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las luchas verdaderas, uniólos con los lazos del amor, y con los mismos lazos les unió consigo. No creian aquelos jóvenes que hubiese nada mejor que merecer la gracia de su Príncipe, así que aspiraban á alcanzarla con todos sus esfuerzos. Testigo de ello Jenofonte en los libros que escribió sobre la vida y educacion de Ciro, ya con el objeto de darnos una verdadera historia, ya con el de presentarnos el dechado de un buen príncipe, libros dignos á la verdad de que los reyes no los dejen de la mano, pues no está omitido en ellos nada de lo que puede contribuir á su prudencia y su templanza. No puede uno menos de admirarse luego de que un imperio tan grande, constituido por el valor de Ciro, aparezca á poco en decadencia y ruina por las faltas de su hijo Cambises. Mas como hace observar Platon en el lib. m de Las Leyes, la verdadera causa fué la diversa educacion dada á los dos príncipes, pues alterada la costumbre que con el primero se habia observado, nacieron como de viciada y corrompida fuente hábitos distintos, una política distinta y distintos y hasta contrarios resultados. Habia nacido Ciro en país áspero y sido educado frugalmente entre pastores; así que endurecido el cuerpo con la fatiga y engrandecido el ánimo, venció muchas veces á sus enemigos y holló con firme planta la cabeza de los vicios domésticos. Mas esclarecido durante la guerra que despues de la victoria, no considerando suficientemente cuántos males nacen de una educacion afeminada, y distraido, por otra parte, en las muchas y continuas guerras que se le originaban sin querer, nacidas unas de otras, tuvo la debilidad de confiar la educacion de su hijo á eunucos y mujeres, con las cuales debilitado Cambises por el exceso de los placeres y depravadas sus buenas cualidades, fué orgulloso para sus súbditos, cobarde para sus enemigos, intolerable para los pueblos, que empezaron por odiarle, y acabaron por tenerle en el mayor desprecio. Afortunadamente Darío aprendió en esta leccion severa, y con su valor é industria restituyó á su primera grandeza aquel mismo imperio que habia destruido Cambises y estaba á la sazon en poder de los magos. Mas no aprendió aun lo bastante, pues tuvo tambien una educacion tosca y no era hijo de reyes, y permitió que su hijo Jerjes pasase sus primeros años en la molicie y en los placeres, lo mas pernicioso y perjudicial del mundo. Es grande el poder de los placeres, increibles sus fuerzas, tanto mas de temer cuanto que invaden suave y blandamente el ánimo y destruyen el entendimiento antes que pueda pensarse en el remedio. Enervan las fuerzas del cuerpo y las del alma, minan el imperio de la razon y lo trastornan todo, semejantes á esos bandidos que eran conocidos entre los egipcios con el nombre de filistas, y abrazaban á los que pretendian por medio de la estrangulacion quitar la vida. Grande es el poder de los placeres y grande el peligro que por ellos amenaza á los príncipes, que, rodeados por todas partes de deleites, colocados en la mayor abundancia de cosas posible y sin tener quien contradiga sus deseos, es verdaderamente un milagro que no se corrompan y sucumban á la fuerza de la impureza y de los vicios. Es difícil, dificilísimo que pueda subsistir un imperio ni que salgan buenos y prudentes los que le gobiernan

si no se corta enteramente el paso á todos los placeres. De otro modo, del ocio y de los placeres nacerá la deshonestidad y la avaricia, delitos que se repetirán á cada paso, el hurto y el latrocinio. Los príncipes y los particulares que piensen poco en la salud de la república y en el comun peligro han de dedicarse por fuerza á aumentar inmoderadamente sus riquezas, á fin de que nunca pueda faltarles con qué satisfacer su gula y sus torpes apetitos, á cuyo servicio se entregaron. ¿No era acaso este el estado de las cosas en España cuando Rodrigo, ultimo rey de los godos, tomó las riendas del gobierno? Los españoles no podian entonces ni crecer en medio de la paz ni sostener la guerra; estaban enervados por el hábito de los mayores vicios, pasaban lo mas del dia en los banquetes, vivian debilitados por la comida y el vino, corrompidos por el estupro y los demás delitos sensuales, en que pasaban una vida infame á ejemplo de sus príncipes, sin temple ya en sus almas, sin fuerzas que no estuviesen ya gastadas por el exceso del deleite, tanto, que en el mundo no habian ya hábitos que pudiesen compararse con nuestras depravadas costumbres nacionales. ¿Pudieron acaso resistir el empuje de un pueblo jóven cuando se precipitó á su ruina toda la república? El imperio que el valor habia alcanzado la opulencia lo perdió, y con ella sus compañeros los placeres.

Mas es fuerza que volvamos ya al punto de donde hemos salido. Era costumbre entre los nobles de Macedonia entregar sus hijos adultos á los reyes para servi cios que no distaban mucho de los de los esclavos. Hacian centinela á la puerta de la cámara en que el rey dormia, le llevaban cuando habia de montar los caballos que recibian de los palafreneros, le acompañaban en la caza y en la guerra, y eran entre tanto instruidos en todas las artes liberales. La mayor honra que les podian dispensar era dejarles comer á la mesa del príncipe; y nadie sino este tenia derecho de castigarles, por grandes que fuesen sus faltas y delitos. Esta corte del rey fué, como era de esperar, entre los macedonios un abundante semillero de capitanes y de hombres de gobierno. Así lo asegura Quinto Curcio en el lib. vin de las hazañas de Alejandro, constando además que solian dar al hijo del rey, cuando niño, los hijos de los magnates para que se instruyeran con él en todo género de artes y de ciencias. Por este medio armado Alejandro con el valor y el amor de esos sus camaradas, venció lejanos enemigos y dió por límites á su imperio los últimos confines de la tierra.

Este es pues nuestro parecer, que ojalá se hiciese tan agradable á los hombres prudentes como lo considero yo saludable á la república. Creo que con el que ha de ser un dia nuestro rey deben ser criados desde sus liernos años y educados en la ciencia y en la virtud gran número de hijos de grandes, escogidos entre todas las provincias del imperio, procurando mucho, sin embargo, que entre estos no haya ninguno que gane con especialidad la gracia de su príncipe ni por sus buenas mañas ni por la semejanza de carácter ni por la identidad de vicios, cosa que seria mucho mas sensible. No debe haber ninguno que sea partícipe y árbitro de todos los secretos de los reyes ni hable mucho con él sin testi

gos, circunstancia que basta para ofender á los demás y aun para encender en sus pechos el rencor y el odio. Una intimidad tomada desde los primeros años y confirmada en épocas posteriores ¡qué de trastornos no ha de producir en el corazon de un reino, principal mente si el monarca por debilidad de carácter no puede entregarse á los graves cuidados del gobierno y está enteramente entregado á los placeres! Crecen entonces en poder los palaciegos, y sobre todo el que se ha ganado la gracia del príncipe, de cuyo arbitrio dependen en adelante los negocios de la paz y de la guerra, sin que se atienda á lo que mas aconsejan la razon y el derecho, hecho de que nacen grandes daños, como declaran muchos y muy funestos ejemplos. En Castilla, y no es muy larga la fecha, tuvimos un don Alvaro de Luna, que llegó á dominar tanto en palacio, que el Rey no cambiaba sino por su voluntad de comida, de trajes, de criados: condicion por cierto bien triste para el Rey, para el reino y para entrambos. Verdad es que don Alvaro pagó con la cabeza los males que habia ocasionado. Habíalo ya previsto la Reina, madre de don Juan, y deseando evitarlo, habia desterrado á Alvaro de palacio, separándole de la compañía de su hijo para trasladarle á Aragon, de donde habia venido. Una fuerza superior, sin embargo, desbarató lo que tan prudente y perfectamente habia sido pensado. Murió la Reina jóven aun, y Alvaro entró otra vez en palacio haciéndose un indispensable compañero del Rey y granjeándose en breve ese favor, de que nacieron tan graves alteraciones y tan graves males, males que no podemos explicar aquí particularmente. Debe pues recomendarse á los que eduquen al príncipe que en cuanto lo permitan las circunstancias no consientan en que uno cautive el ánimo del rey con preferencia á los demás, y acostumbren y hasta amonesten al príncipe cuando niño que manifieste el mismo amor á todos sus compañeros, á todos los individuos de su corte.

CAPITULO X.

De la mentira.

Varones de grande y de excelente ingenio y que tienen fama de muy circumspectos sostienen que el príncipe debe usar de mucha ficcion para gobernar los pueblos. Dicen que los demás hombres han de dirigirse por el camino ancho y trillado á lo que es honesto y útil, pero no los príncipes á quienes está confiada la salud de una muchedumbre variable, multiplice, inconstante y que no siempre tiene la misma voluntad ni juzga de las cosas con el mismo acierto. Tome el príncipe, añaden, todas las formas á manera de Proteo, presente, si puede, los mas contrarios caractéres, pues á todos debe agradar y de todos debe aprobar las palabras y los hechos. Con tal que el rey ame en su interior la equidad, y se manifieste beniguo y tratable, y reciba con singular amor á cuantos se le acerquen, puede concebir en su ánimo los mayores fraudes y hasta alimentar vicios y ejecutar maldades que crea le han de servir para contener á los súbditos en el círculo de sus deberes y difundir el espanto y el terror en el corazon de sus contrarios.

Componen así estos varones al príncipe de dolo, de fraude y de mentira, mandan que aparente probidad y le conceden que, segun las circunstancias, pueda entregarse á todo género de liviandades y á la crueldad y á la avaricia, cosas todas que pueden afrentar á los particulares, pero que, segun ellos, han sido y son motivos de alabanza cuando se trata de emperadores y de reyes. No siempre deben los príncipes seguir un mismo camino, dicen, sino amoldarse á la naturaleza de las personas, de las cosas y de los tiempos. Háganlo todo para el bien público y la estabilidad del imperio, é importa poco que digan verdad ó mientan. En los tiempos antiguos ha venido ya esta opinion envuelta en la red brillante de la fábula, pues se dice que Aquiles fué entregado al centauro Quiron para que le edocara, y era este centauro un monstruo horrible y cruel que tenia cara de hombre, pero que de la cintura abajo tenia el cuerpo de toro ó de caballo. ¿Qué quisieron significar con esto sino que el príncipe para goberner el pueblo basta que ostente la humanidad en su rostro, importando poco que dé á sus costumbres varias y desusadas formas, segun las circunstancias lo exigieren? Tenemos además de fecha reciente un Luis XI, rey de Francia, que confió la educacion de su hijo Carlos al cardenal de Amboesa sin dar facultades á nadie para que se le acercara, y andando el tiempo, no consintió en que le entregaran á las ciencias ni á las letras, asegurando que todos los preceptos para el gobierno se reducian á uno: «El que no sabe fingir no sabe reinar.» Es, por otra parte, indudable que muchos príncipes se hicieron la misma cuenta y conservaron el poder que habian recibido mas con la destreza que con verdaderas virtudes. Debemos contar entra ellos á Tiberio, sucesor de Augusto, que siempre aparentaba lo que menos sentia, y que entre sus facultades ninguna apreciaba tanto como la de saber fingir, llevando muy á mal que llegase á traslucirse lo que él queria que estuviese óculto, como con estas mismas palabras nos lo refiere Tácito.

Este es el parecer de muchos, parecer confirmado muy pocas veces con palabras, porque el pudor lo impide, pero sí con ejemplos. Es decir, que sienten que el rey ha de cultivar por igual los vicios y las virtudes, medirlo todo por la utilidad y no hacer caso para nada de la honradez, si esta se opone en cierto modo á lo que puede ser útil para el rey y para el pueblo.

Otros con mas razon consideran como necesarias al príncipe la equidad y las demás virtudes, sin concederle que pueda faltar á ellas por su antojo ni separarse de lo que exige la justicia, y sí tan solo que pueda mentir y usar de fraude, obligado por lo apremiante de las circunstancias, pues si fuese demasiado tenaz en seguir el debido camino, se veria envuelto en graves peligros y sumergiria en graves daños la república. Añaden estos que Hércules no llevaba cubierto todo el cuerpo con la piel de leon, y sí parte de él con piel de zorra, hecho que servió á Lisandro, rey de los lacedemonios, para contestar á los que le exigian mayor sencillez en las costumbres y en todos los actos de la vida, vituperándole porque apelaba al dolo. Use, dice, el príncipe segun convenga del fraude y la mentira, pero solo raras veces y como por medicina, como concedió Platon á los

príncipes y á los magistrados para llevar la muchedumbre adonde fuese justo, pues la luz de la verdad ciega muchas veces al pueblo, que se espanta de cualquier cosa y hasta de su misma sombra. ¿Cuántos ejemplos, preguntan por fin, no encontrarémos en las sagradas escrituras de hombres que con el fraude y la mentira y sin que nadie les vituperara llevaron á cabo grandes y preclaros hechos?

Mas no nos habiamos propuesto en este lugar cuestionar sobre la mentira ni el fraude, y sí solo sobre si es licito usar algunas veces de ellos exigiéndolo las circunstancias. Tengo para mí que desde sus primeros años debe ya inculcarse al príncipe el amor á la verdad y el odio á la mentira hasta que crea que nada hay mas torpe que esta ni mas contrario á la dignidad del rey. Es pues la verdad un bien permanente muy agradable á Dios, muy á propósito para conciliar el amor y para procurarse todo género de recursos. ¿Quién pues se ha de negar á prestarse ni á prestar lo suyo al que creen que no ha de faltar á su palabra y ha de poner antes en peligro su vida, su hacienda y hasta su mismo gobierno? No sin razon los romanos consagraron en el Capitolio la Fe junto al Padre de los dioses, queriendo dar á entender que las reglas de buen gobierno descansan en la sinceridad. Es la mentira cosa torpe é indigna de la excelencia del hombre, como es fácil de ver por los mismos que mienten por costumbre, los cuales han de poner gran cuidado en cubrir el fraude, y se sonrojan gravemente al verle descubierto. Hay por de contado otros crímenes mucho mayores, mas pocos que afrenten tanto á los que lo cometen, tanto, que está ya admitido que debe vengarse con sangre la injuria que se recibe cuando se nos echa en cara que mentimos, y no cuando se nos llama adúlteros, avaros ni homicidas. Es en verdad vituperable esta venganza, y está prohibida por las leyes divinas, segun las cuales nadie. puede volver mal por mal, aunque sea provocado; mas es indudable que esta preocupacion de que la mayor injuria está en que se nos acuse de embusteros, no hubiera prevalecido nunca á no ser por lo fea que se ha presentado siempre la mentira. ¿Qué mas vergonzoso que ella? Qué mas ajeno de la nobleza y de la dignidad del hombre que desea siempre ponerse á laluz y á los ojos de todos? Ama la mentira las tinieblas, busca lugares ocultos donde pueda esconderse su torpeza; ¿qué ya mas indigno de almas generosas y elevadas? No nos obliga á mentir sino el temor de que se nos reprenda, se nos infame ó se nos castigue; y el temor es solo propio de ánimos quebrantados, abyectos y acostumbrados á una rigorosa servidumbre; nunca de almas levantadas y libres, sí siempre de esclavos, que obran siempre en vista del látigo que les amenaza. Nada hay en la vida humana mas excelente que la buena fe, con la cual se establecen las relaciones comerciales y se constituye la sociedad entre los hombres; y es evidente que á este bien divino nada hay mas contrario que el fraude y la mentira. No puede haber cosa estable sin que lo guarde la confianza, y esta no puede de ningun modo existir si no es recíproca. Hay que considerar, por fin, que toda la felicidad de la vida está encerrada en la verdad, es decir, en gozar de verdaderos bienes. La desgracia,

hija no pocas veces de haber empañado la hermosura de la verdad misma, abraza los males por bienes y va abriendo su fosa con sus propias manos. Quien pues acusa á otro de decir mentira, dispara contra él en una sola palabra todo género de oprobios, tales como el de que está cercado de tinieblas, el de que todos los vicios hallan en él abrigo, el de que es de condicion servil, el de que es indigno de que se le crea en cuanto diga.

Se dirá tal vez que los negocios de la república exigen algunas veces que engañe el príncipe y mienta, pues la verdad y la sencillez traen no pocas consigo grayes daños. Mas en esta objecion ¡oh Dios, cuánto mal no viene encerrado! No hay, en primer lugar, ninguna cosa útil que pueda estar acorde con otra vergonzosa; y esta mezcla mas bien ha de ocasionar daño que provecho, pues ha de destruir forzosamente la dignidad y la honradez; y como no hay nada mejor que estas dos dotes, no hay nada mas necio que trocar por hierro el oro. Acostumbrado luego el rey á mentir, cobrará fama de pérfido y de injusto; y ¡ cuánto no han de sufrir de ella todos los negocios particulares, y sobre todo los negocios públicos! ¿Quién ha de ser entonces su aliado? Quién ha de fiarse en su palabra? Mas qué, ¿cómo puede decirse que lleve ventaja alguna mintiendo, si llega á dudarse de su buena fe, de su exactitud en el cumplimiento de sus promesas? Nadie ha de creerle despues, aunque lo afirme con juramento; todos han de mirarle con desconfianza y aborrecerle. Así como el mercader que por afan de lucrarse engaña no puede conservar lo que justamente adquirió por el fraude y rompe sin sentirlo las relaciones comerciales que con los demás tenia, así el príncipe fraudulento no podrá tampoco conservar lo que solo por el fraude hizo suyo, y tarde o temprano ha de enajenarse las voluntades de sus súbditos, que son para un rey la mayor y la mas ventajosa de las armas. Abandonarán todos al príncipe cuya lealtad se haya hecho sospechosa, y se unirán con gusto á la causa del que vean que les es fiel y crean que lo ha de ser eternamente.

Engaña algunas veces á los príncipes la esperanza de poder ocultar sus fraudes; mas la ficcion y la mentira se hacen traicion á sí mismas, y no permite Dios que goce por mucho tiempo el hombre falso de la felicidad que conquistó por medio de su misma falsedad y el dolo. Es cierto que muchos consiguieron el nombre de sabios por el arte y habilidad con que mintieron, mas los resultados probaron al fin cuán injusta era la opinion que de ellos se tenia. Las conquistas que estaban basadas en la mentira perecieron, las que en la verdad permanecieron firmes y seguras. Descubrióse despues el fraude, cayó la venda de los ojos de la muchedumbre, y los que anduvieron algun tiempo en boca de todos envueltos en las mayores alabanzas no merecieron luego de todos sino vituperios y desprecios. Las palabras de Lisandro han sido celebradas en verdad, pero solo por lo ingeniosas y festivas: ¿ignoramos acaso que en breve tiempo produjeron, no la sonrisa en los labios de los ciudadanos, sino lágrimas amargas y abundantes en sus ojos? Enajenadas muchas ciudades á la redonda, cayeron los lacedemonios en muchas cala

midades, de que no se pudieron reponer ni aun despues de la batalla de Leucira, que parecia deber restituir á aquel imperio sus antiguos recursos y anterior grandeza. Los príncipes que recientemente han usado de fraudes y mentiras, no hay para qué decir si ofendieron su buen nombre y atrajeron daños á sus pueblos. No pudo ser nunca sincera la alegría ni la felicidad que tuvo por raíces la mentira. La educacion de Aquiles no debe, por otra parte, apartarnos de esta idea, pues es mucho mejor creer que con la doble naturaleza del centauro quisieron significar los antiguos la prudencia y la fortaleza que han de tener los príncipes. ¿Por qué, si no, colocaron en la entrada de los templos como si fuese la imágen de Dios la figura de un esfinge? Los egipcios simbolizabau con mas razon la divinidad en un jóven sentado en el regazo de un anciano. Hay además que advertir que los antiguos poetas dijeron muchas cosas sabiamente, y mintieron en otras sin razon ni tino, dejándose llevar de la costumbre de su época. No negarémos que el príncipe deba ser cauto y guardar esa reserva, que el pueblo suele llamar astucia y fraude, dando á la virtud un nombre que está muy cerca de significar el vicio. Aseguran los mismos poetas que la educacion de Aquiles fué confiada á Fénix, varon muy prudente y muy ejercitado en el arte de bien decir, dotes entrambas que debe reunir, como hemos dicho anteriormente, el que mas tarde ha de gobernar los pueblos, defender la patria y ponerse á la cabeza de sus tropas.

Acostumbrese pues al príncipe desde sus mas tiernos años á que aborrezca la mentira mas que ningun otro vicio, y sobre todo á que sea enemigo acérrimo de los hombres mentirosos, porque si así lo hiciere, desbaratará los proyectos de los aduladores, que son el peor y mas constante mal que existe en los palacios de los reyes. Las fuerzas de los reyes no las pierden tanto los enemigos como los aduladores; así que, vencido este peligro y evitado este escollo, se procurará el ayuda de Dios con su amor á la sencillez y la verdad. Libertado entonces del constante asedio y de las asechanzas de hombres perdidos, rodeado de todas las virtudes, defendido por la misma justicia, administrará felizmente los negocios de su casa y los de la república.

Mas ya hablarémos en otro capítulo de los aduladores. Por lo que al presente toca, debemos encargar al ayo del principe que le inculque á un tiempo el amor á la verdad y el odio á la mentira, que nada reprenda con tanta acritud como esas fallas, por propias que aparezcan de los niños, que perdone fácilmente las demás, con tal que las confiesc y no altere en lo mas minimo la verdad del hecho, que ya que no conviene castigar á los príncipes sino muy raras veces por no confundirles con sus criados, castigue la mentira en los que le rodean con palabras amargas y hasta con azoles, para que cuando menos aprenda su deber en el dolor y lágrimas ajenas, y la idea de que no puede mentir quede impresa é indeleble para toda su vida en lo mas intimo del alma.

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CAPITULO XI;

De los aduladores.

Grande es la hermosura de la verdad que está en completa armonía consigo misina y hace que dirijamos á un mismo fin todos los actos de la vida; increibles las fuerzas de la sencillez y el candor, feísimas en cuanto cabe la doblez y el engaño. Nada mas ajeno de la dignidad y de la excelencia del hombre que manifestar una cosa en su exterior y en sus palabras y sentir y obrar de otra manera. Podrán, sin embargo, algu nas veces los príncipes disimular y ocultar sus resoluciones, pues mientras están guardadas tienen mayor fuerza, y la pierden á medida que se van sabiendo; y seria hasta necio que comunicasen á todos lo que pien- « san hacer para la salud del reino. En Roma teuia Conso, es decir, Neptuno, un templo subterráneo debajo del circo para que creyéndose, como se creia, que inspiraba este Dios las resoluciones de aquel pueblo, se comprendiese con solo ver el lugar que habian de estar ocultas y guardadas en lo íntimo del pecho. Sigui prudentemente esta conducta Pedro de Aragon cuando con la esperanza de ocupar la Sicilia por una conjuracion de los ciudadanos reunió y equipó una escuadra, con la que afectó que queria invadir la costa de Africa. Alarmóse el Papa, hácia cuyos estados se dirigia aquel aparato de guerra, y le envió un legado suyo, que no acababa nunca de hacerle preguntas sobre lo que pensaba hacer con aquella escuadra. Irritado entonces el Rey, quemaria, dijo, mi camisa si creyese que sabe mis resoluciones: respuesta dignísima de un gran príncipe; pues así como es de ánimos abyectos mentir y engañar, es de mezquinas almas no saber encubrir sus proyectos y designios. No puede á la verdad tomar grandes cosas sobre si el que tiene por pesada carga el silencio que tan fácil hizo la naturaleza al hombre. Entre los persas era costumbre castigar mas las faltas de lengua que otras cualesquiera, tanto, que llegaban á imponer pena de muerte al que violaso un secreto.

Ahora bien, si nada hay mas vergonzoso que la mentira ni mas honesto que la verdad, preciso será que confesemos que son perniciosisimos los aduladores, que por desgracia nuestra abundan tanto en los palacios de los principes. No puede, á la verdad, imaginarse peste mas terrible, ni fiera mas cruel, ni monstruo mas espantoso ni inhumano. Aunque reuniéramos en un solo lugar los tigres, las panteras y los leones y evocáramos por la fuerza de la imaginacion las quimeras, las arpías y los esfinges, no podriamos formaruos siquie ra una idea aproximada de lo que son esos infames. No nos quitan la luz del sol, pero se esfuerzan, y esto es mucho mas funesto, en apagar la luz de la verdad y en cegar á los que gobiernan las repúblicas, hombres que colocó Dios en las cumbres de las sociedades humanas para que velasen sin cesar y mirasen por la salud de todos. Se empeñan estos aduladores nada menos que en envenenar las fuentes en que ha de beber todo el pueblo, hecho el mas perjudicial del mundo. No se dirigen nunca á los hombres débiles y pobres, no arman sus asechanzas sino á los que están en toda

su lozanía, circuidos de todo género de bienes. Las hormigas no van nunca á graneros desprovistos, la oruga no va nunca á los árboles secos sino á los verdes. Son á la verdad estos hombres como los piojos, que abandonan los cuerpos luego que no tienen sangre de que chupen.

¿Cuán dañoso no ha de ser pues tomar por blanco de sus tiros á los príncipes, cabeza como son de la república, y procurar la ruina de los que son la base de la salud y la felicidad del reino? ¿Qué enfermedad puede haber mas grave que la que deriva de la cabeza? No hay en la vida humana nada mas bello, mas útil ui de mas sazonados frutos que la amistad sincera, nada que cause mas estragos que engañar á los hombres aparentando esta misma amistad cuando no la abrigan ni la sienten. Fingense pues los aduladores amigos; afectan cumplir con los deberes que la amistad impoue, deleitando á los que quieren ganar con sus torpes adulaciones, aconsejando una que otra vez cosas, en la apariencia saludables, y en la realidad perniciosas, para que haya mas dificultad en conocer y evitar los terribles males que acarrea su conducta. No hablamos aqui de esos mezquinos aduladores ni de esos parásitos charlatanes, que aunque en su género no dejan de ser malos é infames, carecen de talento y fuerzas para que puedan producir muy graves daños; hablamos solo de aquellos que cubiertos con las bellas formas de la virtud, no perdonan medio para alcanzar la gracia de sus príncipes, ni hay maldad ni infamia que no estén dispuestos á cometer con tal que lo consigan.

Conviene ante todo considerar cómo empiezan sus ingeniosísimos ataques. Lo que primero contribuye á pervertir el entendimiento del hombre es su mismo amor propio, es decir, ese amor natural con que cada cual aplaude sus obras y se adula. ¿Quién pues ha de haber de tanta circunspeccion que no se agrade á sí mismo y no se alabe y no se anteponga por lo menos á muchos de sus semejantes? En este amor está fundado el principio de toda nuestra temeridad y arrogancia ; y es evidente que ha de obrar aquel con mayor fuerza en el ánimo de príncipes que desde niños van cubiertos de púrpura y oro, y apenas tienen alguna mas edad cuando no salen á la calle sin llevar escolta de infantes y caballos, y ven arremolinarse en torno suyo el pueblo, y oir á su alrededor faustas aclamaciones, y ser objeto de adoracion adonde quiera que vuelvan los ojos: cosas todas que les ensoberbecen y hacen que miren con desden á los demás, creyéndose poco menos que dioses. Aumentado su amor propio con una educacion afeminada por el lujoso aparato de su palacio y de su corte y por los aplausos de la muchedumbre, viene á ser una especie de adulador, que desconcierta sin cesar su ánimo. Añádase ahora á este, es decir, á la locura y ambicion del rey un adulador externo, y se comprenderá fácilmente si ha de producir lamentables estragos y pervertirlo y confundirlo todo y hacer de un príncipe necio un demente ó un mentecato. Empieza este adulador por acomodarse del todo á la voluntad del monarca, por olfatear con gran sagacidad como un perro de caza qué es lo que deleita mas al que pretende servir y hacer caer en sus bien tendidos lazos. Cuando lo ha

averiguado ya, deja por algun tiempo su carácter y se trasforma en otra persona afectando todo lo que al príncipe le agrada, y aparentando siempre que es su gusto el suyo. Si ama el príncipe la caza, cria perros; si es dado á la liviandad y á los amores, confiesa que está perdidamente enamorado, y lo llena todo de blandas quejas y tiernísimos suspiros. Viste como el camaleon todos los colores menos el blanco, á cualquier lado se inclina fácilmente menos al de la honestidad y á la justicia. ¿Es ardiente y arrebatado el príncipe? Le incita con cuidados discursos y grandes razones á que emprenda injustas guerras, cosa que no hay para qué decir si realizará ó no con grave riesgo de la república, pues se impondrán como es natural onerosos tributos para cubrir los gastos de la campaña, y se agotará á los que poco posean, y se concederá todo al ejército, sin que sirva la equidad de luz ni guia. ¿Es el príncipe lascivo? Excusará entonces todo género de liviandades, fundándose en que los reyes han de templar con placeres los graves trabajos del gobierno. A las virtudes verdaderas dará el nombre de vicios, y levantará y alabará estos vicios, dándoles el nombre de las virtudes á que mas se acerquen. Llamará, por ejemplo, al que es cruel severo, frugal al que es avaro, placentero y jovial al que sea dado á la lujuria, cauto y prudente al que sea tímido y dejado. Si es que pueda servirle, dará á la fortaleza el nombre de temeridad, yá la prudencia el de timidez y cobardía; arreglará, por fin, siempre sus palabras de modo que puedan agradar al príncipe sin tener para na◄ da en cuenta ni lo que exige la virtud ni lo que reclama la salud del reino. Robusteceránse los vicios de los reyes y se aumentarán aun con otros que serán tal vez peores. Es tal la condicion del hombre, que da siempre mas cré◄ dito á los pocos que aprueban sus hechos que á su conciencia y á los muchos que se los condenan. Verdad es que entre los aplausos de los aduladores y las lisonjeras palabras de los cortesanos, que no cesan de admirar y levantar al cielo los hechos de los príncipes, no solo no es de maravillar que estos dejen engañarse, sino quo hasta seria un milagro que no perdiesen del todo la razon y el buen sentido. ¿Qué es lo que perdió en todos tiempos á los grandes príncipes sino los continuos elogios de los aduladores, que les hablaban solo para conquistar su gracia y alababan con mucho cuidado todas sus inclinaciones naturales, malas generalmente en los hombres, por ser propensos á oir con placer á los que se hacen de su opinion y favorecen sus deseos y ú odiar y juzgar ineptos á los que les oponen una decidida resistencia? Qué es lo que pudo impeler á Neron á convertirse en cómico y á salir públicamente al escenario sino los exagerados encomios de los aduladores, que admiraban su voz, su ingenio y su destreza? Llegó á tanto el hecho, que sirvió de perjuicio á muchos haberle dejado de alabar mientras estaba representando 6 pulsando las cuerdas de la lira, por ser ya de rigor quo cada cual expresase su admiracion, ó de palabra ó con algun movimiento de cabeza ó con otro cualquier gesto significativo. Triste estado por cierto, no sé si decir de la república ó del príncipe. Pues, y al macedonio Alejandro, ¿qué es lo que pudo hacerle fatuo hasta el punto de creerse hijo de Júpiter y querer que le tri

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