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nosotros, que no hay arte que baste para arrancarle, ni temor que baste para comprimirle ni lo debilitan los años, con los cuales adquiere todos los dias mayores fuerzas, al revés de lo que sucede con los demás afectos. Con cuánta razon habló para mí el que dijo que el deseo de la alabanza es el último ropaje de que nos despojamos. Es tan fuerte, tan vehemente, que no deja reposar en lugar alguno el alma y la enciende siempre en mas vivos deseos de aspirar á cosas mayores y mas altas. Me he propuesto hablar de ella en este lugar y examinar si hemos de contarla entre esos vicios naturales, que con todas nuestras fuerzas debemos arrojar del alma, ó si entre esos afectos que nos han sido dados para llevar á cabo grandes y preclaros hechos. Es pues de mucha trascendencia que nos resolvamos por una ú otra parte. Muchos jueces severos y graves vituperan el amor á la gloria y lo ponen entre las cosas mas despreciables y viles, considerándolo falso, vano é inconstante, contrario á Jas leyes divinas y á la humildad cristiana, creyendo que, por lo contrario, debemos ocultar nuestras buenas acciones á los ojos de los hombres para que no se pierdan contaminadas por el pernicioso hálito del pueblo. Gozan de una avenṭajada fama de virtuosos, y niegan que sea propio del sabio buscar el aura popular en sus acciones y cultivar las virtudes por el afan de alcanzar las alabanzas de los hombres, cuando lo mejor es apoyar nuestra conducta en los bienes internos del alma, que además de ser hijos de la virtud, no hay quien nos los pueda arrebatar y son eternos. El aplauso popular, dicen, no siempre recae, por otra parte, sobre las verdaderas virtudes; déjase engañar la multitud por falsas apariencias, y celebra no pocas veces con grandes alabanzas á hombres manchados con el crímen. ¿No vemos acaso celebrados por la insensata plebe con aplausos inmortales los mas insignes tiranos, los que derivando una guerra de otra guerra ensangrentaron y devastaron la superficie de la tierra? ¿Los celebran como varones esforzados, como reyes clementes, como hombres notables por su amor á la equidad y á la justicia? ¿Qué mayor locura que fundar la esperanza ni confiar en el juicio de una muchedumbre demasiado ligera, de una muchedumbre que en breve espacio de tiempo raciocina y piensa de distintos modos? La muchedumbre á manera de veleta se vuelve á merced del viento á uno ú otro lado, de modo que por ligeras causas llena á veces de afrenta, y no duda en despojar de todos sus bienes á los que antes ensalzaba con grandes alabanzas. En esta tan voluble voluntad del pueblo, mudada á cada hora por el aura del rumor mas leve en tan resbaladizo capricho, dirémos que pueda haber algo digno de ser deseado por hombres graves y honrados? ¿Qué puede haber mas contrario á la severidad y á la constancia propias del hombre que hacerse esclavo de la opinion de un vulgo antojadizo? Qué mas lamentable que fundar alguna parte de nuestra felicidad en la insensatez del pueblo? Todo rumor, toda sombra son de temer para los que ambicionan la gloria, advirtiendo, como deben advertir, cuán fácilmente cambian los afectos de la mucheduinbre. Y no es tampoco cierto, como algunos dicen, que quitado el estímulo de la gloria, se debilite el amor á

las virtudes. ¿Qué clase de virtud seria entonces la que pensariamos dispertar en el corazon del hombre? Una virtud humilde, suplicante, ambiciosa, que habia de atender á todos los movimientos del pueblo y solicitar el fallo de una multitud que se deja engañar las mas veces por el fraude y la mentira. ¿Van tan bien gobernadas las cosas humanas que sean del agrado de muchos las acciones que están mas conformes con los principios de una virtud austera? Hay además gentes que viven en la soledad y en el retiro, que no pueden de consiguiente ser impelidas á la virtud por los vanos aplausos de la muchedumbre; si es cierto que se apaga el amor á la justicia cuando no lo alimenta el fuego de la gloria, ¿no será preciso suponer que han de dejar de cumplir aquellas con sus deberes? Es muy de temer que mientras revestimos la gloria de falsas alabanzas, despojemos de sus propios adornos la virtud que es libre, no obedece á los vanos antojos de la fama, no necesita de galas ajenas, lleva en sus mismas dotes, dotes verdaderamente divinas, su mejor adorno y compostura.

Así cuestionan, así hablan, no considerando bastante á la verdad que al fundar su opinion destruyen los fundamentos de la vida humana y debilitan no poco el amor á toda clase de virtudes. Porque ¿quién no ve que por el deseo de ser alabado y aplaudido se mueve vehementemente el hombre á llevar á cabo grandes y preclaros hechos? Si no nos sintiésemos halagados por la esperanza y el amor á la inmortalidad, ¿quién estaria nunca dispuesto a sacrificarse en aras de su patria para sostener su propia dignidad ó la dignidad de la república? Quién habia de anteponer la utilidad general á la suya? Quién habia de despreciar las ventajas de la vida humana para consagrarse al estudio de la ciencia? Abramos los antiguos anales, recordemos las edades antiguas y encontrarémos indudablemente que al amor á la gloria debemos la existencia de los mas valientes capitanes, de los mas prudentes legisladores, de los mas sabios filósofos. ¿Quién consagró sus facultades á ninguna arte saludable? Quién creyó deber cultivar con ahinco la virtud que no aspirase antes que á todo á conquistarse un nombre ilustre? El amor á la gloria no está fundado en la opinion del vulgo, sino en la misma naturaleza humana, y esto lo declara suficientemente el hecho de que este deseo lo tenemos todos. No hay hombres de ninguna nacion, de ninguna edad, de ninguna clase que no ardan vivamente en ese amor, en ese deseo de alcanzar la gloria. Es admirable cuánto puede la alabanza con los niños, siendo muy de notar que cuanto mejor carácter tienen desde un principio, tanto mas dan desde sus primeros años señales de que han de llegar á ambicionarla. Era aun muy niño Ciro, rey de los persas, cuando, segun se cuenta, ardia tanto en deseos de verse aplaudido, que por satisfacerlos se sentia inclinado á arrostrar toda clase de peligros. Déseme un niño, dice con razon Fabio Quintiliano, á quien la alabanza excite y la gloria mueva, déseme un niño que vencido llore. A un niño tal deberá dársele mas campo del que tiene; la reprension hará mella en él, el honor le excitará sin tregua, y no serán nunca de temer en él ni la flojedad ni la pereza. ¿Quién habrá pues tan necio apreciador de las cosas humanas que

pueda creer vituperable y no digno de las mayores alabanzas un desco tan natural, tan universalizado, tan propio para juzgar de la buena ó mala índole de un hombre? ¿Hay además cosa mas honesta que ese deseo con que se conquista el honor mismo, sinónimo de gloria? Hay algo mas saludable que una pasion por la cual se alcanzan la autoridad, las riquezas, los honores y hasta los imperios?

Sabemos, por otra parte, cuánto han podido siempre los varones que han gozado de gran fama de virtuosos; su simple presencia ha bastado muchas veces para refrenar los ímpetus de un pueblo alborotado. Muy elegantemente dijo Virgilio:

Magno in populo cum saepe coorta est
Seditio saevit animis ignobile vulgus,

Jamque facios, et saxa volant, furor arma ministrat:
Tum pietate gravem ac meritis si forte virum quem
Conspexere, silent arrectisque auribus adstant.
Ille regit dictis animos et pectora mulcet :

Palabras por las que es fácil apreciar cuánta influencia ejerce para apaciguar los tumultos populares la buena fama de probidad y de prudencia, por la cual mas que por otra cosa se fundan los imperios. En los primeros tiempos del mundo, cuando los hombres no estaban sujetos aun á determinadas leyes ni vivian bajo el mando de hombre alguno, los que se sentian oprimidos é injuriados por los mas poderosos corrian á acogerse á la sombra de algun varon eminente por su lealtad y su justicia, con cuyo valor reprimian la fuerza y el impetu de sus enemigos. Andando el tiempo y sabiendo ya el pueblo por experiencia cuán útil le era en momentos de peligro la proteccion de aquel hombre, no vaciló ya en conferirle la administracion y cargo de las cosas públicas. De haber gozado algunos hombres la fama de justos nació pues la institucion de los reyes; de este hecho surgieron los grandes imperios, de este otro hecho la obediencia que tuvieron los pueblos á sus principes por conocer que la salud comun dependia de la autoridad y del saber de aquellos insignes varones. Puede la fama ajena mucho para determinar nuestros actos. Si estamos enfermos, buscamos médicos que pasen á los ojos de los demás por entendidos; si navegamos y nos encontramos en medio de una borrasca, observamos las menores órdenes de los pilotos eminentes; si formamos parte de un ejército, obedecemos con increible rapidez á los generales que se han alcanzado ya un nombre ilustre por sus hechos de armas: ¿quién pues se ha de atrever á vituperar como afeminada, engañosa y vana la opinion pública, por la cual nos dirigimos en todas las condiciones y edades de la vida? ¿Qué mayor escudo tienen las virtudes que la vergüenza? ¿Sin ella brillarian acaso un solo momento? La vergüenza no es sino cierto temor vehemente de que caiga sobre nosotros la afrenta y la ignominia, y este temor fué llamado justamente divino por ser como la guarda de todas las virtudes. Lo sentimos en todas las épocas de la vida, pero mas en la niñez, sobre todo si ya en ella desplegamos una índole notable. No nos contiene ni nos conmueve tanto en aquella edad el miedo del dolor como el temor de aparecer á los ojos de los demás como afrentados é infamados. Enfrena este

temor nuestros deseos é impide que se exageren y perviertan, aguza nuestro ingenio, nos hace mas aplicados, nos hace dedicar con mas alinco al estudio de las letras. Juzgando, como juzgamos, vergonzoso ser vencidos por nuestros iguales, no hay trabajo que no arrostremos con la esperanza de alcanzar victoria; y mientras procuramos evitar la deshonra, buscamos la virtud y nos sentimos con ánimo para conquistarla. Ya de mayor edad, ¿qué cosa hay que pueda movernos mas que el temor de la infamia á ejercer las artes útiles, á tomar á nuestro cargo el gobierno de la república, á seguir la disciplina militar bajo las banderas de la patria? Está ya pues visto cuán útil es ese odio natural que sentimos hacia la infamia; ¿hay, por lo contrario, cosa mas contraria á la vida que la impudencia, de la cual nacen todos los deseos desenfrenados y todos los mas torpes y criminales hechos? Se hace ya preciso confesarlo; si es útil el temor de vernos infamados y afrentados, no lo ha de ser menos nuestro afan por alcanzar la gloria. ¿Qué es la vergüenza mas que un movimiento del ánimo, por el cual rechazamos involuntariamente la deshonra y aspiramos á la fama y la alabanza? ¿Y no se deriva acaso de aquí que el ejercicio de todas las virtudes estriba en ese deseo de alcanzar un nombre? Ciùéndonos ahora tan solo á los hombres, ¿quién, á nó sentirse atraido por la dulzura de la alabanza y de la gloria, quisiera tomarse trabajo alguno ni rehusar los placeres ni poner en peligro su salud ni hasta su vida? Si sobresale nuestra nacion por su grandeza de ánimo y somos temidos en la guerra por las demás naciones, ¿á qué debe atribuirse en gran parte sino á nuestra ardiente ambicion de gloria?

Examinando el peso de las razones dadas por una y otra parte y considerando atentamente la relacion que guardan entre sí la naturaleza de la alabanza y de la gloria y los movimientos propios de nuestra alma, me parece mas verdadera y prudente la opinion de aquellos que en las cosas humanas se deciden en favor de la gloria, con tal que sea buscada y alcanzada de una manera legítima, es decir, por medio del ejerci cio de la virtud y de grandes méritos contraidos en favor de la república. No hay á la verdad nada mas vano ni mas falaz ni mas inconstante que la gloria conquistada por medio de maldades ó de cosas de mero pasatiempo; así que es justo que varones prudentes la condenen en todos sus escritos, pues es tanto mas perniciosa cuanto que pareciéndose á la verdadera, atrae á sí innumerables gentes que se sienten incitadas porel natural deseo de alcanzar la gloria, y no saben apreciar la diferencia que media entre una y otra. Así como pues el que se deja llevar del encanto de las mas hermosas formas se deja engañar mas fácilmente de lasque solo son debidas al arte y al afeite, sintiéndose con ma yor ímpetu atraido á esas infames mujeres que venden su cuerpo por dinero; así el que mas siente el deseo de gloria, mas fácilmente y con mas deseo abraza la gloria aparente que la gloria verdadera. Debemos pues amar la gloria, pero reprobar y rechazar del todo la conquistada á fuerza de maldades. Ha habido en todos tiempos hombres que con sus armas han devastado la tierra y se han hecho un nombre, pero estos han sido mas no

bles que esclarecidos y han gozado mas de fama que de gloria. La fama pues nace de acciones indistintamente buenas y malas; la gloria y la grandeza del nombre, del aplauso y del amor de muchos, y principalmente del de los hombres buenos. Domicio Neron, cuando alcanzaba que el pueblo le atribuyese el nombre de sus dioses entre otras torpes acciones por la de salir al escenario con traje de histrion y pulsar la lira con diestra mano y cantar á la vez con voz sonora, pudo conquistarse la gloria y el aplauso, pero no la gloria ni el aplauso verdaderos; porque cuanto mas era celebrado en aquel momento, tanto mas deforme y lleno de manchas se presentaba á los ojos de las generaciones venideras. Hay que considerar además que entre los vicios de otros príncipes no dejaban de encontrarse huellas de algunas virtudes, tales como la fortaleza y la grandeza de alma, que son precisamente las que la posteridad celebra. Lo que se dice pues de la ligereza é inconstancia del pueblo y todo lo que se ha referido y elegantemente explicado acerca de sus varios y trastornados fallos no nos debe apartar de la opinion que llevamos sentada, porque tampoco dejamos al capricho del pueblo el fruto de la verdadera gloria, sino que creemos que debe apelarse de su sentencia al tribunal de los hombres sabios y prudentes, cuyo juicio, que es verdadero y está apoyado en los principios de la naturaleza, podrá de vez en cuando turbarse, pero no destruirse de manera que una que otra vez no sea justo. Apagada la voz de la envidia despues de la muerte ó cayendo la venda de los ojos del pueblo, los que poco ha gozaban de gran celebridad como varones aventaja dos y esclarecidos es muy fácil que merezcan á poco el desprecio, no solo de los hombres ilustrados, sino tambien de toda la muchedumbre. Ni somos tan buenos los hombres que admitamos todo lo justo y rechacemos todo lo injusto, ni tan malos que insistamos siempre en un mal juicio y no nos dejemos llevar por el amor á lo bello, detestando los vicios que por lo feos merecen el odio de sus mismos sectarios, yamando la virtud, cuya hermosura es tal que arranca alabanzas hasta de los hombres malos.

Negamos que sea vituperable el amor á la gloria por encendido que esté en nuestros corazones, mas no por esto creemos que debamos dirigir á él nuestras acciones como si fuera la gloria el último término del bien: cosa que sería no menos vergonzosa, mala y de tristes resulta dos que el desprecio de la alabanza y de la gloria. Esto es precisamente lo que probiben las leyes divinas, y á obviar esto se dirigen principalmente cuando encargan que practiquemos buenas obras ocultándolas á la vista de nuestros semejantes. Nada malo pues debemos hacer por el desco de recoger aplausos, antes debemos buscarlos por medio de ilustres acciones, de modo que se refieran siempre á Dios como autor de todo bien, de cuya voluntad debemos hacer depender todos los actos de la vida.

Se ha de procurar además que la gloria y la celebridad del nombre sean un instrumento de la virtud para excitar nuestro ánimo y llevarnos de dia en dia á acciones mas ilustres y mas grandes. Solo así estarán conformes nuestros deseos con la naturaleza de las cosas,

que no estableció la virtud para que recogiéramos aplau sos, sino que engendró, al contrario, en nuestras almas el amor á la gloria para que alimentáramos la llami de todas las virtudes. Comprendió Dios con su infinita sabiduría la dificultad de ciertos actos, y para hacerlos mas suaves y llevaderos imaginó medios que templasen á manera de sales su asperezá. Para que no dejasen de llevarse á cabo las acciones, ya mas difíciles, ya mas necesarias, creó por ejemplo en nosotros un manantial de placer, por el cual halagados los sentidos cumpliesen con sus deberes naturales. Así vemos que en la procreacion de los hijos para que no se extinguiesen nunca los linajes ni las diversas especies de animales ingirió en el cuerpo de ambos sexos cierto placer infinito para cuyo goce se sintiesen obligados á buscarse y á unirse mútuamente. Como empero ese placer es comun á todos los animales y es en su mayor parte puramente corporal y está además situada la virtud en lugares escabrosos y ásperos, creyó prudente excitar los séres racionales al cultivo de las virtudes por medio del amor á la gloria de modo que entendiéramos, no que las habiamos de amar para recoger alabanzas, sino que habiamos de encontrar, por lo contrario, la alabanza para cultivarlas. Corregidos de este modo los estímulos de la gloria, creo que desde los primeros años de la vida debe excitarse el amor á la celebridad en el ánimo de todos los hombres, inclusos los magnates y los príncipes, para que les sirva como de espuela y los aguijonee sin cesar á acciones grandes y notables. Gozan fácilmente los príncipes de todo; así que lo único que se ha de mirar atentamente es lo que dice de ellos la fama, y lo único que se ha de procurar con todo cuidado que sea grata su memoria á las generaciones venideras, pues es indudable que tendrán en poco las virtudes si desprecian la fama y los aplausos. A mi modo de ver, nadie, y mucho menos el príncipe, debe transigir con la opinion del vulgo ni retroceder aban donando el camino de la virtud al oir los rumores de un pueblo vano y ligero, en lo que se pareceria no poco á los que dejan sus reales y emprenden la fuga por el solo polvo que levantaron los rebaños. Ha de afianzarse mas y mas en su resolucion y no dejar de cumplir con esto su deber, sin que le mueva nunca ni una gloria aparente ni la infamia que proceda de falsedad ó de malicia. ¿Qué le ha de importar que le llamen tímido viéndole cauto, tardío viéndole circunspecto, cobarde viéndole prudente? Desprecie siempre esos cargos fútiles, sepa y recuerde que el que desprecia los elogios del vulgo es el que está mas próximo á conseguir la verdadera gloria. Busque, sin embargo, con afan la virtud y la celebridad que de ella resuita, gloria no ya vana, sino sólida, no despreciando nunca lo que podrá decir la fama de él despues de su muerte, cosa que no seria menos perjudicial ni de menos tristes resultados. Prudente y elegantemente dijo el padre de la clocuencia romana, que tanta ligereza hay en buscar vanos aplausos y seguir todas las sombras de la falsa gloria como en huir del resplandor y de la luz y evitar la justa gloria, que es el mas honesto fruto de las virtudes verda

deras.

Debe pues ser educado el príncipe de modo que ambicione la gloria, y esto puede conseguirse de tres ma

neras. Establézcanse en primer lugar certámenes, ya militares, ya literarios, en que se prometa al vencedor un premio, con cuya esperanza se inflamarán vehementemente los ánimos de los niños, sobre todo si se añade á esto que el profesor encarezca el mérito de unos y vitupere agriamente á los que se hayan manifestado flojos y cobardes. Cuando el príncipe lo oiga, procure luego ensalzarse el ingenio de varones ó jóvenes que se aventajen en algo y acusarse la torpeza ó la maldad de los que realmente las hayan tenido. En verdad, en verdad, podrá decirse, que Fulano no se ensoberbeció en el poder ni se insolentó con las riquezas adquiridas; en verdad, en verdad, que las riquezas ó haberes de Zutano no dieron motivo á la bondad ni á la templanza, sino á la crueldad, al deleite, á la soberbia. Si á renglon corrido se hace mérito del fin y celebridad que uno y otro tuvieron, ¿no es de esperar que sirva de mucho para excitar en el príncipe el amor á la virtud y el odio al vicio? Reprende uno á su hijo con estas palabras:

Nonne vides Albi ut male vivat filius? utque
Barus inops, magnum documentum me patria rem
Perdere quis velit?

Sic teneros animos aliena opprobria saepe
Absterrent vitiis.

Brotarán de este modo á cada paso centellas de amor á las virtudes y arderá en el pecho del príncipe una llama grande y duradera. Se procurará, finalmente, que entre los niños compañeros del príncipe se promuevan debates fingidos con la mayor belleza y gracia posible, de modo que ni por ser fingidos se disminuya su gravedad y su importancia, ni deje de ser un motivo de recreo ni pasatiempo por ser ya demasiado grande el asunto y graves las personas de los espectadores. Así cuenta Jenofonte que siendo Ciro muchacho se entablaban delante de él y siendo él parte una especie de procesos en que solo los niños eran actores y jueces, reprendiendo y hasta castigando al que no se hubiese portado bien ó hubiese juzgado mal acerca de la cuestion propuesta. Estos debates sirven mucho para robustecer la memoria y procurar el conocimiento de muchas cosas necesarias para un principe, pues es sabido que lo que hemos recogido en nuestros primeros años es lo que mas y mas tenazmente se arraiga en la memoria. Puede y debe versar la cuestion sobre la excelencia de las virtudes, sobre lo feos que son los vicios, sobre las leyes, costumbres é instituciones adoptadas, ya para la paz, ya para la guerra. Hágase que dos ó tres muchachos hablen, ora en pro, ora en contra, y que uno como juez resuelva la cuestion dando el fallo definitivo que le aconsejen su razon y su conciencia. Procúrese que los discursos sean correctos, floridos y sembrados de sentenciosos conceptos, haciendo que los compongan los mismos niños si tienen ya ciencia para ello, ó de no que lo corrija atentamente el profesor para que no se fije en la memoria del príncipe ni de sus compañeros nada que no esté conforme á los conocimientos de la época y á las mas altas costumbres. Si se repite este ejercicio y se toma con el interés que se requiere sin excusar molestia ni trabajo, no es fácil decir cuántos y cuán grandes y copiosos han de ser en breve los frutos que resulten de tan ventajoso y excelente méto

do. Estén, por fin, persuadidos los que educan á los príncipes de que si es verdad que los consejos dados á los demás hombres deben referirse principalmente á lo que puede ser á cada cual mas útil, no sucede así coa los príncipes, cuyas acciones deben dirigirse mas que á todo á conquistarse un nombre célebre en la his◄ toria.

CAPITULO XIV.

De la religion.

Falta que hablemos ahora de la religion, de la cual, aunque ya se ha dicho algo, creo deber decir algo mas; pues nunca podrá recomendarse lo bastante el amor al culto, ni pueden inspirar tedio cosas cuyo uso ha de ser saludable, principalmente á los que rigen los destinos de los pueblos. En primer lugar, entendemos aqui por religion el culto del verdadero Dios, derivado de la piedad y conocimiento de las cosas divinas, ó por mejor decir, el vínculo que media entre Dios y nuestro entendimiento. Creo pues que la palabra religion puede derivarse mejor del verbo religare, como dijo Lactancio, que de religere, relegere y hasta relinquere, como han sostenido autores de no menos peso. La supersticion es, por lo contrario, un culto contrario á la religion verdadera que lleva siempre consigo el error, la maldad y la locura, pudiendo consistir, ya en un nimio é importuno afan por adorar á Dios, nacido de temor y encogimiento, ya en ritos ó ceremonias destinadas á invocar el auxilio del diablo, cosa que puede hacerse de dos maneras, bien pidiéndole con palabras expresas que nos ayude y nos manifieste de algun modo que está presente, ó bien deseando que nos dé facultades para curar las enfermedades y presagiar las cosas que exceden nuestras fuerzas. Es pues necesario advertir que con esto solo imploramos el auxilio de un poder oculto mayor que el de los hombres.

No vamos á hablar ahora del impío culto tributado á los antiguos dioses, culto que se extendió por casi toda la tierra y trastornó el juicio de innumerables naciones, hasta el punto de hacerles recibir en su olimpo hombres decididamente malos y levantar templos hasta á los séres irracionales, cosas todas por de contado comprendidas dentro del nombre y del círculo de la supersticion. Deseamos que se haga religioso al príncipe, mas no queremos tampoco que, engañado por falsas apariencias, nenoscabe su majestad con supersticiones de viejas, indagando los sucesos futuros, por medio de algun arte adivinatorio, siarte puede llamarse, y no mejor juguete de hombres vanos, pretendiendo curar las enfermedades, y sobre todo, evitar el peligro, ya con necios y pueriles amuletos, ya con versos mágicos, cosa por cierto ilícita. No voy á presentar mas que dos ejemplos de nimiedad y tontería religiosas. Juan II de Castilla, para calmar los ánimos de los grandes en Medina del Campo, donde estaban reunidos, hizo jurar de nuevo á todas las clases del Estado que trabajarian cuanto pudiesen para llevar á cabo la guerra que contra Aragon tenia, y denunciarian á cuantos en sentido contrario trabajasen; añadió al juramento algunas execra➡ ciones, entre ellas la de que si violasen el juramento tendrian que expiar la falta pasando descalzos á Jeru❤

salen, sin pedir nunca que se les relevase de la fe jurada. No hay aquí mas que una nimiedad inoportuna, pero es ya mas de sentir lo que sucedió á Martin Barbuda, maestre de la órden de Alcántara, que dejándose llevar de las palabras de un tal Juan Sago, que vivia apartado de los demás hombres y le prometia la victoria como aviso del cielo, siu atender á que acababa de firmarse una alianza con los moros, reunida una gran multitud de tropa, pero indisciplinada, rompió contra las fronteras de Granada y circuido por todas partes de enemigos, pereció con todos los que militaban debajo de sus banderas, convirtiendo en negro y desgraciado el dia de la resurreccion de Cristo y dejando declarado con su noble y funesto ejemplo que hay muchas veces fraude en las formas de una santidad exagerada. No queremos, por lo tanto, que el príncipe preste fácilmente oido á esos hombres vanos, ni tampoco que pase dia y noche encogido y rezando, cosa que seria no menos lamentable. Debe llevarlo de modo que ni cuide mucho de lo futuro, ni ponga la esperanza de su salvacion mas que en la ayuda y misericordia divinas, ni llame para alivio de sus enfermedades mas que á los médicos, ni tome otras medicinas que las que estos le receten. Debe dividir además el tiempo de modo que no parezca haber nacido para el ocio, sino para el trabajo.

Por lo demás, la verdadera religion es muy saludable, ya para todos, ya para los príncipes, pues sirve de consuelo en la desgracia, y en la prosperidad de freno para que no nos ensoberbezcamos y convirtamos la abundancia en daño propio. Oprímennos por todas partes graves cuidados, graves calamidades cercan nuestra vida, y no tenemos una sola época en que estémos libres de dolor y de molestia ni exentos de inquietud ni de congoja. Lleva el deseo agitada nuestra adolescencia, la ambicion y la temeridad nuestra juventud, las enfermedades y la avaricia nuestra vejez cansada. Aprémianos el miedo de la fuerza exterior, y cuando todo fuera de nosotros parece estar mas tranquilo, se levantan en nuestra alma mas crueles tempestades; cede el ímpetu de los males exteriores y arrecia la borrasca de amargas fatigas interiores; ¡ay! y cuántas veces nos sentimos conmovidos y turbados sin saber por qué motivo. Seria cosa larga descender á pormenores, superfluo por demás explicar los infinitos trabajos que de continuo nos asedian. Mas puesto que no pueden evitarse del todo estos males por ser inherentes á nuestra naturaleza, es indudable que procura cada cual templarlos con algun remedio. Unos andan en busca de los deleites, otros procuran olvidar en la agitacion de los negocios su propia desventura, otros sobrellevan la vida corriendo por los campos, muchos pretenden explayar su alma comprimida en conversaciones con sus amigos, cosa por cierto la mas dulce; otros divierten el tiempo en la lectura. Todos, como si deseasen aplacar una ardiente calentura, buscan fuera de sí el remedio sin hacerse cargo de que está oculta la fuerza de la enfermedad en sus entrañas. Para tan grande ansiedad concebida en lo mas íntimo del alma no hay á la verdad mas que un remedio, y este es la religion, es decir, el conocimiento, el temor, el culto de la majestad

M-1.

divina. Nos recuerda la religion el antiguo crímen por el cual hemos sido precipitados á ese abismo de males y tormentos, y los sufrimos con mayor resignacion, pensando, por otra parte, en que la divina Providencia nos lo da para bien nuestro, á fin de que, tomados sin tasa los demas placeres de la vida, no degraden nuestra naturaleza, nuestra razon ni nuestro entendimiento. Añádese á esto la idea de una vida futura mucho mas feliz que la actual, , y sobre todo, la de los diversos castigos con que son expiadas las faltas de los hombres, consuelo increible para los que sufren. Hemos nacido para la contemplacion de las cosas divinas, como manifiesta la misma disposicion de nuestro cuerpo levantado al cielo, y hallamos un admirable descanso en el cumplimiento de los deberes religiosos, en la contemplacion de la naturaleza entera, en la de la sabiduría y majestad divinas. No sin razon se cuenta que Enos fué el primer hombre que celebró las alabanzas del Altísimo; mas preciso es considerar que significando hombre aquella palabra hebrea, no se ha querido indicar con esto sino que nada hay tan útil ni tan agradable para nosotros como el cultivo de una religion divina. Viene comprendida en aquella misma palabra, no solo la idea del hombre, sino la del hombre afligido por constantes trabajos y males, interpretacion que si es admitida, nos manifiesta tambien que no puede imaginarse un remedio mas eficaz que la religion para consuelo de nuestras amargas desventuras. Gobiérnase además la república principalmente por medio del premio y del castigo, como manifiestan las cosas mismas y confirma el testimonio de grandes varones; en ellos como en sus cimientos descansa la sociedad y la union entre los hombres. Detiene muchas veces el temor del castigo á los que el brillo de la virtud no serviria tal vez de freno, y no pocas la esperanza del premio excita el ánimo para que no se entorpezca ni afemine. Estos medios empero no tienen nunca tanta fuerza como cuando vienen corroborados por la idea de la Providencia divina y la creencia en las recompensas y en los tormentos que despues de la tormenta nos esperan. El temor á los tribunales podrá impedir una que otra vez que se cometa públicamente un crímen; mas á no ser el recuerdo de Dios ¿qué podrá impedir que el hombre no se entregue á fraudes ni violencias ocultamente y en la sombra? Quitada la religion, ¿qué podria haber peor que el hombre? qué mas terrible y fiero? qué maldad, qué estupro, qué parricidio no cometeria cuando llegase á estar persuadido que quedarian sus crímenes impunes. Por esto comprendiendo los legisladores en su alta prudencia que sin apelar á la religion habrian de ser vanos todos los esfuerzos, promulgaron sus leyes con grande aparato de ritos y ceremonias sagradas, trabajando con mucho ahinco para que se convenciese el pueblo de que los delitos hallan siempre mas ó menos tarde su castigo, y las leyes son mas bien hijas de Dios que fruto de la prevision y del saber humanos. No por otro motivo se fingió que Minos hablaba con Júpiter en la caverna de Creta, y Numa recibia de noche las inspiraciones de la ninfa Egeria. Procuraban á la verdad obligar á los ciudadanos á la obediencia, no solo con el poder de que gozaban, sino con la religion que

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