nos acometiesen, ¿cómo podrá esta tier-

naturales afligidos y miserables tuviesen alguna esperanza de remedio; tanto importa á las veces no faltar á la ocasion y aprovecharse con prudencia de lo que sucede acaso. Los gallegos y los vizcaínos, cuyas tierras baña el mar Océano por la parte de setentrion, y á ejemplo de los asturianos en gran parte conservaban la libertad, fueron convidados á entrar en esta demanda. Lo mismo se hizo de secreto con las ciudades que estaban en poder de moros, que enviaron á requerillas y conjurallas no faltasen á la causa comun, antes con obras y con consejo ayudasen á sus inteutos. Algunos de los lugares comarcanos acudieron al campo de don Pelayo, determinados de aventurarse de nuevo y ponerse al riesgo y al trabajo. Pero los mas por menosprecio del nuevo Rey y por miedo de mayor mal se quedaron en sus casas; querian mas estará la mira y aconsejarse con el tiempo que hacerse parte

en negocio tan dudoso. Bien entendia don Pelayo de cuánta importancia para todo serian los principios de su reinado. Así, con deseo de acreditarse corria las fronteras de los moros, acudia á todas partes, robaba, cautivaba y mataba; por otra parte visitaba los pueblos de las Astúrias, y con su presencia y palabras levantaba á los dudosos, animaba á los esforzados. Demás desto, con grande diligencia se apercebia de todo lo necesario y lo juntaba de todas partes, sin perdonar á trabajo alguno, á trueque de autorizar su nuevo reino entre los suyos y atenorizar á los bárbaros, ca sabia acudirian luego á apagar aquel fuego. Tenia vigor y valor, la edad era á propósito para sufrir trabajos, la presencia y traza del cuerpo no por el arreo vistosa, sino por sí misma varonil verdaderamente y de soldado.

CAPITULO II.

Cómo los moros fueron por don Pelayo vencidos.

vadonga. Apercibióse de provision para muchos dias, proveyóse de armas ofensivas y defensivas con intento de defenderse si le cercasen y aun si se ofreciese ocasion hacer alguna salida contra los enemigos. Los moros, informados de lo que pretendia don Pelayo, por la huella fueron en su busca, y en breve llegaron á la puerta y entrada de la cueva. Deseaban excusar la pelea y el combate, que no podia ser sin recebir daño en aquellas estrechuras; por esto acordaron de intentar si con buenas razones podrian rendir á aquella gente desesperada. Encargóse desto don Oppas; pidió habla á don Pelayo, y alcanzada, desde un macho en que iba, como se llegase cerca de la cueva, le habló desta manera: «Cuánta haya sido la gloria de nuestra nacion, ni tú lo ignoras ni hay para qué relatarlo al presente. Por grande parte del mundo extendimos nuestras armas. A los romanos, señores del mundo, quitamos á España; sujetamos y vencimos con nuestro esfuerzo naciones fieras y bárbaras; pero últimamente hemos sido vencidos por los moros, y para ejemplo de la inconstancia de la felicidad humana, de la cumbre de la

Entre los demás capitanes que vinicron con Tarif á la conquista de España, uno de los mas señalados fué Al-bienandanza, donde poco antes nos hallábamos, hemos cama, maestro de la milicia morisca, que era como al presente coronel ó maestre de campo. Este, sabidas las alteraciones de las Astúrias, acudió prestamente desde Córdoba para reprimir los principios de aquel levantamiento, con recelo que con la tardanza no tomase fuerza aquel atrevimiento y el remedio se hiciese mas dificultoso. Seguia á Alcama un grueso ejército compuesto de moros y de cristianos; llevó en su compañía á don Oppas, prelado de Sevilla, para ayudarse de su autoridad y de la amistad y deudo que tenia con don Pelayo, para reducirle á mejor partido y para que con su prudencia y buena maña diese á entender á los que locamente andaban alterados que todo atrevimiento es vano cuando le faltan las fuerzas ; que los desvaríos en materia semejante son perjudiciales, y los varones prudentes cuando acometen alguna empresa deben poner los ojos en la salida y en el remate; si Munuza ó algun otro gobernador los tenia agraviados, mas acertado era alegar de su justicia delante de los moros, que nunca dejaban de hacer razon á quien la pedia; tomar las armas y fuera de propósito usar de fuerza, el intentarlo era locura, y el remate seria sin duda para todos miserable. Con el aviso de que venia Alcama los soldados cristianos se atemorizaron grandemente; y como suele acontecer, los que mas blasonaban antes del peligro y mas desgarros decian, al tiempo del menester se mostraban mas cobardes. La memoria de las cosas pasadas y la perpetua felicidad de los bárbaros los amedrentaban, y á manera de esclavos, parecia que apenas podrian sufrir la vista de los enemigos. Grande era el peligro en que todas las cosas se hallaban. El socorro de Dios y de los santos abogados de España, el esfuerzo y prudencia de don Pelayo ampararon á los que estabau faltos de ayuda, fuerzas y consejo. Fuera locura hacer rostro y contrastar con aquella gente desarmada y ciscada de miedo al enemigo feroz y espantable por tantas victorias como tenia ganadas. Por esto don Pelayo repartió los demás soldados por los lugares comarcanos, y él con mil que escogió de toda la masa se encerró en una cueva ancha y espaciosa del monte Auseva, que hoy se llama la cueva de Santa Maria de Co

caido en grandes y extremos trabajos. Si cuando nuestras fuerzas las teniamos enteras no fuimos bastantes á resistir, ¿por ventura ahora que están por el suelo pensamos prevalecer? Por ventura esa cueva en que pocos, á manera de ladrones, estais encerrados y como fieras cercados de redes, será parte para libraros de un grueso ejército, que es de no menos que de sesenta mil hombres? Los pecados sin duda de España, con que tenemos irritado á Dios, que aun no parece está harto de nuestra sangre, os ciegan los ojos para que no veais lo que os conviene. Lo que si por el suceso de las guerras, á ellos próspero, á nosotros contrario, no se entendiera bastantemente, estos intentos tan desvariados lo mostraran. ¿Por qué no os apartais de ese propósito, y en tanto que hay esperanza de perdon y de clemencia, dejadas luego las armas y rendidas, no trocais las afrentas, ultrajes, servidumbre y muerte, que será el pago muy cierto desta locura, si la llevais adelante, con las honras y premios que os puedo prometer muy grandes, y seguis el juicio y ejemplo de toda España mas aína que el ímpetu desenfrenado de vuestro corazon y el desatino comenzado?» A estas palabras don Pelayo: «Tú, dice, y Witiza, tu hermano, y sus hijos debeis temer la divina venganza, dado que por breve espacio de tiempo las cosas se encaminen conforme á vuestra voluntad. Vuestras maldades son las que tienen á Dios airado; todos los lugares sagrados están por vuestra causa profanados en toda la provincia; las leyes por su antigüedad sacrosantas, abrogadas. Por estos escalones pasastes á tanta locura, que metistes los moros en España, geute fiera y cruel, de que han resultado tantos daños y tanta sangre cristiana se ha derramado. Por las cuales maldades, si entendemos que Dios cuida de las cosas humanas, vivos y muertos seréis gravísimamente atormentados. Tú mas que todos, pues olvidado del oficio y dignidad que tenias, has sido el principal atizador destos males; y ahora con palabras desvergonzadas te has atrevido á amonestarnos que de nuevo bajemos las cervices al yugo de la servidumbre, mas duro que la misma muerte, esto es, como yo lo entiendo, que de nuevo padezcamos los ma

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