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los enemigos y las rindieron y tomaron. Con esto se acabó la pelea de aquel dia. El siguiente entró Meliquiazio en el puerto, ca se quedó de fuera con sus fustas. Por su entrada acordaron los portugueses dejar el puerto y salirse al mar. Con esta determinacion, pasada la media noche, alzaron las velas; tuvieron aviso desto los contrarios, siguiéronlos á toda furia. Cargaron muchas galeras sobre la nave capitana, que iba la postrera. Maltrataronla con los tiros de manera, que hacia mucha agua y no se podia gobernar. El mayor daño fué que en cierto bajío encalló. Las demás galeras pretendian acorrella; mas las aguas bajaban con tanta furia, que no fué posible llegar. Los enemigos, por no atreverse á entrar dentro, desde léjos la cañoneaban. Resistian los pocos que quedaban con gran valor, cuando una bala hirió á Lorenzo de Almeida en el muslo, y otra desde á poco le dió en los pechos, que le hizo pedazos. Con esto la nave fué tomada, y en ella de cien personas que iban, las ochenta fueron muertas, y solos veinte quedaron presos. Los demás, perdida la capitana, se alargaron al mar, y desde el puerto de Cananor, en que se recogieron, enviaron á Cochin á avisar al Gobernador de aquel desastre tan grande, que llevó él con grande paciencia, tanto mas cuando entendió el valor que su hijo mostró en aquel trance, que pudiéndose salvar en un esquife, como se lo aconsejaban, no quiso desamparar su nave y sus soldados, sino morir como bueno en la demanda. Dióse esta batalla naval al fir deste año. El Gobernador acudió á Cananor; lo mismo hizo Alonso de Alburquerque, el cual luego que llegó, pretendia conforme al órden del Rey de tomar el cargo de gobernador. Francisco de Almeida se le queria dejar luego que la armada del Soldan fuese echada de la India, y no antes. Llegaron á palabras, y sobre el caso resultó que Francisco de Almeida envió á Alonso de Alburquerque preso á Cochin. Hecho esto, juntó la mayor armada que pudo, determinado de vengar la muerte de su hijo. Entró de camino en el puerto de Onor, donde quemó algunas naves del rey de Calicut; mas adelante en el puerto de Dabul tomó y saqueó la ciudad, y puso fuego á muchas naves que allí halló. Deste puerto salió á los 3 de enero, principio del año que se contaba 1509, la vuelta de Diu, ciudad y puerto de Cambaya, do surgia la armada enemiga. Mirocem, avisado de la venida de Almeida, salió del puerto al mar para dar allí la batalla, pero de manera que se quedó entre bajíos por ser sus bajeles mas llanos que los nuestros, y por las espaldas la ciudad para ayudarse de su artillería. Tenia á la sazon tres carracas, tres galeones, seis galeras y cuatro naves de Cambaya, sin las fustas de Meliquiazio. Almeida llevaba por todas entre galeras, carabelas y naves diez y nueve velas, y en ellas mil y trecientos portugueses y cuatrocientos malabares. Llegaron las dos armadas y acercáronse á tiro de cañon. No pudieron aquel dia venir á las manos por falta de viento, que calmó, y por la noche, que sobrevino. El dia siguiente volvieron á la pelea. Nuño Vasco Pereira iba delante para embestir con su nave á la capitana de Mirocem; tras él los otros capitanes por su órden. Quedó Almeida de respeto para impedir que las fustas no hiciesen en los suyos algun daño. Con este órden se

trabó la pelea con grande ánimo. La victoria, que fué muy dudosa, en fin quedó por los portugueses. Murieron de los enemigos cuatro mil, y entre ellos, de los ochocientos mamelucos que iban en aquella armada, quedaron vivos solos veinte y dos. Echaron á fondo los nuestros tres naves gruesas, sin otro gran número de bajeles pequeños de los enemigos. Tomaron dos galeones, dos galeras y otras cuatro naves gruesas. Salváronse los capitanes Mirocem y Meliquiazio. De los nuestros murieron treinta y dos; los heridos llegaron á trecientos. Victoria señalada y que se puede comparar` con cualquiera de las que en la India se ganaron. Con tanto Almeida se volvió á Cochin. Continuábase la diferencia entre él y Alonso de Alburquerque y los parciales de la una parte y de la otra. Los escándalos que desta competencia pudieran resultar atajó Fernando Coutiño, que este año de Lisboa en una armada de quince naos pasó á la India con órden de enviar á Almeida á Portugal y poner en el cargo de virey á Alonso de Alburquerque, segun que estaba ordenado. Hizolo así, y con tanto aquellas alteraciones se sosegaron. El rey Católico de Salamanca pasó á Valladolid y á Arcos, do halló la Reina, su hija, mal acomodada y con poca seguridad, por ser el lugar pequeño y el aposento tan malo, que el diciembre pasado adoleció de frio. Fué mucho de considerar el gran respeto que siempre tuvo á su padre, pues solo él pudo acabar que mudase lugar y vestido. Llevóla por el mes de febrero á Tordesillas, y en su compañía el cuerpo de su marido, que tornaron de la iglesia en que le tenian, y los años adelante por órden del emperador don Cárlos, su hijo, le llevaron á sepultar á la capilla real de Granada. La Reina pasó en aquella villa todos los dias de su vida, sin que jamás aflojase su indisposicion ni quisiese en tiempo alguno poner la mano en el gobierno de sus reinos, que de derecho le pertenecia, y con que todos la convidaban.

CAPITULO XVII.

De la muerte del rey de Inglaterra.

Tal era el estado de la reina doña Juana, que mas se podia contar por muerta que por viva, mas por sierva en su traje y acciones que por reina. La suerte de sus dos hermanas era muy diferente. La reina de Portugal gozaba de mucho regalo y contento rodeada de hijos y abundante en riquezas y prosperidad, y aun este año en Ebora parió un hijo, que se llamó don Alonso, y fué Cardenal, pero falleció mozo. La princesa de Gales, que se hallaba en Inglaterra, ni viuda del todo ni casada, pasaba con grande ánimo muchos disfavores y malos tratamientos que se le hacian de ordinario por el Rey, su suegro, que pensaba por este camino pouer en necesidad á su padre para que se efectuasen los casamientos suyo y de su hija, cuya conclusion él mucho deseaba: mal término y indigno de la grandeza real. Pasó la Princesa todos estos desvíos con gran valor como la que entre sus hermanas en presencia y costumbres mas semejaba á la Reina, su madre. Atajó por entonces estos desgustos la muerte que sobrevino al rey de Inglaterra un sábado, á 21 de abril. Con esto poco adelante se concluyó y celebró el matrimonio que tenian concer

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tado desta señora con el príncipe de Gales, que por la
muerte de su padre sucedió en aquella corona y se lla-
mó Enrique VIII. No gustaba la Princesa de casar se-
gunda vez en Inglaterra, que parece pronosticaba las
grandes desgracias que por esta ocasion le sobrevinie-
ron á ella y á todo aquel reino. Así lo dió á entender
al Rey, su padre, cuando le escribió que le suplicaba en
lo que tocaba á su casamiento no mirase su gusto ni
comodidad, sino solo lo que á él y á sus cosas estuviese
bien; mas al rey Católico venia muy á cuento tener por
amigos aquel reino y Principe, y al Inglés fuera dificul-
toso hallar tal partido en otra parte, además del dote
que le era necesario restituir, si aquel matrimonio
desgraciado no se efectuara. A la verdad las edades no
eran muy á propósito, ca la Princesa era de algunos mas
años que su esposo, cosa que suele acarrear grandes
inconvenientes, dado que poca cuenta se tiene con esto,
y mas entre príncipes. Fué este Rey de muy gentil ros-
tro y disposicion; las costumbres tuvo muy estragadas,
particularmente los años adelante en lo que toca á la
castidad se desbarató notablemente, tanto, que por
esta causa se apartó de la obediencia de la Iglesia, y
abrió la puerta á las herejías, que hoy en aquel reino
están miserablemente arraigadas. Pasó tan adelante en
csto, que en vida de la reina doña Catalina con color
que

fué casada con su hermano mayor y que el Pontifice no pudo dispensar en aquel matrimonio, dado que tenia en ella una hija, llamada doña María, que reinó despues de su padre y hermano, hecho divorcio, públicamente se casó con Ana Bolena, que hizo despues malar por adúltera. Deste casamiento, sea cual fuere, quedó una hija, por nombre Isabel, que al presente es reina de Inglaterra. Por su muerte casó con Juana Semera, que murió de parto, pero vivió el hijo, que reinó despues de su padre, y se llamó Eduardo VI. La cuarta vez casó con Ana, hermana del duque de Cleves; con esta hizo divorcio, y para este efecto ordenó una ley en que se daba licencia á todos de apartar los casamientos. La quinta mujer del rey Enrique se llamó Ana Havarda, que fué convencida de adulterio y degollada por ello, y porque antes que casase con él perdió su virginidad. Ultimamente casó con una señora, viuda, por nombre Catarina Parra; desta no se apartó ni tuvo hijos, porque en breve cortó la muerte sus mal concertadas trazas. Desta manera por permision de Dios ciegan sin las pasiones bestiales á los que se entregan á ellas, parar hasta llevallos al despeñadero y á la muerte. La nueva del casamiento de su hija regocijó el rey Católico en Valladolid el mismo dia de San Juan, en que se celebró en Inglaterra con grandes fiestas, y él mismo salió á jugar con su cuadrilla las cañas. Dió otrosí su consentimiento para que el príncipe don Carlos casuse con la hermana de aquel Rey como tenian concertado, y en señal desto mandó á Gutierre Gomez, su embajador, la fuese á besar la mano. En aquella villa de Valladolid la reina doña Germana, á 3 de mayo, parió un hijo, que llamaron don Juan, príncipe de Aragon; gran gozo de sus padres y aun de todos aquellos reinos, si viviera, pero murió dentro de pocas horas. Depositaron su cuerpo en el monasterio de San Pablo de aquella villa; despues le trasladaron al de Poblete, entierro autiguo de los

reyes de Aragon. Apercebíase el rey Católico para hacer la guerra contra venecianos; juntamente trataba de justificar su querella y empresa contra aquella señoría. La suma desta justificacion consistia en dos puntos: por el primero publicaba que las ciudades que en Pulla poseian venecianos, las tenian empeñadas del rey don Fernando el Segundo de Nápoles, y que ni cumplieron las condiciones del empeño, ni despues querian restituir aquellas plazas, dado que les ofrecian el dinero que prestaron, antes se agraviaban que tal cosa se tratase; el segundo que el rey Católico gastó mayor suma, sea en defensa de aquella señoría cuando les dió la isla de Cefalonia, sea en romper por España con Francia á persuasion de aquella ciudad y con promesa de acudille con cincuenta mil ducados cada un año para los gastos: deuda que si bien fueron requeridos, nunca la quisieron reconocer ni pagar.

CAPITULO XVIII.

El cardenal de España pasó á la conquista de Oran. Hacíanse por toda Castilla grandes aparejos de gente, armas, vituallas y naves para pasar á la conquista de Africa. Entendia en esto el cardenal de España con tanta aficion y cuidado como si desde niño se criara en la guerra. Para dar mas calor á la empresa, no solo proveia de dinero para el gasto, sino determinó pasar en persona á Africa. La masa del ejército se hacia en Cartagena; las municiones y vituallas se juntaron en los puertos de Málaga y Cartagena. Acudieron hasta ochocientas lanzas de las guardas ordinarias, sin otra mucha gente que se mandó alistar de á pié y de á caballo hasta en número de catorce mil hombres. Los principales caudillos Diego de Vera, que llevaba cargo de la artillería, y don Alonso de Granada Venegas, señor de Campo Tejar, que llevó á su cargo la gente de á caballo y de á pié del Andalucía por mandado del rey Católico. El coronel Jerónimo Vianelo, de quien se hacia gran caudal para las cosas del mar, y por general el conde Pedro Navarro. Iban demás desto muchos caballeros aventureros. Estuvo la armada junta en el puerto de Cartagena el mes pasado, en que iban diez galeras y otras ochenta velas entre pequeñas y grandes. Antes de hacerse á la vela resultaron algunos desgustos entre el Cardenal y el conde Pedro Navarro; la principal causa fué la condicion del Conde poco cortesana y sufrida, en fin, como de soldado; y porque el Cardenal nombró por capitanes algunos criados suyos de compañías que tenia ya el Conde encomendadas á otros, pusiéronse algu nos de por medio, concertaron que el Conde hiciese pleito homenaje de obedecer en todo lo que el Cardenal le mandase. Con tanto se hicieron á la vela; salieron del puerto de Cartagena un miércoles, á 16 del mes de mayo, y otro dia, que era la fiesta de la Ascension, tomaron el puerto de Mazalquivir. Declaróse que la empresa era contra Oran, ciudad muy principal del reino de Tremecen, de hasta seis mil vecinos, asentada sobre el mar, parte extendida en el llano, parte por un recuesto arriba, toda rodeada de muy buena muralla; las calles mal trazadas, como de moros, gente poco curiosa en edificar. Dista de la ciudad de Tremeceu por

espacio de ciento y cuarenta millas, y está en frente de Cartagena. Solia ser uno de los principales mercados de aquellas costas por el gran concurso de mercaderes ginoveses y catalanes que acudian á aquella ciudad. La riqueza era tan grande, que de ordinario sustentaban armada de fustas y bergantines, con que hacian grandes daños en las costas del Andalucía. Llegaron los nuestros al puerto ya de noche; otro dia al alba comenzaron á desembarcar; en esto y en ordenar la gente se gastaron muchas horas. Formaron cuatro escuadrones cuadrados de cada dos mil y quinientos hombres y los caballos por los lados. Entre tanto que esto se hacía, el Cardenal se entró en la iglesia de Mazalquivir. Al tiempo que los escuadrones estaban para acometer á los moros que acudieron á tomalles el paso para la ciudad é impedilles que no subiesen á la sierra, salió en una mula muy acompañado de clérigos y frailes, y por guion un fray Hernando, religioso de San Francisco, que llevaba delante la cruz, y ceñida su espada sobre el saco, como todos los demás que allí se hallaron por órden del Cardenal, que antes de acometer habló á los soldados desta manera: «Si yo pensara, soldados, que mis palabras fueran menester ó parte para animaros, hiciera que algunos de vuestros capitanes ejercitados en este oficio con sus razones muy concertadas encendiera vuestros corazones á pelear. Pero porque me persuado que cada cual de los que aquí estais entiende que esta empresa es de Dios, enderezada al bien de nuestra patria, por quien somos obligados á aventurar todo lo que tenemos y somos, me pareció de venir solo á alegrarme de vuestro denuedo y buen talante, y ser testigo de vuestro valor y esfuerzo. La braveza, soldados, que mostrastes en tantas guerras y victorias como teneis ganadas, ¿será razon que la perdais contra los enemigos del nombre cristiano, digo contra los que nos han talado las costas de España, robado ganados y hacienda, cautivando mujeres, hijos y hermanos, que ora estén por esas mazmorras aherrojados, ora ocupados en otros feos y viles servicios, pasan una vida miserable, peor que la misma muerte? Las madres que nos vieron partir de España esperan por vuestro medio sus hijos, los hijos sus padres; todos prostrados por los templos no cesan de ofrecer á Dios y á los santos lágrimas y sospiros por vuestra salud, victoria y triunfo. ¿Será justo que las esperanzas y deseo de tantos queden burladas? No lo permita Dios, mis hermanos, ni sus santos. Yo mismo iré delante y plantaré aquella cruz, estandarte real de los cristianos, en medio de los escuadrones contrarios. ¿Quién será el que no siga á su prelado? Y cuando todo fallare, ¿dónde yo podré mejor derramar mi sangre y acabar la vida que en querella tan justa y tan santa?» Esto dijo. Cercáronle los soldados y capitanes, suplicáronle volviese á rogar á Dios por ellos, que confiaban en su Majestad cumplirian todos muy enteramente con lo que era razon y su razonamiento les obligaba. Condescendió con sus ruegos, volvióse á Mazalquivir, y en una capilla de San Miguel continuó en lágrimas y gemidos todo el tiempo que los suyos pelearon. Eran ya las tres de la tarde. El Conde por quedar tan poco tiempo estuvo dudoso si dejaria la pelea para el dia siguiente. Acudió al M-11.

Cardenal. El fué de parecer que no dejase resfriar el ardor de los soldados. Luego dada la señal de acometer, comenzaron á subir la sierra; y dado que los moros, que se mostraban en lo alto en número de doce mil de á pić y á caballo, sin los que de cada hora se les allegaban, arrojaban piedras y todo género de armas, llegaron los nuestros á encumbrar. Adelantáronse algunos soldados de Guadalajara contra el órden que llevaban. Destos uno, por nombre Luis de Contreras, fué muerto, y los otros forzados á retirarse. Cortaron la cabeza al muerto, lleváronla á la ciudad, entregáronla á los mozos y gente soez, que la rodaban por las calles apellidando que era muerto el Alfaquí, que así llamaban al Cardenal. Vióla uno de los cautivos que otro tiempo estuvo en su casa, advirtió que le faltaba un ojo y que las facciones eran diferentes. Dijo: No es esta cabeza de nuestro Alfaquí por cierto, sino de algun soldado ordinario. Los de á caballo, que iban por la falda de la sierra, comenzaron á escaramuzar. Descargó la artillería, que hizo algun daño en los enemigos. Los peones llegaron á las manos con los contrarios, y poco á poco les ganaron parte de la sierra, que era muy agria, hasta llegar á unos caños de agua. Reparó allí la gente un poco. Pasaron la artillería á lo mas áspero de la sierra, con que y con las espadas echaron della los moros, y les hicieron volver las espaldas. Siguieron los nuestros el alcance sin órden hasta pasar de la otra parte de la ciudad á causa que los moros hallaron cerradas las puertas. Acudió número de alárabes con el mezuar de Oran, que era el gobernador. Mientras estos con los que pudieron recoger peleaban, parte de los nuestros intentó de escalar el muro. Acudieron los de dentro á la defensa. Los de las galeras que acometieron la ciudad por la parte del mar tuvieron con tanto lugar de apoderarse de algunas torres y de toda el alcazaba. Desta manera fué la ciudad entrada por los cristianos y puesta á saco. Los moros que peleaban en el campo, como vieron la ciudad tomada y las banderas de España tendidas por los muros, intentaron de entrar dentro. Salieron por las espaldas algunas compañías de soldados, con que los tomaron en medio y hicieron en ellos grande estrago. Murieron este dia cuatro mil moros, y quedaron presos hasta cinco mil. Túvose en mucho esta victoria, y casi por inilagrosa, lo uno por el poco órden que guardaron los cristianos, lo otro porque apenas la ciudad era tomada, cuando llegó el mezuar de Tremecen con tanta gente de socorro, que fuera imposible ganalla. Atribuyóse el buen suceso comunmente á la fe y celo del Cardenal y á su oracion muy ferviente; el cual con grande alegría entró en aquella ciudad, y consagró la mezquita mayor con nombre de Santa María de la Victoria. Esto hecho, luego otro dia con las galeras dió la vuelta á Cartagena. Dejó á Pedro Navarro encomendada aquclla ciudad hasta tanto que el Rey proveyese de capitan. De Cartagena envió á avisar al Rey de aquella victoria, y él se partió para la su villa de Alcalá, donde entró dentro de quince dias despues que Oran se ganó, mas como religioso que como vencedor, sin permitir se le biciese fiesta ó recibimiento alguno. Pretendia el Cardenal criar una dignidad en la iglesia de Toledo con nombre de abad de Oran, y dejar aquella ciudad sujeta

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en lo espiritual al arzobispo de Toledo, Un obispo titular, que se llamaba el obispo auriense, pretendia que era la silla de su obispado. Respondia el Cardenal que Oran nunca fué cabeza de obispado; que Auria estaba mas oriental, y pertenecia á la provincia cartaginense en Africa. Que Oran y toda aquella comarca se comprehendia en la provincia tingitana, que caia mas al poniente. Esto se siguió. Demás desto el rey Católico los meses adelante en un capítulo que tuvo en Valladolid á los caballeros de Santiago, ordenó que se pusiese en Oran convento de aquella órden para que allí fuesen los caballeros á tomar el hábito. Con este intento impetró del Papa que se le anejasen las rentas de los conventos de Villar de Venas y de San Martin, que son en las diócesis de Santiago y Oviedo. Resolucion muy acertada, si se pusiera en ejecucion; pero nunca faltan inconvenientes y impedimentos que no dan lugar á que los buenos intentos se lleven adelante, como tampoco se ejecutó que en Bugia y Tripol de Berbería, que ganó el año siguiente el conde Pedro Navarro de moros, se pusiesen otros dos conventos de Calatrava y Alcántara, segun que el mismo rey Católico lo tuvo determinado, y lo hiciera, si las guerras de Italia no lo estorbaran.

CAPITULO XIX.

De la guerra contra venecianos.

lico por los estados que dél tenian en el reino de Nápoles. Junto á Revolta se dieron vistas las dos huestes con resolucion de venir á las manos; los primeros á acometer fueron los venecianos. Trabóse la pelea, que estuvo al principio muy dudosa á causa que la infantería italiana cargó con mucho esfuerzo sobre la de Francia. Tenia el Rey plantada la artillería entre unos matorrales. Llegaron los venecianos descuidados de semejante suceso; recibieron gran daño de las balas que con una furia infernal descargaron sobre ellos. Acudió la caballería francesa, cuyo impetu no pudieron sufrir los contrarios, y todos se pusieron en huida. Los muertos fueron muchos; escapó el conde de Petillano con pocos; quedó preso con otros el general Bartolomé de Albiano. Esta victoria, que se llamó de la Geradada, fué muy famosa, en cuya memoria hizo aquel Rey edificar en el lugar de la batalla una ermita con advocacion de Santa María de la Victoria. Juntamente fué de grande consideracion, porque con ella quedaron las fuerzas de aquella señoría tan quebrantadas, que sin dificultad se dieron al Francés. las ciudades de Crema, Cremona, Bergamo y Bresa, que era todo lo que podia pretender conforme á lo capitulado. Demás desto, la gente del papa Julio y su general Francisco Maria de la Ruvere, su sobrino, ya duque de Urbino por muerte de su tio materno Guido Ubaldo, que rompió la guerra por el mismo tiempo por la Romaña, ganó á Solarolo primero, y despues á Faenza, en cuyo condado está Solarolo, y Arimino, sin parar hasta apoderarse de Ravena y de Servia, que era lo que los venecianos tenian de la Iglesia y todo lo que el Pontífice podia dellos pretender. El conde de Ribagorza, magüer que despacio, juntaba su gente en Nápoles para dar sobre las ciudades de la Pulla. Estuvo el ejército en órden por fin de mayo. Iban con el Virey Próspero y Fabricio Colona, el príncipe de Melfi, el duque de Atri, los condes de Morcon y de Nola. Al conde de Petillano, que era abuelo del de Nola, y á Bartolomé de Albiano antes que fuese preso se hizo requerimiento que, so las penas que incurren los feudatarios inobedientes, acudiesen á servir á su Rey; pero ellos no quisieron dejar la conducta de Venecia. El cargo de la artillería se dió al conde de Santaseverina, y el de proveedor general á Bautista Espinelo, conde de Cariati. Tenia el almirante Vilamarin, conde de Capacho, en Mecina doce galeras y diez naves bien en órden, esperando la armada de Francia que venia, y por su géneral al duque de Albania, para acudir á las costas de la Pulla, dado que ninguna destas diligencias fué menester, porque luego que el Virey se puso sobre Trana, con cuyos ciudadanos tenia secretas inteligencias para que la rindiesen, como al fin lo hicieron, la señoría envió los contraseños para que los gobernadores que tenia en Brindez, Otranto, Tra

En la confederacion de Cambray quedó acordado y capitulado que los príncipes confederados comenzasen la guerra contra venecianos cada cual por su parte, y todos á lo mas tarde á 1.° de abril. Apercebia el rey Católico una armada en España, en que envió al coronel Zamudio con dos mil infantes, gente escogida, para que con los que tenia en el reino de Nápoles, se supliese el ejército hasta en número de cinco mil. Pero todo procedia despacio por la condicion del conde de Ribagorza, que se tenia por persona poco á propósito para aquella empresa y aun para el gobierno, y por cierto aviso que tuvo de que los barones de aquel reino se confederaban entre sí con intento de sacudir el yugo del señorío español; demás desto, por consejo de Fabricio Colona, que pretendia no se debia emprender la guerra contra las ciudades que los venecianos tenian en la Pulla, antes que la armada estuviese en órden para impedir que la veneciana no les pudiese ayudar, consejo que se tuvo por trato doble, por lo menos por muy errado. El primero que rompió la guerra fué el rey de Francia, que envió al de Tramulla á levantar número de suizos, y la demás gente hizo pasar los Alpes luego que el tiempo dió lugar. El mismo el 1.° de mayo hizo su entrada en Milan, donde tenia por su general y gobernador á Luis de Amboesa, señor de Chamonte y gran maestre de Francia, sobrino del cardenal de Ruan; iba en su compañía el duque de Lorena, Mola, Poliñano y Monopoli rindiesen sin ponerse en na. Junto que tuvo su ejército, que llegaba á cuarenta mil hombres, rompió por tierra de venecianos. Ganóles con facilidad los lugares que poseian en la ribera de Abdua ó Adda. Los venecianos tenian alistados hasta cincuenta mil hombres, y por sus generales el conde de Petillano y Bartolomé de Albiano, grandes caudillos entrambos de la casu ursina y vasallos del rey Cató

defensa todas aquellas plazas. El duque de Ferrara y el marqués de Mantua ocuparon asimismo algunas tierras de venecianos á que pretendian tener derecho. Parece que todos los elementos se conjuraban en daño de aquella ciudad, que estuvo á punto de acabarse. El aprieto en que aquella señoría se via fué tan grande, que se dijo trataba de darse á Ladislao, rey de Hun

gría, para que con sus fuerzas los sacase de aquel peligro. Restaba el Emperador, el cual por principio del mes de junio estaba á siete leguas de Inspruch, camino de Italia; á los 8 del cual mes los florentines á cabo de guerra tan larga sujetaron la ciudad de Pisa y tomaron la posesion della. Llevaba el Emperador por general de la gente de armas italiana á Constantino Cominato, príncipe de Macedonia. Servíanle en esta jornada Luis de Gonzaga, primo del marqués de Mantua, el conde de la Mirandula y otros caballeros italianos; asimismo los mil y quinientos españoles que solian servir al rey de Francia. Luego que llegó á Esteran, trataron los venecianos de concertarse con él, hasta envialle carta en blanco, segun se decia por la fama, para que les pusiese la ley que quisiese, á tal que los amparase y defendiese en aquel trance tan peligroso en que sus cosas estaban. Como se iba su ejército acercando á las tierras de venecianos, así se le rendian todas sin contraste, primero los que están cerca del lago de Garda, y tras ellos se dieron sin ponerse en defensa Verona, Vicencia y Padua; que casi no quedaba á aquella señoría almena alguna en Italia fuera de su ciudad, que el Emperador pretendia asimismo sujetar con ponelle cerco por mar y por tierra. Con este intento queria se juntasen las armadas de España y de Francia para combatilla por mar; y que por la Brenta su gente y la de Francia le hiciesen el daño que pudiesen y le atajasen las vituallas. Pasó en esto tan adelante, que remontaba su pensamiento á que, ganada aquella ciudad, se dividiese en cuatro partes con otros tantos castillos para que cada uno de los príncipes confederados tuviese el suyo; traza muy extravagante, cuales eran algunas de las que este Príncipe tramaba. El rey Católico al principio dió oidos á esta plática, y con este intento, despues de entregadas las ciudades de la Pulla, si bien mandó despedir los soldados españoles, fuera de quinientos de las guardas ordinarias que dió órden al coronel Zamudio trajese á España, todavía quiso que la armada se quedase en Italia. Despues ni el Papa ni él vinieron en que aquella señoría se destruyese, porque mirado el negocio con atencion, demás de ser la traza cual se ha dicho, advertian que todo lo que se pasase adelante de lo que tenian capitulado seria en pro de solo el rey de Francia, que por cacr tan cerca el estado de Milan, y las tierras de los otros príncipes tan léjos, no dudaria, vueltas las espaldas, de apoderarse con la primera ocasion de toda aquella ciudad, y por el mismo caso hacerse señor de toda Italia, y aun poner en la silla de san Pedro pontífice de su mano; miedo de que el Pontífice estuvo con gran recelo no lo quisiese efectuar en su vida del mismo Papa, y le dió grande pesadumbre cuando supo que el cardenal de Ruan fué á Trento á verse con el César y que se tratase de que tuviesen vistas el Emperador y rey de Francia; negociacion que él procuró impedir con todas sus fuerzas; lo mismo el rey Católico por medio de su embajador don Jaime de Conchillos, á la sazon obispo de Catania.

CAPITULO XX.

Que los venecianos cobraron á Padua.

Luego que el rey de Francia acabó su empresa con tanta reputacion y presteza, dió la vuelta á Milan y desde allí á su reino. Dejó mil y quinientas lanzas repartidas por las ciudades de nuevo conquistadas, y por general Cárlos de Amboesa, señor de Chamonte y gran maestre de Francia, oficio mas preeminente en aquel reino que el de condestable. La mayor parte de la gente imperial cargó sobre Treviso y el Frivoli, que no se querian rendir, y no le quedaba á aquella señoría otra cosa en tierra firme por la parte de Italia. Con esta ocasion y por el descontento grande que los de Padua tenian de los gobernadores y gente que dejó el Emperador en aquella ciudad, los venecianos tuvieron tratos secretos con algunos de aquellos ciudadanos. Resultó que Andrea Griti con mil hombres de armas y alguna infantería se apoderó de las puertas; y con los de su devocion que luego acudieron cargaron sobre los alemanes de guisa, que los forzaron á recogerse á la fortaleza, y otro dia se la ganaron. Desta manera se recobró aquella ciudad cuarenta y dos dias despues que se perdió. Cuando llegó la nueva desta pérdida al Emperador que se hallaba en Maróstica, pueblo á la entrada de los Alpes, á veinte y cuatro millas de Padua, por no tenerse por seguro que no le atajasen el paso, se fué á un castillo, que se llama Escala, junto á los confines de su condado de Tirol. Con la misma facilidad tomaron á Asula, do pasaron á cuchillo ciento y cincuenta españoles que allí hallaron de guarnicion. Lo mismo hicieron de otros docientos que hallaron en Castelfranco, en que prendieron al capitan Albarado. En esta furia de los mil y quinientos españoles que del servicio del rey de Francia en fin se pasaron al Emperador, los mas fueron muertos ó presos. Verona asimismo pretendia rebelarse, mas previno el señor de la Paliza este inconveniente, que acudió con gente y la aseguró en tanto que el Emperador proveia; que se detuvo algunos dias por esperar gente que le venia de Flandes y de Alemaña. Con esto y con las demás gentes que se le allegaron formó un campo de treinta mil hombres. Enviáronle el rey de Francia mil y trecientas lanzas, y el Papa trecientas, y despues otros mil soldados españoles. Con toda esta gente movió contra Padua, y se puso sobre ella á los 5 de setiembre. Entraron en la ciudad el conde de Petillano y todos los principales capitanes de aquella señoría. La gente mas útil eran dus mil caballos albaneses por causa que con sus correrías hacian grande daño á los imperiales. Plantóse la artillería, derribaron un lienzo del muro. Pretendian por la batería entrar la ciudad, mas fueron rechazados dos veces por gentes que cada hora entraban á los cercados por la Brenta, hasta llegar á número de veinte y cinco mil combatientes. En el primer combate murieron muchos españoles en un baluarte que ganaron, ca le tenian minado con barriles de pólvora. Eran estos á la sazon los mejores soldados que se hallaban en Italia, como quier que eran las reliquias del ejército del Gran Capitan. Con esto los imperiales desmayaron, y deseaban alguna honesta ocasion para sin vergüenza le

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