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que lo imitasen en tiempos posteriores otros príncipes, ya para que lo imiten aun los nuestros cuando el hijo mayor se haya manchado con negros crímenes y se hayan apurado todos los medios para corregirle, 6 bien cuando el menor aventaje en virtud manifiesta á todos sus hermanos. Creo que podrá entonces el padre, sin faltará la justicia, despojar de los derechos de sucesion al primogénito, con tal que no vea que han de resultar de esta medida agitaciones y discordias. El padre que es príncipe no debe dejarse llevar al instituir heredero por sus afectos personales, debe siempre atender, antes de todo, á la salud del reino.

No por ser grave y hasta peligroso el ejemplo de David han dejado de seguirlo aquí en tiempo de nuestros abuelos el rey de Aragon don Juan II y en nuestros tiempos tu padre, los cuales han desheredado ambos á dos á su primogénito Cárlos. ¿Quién empero no ve que el mismo cielo destinaba á reinar á Fernando el Católico, y te destina ahora á tí que has de igualar en virtudes á tu tatarabuelo y á todos tus antepasados por lo que dejan esperar tu natural ingenio y tu educacion esmeradísima, cuyos efectos contribuimos á desarrollar con nuestros ardientes votos? Es con todo mas que de hombres resistir la influencia de los afectos personales, virtud por lo demasiado grande poco acomodada á nuestra condicion y á nuestras fuerzas; así que estoy en que deberia ponerse coto á esta costumbre y no dejar al arbitrio del rey el derecho de cambiar la sucesion entre sus hijos, y lo creo tanto mas, cuanto que considero que la reforma de las leyes hereditarias no pertenece al rey, sino á la república que le confió el poder bajo las condiciones contenidas en aquellas mismas leyes, y que por consiguiente no puede tener lugar sin el consentimiento de las Cortes.

Ocurren tambien dudas sobre si deben ser llamadas á suceder las hembras cuando hayan muerto todos sus hermanos y no hayan quedado de ellos sino hijos varones. En muchas naciones está ya determinado que no sucedan, fundándose en que no sirve una mujer para dirigir los negocios públicos, ni es capaz de resolverse por sí misma cuando ocurran graves acontecimientos en el reino. Si cuando mandan en familias particulares anda perturbada la paz de todo el hogar doméstico, ¿qué no seria, dicen, si se las pusiera al frente de toda una república? En los diversos reinos de España no se ha seguido siempre ni una misma costumbre ni una misma regla. En Aragon unas veces han sido admitidas á la sucesion, otras excluidas. Como empero leamos en las sagradas escrituras que Débora goberno la república judía, y veamos adoptado por muchas naciones que pase la corona á manos de las hembras cuando no haya varones que puedan ceñirlas, y en Castilla, que es la mas noble region de España, sin que en nada ceda á las extranjeras, y hasta entre los vascos vemos seguida desde los tiempos primitivos la costumbre de no distinguir para la sucesion varones ni hembras; no creemos que puedan ser vituperadas con razon las disposiciones de nuestras leyes respecto á este punto, mucho menos cuando no dejan de ofrecer por su parte muchísimas ventajas y merecen ser siempre preferidas á que se elija entre todos los varones el que

mas sobresalga á los ojos de los pueblos. Crecen y se ensanchan así los imperios por medio de casamientos, cosa que no se observa en otras naciones regidas por distintas leyes. Si la España ha llegado á ser un tan vasto imperio, es sabido que lo debe tanto á su valor y á sus armas como á los enlaces de sus príncipes, enlaces que han traido consigo la anexion de muchas provincias y aun la de grandísimos estados.

CAPITULO IV.

De la sucesion real entre los agnados.

Evítanse graves cuestiones, y lo que es mas, devastadoras guerras, teniendo en todos tiempos elegido por la ley el que ha de ocupar la silla vacante del imperio, y no dejando nunca la sucesion al arbitrio de nadie ni aun al del rey padre, á quien creemos ha de negarse hasta la facultad de escoger heredero entre sus hijos. Mírase con esto decididamente por la tranquilidad pública, preferible á todo por ser entre los hombres lo mas saludable y de mayor provecho.

Las leyes á que está sujeta la sucesion, parte están escritas y grabadas en bronce, parte conservadas por los usos y costumbres de cada nacion constituida; y es evidente que á nadie es licito alterarlas sin consultar la voluntad del pueblo, de la que derivan y dependen los derechos de los reyes. No porque estén escrilas las leyes dejan de ocurrir dudas sobre su inteligencia, ni porque estén sancionadas las leyes de los pueblos dejan de ocurrir mudanzas, segun van cambiando las ideas y los sucesos; así que tenemos aun en pié la cuestion que han oscurecido no poco las diversas opiniones de los escritores y la polémica á que ha dado lugar esa misma diversidad de pareceres. Está ya generalmente admitido que sucedan los hijos á los padres, siendo entre aquellos preferidos los varones de mayor edad, como queda dicho; pero se ha dudado muchas veces si habiendo sobrevivido el padre al mayor de sus hijos y dejado este descendencia, ha de ser preferido el nieto al tio, ó al contrario. Pueden presentarse en favor de una y otra opinion brillantes y numerosos ejemplos, pues tanto en España como en las demás naciones han ocurrido casos de haber sido llamados á la sucesion los tios, prescindiendo de los nietos, y casos tambien de haber sido llamados los nietos, prescindiendo de los tios. Decidense muchos por lo último creyéndolo mas conforme á la equidad y á las leyes, porque, como ellos dicen, los tios no habiendo nacido y sido educados con la esperanza de suceder á la corona, no se les ofende excluyéndolos ni se les despoja en rigor de ningun derecho, y parece, por otra parte cruel agravar la desgracia de la muerte del padre privando á los hijos de la sucesion al reino.

Sube aun de punto la diversidad de opiniones cuando se reduce la cuestion á cuál de los agnados debe empuñar el cetro cuando han muerto todos los hijos del príncipe ó no ha tenido este descendencia. Supongamos que tuvo antes el príncipe hermanos y hermanas y hayan muerto: ¿deberán suceder los hijos de sus hermanas ó los de sus hermanos, es decir, los descendientes de varon ó los de hembra? Deberán ser considerados

todos los agnados como si fueran hijos, sin atender mas que á la diferencia de edad y sexo? Deberán ser preferidos al tio ó tia paternos los descendientes del hermano mayor aun cuando lo scan ya en segundo grado? Hase seguido uno y otro camino en la sucesion privada por derecho hereditario, siendo cosa sabida que por la ley imperial de sucesion abintestato suceden con los tios los nietos de los hijos difuntos, pero solo en estirpes, de modo que toque solo á todos de la herencia lo que habria de percibir el padre si viviese cuando la muerte del abuelo.

Lo mismo está dispuesto cuando el hermano sucede al hermano que murió intestado. Los hijos del otro hermano entran á suceder con su tio en estirpes, porque si así no sucediese, sino que entrasen á participar de la herencia ó los nietos y sobrinos comparados entre sí ó los que estuviesen con el difunto en mas remoto grado de parentesco, seria indispensable que se les llamase in capita y se distribuyese entre ellos los bienes por iguales partes. En el primer género de herederos cabe pues la representacion, no en el segundo.

¿Convendrá ahora que en la sucesion del reino se observen las disposiciones relativas á estos últimos cuando no habiendo ya nietos ni hijos del difunto sean llamados al trono los parientes colaterales? Se ha agitado esta cuestion entre los jurisconsultos, dando por resultado una increible variedad de pareceres; pero ha sido por los mas y que de mas erudicion están dotados resuelta en el sentido de que no puede tener lugar el llamamiento in stirpes á la sucesion de la corona. El reino, dicen, se adquiere por derecho de sangre, es decir, no por el derecho que da la voluntad del último posesor, sino por el que dan las costumbres, las instituciones, las leyes ó las disposiciones de un particular fundador del vínculo; y es evidente que ba de sufrir una suerte distinta de los demás bienes, que, aunque dados por derecho hereditario, están sujetos á mudanzas. Dado pues igual grado de parentesco, creen estos jurisconsultos que, á no disponer otra cosa una ley especial del reino, debe ser llamado á la sucesion el cognado que aventaja á todos los demás en sexo, en años y en prudencia. A las mujeres y á los niños, añaden, se les permite ya suceder á pesar de oponerse la misma naturaleza á que aquellas entiendan en los negocios públicos y no tengan los otros edad para sobrellevar tan graves cuidados; y esto, que no deja de ser un gran daño para la república, hemos de procurar evitarlo con todas nuestras fuerzas, rechazando la representa cion como la ficcion del derecho, ó á lo menos no extendiéndola á mas de lo que esté prescrito expresamente por las leyes ó por las costumbres de los pueblos. Pues qué, ¿por puras ficciones hemos de quitar el reino á un hombre de aventajadas prendas y confiarle al que necesita aun de tutor y de quien le dirija y le gobierne? Por puras ficciones hemos de precipitar á ciencia cierta la república á un abismo sin fondo de males y peligros? ¿Hemos, por fin, de tener en mas los vanos raciocinios y razones que la salud de muchos? Léjos de nosotros tanta maldad é infamia.

A todo esto se opone que los padres trasmiten á sus

hijos todo lo que poseen, así on bienes como en derechos; pero solo los derechos ya adquiridos, no los que hubieran podido tocarles mas tarde á haber sobrevivido; que respecto á la sucesion son llamados de otros tilulos los herederos en estirpes, y el derecho de los hijos es igual al que tendrian sus padres si viviesen; que la mujer, por fin, cuando desciende por linea recta de varon es preferida al mismo varon cuando desciende por linea recta de hembra; mas nuestros jurisconsultos, además de negarlo, sostienen que, aun cuando fuese cierto, no deberia observarse otro tanto en la sucesion del reino, distinta bajo muchos puntos de vista de las demás sucesiones, donde ha de haber naturalmente menos lugar al derecho de representacion, si ha de procurarse que quede incólume la unidad de la república. Reasumiendo pues la cuestion en pocas palabras: supongamos que haya de legítimas nupcias hijos legitimos entre los cuales se dispute á quién pertenece la primacía del gobierno; siendo igual el grado de parentesco, sostenemos que debe ser llamado á la sucesion del reino, á no ser que prescriban lo contrario leyes ó costumbres nacionales, para nosotros siempre respetables, el que entre todos los pretendientes tenga mas edad, mas privilegiado sexo y sobre todo mas virtudes. Y lo sostenemos partiendo de los mismos principios de la naturaleza y del derecho comun, con los cuales están conformes las leyes y costumbres españolas.

No ha dejado de haber en todos tiempos hombres infames y ambiciosos, que han confiado á la suerte de las armas los derechos de sucesion á la corona, no siendo raro que haya vencido por tener mas fuerzas el que con menos razon ha entrado en la contienda, pues guardan las leyes silencio entre el estruendo dela guerra, y no hay quien fie á las decisiones del derecho la facultad que se ha conquistado en los campos de batalla. Triste y dolo⚫ roso es que deba apelarse á tales medios; mas no negamos que pueden estar controvertidos los derechos de los pretendientes hasta el punto de que los pueblos, no pudiendo seguir otro camino, deban limitar sus esfuerzos á procurar el triunfo del que mas pueda servirles en aquellas circunstancias, cosa de que tenemos muchos y varios ejemplos en otras naciones del mundo cristiano, y principalmente en nuestra España. Muerto Enrique I de Castilla sin dejar por su tierna edad sucesion directa, fué llamada con preferencia al trono Berenguela, madre de Fernando el Santo, á pesar de ser mayor de edad su hermana Blanca, reina de Francia y madre de san Luis, la cual, si fué postergada por los próceres del reino, fué indudablemente para impedir que viniesen á reinar en España príncipes de casas extranjeras, resolucion acertada y saludable como manifestaron despues las no interrumpidas victorias, la candorosa vida y las santas virtudes de Fernando. Muerto Alfonso el Sabio, fué tambien preferido á los nietos del primogénito el hijo menor don Sanchio, al cual, por ser hombre de genio y estar ya con las armas en la mano, hubiera sido peligroso negar lo que de tanto tiempo y con tanto ahinco pretendia. Pero hay aun ejemplos mas recientes. Enrique el Bastardo mató con su propia mano al rey don Pedro, que abusaba del poder en perjuicio de los pueblos; y luego de haberse apoderado del reino des

pojó de la herencia paterna á sus desgraciadas hijas, cosa que si se dice que fué injusta, deberémos confesar que injustamente tambien reinaron los primeros monarcas de Castilla. Años despues dióse tambien por rey la Lusitania á Juan, el famoso maestre de Avis, el cual, á pesar de no ser tan ilustre su nacimiento como el de otros reyes ni tener quizá el derecho de su parte, ha logrado contra todos los esfuerzos de Castilla dejar á sus descendientes un reino bien constituido, reino que, como estamos ahora viendo, disfruta de gran felicidad y de todo género de bienes. No tardaron en ser excluidas de la sucesion paterna dos hijas de don Juan, rey de Aragon, donde es sabido que despues de la muerte deste príncipe fué llamado Martin desde Sicilia al trono, como parecian aconsejar la agitacion y desórdenes que tenian lugar en el corazon de aquellos pueblos. No podemos tan poco pasar en silencio á la reina Petronila, hija de Ramiro el Monje, que estando ya de parto, nombró heredero por testamento al que naciese si fuese varon, y si hembra á su marido Ramon, conde de Barcelona; decision que fué despues revocada por su hijo Alfonso, llamando á sus hermanas á la sucesion del reino. Cambian los derechos por la voluntad de los príncipes hasta tal punto, que en el mismo reino de Aragon se nos ofrecen casos de haber sido excluidas las hijas siendo luego llamados á suceder los nietos que de ellas nacieron. Paso aun por alto á Fernando, que desde Castilla, donde gobernaba con gran felicidad por el rey Juan, niño de pocos años, pasó á ocupar el trono de Aragon á la muerte de Martin I. Podemos muy bien decir que si venció á sus émulos fué mas por la gloria de sus hazañas y esclarecidas virtudes que por la fuerza del derecho que le competia.

Bien consideradas las cosas, ¿qué es lo que puede oponerse á que por la voluntad de los pueblos se cambie, exigiéndolo así las circunstrancias, lo que para el bien público fué establecido por los mismos pueblos? Puestos en tela de juicio los derechos de los que pueden suceder á la corona, ¿por qué no hemos de adoptar la resolucion que nos parezca mas provechosa y saludable? ¿Hemos de ser jueces injustos precisamente en la causa mas grave y de mas trascendencia? Conviene además, observar que los derechos de sucesion al trono han sido establecidos mas por una especie de consentimiento tácito del pueblo, que no se ha atrevido á resistir á la voluntad de los primeros príncipes, que por el consentimiento claro, libre y espontáneo de todas las clases del Estado como, á nuestro modo de ver, era necesario que se hiciese.

CAPITULO V.

Diferencia entre el rey y el tirano.

Seis son las formas de gobierno, y vamos á distinguirlas en brevísimas palabras antes de explicar cuánto difieren una de otra la benevolencia del rey y la perversidad de los tiranos. La monarquía está esencialmente determinada por el hecho de presentar concentrados en un solo hombre todos los derechos públicos; la aristocracia por el de estar reunidos esos mismos

poderes en un corto número de magnates que aventajan á los demás por sus prendas personales; la república, propiamente llamada así, por el de ser partícipes todos los ciudadanos de las facultades del gobierno segun su rango y mérito; la democracia por el de ser conferidos los honores y cargos del Estado sin distincion de méritos ni clases, cosa por cierto contraria al buen sentido, pues pretende igualarse á los que hizo desiguales la naturaleza ó una fuerza superior é irresistible. Como tiene la república por antítesis la democracia, tiene la aristocracia por tal la que llamaron los griegos oligarquía, en la cual, si bien los poderes públicos están confiados tambien á pocos, no se atiende ya á la virtud, sino á las riquezas, y es preferido á los demás el que disfruta de mayores rentas. La tiranía, que es la última y peor forma de gobierno, antitética tambien de la monarquía, empieza muchas veces por apoderarse del poder á viva fuerza; y derive de bueno ó mal orígen, pesa siempre de una manera cruel sobre la frente de sus súbditos. Aun partiendo de buenos principios, cae en todo género de vicios, principalmente en la codicia, en la ferocidad y la avaricia. Es propio de un buen rey defender la inocencia, reprimir la maldad, salvar á los que peligran, procurar á la república la felicidad y todo género de bienes; mas no del tirano, que hace consistir su mayor poder en poder entregarse desenfrenadamente á sus pasiones, que no cree indecorosa maldad alguna, que comete todo género de crímenes, destruye la hacienda de los poderosos, viola la castidad, mata á los buenos, y llega al fin de su vida sin que haya una sola accion vil á que no se haya cutregado. Es además el rey humilde, tratable, accesible, amigo de vivir bajo el mismo derecho que sus conciudadanos; y el tirano, desconfiado, medroso, amigo de aterrar con el aparato de su fuerza y su fortuna, con la severidad de las costumbres, con la crueldad de los juicios dictados por sus sangrientos tribunales.

Conviene que sobre la diferencia entre el rey y el tirano digamos aun algo mas de lo que llevamos insinuado; y para esto hemos de exaininar el origen, los medios y los adelantos de cada una de esas dos formas de gobierno. El rey ejerce con singular templanza el poder que ha recibido de sus súbditos, no es gravoso, no es molesto sino para esos infames malvados que conspiran temerariamente contra las fortunas y la vida de sus semejantes; como es para estos severo, es para los demás un cariñoso padre, y no bien están ya vengados los crímenes que le obligaron á ser por algun tiempo inexorable, se despoja con gusto de su severidad, prestándose fácilmente á todos en todas las vicisitudes de la vida. No excluye de su palacio ni aun de su cámara al pobre ni al desamparado, presta atento oido á las quejas de todos, no consiente que en ninguna parte del imperio se proceda con crueldad ni aun con aspereza. No domina á sus súbditos como esclavos, les gobierna como hijos, sabiendo que ha recibido el poder de manos del pueblo, procura ante todo que le quieran, y no aspira sino á hacerse popular por medios lícitos, mereciendo la benevolencia y el aplauso de sus vasallos, principalmente de los buenos. Defendido así por el amor del pueblo, no necesita mucho de guardias, ni aun parą,

las guerras exteriores, de soldados mercenarios; tiene siempre para salvar su dignidad y su vida dispuestos á sus súbditos, que no vacilarán en derramar por él su sangre ni arrojarse en medio de las llamas y del hierro como si se tratara de la salud de sus hijos, de la de sus esposas y de la de la patria. No desarma á los ciudadanos, no consiente que se enflaquezcan en el ocio y la molicie, como suelen hacer los tiranos haciendo consumir las fuerzas del pueblo en artes sedentarias, y las de los magnates en el placer y el vino; procura, por lo contrario, ejercitarles en las luchas y carreras haciéndoles pelear, ora á pié, ora á caballo, ora cubiertos de hierro, ora sin armas, y encuentra mayor apoyo en el valor de esos hombres que en la intriga y en el fraude. ¿Seria, por otra parte, justo que en los momentos de peligro quitase las armas á sus hijos para darlas á los esclavos? Hablamos de ciudadanos que se sientan felices y rodeados de toda clase de bienes bajo un rey justo y templado; y es evidente que esa felicidad es un grande incentivo para que quieran y amen al príncipe.

No hace por esta razon graudes gastos ni para aparentar majestad ni para hacer la guerra; sale siempre acompañado de los varones virtuosos y de los buenos ciudadanos, y se presenta á los ojos del pueblo mas brillante que si estuviera rodeado de armas y cubierto de oro. Para defenderse de sus enemigos, y aun para llevar las armas á naciones extrañas, encuentra siempre dispuestas las riquezas públicas y las de los particulares, riquezas que le suministran generosamente todas las clases del Estado. ¿Por qué, si no por el buen carácter de nuestros reyes, pudieron emprenderse con tan pequeños tributos tantas y tautas guerras, principalmente contra los moros, guerras en que se echaron los cimientos de ese imperio, hoy dilatadísimo, determinado casi por los mismos límites del orbe? No, un buen rey no tiene nunca necesidad de imponer á los pueblos grandes ni extraordinarios tributos; si alguna vez le obligan á ello desgracias inevitables ó nuevas é inesperadas guerras, los levanta con el consentimiento de los mismos ciudadanos, á los que léjos de hablar con el terror, la amenaza y el fraude en sus labios, explicará francamente los peligros que se corren, los males que amenazan y los apuros del erario. No ha de creerse nunca dueño de la república ni de sus vasallos por mas que se lo digan al oido los aduladores; ha de creer sí que es el jefe del Estado mediante cierta pension señalada por los mismos ciudadanos, pension que no se atreverá jamás á aumentar sin que así haya sido resuelto por los mismos pueblos. Y no se crea que por esto deje de acumular tesoros ni de enriquecer el erario público, que logrará poner en el mas brillante estado sin arrancar un solo gemido de sus súbditos. Le servirán para ello los despojos de sus enemigos como le sirvieron al romano Paulo, que con solo apoderarse de los tesoros de la Macedonia, tesoros que fueron á la verdad de mucho precio, fortaleció el erario hasta el punto de poder suprimir todo género de impuestos.

Cuidará además que sus rentas reales no sean presa de los cortesanos y otros funcionarios públicos, evitará Jas escandalosas extracciones hechas por el peculado y por el fraude. Vivirá modestamente en su palacio, aco

modará sus gastos al producto de los impuestos, procurando siempre que estas basten, ya para conservar la paz, ya para sostener la guerra. No son verdaderas riquezas las que están amasadas con el odio y con la saugre de los pueblos.

De este modo Enrique III de Castilla llenó el erario, que estaba exhausto por las calamidades de los tiempos, y pudo al morir dejar á su hijo tesoros, aunque grandes, recogidos sin dolo, sin arrancar un suspiro, sin haber amargado la vida de uno de sus súbditos. De él fueron aquellas palabras: «Temo mas la execracion del pueblo que las armas de los enemigos.»>

Conviene, por otra parte, que el rey recuerde su deber á los ciudadanos, mas con el ejemplo de su propia vida que con leyes y preceptos. Largo es el camino cuando se ha de apelar á las palabras, breve y eficaz cuando al ejemplo; ¡y ojalá que fuesen tantos los que obrasen bien como los que bien hablan! No exija nunca el rey de los demás sino la sencillez, la equidad y la honestidad que él guarde; no ejerza nunca mas severidad con los ciudadanos que la que ejerce consigo mismo y su familia. Lo alcanzará fácilmente si en todas sus acciones y acuerdos no abriga nunca la esperanza de poder ocultarlos á los ojos de sus súbditos, si está persuadido de que no puede obrar injusta ni inconsideradamente, por mas que le sea lícito engañar por algun tiempo la vigilancia de Dios y la de los hombres; si cree, como debe creer, que aunque tuviese el fabuloso anillo de Giges no podria ni mas ni menos que si estuviese á los ojos de todos visible y manifiesto. El fingimiento no puede ser duradero; los hechos de los príncipes pueden estar dificilmente ocultos. La majestad es como la luz, pone lo hecho en bien y en mal á la vista de todo el mundo.

Alcanzará tanto mas el rey ser el modelo de sus conciudadanos si sabe desterrar de su palacio á los aduladores, hombres perniciosísimos, que examinan atentamente el carácter del príncipe, alaban lo digno de vituperio, vituperan lo digno de alabanza, se inclinan siempre á lo que mas puede halagar las pasiones de su dueño, y suelen llevar por harta desgracia de los demás tan buena suerte, que animan á muchos á seguir su ejemplo. En vez de aduladores buscará en todas las provincias del imperio varones honrados, sinceros, sin vicio ni mancha alguna, que podrán servirle de ojos y de oidos; les dará facultades para que le repitan cuanto digan de él, bien sea verdadero, bien sea falso; les incitará á que le refieran los vagos rumores del vulgo, hasta los infundados cuentos que inventa contra los principes la malicia. La utilidad pública, la salud de todo el reino compensará el dolor que puedan producir en su ánimo esa libertad de los que le rodean y esos vanos rumores del pueblo. Las raíces de la verdad podrán ser amargas, pero sus frutos son suavísimos.

Paréceme, por fin, que deben encaminarse todos los hechos de los príncipes á alimentar la benevolencia en el pecho de sus súbditos, procurando que estos vivan bajo su gobierno con la mayor felicidad posible. No es solo deber del que gobierna ciudadanos, lo es tambien del que guarda y dirige ganados, trabajar para el bien y la utilidad de los seres que están bajo su amparo. Estas son pues las virtudes propias de un rey, este el ca

DEL REY Y DE LA mino que les conduce á la inmortalidad y á la mas alta gloria.

Explicadas ya las condiciones del buen príncipe, es fácil reasumir las del tirano que, manchado de todo género de vicios, provoca pór un camino casi contrario la destruccion de la república. Debe, en primer lugar, el poder de que disfruta, no á sus méritos ni al pueblo, sino á sus propias riquezas, á sus intrigas ó á la fuerza de las armas; y aun habiéndolo recibido del pueblo, lo ejerce violentamente, tomando por medida de sus desmanes, no la utilidad pública, sino su propia utilidad, sus placeres y sus vicios. Preséntase en un principio blando y risueño, afecta querer vivir con los demás bajo el imperio de unas mismas leyes, procura engañar con su suavidad y su clemencia, mas solo con la dañada intencion de robustecer en tanto sus fuerzas y fortificarse con riquezas y con armas, como sabemos por la historia que hizo Domicio Neron, príncipe excelente durante los cinco primeros años de su imperio. Asegurado ya, cambia enteramente de política, y no pudiendo disimular por mas tiempo su natural crueldad, se arroja como una fiera indómita contra todas las clases del Estado, cuyas riquezas saquea movido por su liviandad, por su avaricia, por su crueldad y por su infamia. No hicieron otra cosa aquellos monstruos que en los primeros tiempos de la historia se nos presentan envueltos en una red de fábulas; los Geriones de España, el Anteo de la Libia, la hidra de la Beocia, la quimera de la Licia, monstruos para cuya muerte apenas bastó la industria y el valor de grandes héroes. Nó pretenden esos tiranos sino injuriar y derribar á todos, principalmente á los ricos y á los buenos, para ellos cien veces mas sospechosos que los malos, pues temen siempre menos sus propios vicios que la virtud ajena. Así como los médicos se esfuerzan en expeler los malos humores del cuerpo con jugos saludables, trabajan ellos por desterrar de la república á los que mas pueden contribuir á su lustre y su ventura. Caiga todo lo que está alto, dicen para sí, y procuran la satisfaccion de sus deseos, si no de un modo manifiesto y apelando á la fuerza, con malas mañas, con secretas acusaciones, con calumnias. Agotan los tesoros de los particulares, imponen todos los dias nuevos tributos, siembran la discordia entre los ciudadanos, enlazan unas con otras las guerras, ponen en juego todos los medios posibles para impedir que puedan sublevarse los demás contra su acerba tiranía. Construyen grandes y espantosos monumentos, pero á costa de las riquezas y gemidos de sus súbditos. ¿Creeis acaso que tuvieron otro orígen las pirámides de Egipto y los subterráneos del Olimpo en Tesalia? Ya en las sagradas escrituras leemos que Nembrot, el primer tirano que ocupó la tierra, emprendió para fortificarse y extenuar á sus súbditos la construccion de una torre elevadísima, imponente por sus cimientos y aun mas imponente por su mole, torre que pudo dar muy bien lugar á la fábula de los griegos, segun los cuales deseando los gigantes destronar del cielo á Júpiter, amontonaron montes sobre montes en Flegra, campo de la Macedonia. ¿Creeis tampoco que Faraon se llevaba otro objeto cuando obligaba á los hebreos á edificar ciudades en Egipto? ¿Con qué otro objeto podia hacerlo que

INSTITUCION REAL:

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con el de que domnado y abatido por sus males no aspirase á la libertad aquel triste y desgraciado pueblo?

Sepa, sin embargo, el tirano que ha de temer á los que le temen, que puede muy bien encontrar su ruina en los mismos que le sirven como esclavos. Suprimida toda clase de garantías, desarmado el pueblo, condenados los ciudadanos á no poder ejercer las artes liberales, dignas solo de los hombres libres, ni á robustecer el cuerpo con ejercicios militares, ni á fortalecer de Teme el tirano, teme el rey; pero teme el rey para sus otro modo el ánimo, ¿cómo podrá al fin sostenerse? súbditos, y el tirano teme para sí de sus vasallos; teme que los mismos que gobierna como enemigos lleguen á arrebatarle su gobierno y sus tesoros. No por otra razon prohibe que el pueblo se reuna; no por otra razon le prohibe hablar de los negocios públicos, quitándole, que es ya hasta donde puede llegar la servidumbre, la facultad de hablar libremente y la de oir, la facultad de poder quejarse en medio de los hondos males que le afligen. Como no tiene confianza en sus súbditos, busca su apoyo en la intriga, solicita cuidadosamente la amistad de los príncipes extranjeros á fin de estar preparado á todo evento, compra guardias de otros pueblos de digo para los soldados mercenarios, en los que cree ha quienes por ser como bárbaros se fia, muéstrase próde encontrar su escudo. En tiempo del emperador Neron, dice Tácito, divagaban por las plazas, por las casas, por el campo, por las cercanías de las ciudades soldados de á pié y de á caballo mezclados con los germanos, en quienes por ser extranjeros confiaba sobre todo el Príncipe.

No hay mas que abrir la historia para comprender lo que es un tirano. Tarquino el soberbio fué, segun dicen, el primer rey de Roma que dejó de consultar al Senado. Gobernó la república por consejo propio, concluyó y rescindió por sí y sin anuencia del pueblo tratados de guerra, de paz, de alianzas ofensivas y defencilióse principalmente el favor de los latinos por creersivas con los reyes y naciones que mejor le plugo. Conse, como dice Livio, mas seguro entre esas tropas extranjeras que entre sus mismos ciudadanos. Mató, segun afirma este mismo autor, á los principales padres de la patria sin poner otros en su lugar, á fin de que cuanto menores en número, mas desprecio inspirasen á la generalidad del pueblo ; llamó á sí el conocimiento de todos los negocios capitales, cosas todas muy características y propias de un tirano. Mas ¿para qué hemos de decir mas? Trastorna un tirano toda la república, se apodera de todo sin respeto á las leyes, de cuyo imperio cree estar exento; mira mas por sí que por la salud del reino, condena á sus ciudadanos á vivir una vida miserable, agoviados de toda clase de males, les despoja á todos y á cada uno de sus posesiones patrimoniales para dominar solo y señor en las fortunas de todos. Arrebatados al pueblo todos los bienes, ningun mal puede imaginarse que no sea una calamidad para sus súbditos.

CAPITULO VI.

¿Es licito matar al tirano?

Tal es el carácter del tirano, tales sus costumbres.
Podrá aparecer feliz, mas no lo será nunca á sus ojos.

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