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bialmente de todo el que anunciaba tristes nuevas que anunciaba la guerra? Pintaban los griegos la paz llevando en la mano una imágen de Pluton, dios de las riquezas, con la frente coronada de rosas, de laurel y espigas; y no querian indicar con esto sino que á la paz son debidas las riquezas y solo en medio de la paz florecen los placeres de la vida. La misma guerra, aunque contraria de la paz, solo la paz debe tener por término y objeto, pues de otro modo no habria razon alguna que la legitimara. ¿Puede haber algo mas criminal que turbar la paz de la especie humana y turbar el mundo sin necesidad alguna y solo por afan de dominar y conquistar la gloria y la alabanza? No por otra razon pintaban los griegos á Palas coronada de olivo. Leemos en la Escritura que los hijos de Israel acostumbraban á ir á la guerra con ideas de paz, única cosa en que pensaban aun en el momento de llevar sus armas por entre cadáveres y heridos. Es la paz en la república lo que la salud en el cuerpo, y así como tomando medicinas y debilitándonos buscamos muchas veces la salud, creemos que para asegurar mejor la paz podemos alguna vez poner en armas la república y trastornarlo y removerlo todo, á fin de que ahuyentadas las causas de mayores males sea mas sólida la paz y mas segura.

pudieron apagarse los odios encendidos, ni nunca mas se trataron. Cárlos de Borgoña tuvo tambien por muchos dias espléndidamente alojado en Bruselas al conde Palatino del Rhin; tratóle, viéndolo yo, con la mayor benignidad posible; mas no faé tampoco el fruto de la entrevista sino la maledicencia mútua. Echaban los borgoñones á los germanos en cara que eran sucios y les manchaban con las botas sus espléndidas y mullidas camas, y los alemanes en cambio, movidos de envidia, vituperaban el lujo y la ostentacion del Duque; así fué que ni se amaron ni se prestaron jamás servicio alguno. Vino á ver al mismo Cárlos Sigismundo de Austria; estaba yo tambien presente. Viendo Sigismundo que no podian defender los suizos el pueblo de Pfirtens, lo vendió por cien mil florines al Duque, que lo tenia unido á la Alta Borgoña. Como luego el vendedor hubiese hecho la paz con aquel pueblo, volvió á ocuparlo sin devolver el precio recibido, hecho de que se originaron al Duque innumerables males. Intervine, por fin, en la conferencia que se celebró cerca de Amiens entre nuestro Rey y Eduardo de Inglaterra, de la cual he de hablar despues mas largamente. Aunque depuestas las armas por una y otra parte, no descansó un punto el odio entre los dos reyes, que no cumplieron ni aun la mitad de lo que habian contratado. Creo por lo tanto mas acertado que eviten los príncipes esas entrevistas si desean verdaderamente ser amigos, pues no puede dejar de suceder que entre los individuos de las dos cortes se remueva lo pasado, cosa expuesta siempre á daños y discordias. El traje de los unos ha de ser siempre mas espléndido que el de los otros, y nacen de aquí chanzas y sátiras. ¿Cómo, por otra parte, han de agradar unas mismas cosas á hombres que hablan un idioma distinto y tienen distintas instituciones y costumbres? Entre los príncipes es tambien indispensable que el uno presente mejor aspecto y vista mejor traje que el otro ; al uno se le hace agradable que le alaben, desagradable al otro que le vituperen, y luego de concluida la entrevista, empiezan á murmurar los de uno y otro bando, primero en secreto, luego públicamente y en corrillos, pues nada hay tan oculto que no entienda y sepa el vulgo.»

CAPITULO XVI.

No es verdad que pueda haber en una sola nacion muchas religiones.

Mucho se ha hablado en el capítulo anterior acerca de la prudencia que deben tener los príncipes, cuyo principal deber consiste en hacer conspirar todos sus actos á la paz y en preservar la república de los males de la guerra, precepto saludabilisimo y digno de ser guardado. ¿Hay acaso algo mas bello que la paz, algo mas terrible que la guerra? La paz la codician todos y la gozan considerándola como la fuente de los demás bienes; la guerra la aborrecen como el peor mal posible. Con la palabra guerra acostumbramos á significar todas las calamidades, con la palabra paz todos los bienes. ¿Por qué sino por esto acostumbraban los hebreos á saludarse deseando la paz á los que bien querian? ¿Por qué sino por esto los romanos decian ya prover

Nada hay empero que se oponga tanto á la paz como que en una misma república, ciudad ó provincia haya muchas religiones. Cuando no hubiéramos podido aprender cuán funestas son las disidencias religiosas por las recientes calamidades que afligen á muchas ciudades y naciones, calamidades que estamos oyendo y presenciando cada dia; cuando la historia antigua no nos presentase á cada paso ejemplos de tan graves males; bastaria la razon y el buen sentido para que comprendiéramos que nada puede disolver tanto una república como la sustitucion de ritos extranjeros á los que nos legaron nuestros padres. Es pues la religion un vínculo de la sociedad humana, y por ella quedan sancionadas y santificadas las alianzas, los contratos y hasta la misma sociedad que constituyen. Hemos salido de Dios, y solo por medio de la religion á Dios volvemos, y en él todos los hombres descansamos, del mismo modo que en el centro del mundo se enlazan y unen todas las líneas y radios proyectados. ¿Qué union empero puede haber ni subsistir entre los hombres que ni adoran á un mismo Dios ni le rinden igual culto? Es indispensable que se aborrezcan unos á otros como impíos y crea cada cual que ha de merecer bien de su Dios con hacer mal á sus contrarios. Sabiamente el padre de la elocuencia romana dijo que la amistad es el acuerdo de las cosas humanas y divinas por medio de la benevolencia y amor mútuo. ¿Qué importa que consientan dos hombres en las humanas si disienten en las divinas? Su amistad ha de ser forzosamente manca, del mismo modo que si consintieran en las divinas y no fuese completo su acuerdo en las humanas. El parentesco, la semnejanza de costumbres, la identidad en el sistema de vida, la de la patria, nada une tanto las voluntades como las divide la diversidad de cultos; ni hay pacto asegurado con tan santo juramento que no se destruya fácilmente si no se piensa acerca de Dios

de un mismo modo. ¿Puede haber algo tampoco mas falaz ni mas violento que las discordias civiles, en que se toma á Dios por causa y por pretexto? Uno de los dos bandos halla la excusa de todas sus faltas en su propia conciencia; los demás no se atreven á reprimir su insolencia, temiendo violar en algo el derecho divino con el simple deseo de castigar los delitos de sus enemigos. Se van luego exacerbando los ánimos, y ya que ha crecido el mal, álzanse los mismos hijos contra sus padres, y desaparecen los sentimientos de humanidad hasta para los que nacieron de unos mismos padres. ¿Cómo no ha de manar todo en sangre y redundar en perjuicio de nuestros mismos templos, si bañada en sangre la discordia, despoja á los hombres de todo sentimiento natural, los convierte en fieras? Es el amor de la religion mas poderoso que todos los demás afectos; si choca con los demás, han de suscitarse necesariamente grandes tempestades, en que para nada han de servir los vínculos de la sangre ni el respeto debido á la magistratura. Luego que ideas distintas se apoderan de nuestro entendimiento, tememos sobre todo perder lo que consideramos como una fuente de salud y vida, y detestamos sin querer como impíos y enemigos de Dios á los que pretenden violentar y destruir aquellas creencias.

Comprendió el demonio que nada hay mas á propósito que las ideas religiosas para disolver el amor mútuo entre los hombres y provocar entre ellos interminables guerras; y por esto ya antiguamente difundió por el mundo varios cultos, persuadido de que así no podrian nunca los mortales formar una misma sociedad ni reunirse en un mismo cuerpo, como sucede entre las demás especies de animales unidas entre sí simplemente por ser de una misma condicion é igual naturaleza. No desiste aun de turbar la tranquilidad y concordia de las ciudades y naciones introduciendo nuevas creencias y nuevos ritos sagrados, se goza en nuestras mismas ruinas y nos insulta por el odio que nos tiene. Dividido en otro tiem po el reino de los judíos, Jeroboam, que tenia ocupada de él una gran parte, temiendo que sus súbditos no se cansaran de la nueva dinastía y acordándose de los beneficios de David y Salomon restituyesen el poder á tan esclarecidos reyes, inventó un nuevo culto, que consistia en la adoracion de dos becerros para que ya no fuese fácil en adelante la unión del pueblo, pues estaba persuadido de que no habian de convenir nunca en una misma forma de gobierno los que disintiesen en materias religiosas. Consta que sucedió lo mismo en Egipto, donde muerto el rey Seton, se dividió aquella nacion en doce prefecturas y se erigieron otros tantos reyes. Estableció cada uno de ellos en su reino una religion distinta é inventó nuevos dioses, de donde procedió que hubiese tantos en Egipto, que apenas habia animal que no fuese adorado, por creer que así era mas fácil impedir la reconstruccion de tan vasta monarquía. Moises en cambio con la sabiduría que le caracterizaba juzgó necesario ante todo prescribir unos mismos ritos y ceremonias sagradas para que tuviesen doble autoridad las leyes y los juicios y quedase asegurada la felicidad del pueblo, camino por donde le siguieron despues los demás legisladores que ha habido en las diver

sas partes del mundo, Persuadido de que no podria durar por mucho tiempo la concordia si pensasen los hebreos de distinto modo acerca de las cosas divinas, antes de dictar ninguna ley civil, estableció lo que habian de sentir y creer en todos tiempos sobre la naturaleza de Dios, la del mundo, la primitiva felicidad del hombre y su caida por haber pecado. Pretendia ante todo impedir que surgiendo despues diversas opiniones se alterasen la paz y tranquilidad públicas, precipitándose por este medio á todo género de males.

Mas para que podamos arrojar mayor luz sobre este punto, conviene que vayamos tomando sucesivamente en consideracion cada una de las partes de que se compone la república. ¿Quién no ve y no confiesa que dando libertad de cultos se han de ver envueltos los reyes en infinitas dificultades, y alterada la antigua religion y nacidas nuevas opiniones, han de quedar destruidos los intereses de los príncipes, del clero, de la nobleza y de los pueblos? Supongamos que en una misma ciudad ó provincia hay dos sectas religiosas, armadas con el favor de la nobleza y la espada del pueblo y en fuerzas casi iguales. ¿Qué podrá hacer el príncipe? ¿Dónde se ladeará? ¿Qué sistema seguirá para administrar ó gobernar la república? Si como es casi necesario que suceda, uno u otro bando se niega á obedecerle, ¿podrá regir con consejos á sus pueblos, ni obligarlos con leyes, ni enmendarlos con sentencias judiciales? Favorecerá los unos, y se enajenará los otros, mirará á estos como sospechosos é infieles, les alejará del gobierno y de todos los cargos públicos á fin de que no abusen de las armas, autoridad y favor que se les conceda para trastornar la república; y aunque esta precaucion sea necesaria, les irritará con ella gravemente, pues no ban de poder ver con calma, ni que se les excluya de toda clase de honores en el país en que han nacido, ni que esto se haga por profesar ellos una religion que reputan verdadera. Disimularán por algun tiempo su despeclio; mas apenas se les ofrezca coyuntura, derramarán en daño general del reino el veneno de indignacion que hayan recogido en sus almas, levantándose con tanto mayor impetu cuanto mas larga haya sido la compresion en que vivieron. Conspirarán primeramente entre sí para defenderse contra la faccion contraria; luego que se sientan con fuerzas exigirán del príncipe la libertad de su culto, unirán la amenaza á la súplica, y ya que hayan logrado sus intentos, tomarán las armas llenos de orgullo y se arrojarán bravos y fieros contra los poderes dominantes. Si vencen, oprimirán á la vez á sus contrarios y los desterrarán despues de haberlos despojado de sus bienes. Arremeterán contra el rey, que se hallará sin la ayuda de los suyos, le sujetarán á su poder y ó le obligarán á que abrace su religion, ó le quitarán el trono junto con la vida. Todos estos males están encadenados entre sí y nacen espontáneamente unos de otros; no nos permiten dudarlo las calamidades que por nuestros ojos hemos estado presenciando. ¿Tratará acaso el rey de favorecer á las dos sectas? Se hará entonces sospechoso á entrambas, y féjos de tener el favor de una ni otra, se atraerá el odio y el rencor de todas. Como el agua tibia que ni es caliente ni fría, sino que participa de las dos cosas, se indigestará á todos

venturoso dia en que Dios le colocó en la cumbre del poder, despues de haber derribado la impiedad antigua, no bien vió fundada la paz de la Iglesia, cuando dirigió todas sus miras á trastornar y destruir el culto de los dioses. La obra que empezó entonces Constantino Augusto, el primero que entre los emperadores romanos reconoció la divinidad de Jesucristo, fué afeada despues por las faltas de sus sucesores, la desidia de Constancio y la maldad de Juliano; mas no tardó tampoco en ser restaurada y aun perfeccionada por el emperador Teodosio, que dió una ley por la cual se prohibia, y con razon, proferir injurias ni calumnias contra la religion cristiana. Si en Babilonia por haber arrebatado de las llamas á los tres niños impuso un rey bárbaro pena de muerte al que se atreviese á hablar mal de la divinidad que acababa de dar tan ilustre prueba de sus virtudes, ¿cuánto mas justo no había de ser que un emperador, tal como Teodosio, se propusiese reprimir una audacia semejante?

y será por todos rechazado, y por querer ocupar dos sillas, no podrá afianzarse en ninguna y se vendrá forzosamente al suelo. ¿Cómo pues en medio de tan grave diversidad de voluntades ha de poder satisfacer á entrambos bandos? Los mismos tiranos á quienes, como hemos dicho antes, conviene que esté dividido el pueblo, se han de ver y desear para gobernarle cuando sea la discordia puramente religiosa. Intentólo el emperador Justiniano, no menos esclarecido por sus prendas militares que por su prudencia, cuando vió que ya no era fácil extirpar la secta de Eutiques, que crecia mucho en Constantinopla y tenia ya echadas profundas raíces. Siguió profesando la religion católica, y permitió á su esposa Teodora que siguiese á los herejes para que las dos sectas creyesen tener igual favor en palacio, conducta que, aunque inadmisible, no han dejado de seguir en nuestros tiempos ciertos príncipes. Considerándolo bajo el punto de vista humano, uo le fué perjudicial aquella disposicion, pues tuvo en paz el imperio hasta el fin de su vida, y lo aumentó con las provincias de Africa é Italia, cuando, gracias á las faltas de sus antecesores, se encontraba ya este medio destruido y próximo á su ruina; ¿ mas podemos decir lo mismo considerándolo bajo el punto de vista divino? Gobernaron poco despues el imperio Cenon y Anastasio, y por haber promulgado el Henótico, es decir, la libertad de cultos, nacieron grandes trastornos y hubo funestas degollinas de sacerdotes y vino tambien casi á su ruina la Iglesia, principalmente la de oriente. Con cuánto mas acierto y saber no procedió Joviniano, que elevado á la sila del imperio por el consentimiento unánime de sus soldados en una época difícil en que los enemigos por el frente y por la espalda atacaban la república, es á saber, despues del asesinato de Juliano, apóstata, negó terminantemente que siendo él cristiano pudiese él mandar á los que no lo fuesen : palabras verdaderamente diguas de inmortales alabanzas que le hacian por sí solas acreedor al imperio de la tierra? Es pues deber del príncipe gobernar con prudencia el reino, cimentarle en buenas leyes, llevarle con sus acertadas disposiciones á lo que conviene que se cumpla y ejecute; y cargo de los súbditos obedecer al que manda y seguir dócilmente sus pisadas, único medio por donde se puede alcanzar la armonía social como se alcanza la de los sonidos con intervalos varios y voces perfectamente moduladas. Podrá efectivamente suceder que los cristianos obedezcan á un príncipe de religion distinta; ¿cómo empero han de sujetarse súbditos que siguen otras sectas á un emperador cristiano, á quienes todos han de mirar coustantemente y subordinar su voluntad y sus deseos? ¿No es acaso lo mas verosímil que se nieguen á obedecer leyes que han de reputar forzosamente injustas?

El pueblo cristiano mientras vivió bajo el imperio sin excitar tumultos en las ciudades, sin tomar nunca las armas para defender la religion que profesaba, se hizo superior á lo calamitoso de su época y á todo género de miserias y tormentos con solo su inagotable resignacion y sus irreprochables costumbres, medios con que no les era dable alcanzar gloria, es decir, esa gloria que consiste en la estimacion y fama de los demás hombres. Luego empero que brilló para el mundo aquel

Los que están en contra de nuestras ideas confiesan que en los tiempos antiguos fué extirpado violentamente el culto de los dioses, pero no que hayan sido castigados con hierro las sectas que nacieron luego en el pueblo cristiano. Alegan que el mismo Constantino, á pesar de su reconocida probidad, su gran poder y sus severas costumbres, toleró las opiniones de Arrio; que en tiempo de Teodosio celebraron los herejes sus concilios en los mismos arrabales de Constantinopla; que Justiniano, como llevamos dicho, dejó libre el ejercicio de su religion á los sectarios de Eutiques. Nosotros empero no buscamos lo que se ha hecho, pues sabemos que muchas cosas no han podido hacerse como debian por culpa de los tiempos y los hombres, y que no siempre ha sido dado á los buenos emperadores arrancar de raíz todos los vicios; nosotros buscamos lo que debe hacerse en razon y en derecho y lo que conviene que se haga para el bien de la república. Varian frecuentemente las circunstancias; y cosas que en una época dada pudieron tolerarse, seria muy fácil que otorgadas hoy nos precipitasen á terribles males. El tiempo, la experiencia y un conocimiento mayor de las cosas nos ha manifestado ya que es insubsistente una república en que profesen sus ciudadanos distintas opiniones. Examinese además atentamente la historia de la antigüedad, y se verá que Constantino puso en juego medios para atraer á los herejes al seno de la Iglesia con clemencia y beneficios, y que si así lo hizo y no de otra manera, fué por no dar ocasion á los demás para mordernos. Fueron vanos sus esfuerzos, como probó la experiencia; mas que él no los hacia sino para transigir con las circunstancias y que eran muy diferentes sus deseos, lo reveló suficientemente proscribiendo en un edicto las primeras herejías y mandando que los arrianos fuesen llamados porfirianos, nombre que en aquellos tiempos era odioso y que envolvia en sí una verdadera afrenta. ¿No consideró luego como un crímen particular que álguien retuviera en su poder los libros de Arrio? Alégase que al fin de su vida quiso rehabili tar á este bereje y desterró á Atanasio; mas fueron debidos estos hechos, no á su voluntad, sino á los fraudes de los herejes que le persuadieron de que Arrio habia

abrazado mas sanas ideas y Atanasio estaba tramando nuevas conspiraciones en Alejandría, cosas falsas las dos, pero que no temian propalar aqueHos infames impostores.

De Teodosio sabemos tambien que promulgó una ley por la cual se privaba á los herejes de toda clase de honores, se les alejaba de todo cargo público y hasta se imponia pena de destierro á los que no abjurasen la herejía. Es sabido que Valentiniano el jóven toleraba en occidente á los arrianos por condescender con su madre Justina, y que despues de haber sido asesinado en Francia su hermano Graciano por las pérfidas intrigas de Máximo, se escapó de Italia y se reunió con ese mismo emperador Teodosio. Unidos ya los dos, dieron una ley muy parecida contra los herejes en Estobis, ciudad de la Macedonia, siendo cónsules Teodosio, por segunda vez, y Cinegio, esto es, el año 388 de la Iglesia. A pesar de estas leyes, sabemos que Amfiloco, obispo de Icona, tuvo ya que valerse de artificios para acusar el descuido con que era mirada la extirpacion de las herejías de aquel tiempo. Saludó á Teodosio y afectó despreciar á su hijo, que estaba sentado al lado de su padre. Notólo el Emperador, y le preguntó qué motivos podia haber tenido para guardar tal conducta; á lo cual él, sin pretender disimularlos, mal por cierto, juzgas de las cosas, le dijo; te altera una leve injuria hecha á tu hijo, y no las afrentas de los arrianos que recaen sobre el hijo de Dios. Mas cauto con estas palabras y aleccionado sobre todo por la desgracia de Valentiniano, pasado por la espada de Eugenio, que desde la escuela había invadido el imperio, reprimió con nuevos edictos la libertad de los herejes, siete años despues de promulgada la ley de Estobis. Siguió Arcadio las huellas de su padre y sancionó con una nueva ley la piedad antigua, oponiéndose además con ayuda de Crisóstomo al godo Gaina, que apelaba á las amenazas y al terror para que se le diese en Constantinopla un templo donde pudiesen reunirse los arrianos. Que estos pues bajo el reinado de Teodosio celebrasen sus juntas en los arrabales, que bajo el de Arcadio conmoviesen la ciudad con sus plegarias nocturnas y sus himnos, creo que debe mas bien atribuirse á lo calamitoso de aquellos tiempos que á que los príncipes manifestasen una decidida voluntad en contenerlos. Hallamos, por otra parte, que Marciano, sucesor del hijo de Arcadio, dió una ley por la cual prohibió las adulterinas reuniones de los eutiquianos. Se cita lo de Justiniano, mas qué no pudo acaso engañarse como hombre, adoptando una resolucion que si era en la realidad perjudicial, era prudente en la apariencia? ¿Quién nos dice que las circunstancias de los tiempos no le obligasen á tal disimulo? ¿No parece probarlo su ley grave y dura contra los herejes Antemio y Severo?

Mas pasemos ya de los reyes á los sacerdotes y á los demás ministros de la Iglesia. Optato y Epifanio, por constituir esta un solo cuerpo en toda la tierra, la comparaban á la mujer legítima, y las reuniones de los herejes, por ser innumerables, á las concubinas. Si en el seno de una familia viviesen juntas la esposa y la manceba y gozasen de iguales prerogativas, ¿no habria de ser forzosamente grande la confusion, el trastorno y las calamidades que

la afligiesen? No hay para qué detenerse en demostrarlo, cada cual puede verlo con los ojos de su fantasía. ¿Qué han de hacer los criados cuando manden la manceba y la mujer cosas contrarias? ¿A cuál se han de ladear? ¿Qué regla han de seguir para cumplir sus deberes? Embarazada por tan graves dificultades, dividiráse la familia en bandos y arderá sin cesar en odios y contiendas. Se rán mirados con descuido los quehaceres domésticos; los criados, á ejemplo del amo, no pensarán mas que en los placeres, la discordia llegará hasta las entrañas, como se dice del caballo de Troya, sucediendo aun esto mucho mas, si armada la concubina con el favor del marido, se atreve á poner en duda la nobleza, la honestidad y aun los mismos derechos del matrimonio, como hicieron Arrio y otros herejes de su tiempo con la Iglesia, teniéndose por mejores cristianos, sosteniendo que la Iglesia católica era la suya, y repudiando como herejes á los que pensaban de otro modo. Entre los antiguos romanos estaba prohibido que las concubinas entrasen en el templo de Juno, que presidia las bodas, para indicar que nada hay mas contrario á ellas que el concubinato. Abraham con toda su gravedad y saber no pudo establecer la paz entre Agar y Sara, hasta que, condescendiendo con los deseos de su esposa, obligó á atravesar los umbrales de su casa á la esclava y á su hijo; hechos y consideraciones todas que prueban que ni pueden vivir bajo un mismo techo la mujer y la manceba, ni en una misma ciudad ó reino cabe tolerar una religion falsa al lado de la verdadera. Es indispensable que choquen cosas de naturaleza contraria, y sabemos ya por una larga experiencia que nunca fué admitida en un pueblouna nueva religion sin que sobrevinieran graves calamidades y trastornos. Echemos una ojeada sobre la historia, abramos los anales antiguos y modernos, y verémos que donde quiera que la existido este fenómeno, han sido conculcados los derechos de la justicia, ha sido envuelto todo en robos y asesinatos y se ha ejercido contra los sectarios y ministros de la antigua religion una crueldad mucho mayor que la que podrian ejercer enemigos extranjeros. ¿Qué no hicieron los albigenses en Francia? Qué ferocidad no desplegaron los husitas en Bohemia? Qué de sangre no han hecho derramar las nuevas herejías en Francia y en Alemania? Lo estamos viendo y oyendo, no hay para qué recordarlo. ¿Habrá tampoco necesidad de mentar cuánto sufrieron los fieles de los arrianos bajo el reinado de Juliano, ya en Heliópolis, ya en otras partes del imperio? Estaba, sin embargo, prevenido por una ley que no pudiera ser un crímen para nadie la diversidad de cultos. Las ainenazas de los novacianos las sabemos por cipriano; los estragos que hicieron los donatistas en Africa por san Agustin y Optato. ¿Hay acaso quien ignore los daños que acarrearon á todos los países los arrianos, á pesar de alegar en su principio que su disidencia no estribaba mas que en una palabra y llamarles hermanos Optato, considerando cuán poco distaba la opinion de ellos de la suya ? Nació de aquí el fiero encono de los circunceliones, que dieron pié á la crueldad de Jorje Alejandrino, á la perfidia de Ursacio y de Valente, á los sínodos medionalense y ariminense y á otras mil calamidades. No sin razon se queja la Iglesia

por boca de David de que nunca sufrió mayores males que los que sus propios sectarios le han causado.

No es así de extrañar que el emperador Teodosio vedase el apartarse ni en las cosas mas leves de la verdadera piedad, ni de los deberes de la Iglesia. Aleccionado por las graves vicisitudes y trastornos de aquellos tiempos, comprendió que de pequeñas causas nacen á veces alteraciones no pequeñas, que no pueden nunca ser calificadas de tales cuando disuelven los vínculos de la caridad mútua y desgarran la túnica de Jesucristo, respetada por los soldados romanos, para que no pueda cubrir ni á los del uno ni á los del otro bando. Abrumado el pueblo por el peso de los tributos y envuelto en gravísimas dificultades, no vacila en estos casos en aprovechar la ocasion que se le ofrece para robar las pingües rentas de los sacerdotes y los tesoros de los templos que fundaron nuestros antepasados como un erario sagrado para sacar de sus inas terribles apuros la república. No faltará nunca quien capitanee la temeraria muchedumbre, y si tomando este la religion por escudo ataca las costumbres de los sacerdotes, estallará pronto en la república una sedicion, donde la parte mas débil, que son los sacerdotes, serán presa de los amotinados, desapareciendo de los templos las riquezas y ornamentos acumulados allí por tantos años. Esto lo hemos visto en nuestros tiempos, donde quiera que ha penetrado la discordia religiosa. Añádase á esto que dividido el pueblo en dos bandos, será pronto preciso crear en una misma ciudad dos obispos, contra todo lo que se ha hecho en la antigüedad y decretado la Iglesia, mal tras el cual ha de seguir pronto toda clase de calamidades. ¡Qué confusion no habrá entonces! Ninguno de los dos bandos se atreverá á castigar severamente los delitos de los suyos por temor de que no abandonen su secta y se pasen al campo enemigo, como acostumbra á suceder en las guerras intestinas. Crecerán con la impunidad los crímenes y habrá un perpetuo se millero de ruinas y discordias. No dejará tampoco de padecer la nobleza de esta perturbacion social y de ese desenfreno de costumbres; ¿á qué pues podrá tender esa libertad, por la que abjurará todo temor la plebe, sino á que vioJada ya la religion, humillado el clero y saqueados é incendiados los templos, prenda el fuego á la nobleza? Porque el mal no se detiene nunca en el primer escalon, sino que á medida que se aumenta la llama, va recorriendo Jos mas altos, y los que creyendo estar fuera de todo alcance eran pasivos espectadores de la calamidad ajena, se ven envueltos en los mismos daños y aun en otros mayores, pues suele ser siempre mayor el odio que se abriga contra los príncipes que el que se profesa al clero. La prueba la vemos en esa guerra de aldeanos que hace setenta años que estalló contra la nobleza alemana en la Alsacia y en los estados vecinos, guerra promovida por Fifer, hombre oscuro, que habiendo soñado que estaba reprimiendo una grande invasion de ratones por los campos, y creyendo que esos ratones no eran sino los magnates, que á manera de tales roen y devoran la sustancia del pueblo, llamó á las armas á los labriegos, y dió principio á una serie de combates en que muchos pueblos quedaron destruidos, gran parte de la nobleza muerta, que fué lo mas sensible, y aun los mis

mos insurgentes tendidos en número de mas cien mil sobre el campo de batalla. Existe aun el discurso con que Muncer, viendo las legiones de los campesinos aterradas y dispuestas á la fuga, los excitó tan temeraria como infelizmente á sostener la libertad cristiana, á sacudir el yugo de los tiranos, que así llamaba á los nobles, y venir á las manos con el enemigo, y unidos los estandartes, aceptar la lucha donde quiera que se presentase. Es casi indispensable que junto con la religion cambie el estado y la faz de las repúblicas. Los poderosos, los que mas abundan en riquezas, tengan por seguro que en estos casos son los que corren mas inminentes riesgos y caen víctimas del furor de la muchedumbre armada, que con el ardiente deseo de querer innovarlo todo, no deja nunca de probar si con la fortuna ajena puede satisfacer su indigencia y su codicia. Bastarán acaso las leyes para contenerla en sus deberes? En las discordias y movimientos civiles suelen callar las leyes, perderse la voz de la justicia entre el estrépito de las armas, ser débil ó nula la autoridad de los que mandan. Las leyes justas y razonables son aquellas que mucho antes de desarrollarse el crímen previenen toda ocasion y motivo de tumulto. Así como los remates de las torres y las cumbres de los montes son las mas expuestas á las injurias del tiempo y al furor de la borrasca, así los que ocupan en la república los mas altos puestos caen y vacilan los primeros al soplo de las tempestades civiles y sociales, principalmente cuando la religion no sirve ya de freno á los que las suscitan. Conviene advertir y exhortar mucho á los príncipes, para que, atendiendo á sus intereses personales, ahoguen en la misma cuna el naciente furor de la herejía, no sea que despues deban lamentar en vano su primitiva flojedad y su apatía.

Mas sin sentirlo hemos pasado de los argumentos á los preceptos, y debemos ceñirnos á las consideraciones que nos faltan aun hacer sobre este punto. De los males que nacen sobre el cambio de religion alcanza una no pequeña parte al pueblo, y es preciso que se lo demostremos para que no pueda alegrarse del mal ajeno. Mudada la religion, la paz pública es, como llevamos dicho, del todo insubsistente. En medio de los tumultos populares, ¿qué goces ha de tener le plebe? Del mismo modo que cuando sentimos enfermo el cuerpo, los efectos del mal se han de extender á todas partes. Solo entonces rebosa eu bienes la república, cuando dependiendo unos de otros, sus miembros están unidos con la cabeza por los vínculos de un amor perfecto; y no sin razon la antigüedad fingia que Pitarquia, esto es, la obediencia debida al magistrado, era esposa de Júpiter Conservador, y de aquel consorcio nacia la felicidad de las naciones. Pretendia con esto indicar la fábula que estaba el pueblo colmado de bienes cuando obedecia á los agentes del Gobierno, mas tambien que nada hay tan infeliz como una ciudad dividida en facciones que no aceptan una autoridad comun á todas. Ahora bien, destruida la religion, creo que está ya bastantemente demostrado que no es posible entre los ciudadanos ni ta concordia, ni la obediencia, ni el respeto. Pero hay aun otro mal; una vez dividida la república en bandos y debilitada por las discordias civiles,

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