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taron su cuerpo en el monasterio de San Francisco d Niza; sucedióle en el obispado de Pamplona que vac por su muerte Lanceloto de Navarra, en sazon que cansada Francia de las largas del papa Benedicto en re nunciar como le pedian y unir la Iglesia, de nuevo 1 tornaron á negar la obediencia y apartarse de su devo cion.

CAPITULO XIV.

De la muerte del rey don Enrique.

reino en las Cortes que los meses pasados para jurar al príncipe don Juan recien nacido se juntaron en Valladolid, y el Rey lo otorgó por una ley que publicó en esta razon en la villa de Madrid á los 21 dias del mes de diciembre. Ca habia pasado á aquellas partes para proveer á la guerra de Granada, que entonces pensaba hacer de propósito, á causa que aquel Rey, sin embargo de los conciertos y amistad hechos, se apoderó por fuerza de la villa de Ayamonte, puesta á la boca del rio Guadiana por la parte que desagua en el mar, y la quitó á Alvaro de Guzman, cuya era; demás que no queria pagar el tributo y las parias que conforme á los conciertos pasados debia pagar en cada un año. Todavía antes de venir á rompimiento intentó el rey de Castilla si le podria poner en razon con una embajada que le envió para ver si podria con aquello requerille de paz y que no diese lugar á aquellas novedades y demasías. El Moro, orgulloso por lo hecho y por pensar que aquella embajada procedia de algun temor y flaqueza, no solo no quiso hacer emienda de lo pasado, antes por principio del año 1406 envió un grande golpe de gente para que rompiesen por la parte del territorio de Baeza, como lo hicieron con muy grave daño de toda aquella comarca. Saliéronles al encuentro Pedro Manrique, frontero en aquella parte, Diego de Benavides y Martin Sanchez de Rojas con toda la demás gente que pudieron en aquel aprieto apellidar. Alcanzaron á los enemigos, que era muy grande cabalgada; llegaban muy cerca de la villa de Quesada. Pelearon con igual esfuerzo sin reconocerse ventaja ninguna hasta que cerró la noche y la escuridad tan grande los despartió. Los cristianos, juntos y cerrados, rompieron por medio de los enemigos para procurar mejorarse de lugar en un peñol que cerca cae, que fué señal de flaqueza; demás que en la pelea perdieran mucha gente, y entre ellos personas de mucha cuenta, y en particular Martin Sanchez de Rojas y Alonso Davalos, el mariscal Juan de Herrera y Garci Alvarez Osorio, en que si bien vendieron caramente sus vidas, quedaron tendidos en el campo. Esta batalla llaman la de los Collejares. El rey don Enrique, sin embargo de su poca salud, no se descuidaba en velar y mirar por todo. En Madrid, do estaba, convocó Cortes para la ciudad de Toledo; queria con acuerdo del reino proveer de todo lo necesario para aquella guerra, que cuidaban seria muy larga. El de Navarra, concluidas ya las cosas en Francia de la manera que de suso queda dicho, al dar la vuelta pasó por Narbona, dende atravesó á Cataluña, y en Lérida por el mes de marzo se vió con el de Aragon, que le festejó en aquella ciudad y en Zaragoza magníficamente, como lo pedia la razon. Llegó finalmente á Pamplona, y en aquella ciudad celebró el casamiento que de tiempo atrás tenia concertado de su hija doña Beatriz, Menor que doña Blanca, con Jaques de Borbon, conde de la Marca, persona en quien la nobleza, gentil disposicion y destreza en las armas corrian á las parejas. Hiciéronse las bodas á los 14 de setiembre, én el cual mes junto al castillo de Monaco en la costa de Génova falleció de peste Miguel de Salva, cardenal de Pamplona, que andaba en compañia del papa Benedicto; infeccion de que por aquella comarca pereció mucha gente. Sepul

Teníanse Cortes de Castilla en Toledo, que fueron muy señaladas por el concurso grande que de todos los estados acudieron, por la importancia de los negocios que en ellas se trataron y mucho mas por la muerte que en aquella sazon y ciudad sobrevino al Rey. Halláronse en ellas don Juan, obispo de Sigüenza, en su nombre y como gobernador sede vacante del arzobispo de Toledo, que el electo don Pedro de Luna aun no era venido á aquella iglesia; don Sancho de Rojas, obispo de Palencia, don Pablo, obispo de Cartagena, don Fadrique, conde de Trastamara, don Enrique de Villena, maestre de Calatrava dos años habia por muerte de Gonzalo Nuñez de Guzman, don Ruy Lopez Davalos, condestable, Juan de Velasco, Diego Lopez de Zúñiga y otros señores y ricos hombres. Luego al principio destas Cortes se le agravó al Rey la dolencia de guisa, que no pudo asistir. Presidió en su lugar su hermano el infante don Fernando; las necesidades apretaban y la falta de dinero para hacer la guerra á los moros y enfrenar su osadía. Tratóse ante todas cosas que el reino sirviese con alguna buena suma, tal que pudiesen asoldar catorce mil de á caballo, cincuenta mil peones, armar treinta galeras y cincuenta naves, aprestar y llevar seis tiros gruesos, que nuestros coronistas llaman lombardas, creo de Lombardía, de do vinieron primero á España, ó porque allí se inventaron, cien tiros menores con los demás pertrechos y municiones y almacen. Que todo esto y no menos cuidaban seria necesario para de una vez acabar con la morisma de España, como todos deseaban. Los procuradores del reino llevaban mal que se recogiese del pueblo tan gran suma de dinero como era menester para juntar tantas fuerzas, por estar todos muy gastados con las imposiciones pasadas; mayormente que los obispos no venian en que alguna parte de aquel servicio se echase sobre los eclesiásticos. Hobo demandas y respuestas y dilaciones, como es ordinario. Finalmente, acordaron que de presente sirviesen para aquella guerra con un millon de oro, gran suma para aquellos tiempos, en especial que se puso por condicion, si no fuese bastante aquella cantidad, que se pudiesen hacer nuevas derramas sin consulta ni determinacion de Cortes; tan grande era el deseo que todos tenian de ver acabada aquella guerra. El sueldo que en aquella sazon se daba á un hombre de á caballo era por cada dia veinte maravedís, y al peon la mitad. La buena diligencia del infante don Fernando y su buena traza hizo que se allanasen todas las dificultades. Llegó en esto nueva que en Roma falleció el papa Inocencio á los 6 de noviembre y que los cardenales á gran priesa pusieron en su lugar al cardenal Angelo Corario, ciudadano de Venecia, á los 30 del mis

mo mes, que se llamó en el pontificado Gregorio XII. Asimismo en el mayor calor de las Cortes falleció el rey don Enrique en la misma ciudad de Toledo á 25 de diciembre, principio del año del Señor de 1407. Tenia veinte y siete años de edad; dellos reinó los diez y seis, dos meses y veinte y un dias. Dejó en la Reina, su mujer, al príncipe don Juan y á las infantas doña María y doDa Catalina, que le naciera poco antes. Sepultáronle con el hábito de san Francisco en la su capilla real de Toledo. El sentimiento de los vasallos fué grande, y las lá grimas muy verdaderas. Veíanse privados de un príncipe de valor en lo mejor de su edad, y el reino, como Dave sin piloto y sin gobernalle, expuesto á las olas y tempestades que en semejantes tiempos se suelen levantar. Fué este Príncipe apacible de condicion, afable y liberal, de rostro bien proporcionado y agraciado, mayormente antes que la dolencia le desfigurase, bien hablado y elocuente, y que en todas las cosas que hacia y decia se sabia aprovechar de la maña y del artificio. Despachaba sus embajadores á los príncipes cristianos y moros, á los de cerca y á los de léjos, con intento de informarse de sus cosas y de todo recoger prudencia para el buen gobierno de su reino y de su casa y para saber en todo representar majestad, á que era muy inclinado. Del valor de su ánimo y de su prudencia dió bastante testimonio un famoso hecho suyo y una resolucion notable. Al principio que se encargó del gobierno gustaba de residir en Búrgos. Entreteníase en la caza de codornices, á que era mas dado que á otro género de montería ó volatería. Avino que cierto dia volvió del campo cansado algo tarde. No le tenian cosa alguna aprestada para su yantar. Preguntada la causa, respondió el despensero que, no solo le faltaba el dinero, mas aun el crédito para mercar lo necesario. MaraviПlóse el Rey desta respuesta; disimuló empero con mandalle por entonces que sobre un gabau suyo mercase un poco de carnero con que y las codornices que él traia le aderezasen la comida. Sirvióle el mismo despensero á la mesa, quitada la capa, en lugar de los pajes. En tanto que comia se movieron diversas pláticas. Una fué decir que muy de otra manera se trataban los grandes y mucho mas se regalaban. Era así que el arzobispo de Toledo, el duque de Benavente, el conde de Trastamara, don Enrique de Villena, el conde de Medinaceli, Juan de Velasco, Alonso de Guzman y otros señores y ricos hombres deste jaez se juntaban de ordinario en convites que se hacian unos á otros como en turno. Avino que aquel mismo dia todos estaban convidados para cenar con el Arzobispo, que hacia tabla á los demás. Llegada la noche, el Rey disfrazado se fué á ver lo que pasaba, los platos muchos en número, y muy regalados los vinos, la abundancia en todo. Notó cada cosa con atencion, y las pláticas mas en particular que sobre mesa tuvieron, en que por no recelarse de nadie, cada uno relató las rentas que tenia de su casa y las pensiones que de las rentas reales llevaba. Aumentóse con esto la indignacion del Rey que los escuchaba; determinó tomar emienda de aquellos desórdenes. Para esto el dia siguiente luego por la mañana hizo corriese voz por la corte que estaba muy doliente y queria otorgar su testamento. Acudieron á la hora todos estos se

ñores al castillo en que el Rey posaba. Tenia dada órden que como viniesen los grandes, hiciesen salir fuera los criados y sus acompañamientos. Hízose todo así como lo tenia ordenado. Esperaron los grandes en una sala por gran espacio todos juntos. A medio dia entró el Rey armado y desnuda la espada. Todos quedaron atónitos sin saber lo que queria decir aquella representacion ni en qué pararia el disfraz. Levantáronse en pié, el Rey se asentó en su silla y sitial con talante, á lo que parecia, sanudo. Volvióse al Arzobispo ; preguntóle¿cuántos son los reyes que habeis conocido en Castilla? La misma pregunta hizo por su órden á cada cual de los otros. Unos respondieron : yo conocí tres, yo cuatro, el que mas dijo cinco. ¿Cómo puede ser esto, replicó el Rey, pues yo de la edad que soy he conocido no menos que veinte reyes? Maravillados todos de lo que decia, añadió: Vosotros todos, vosotros sois los reyes en grave daño del reino, mengua y afrenta nuestra; pero yo haré que el reinado no dure mucho ni pase adelante la burla que de nos haceis. Junto con esto, en alta voz llama los ministros de justicia con los instrumentos que en tal caso se requieren y seiscientos soldados que de secreto tenia apercebidos. Quedaron atónitos los presentes; el de Toledo, como persona de gran corazon, puestos los hinojos en tierra y con lágrimas pidió perdon al Rey de lo en que errado le habia. Lo mismo por su ejemplo hicieron los demás; ofrecen la emienda, sus personas y haciendas como su voluntad fuese y su merced. El Rey desque los tuvo muy amedrentados y humildes, de tal manera les perdonó las vidas, que no los quiso soltar antes que le rindiesen y entregasen los castillos que tenian á su cargo y contasen todo el alcance que les hicieron de las rentas reales que cobraron en otro tiempo. Dos meses que se gastaron en asentar y concluir estas cosas los tuvo en el castillo detenidos. Notable hecho, con que ganó tal reputacion, que en ningun tiempo los grandes estuvieron mas rendidos y mansos. El temor les duró por mas tiempo, como suele, que las causas de temer. De severidad semejante usó en Sevilla en las revueltas que traian el conde de Niebla y Pero Ponce; y aun el castigo fué mayor, que hizo justiciar mil hombres que halló en el caso mas culpados. Benefició las rentas reales por su industria y la del Infante, su hermano, de suerte que grandes sumas se recogian cada un año en sus tesoros, que hacia guardar en el alcázar de Madrid, al cual para mayor seguridad arrimó las torres, que hoy tiene antiguas, pero de buena estofa. Suyo es aquel dicho: «Mas temo las maldiciones del pueblo que las armas de los enemigos.>> Así llegó y dejó grandes tesoros sin pesadumbre y sin gemido de sus vasallos, solo con tener cuenta y cuidado con sus rentas y excusar los gastos sin propósito; virtud de las mas importantes de un buen príncipe.

CAPITULO XV.

Que alzaron por rey de Castilla á don Juan el Segundo.

Hecho el enterramiento y las exequias del rey don Enrique con la magnificencia que era razon y con toda representacion de majestad y tristeza, los grandes se

comunicaron para nombrar sucesor y hacer las cere-gaño ni lisonja. Subir á la cumbre del mando y del se

monias y homenajes que en tal caso se acostumbran. No eran conformes los pareceres, ni todos hablaban de una misma manera. A muchos parecia cosa dura y peligrosa esperar que un Infante de veinte y dos meses tuviese edad competente para encargarse del gobierno. Acordábanse de la minoridad de los reyes pasados, y de los males que por esta causa se padecieron por todo aquel tiempo. Leyóse en público el testamento del Rey difunto, en que disponia y dejaba mandado que la Reina, su mujer, y el infante don Fernando, su hermano, se encargasen del gobierno del reino y de la tutela del Príncipe. A Diego Lopez de Zúñiga y Juan de Velasco encomendó la crianza y la guarda del niño, la enseñanza á don Pablo, obispo de Cartagena, para que en las letras fuese su maestro, como era ya su chanciller mayor, hasta tanto que el Príncipe fuese de edad de catorce años. Ordenó otrosí que los tres atendiesen solo al cuidado que se les encomendaba, y no se empachasen en el gobierno del reino. Algunos pretendian que todas estas cosas se debian alterar; alegaban que el testamento se hizo un dia antes de la muerte del Rey cuando no estaba muy entero, antes tenia alterada la cabeza Y el sentido ; que no era razon por ningun respeto dejar el reino expuesto á las tempestades que forzosamente por estas causas se levantarian. Desto se hablaba en secreto, desto en público en las plazas y corrillos. Verdad es que ninguno se adelantaba á declarar la traza que se debia tener para evitar aquellos inconvenientes; todos estaban á la mira, ninguno se queria aventurar á ser el primero. Todos ponian mala voz en el testamento y lo dispuesto en él; pero cada cual asimismo temia de ponerse á riesgo de perderse si se declaraba mucho. Ofrecíaseles que el infante don Fernando los podria sacar de la congoja en que se hallaban y de la cuita si se quisiese encargar del reino; mas recelábanse que no vendría en esto por ser de su natural templado, manso y de gran modestia, virtudes que cada cual les daba el nombre que le parecia, quién de miedo, quién de flojedad, quién de corazon estrecho; finalmente, de los vicios que mas á ellas se semejan. La ausencia de la Reina y ser mujer y extranjera daba ocasion á estas pláticas. Entreteníase á la sazon en Segovia con sus hijos cubierta de luto y de tristeza, así por la muerte de su marido, como por el recelo que tenia en qué pararian aquellas cosas que se removian en Toledo. Los grandes, comunicado el negocio entre sí, al fin determinaron dar un tiento al infante don Fernando. Tomó la mano don Ruy Lopez Davalos por la autoridad que tenia de condestable y por estar mas declarado que ninguno de los otros. Pasaron en secreto muchas razones primero, despues en presencia de otros de su opinion le hizo para animalle, que se mostraba muy tibio, un razonamiento muy pensado desta sustancia: «Nos, señor, os convidamos con la corona de vuestros padres y abuelos, resolucion cumplidera para el reino, honrosa para vos, saludable para todos. Para que la oferta salga cierta, ninguna otra cosa falta sino vuestro consentimiento; ninguno será tan osado que haga contradicion á lo que tales personajes acordaron. No hay en nuestras palabras en

ñorío por malos caminos es cosa fea; mas desamparar al reino que de su voluntad se os ofrece y se recoge al amparo de vuestra sombra en el peligro, mirad no parezca flojedad y cobardía. La naturaleza de la potestad real y su origen enseñan bastantemente que el cetro se puede quitar á uno y dar otro conforme á las necesidades que ocurren. Al principio del mundo vivian los hombres derramados por los campos á manera de ficras, no se juntaban en ciudades ni en pueblos; solamente cada cual de las familias reconocia y acataba al que entre todos se aventajaba en la edad y en la prudencia. El riesgo que todos corrian de ser oprimidos de los mas poderosos y las contiendas que resultaban con los extraños y aun entre los mismos parientes, fueron ocasion que se juntasen unos con otros, y para mayor seguridad se sujetasen y tomasen por cabeza al que entendian con su valor y prudencia los podria amparar y defender de cualquier agravio y demasía. Este fué el orígen que tuvieron los pueblos, este el principio de la majestad real, la cual por entonces no se alcanzaba por negociaciones ni sobornos; la templanza, la virtud y la inocencia prevalecian. Asimismo no pasaba por herencia de padres á hijos; por voluntad de todos y de entre todos se escogia el que debia suceder al que moria. El demasiado poder de los reyes hizo que heredasen las coronas los hijos, á veces de pequeña edad, de malas y dañadas costumbres. ¿Qué cosa puede ser mas perjudicial que entregar á ciegas y sin prudencia al hijo, sea el que fuere, los tesoros, las armas, las provincias, y lo que se debia á la virtud y méritos de la vida, dallo al que ninguna muestra ha dado de tener bastantes prendas? No quiero alargarme mas en este ni valerme de ejemplos antiguos para prueba de lo que digo. Todavía es averiguado que por la muerte del rey don Enrique el Primero sucedió en esta corona, no doña Blanca, su hermana mayor, que casara en Francia, sino doña Berenguela, acuerdo muy acertado, como lo mostró la santidad y perpetua felicidad de don Fernando, su hijo. El hijo menor del rey don Alonso el Sabio la ganó á los hijos de su hermano mayor el infante don Fernando, porque con sus buenas partes daba muestras de príncipe valeroso. ¿Para qué son cosas antiguas? Vuestro abuelo el rey don Enrique quitó el reino á su hermano y privó á las hijas de la herencia de su padre; que si no se pudo hacer, será forzoso confesar que los reyes pasados no tuvieron justo título. Los años pasados en Portugal el maestre de Avis se apoderó de aquel reino, si con razon, si tiránicamente, no es deste lugar apurallo; lo que se sabe es que hasta hoy le ha conservado y mantenídose en él contra todo el poder de Castilla. De menos tiempo acá dos hijas del rey don Juan de Aragon perdieron la corona de su padre, que se dió á don Martin, hermano del difunto, si bien se hallaba ausente y ocupado en allanar á Sicilia; que siempre se tuvo por justo mudase la comunidad y el pueblo conforme á la necesidad que ocurriese, lo que ella misma estableció por el bien comun de todos. Si convidáramos con el mando á alguna persona extraña, sin nobleza, sin partes, pudiérase reprehender nuestro acuerdo. ¿Quién tendrá por mal que queramos por rey

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un príncipe de la alcuña real de Castilla, y que en vida de su hermano tenia en su mano el gobierno? Mirad pues no se atribuya antes á mal no hacer caso ni responder á la voluntad que grandes y pequeños os muestran, y por excusar el trabajo y la carga, desamparar á la patria comun, que de verdad, tendidas las manos, se mete debajo las alas y se acoge al abrigo de vuestro amparo en el aprieto en que se halla. Esto es finalmente lo que todos suplicamos; que encargaros useis en el gobierno destos reinos de la templanza á vos acostumbrada y debida no será necesario.» Despues destas razones los demás grandes que presentes estaban se adelantaron cada cual por su parte para suplicalle aceptase. No faltó quien alegase profecías y revelaciones y pronósticos del cielo en favor de aquella demanda. A todo esto el Infante con rostro mesurado y ledo replicó y dijo no era de tanta codicia ser rey que se hobiese de menospreciar la infamia que resultaria contra él de ambicioso é inhumano, pues despojaba un niño inocente y menospreciaba la Reina viuda y sola, á cuya defensa toda buena razon le obligaba, demás de las alteraciones y guerras que forzosamente en el reino sobre el caso se levantarian. Que les agradecia aquella voluntad y el crédito que mostraban tener de su persona, pero que en ninguna cosa les podia mejor recompensar aquella deuda que en dalles por rey y señor al hijo de su hermano, su sobrino, por cuyo respeto y por el pro comun de la patria él no se queria excusar de ponerse á cualquier riesgo y fatiga, y encargarse del gobierno segun que el Rey, su hermano, lo dejó dispuesto; solo en ninguna manera se podria persuadir de tomar aquel camino agrio y áspero que le mostraban. Concluido esto, poco despues juntó los señores y prelados en la capilla de don Pedro Tenorio que está en el claustro de la iglesia mayor. El condestable don Ruy Lopez, por si acaso habia mudado el parecer, le preguntó allí en público á quién queria alzasen por rey. El con semblante demudado respondió en voz alta: ¿A quién sino al hijo de mi hermano? Con esto levantaron los estandartes, como es de costumbre, por el rey don Juan el Segundo, y los reyes de armas le pregonaron por rey primero en aquella junta y consiguientemente por las calles y plazas de la ciudad. Gran crédito ganó de modestia y templanza el infante don Fernando en menospreciar lo que otros por el fuego y por el hierro pretenden. Los mismos que le insistieron aceptase el reino, no acababan de engrandecer su lealtad, camino por donde se enderezó á alcanzar otros muy grandes reinos que el cielo por sus virtudes le tenia reservados. Fué la gloria de aquel hecho tanto mas de estimar, que su hermano al fin de su vida andaba con él torcido y no se le mostraba favorable, por reportes de gentes que suelen inficionar los príncipes para derribar á los que ellos quieren y ganar gracias con hallar en otros tachas; demás que naturalmente son sospechosos y odiosos á los que mandan los que están mas cerca para sucederles en sus estados. Verdad es que poco antes de su muerte, vencido de la bondad del Infante, trocó aquel odio en buena voluntad, y aun vino en que su hija la infanta doña María, que podía suceder en el reino, casase con don Alonso, hijo mayor del Infante; acuerdo muy saluda

ble para los dos hermanos en particular, y en comun para todo el reino.

CAPITULO XVI.

De la guerra de Granada.

Esto pasaba en Castilla á tiempo que en Aragon sucedió la muerte de la reina doña María, que falleció en Villareal, pueblo cerca de Valencia, á los 29 de diciembre, con gran sentimiento del rey de Aragon, su marido, y de toda aquella gente, por sus prendas muy aventajadas. Sepultaron su cuerpo con el acompañamiento y honras convenientes en Poblete, sepultura de aquellos reyes. De cuatro hijos que parió, los tres se le murieron en su tierna edad, don Diego, don Juan y doña Margarita ; quedó solo don Martin, á la sazon rey de Sicilia, y que se hallaba embarazado en el gobierno de aquella isla, con poco cuidado de su vida y salud, por ser mozo, y los muchos peligros á que hacia siempre rostro por ser de gran corazon; de que poco adelante á él sobrevino la muerte, y con ella á los suyos muy grandes adversidades. El infante don Fernando, compuestas las cosas en Toledo y hechas las exequias de su hermano, á 1.o de enero se partió para Segovia con intento de verse con la Reina, que allí estaba, y con su acuerdo dar órden y traza en todo lo que pertenecia al buen gobierno del reino. Para que todo se hiciese con mas autoridad y con mas acierto dió órden en aquella ciudad se juntasen, como se juntaron, Cortes generales del reino, á que acudieron los prelados y señores y procuradores de las ciudades. Tratáronse diversas cosas en estas Cortes, en particular la crianza del nuevo Rey se encargó á la Reina por instancia que sobre ello hizo, mudado en esta parte el testamento del rey don Enrique. En recompensa del cargo que les quitaban dieron á Juan de Velasco y á Diego Lopez de Zúñiga cada seis mil florines, pequeño precio y satisfaccion; mas érales forzoso conformarse con el tiempo, y no seguro contradecir á la voluntad de la Reina y del Infante, que tenian en su mano el gobierno. Tratóse otrosí de la guerra que pensaban hacer á Granada tanto con mayor voluntad de todos, que por el mes de febrero los cristianos entraron en tierra de moros por la parte de Murcia. Pusiéronse sobre Vera; mas no la pudieron forzar porque vinieron sin escalas y sin los demás ingenios á propósito de batir las murallas y por la nueva que les vino de un buen número de moros que venian en socorro de los cercados. Alzado pues el cerco, fueron en su busca, y cerca de Jujena pelearon con ellos con tal denuedo, que los vencieron y desbarataron. La matanza no fué grande por tener los vencidos la acogida cerca. Todavía tomaron y saquearon aquel pueblo, efecto de mas reputacion que provecho, por quedar el castillo en poder de moros. Los caudillos principales desta empresa fueron el mariscal Fernando de Hererra, Juan Fajardo, Fernando de Calvillo con otros nobles caballeros. Sonó mucho esta victoria, tanto, que los que se hallaban en las Cortes, alentados con tan buen principio, que les parecia pronóstico de lo demás de aquella guerra, otorgaron de voluntad toda la cantía de maravedís que para los gastos

y el sueldo les pidieron por parte de la Reina y del Infante. Nombraron por general, como era razon, a ,al mismo infante don Fernando, entre el cual y la Reina comenzaron cosquillas y sospechas. No faltaban hombres malos, de que siempre hay copia asaz en las casas reales, que atizaban el fuego; decian que algun dia don Fernando daria en qué entender á la Reina y sus hijos. Muchos cargaban á una mujer, por nombre Leonor Lopez, que terciaba mal entre los dos y tenia mas cabida con la Reina de lo que sufria la majestad de la casa real y el buen gobierno del reino. Los disgustos iban adelante; dieron traza que se dividiese el gobierno, de guisa que la Reina se encargó de lo de Castilla la Vieja, don Fernando de la Nueva con algunos pueblos de la Vieja. Tomado este acuerdo, el Infante envió su mujer y hijos á Medina del Campo, y él se partió de Segovia para Villareal con intento de esperar allí las gentes que por todas partes se alistaban para aquella guerra, las municiones y vituallas. En este medio los capitanes que estaban por las fronteras no cesaban de hacer cabalgadas en tierra de los moros, talar los campos, robar los ganados, cautivar gente, saquear los pueblos. A veces tambien volvian con las manos en la cabeza, que tal es la condicion de la guerra. Un cierto moro, de secreto aficionado á nuestra religion, se pasó á tierra de cristianos, y llevado á la presencia del maestre de Santiago don Lorenzo Suarez de Figueroa, que se ocupaba en aquella guerra y estaba en Ecija por frontero, le habló en esta manera: «Bien entiendo cuán aborrecido es de todos el nombre de forajido; sin embargo, me aventuré á seguir vuestro partido, movido del cielo, toque poderoso, contra el cual ninguna resistencia basta. No pido que aprobeis mi venida y mi resolucion ni la condeneis tampoco, sino que estéis á la mira de los efectos que viéredes. Lo primero os ruego que me hagais bautizar, que el tiempo muy en breve dará clara muestra de mi buen celo y lealtad; á las obras me remito.» Bautizáronle como el moro lo pedia. Tras esto les dió aviso que Prùna, plaza de los moros de importancia, se podria entrar por la parte y con el órden que él mismo mostraria. Las prendas que metiera eran tales, que se aseguraron de su palabra que no era trato doble. Acompañóle con genté el comendador mayor de Santiago; cumplió el moro su promesa, que al momento entraron aquel pueblo en 4 dias del mes de junio, y quitaron aquel nido, de do salian de ordinario moros á correr las tierras de cristianos, hacer mal y daño continuamente. Pasó el Infante á Córdoba, y entró en Sevilla á los 22 de junio; probóle la tierra y los calores, de que cayó en el lecho enfermo en sazon mal á propósito y en que llegó á aquella ciudad el conde de la Marca, yerno del de Navarra, y por sí de lo mas noble de Francia, de gentil presencia entre mil, muy cortés, con que aficionaba la gente. Traia en su compañía ochenta de á caballo, y venia con deseo de ayudar en aquella guerra sagrada, que se temia saldria larga y dificultosa. Los moros en este medio no dormian: lo primero acometieron á tomar á Lucena, pueblo grande; y como quier que no les saliese bien aquella empresa, revolvieron sobre Baeza gran morisma, ca dicen llegaban á siete mil de á

caballo y cien mil de á pié, número que apenas se puede creer, y que por lo menos puso en gran cuidado á todo el reino. Todavía no pudieron forzar la ciudad, que se la defendieron los de dentro, aunque con dificultad, muy bien; solo tomaron y quemaron los arrabales. Apellidáronse los cristianos por toda aquella comarca, los de cerca y los de léjos, porque no se perdiese aquella plaza tan importante. Supieron los moros lo que pasaba; y por no aventurarse á perder la jornada, alzado el cerco, dieron la vuelta cargados de despojos y de los cautivos que por aquella tierra robaron. Por el contrario, el almirante don Alonso Enriquez cerca de Cádiz ganó de los moros una victoria naval, asaz importante. Los reyes de Túnez y de Tremecen tenian armadas veinte y tres galeras para correr las costas del Andalucía á contemplacion de su amigo y confederado el rey de Granada. Dióles vista el Almirante; y si bien no Ilevaba pasadas de trece galeras en su armada, no dudó de embestirlas, lo cual hizo con tal denuedo y destreza, que las venció. Tomó las ocho, las demás, parte echó á fondo, y otras se huyeron. En este medio convaleció de su dolencia el infante don Fernando, y alegre con esta buena nueva, salió de Sevilla á los 7 de setiembre. No llevaba resolucion por qué parte entraria en tierra de moros. Hizo consulta de capitanes y de otros personajes; salió acordado que rompiese por tierra de Ronda y se pusiese con todo el campo sobre Zahara, villa principal en aquella comarca. Hízose así; comenzaron á batirla con tres cañones gruesos de dia y de noche. El daño que hacian era muy poco por no ser muy diestros los de aquel tiempo en jugar y asestar el artillería. El cerco iba á la larga, y fuera la empresa muy dificultosa si los de dentro por falta que padecian y por miedo de mayores daños si se detenian no se rindieran á partido que, libres sus personas y hacienda, dejasen al vencedor las armas y provision. Al tanto otros pueblos pequeños se dieron por aquellas partes. Septe nil, villa bien fuerte por sus adarves y por la gente que tenia de guarnicion, por esta causa no se quiso rendir; cercáronla y combatiéronla con todos los ingenios y fuerzas que llevaban, en sazon que Pedro de Zúñiga por otra parte recobró de los moros á Ayamonte, segun que el infante don Fernando se lo encargara. El rey Moro por estas pérdidas y por no echar el resto en el trance de una batalla, la excusaba cuanto podia; solo ayudaba las fuerzas con maña, y procuraba divertir las del enemigo. Juntó á toda diligencia sus gentes, que dicen eran ochenta mil de á pié y seis mil de á caballo, los mas canalla sin valor ni honra. Con este campo se puso sobre Jaen; pero no salió con su intento porque acudieron con toda brevedad los nuestros, y le forzaron á retirarse con poca reputacion. Solo hizo daño en los campos, de que se satisficieron los contrarios con correrle toda la tierra hasta la ciudad de Málaga. Repartíanse otrosí diversas bandas de soldados y se derramaban por todas partes sin dejar respirar ni reposar á los moros. Para que todo sucediese bien y el contento fuese colmado solo faltó que no pudieron forzar ni rendir á Septenil. El otoño iba adelante, y las lluvias comenzaban, que suelen ser ordinarias por aquel tiempo. Por esta causa el Infante á los 25 de octubre, al

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