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CAPITULO XII.

Que don Enrique volvió á España,

Llegado don Enrique á Francia, no perdió el ánimo, sabiendo cuán varias y mudables sean las cosas de los hombres, y que los valientes y esforzados hacen rostro á las adversidades y vencen todas las dificultades en que la fortuna los pone, los cobardes desmayan y se rinden á los trabajos y desastres. El conde de Fox, á cuya casa primero aportó, le recibió muy bien y hospedó amigablemente, aunque con recelo no le hiciesen guerra los ingleses porque le favorecia. De allí fué á Villaque es cerca de Aviñon, para hablar á Luis, duque de Anjou y hermano del rey de Francia, en quien halló mejor acogimiento del que él podia esperar ; socorrióle con dineros, y dióle consejos tan buenos, que fueron parte para que sus cosas tuviesen el próspero suceso que poco despues se vió. Envió por inducimiento y aviso del Duque con su embajada á pedir al rey de Francia su ayuda y favor para volver á Castilla. Fué oido benignamente, y determinóse el Rey de favorecelle. A la verdad la mucha prosperidad y buenos sucesos de los ingleses le tenian con mucho miedo y cuidado; tenia asimismo en la memoria los agravios que don Pedro le habia hecho y la enemiga que tenia con él. Respondióle pues con mucho amor, y propuso de le ayudar con gente y dineros; dióle el castillo de Perapertusa en los confines de Ruisellon, en que tuviese á su mujer y hijos, ca desconfiados del rey de Aragon se retiraron á Francia; mandóle otrosí dar el condado de Seseno, en que pudiese vivir en el entre tanto que volvia á cobrar el reino de Castilla, de donde cada dia se venian á él muchos caballeros que fueron presos en la batalla de Najara, y estaban ya rescatados y librados de la crueldad del rey don Pedro; que los ingleses los escaparon de sus manos. De los primeros que se pasaron y acudieron en Francia á don Enrique fué don Bernal, hijo del conde de Fox, señor de Bearne, á quien el rey don Enrique, despues de acabada la guerra, en remuneracion deste servicio le dió á Medinaceli con título de conde. Fué casado este Príncipe con doña Isabel de la Cerda, hija de don Luis y nieta de don Alonso de la Cerda el Desheredado, de quien los duques de Medinaceli, sin haber quiebra en la línea, se precian descender. Hallóse tambien con don Enrique el conde de Osona, bijo de don Bernardo de Cabrera, el cual, despues que estuvo preso en Castilla, sirvió en la guerra á don Pedro por el gran sentimiento que tenia de la muerte de su padre. Finalmente, puesto en su entera libertad, se pasó á don Enrique con propósito de serville y seguir su fortuna hasta la muerte. Demás desto le avino bien á don Enrique en que el príncipe de Gales se volvió en estos dias á Guiena, enojado y mal satisfecho de don Pedro porque ni le entregó el señorío de Vizcaya que le prometió, ni le pagó los emprestidos que le hiciera, ni á muchos de los suyos el sueldo que les debia. Demás desto, en Castilla le comenzaba á ayudar la fortuna, ca muchos grandes y caballeros habian tomado su voz y hacian guerra á don Pedro. En particular se tenian por él las provincias de Guipúzcoa y Vizcaya y las ciudades de Segovia, Avila, Palencia, Salamanca y la villa de Valladolid y otros muchos pueblos del reino de Toledo. Cada dia se reforzaba mas su bando y parciali

dad, su enemigo mismo le ayudaba con hacerse por momentos mas odioso con su mal modo de proceder y desvariados castigos que hacia en los suyos. Juntado pues don Enrique su ejército, entró en Aragon por las asperezas de los Pirineos llamadas Valdeandorra; pasó por aquel reino con tanta presteza, que primero estuvo dentro de Castilla que pudiese el rey de Aragon atajarle el paso, si bien puso para estorbársele toda la diligencia que pudo. Llegado don Enrique á la ribera del rio Ebro, preguntó si estaba ya en tierra de Castilla. Como le respondiesen que sí, se apeó de su caballo, y hincado de rodillas hizo una cruz en la arena, y besándola dijo estas formales palabras : «Yo juro á esta significanza de cruz que nunca en mi vida por necesidad que me venga salga de Castilla; antes que espere ahí la muerte, ó estaré á la ventura que me viniere.» Fué importante esta ceremonia para asegurar los corazones de los que le seguían é inflamallos en la aficion que le tenian. Vuelto á subir en su caballo, fué con todo su campo á Calahorra, que por aquella parte es la primera ciudad de Castilla; entró en ella el dia del arcángel san Miguel con mucho contento y regocijo de los ciudadanos y de muchos del reino que luego de todas partes le acudieron, ca andaban unos desterrados, y otros huidos de miedo de la crueldad del Rey, su herma→ no. De Calahorra se partió á Búrgos; allí fué recebido con una muy solemne procesion por el obispo, clerecia y ciudadanos de aquella ciudad. Halló en el castillo preso á don Felipe de Castro, un grande del reino de Aragon, casado con su hermana doña Juana, que le prendieron en la batalla de Najara; mandóle luego soltar, y hízole donacion de la villa de Paredes de Nava y de Medina de Rioseco y de Tordehumos. Por el contrario, prendió en el mismo castillo á don Jaime, rey de Nápoles y hijo del rey de Mallorca, que se quedara en Búrgos despues que se halló en la batalla por la parte del rey don Pedro, y ahora cuando vió que recebian á don Enrique, se retiró al castillo para defenderse en él con el alcaide Alfonso Fernandez. Con el ejemplo de la real ciudad de Burgos otras muchas ciudades tomaron la voz de don Enrique, quitado el miedo que tenian, el cual no suele ser buen maestro para hacer á los hombres constantes en el deber y en hacer lo que es razon. Sosegadas las cosas en Búrgos, pasó con su campo sobre la ciudad de Leon, que á cabo de algunos dias se le rindió á partido el postrero dia de abril del año de 1368. En la imperial ciudad de Toledo unos querian á don Enrique, la mayor parte sustentaba la opinion de don Pedro, escarmentados del riguroso castigo que hizo allí los meses pasados y de miedo de la gente de guerra que allí tenia de guarnicion, que eran muchos ballesteros y seiscientos hombres de armas, cuyo capitan era Fernando Alvarez de Toledo, alguacil mayor de la misma ciudad. Tenia don Enrique en su ejército mil hombres de armas; con estos y con la infantería, que era en mayor número, no dudó de venir sobre una ciudad tan grande y fuerte como Toledo y tenerla cercada. Tenia por cierto que, apoderado que fuese de una ciudad y fuerza semejante, todo lo demás le seria fácil de acabar. Asentó sus reales en la vega que se tiende á la parte del setentrion á las haldas de la ciudad; puso muchas compañías en los montes que están de la otra parte del rio Tajo; este gran rio como con un compás rodea las

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tres cuartas partes de la ciudad, corre por la parte del levante, y revuelve hácia mediodía y poniente. Para que se pudiese pasar de los unos reales á los otros y se favoreciesen en tiempo de necesidad mandó fabricar un puente de madera, que fué despues muy provechoso. Los toledanos sufrian constantemente el cerco, puesto que harto inclinados á don Enrique; mas no osaban admitille en la ciudad por miedo no lo pagasen los rehenes que consigo se llevara don Pedro, que eran los mas nobles de Toledo. La ciudad de Córdoba en este tiempo, quitada la obediencia á don Pedro, seguia la parte de don Enrique con tanto pesar y enojo de su contrario, que no dudó de pedir al rey de Granada le enviase su ayuda para irla á cercar. Envióle Mahomad gran número de moros jinetes, con que y su ejército puso en gran estrecho la ciudad y la apretó de manera, que un dia estuvo á punto de ser entrada, ca losmoros á escala vista subieron la muralla y tomaron el alcázar viejo. Acudieron los cordobeses, considerado el peligro y cuán sin misericordia serian tratados si fuesen vencidos, y pelearon aquel dia con gran desesperacion, y rebatieron tan valerosamente los moros, que mal de su grado los forzaron á salir de la ciudad. A muchos hicieron saltar por los adarves, y les tomaron las banderas y fueron en pos dellos hasta bien léjos. Señaláronse mucho en este dia las mujeres cordobesas, ca visto que era entrada la ciudad por los moros, no se escondieron ni cayeron en sus estrados desmayadas, sino con varonil esfuerzo salieron por las calles y á los lugares en que sus maridos y hijos peleaban, y con animosas palabras los incitaron á la pelea; con esto los cordobeses tomaron tanto brio y coraje, que pudieron recobrar la ciudad, que ya se perdia, y hacer gran estrago y matanza de sus enemigos. Desesperados los reyes de poder ganar la ciudad, levantaron el cerco. Don Pedro se fué á Sevilla á proveer lo necesario para la guerra, que todo se hacia mas de espacio y con mayores dificultades de lo que él pensaba; el rey de Granada, sin que don Pedro le fuese á la mano, saqueó y robó las ciudades de Jaen y Ubeda, que á imitacion de Córdoba seguian el bando de don Enrique; taló otrosí lo mas de los campos del Andalucía, con que llevaron los moros á Granada gran muchedumbre de cautivos, tanto, que fué fama que en sola la villa de Utrera fueron mas de once mil almas las que cautivaron. Con esto toda la Andalucía se via estar llena de llantos y miseria; por una parte los apretaban las armas de los moros, por otra la crueldad y fiereza de don Pedro.

CAPITULO XIII.

Que el rey don Pedro fué muerto.

El rey don Pedro, desamparado de los que le podian ayudar y sospechoso de los demás, lo que solo restaba, se resolvió de aventurarse, encomendarse á sus manos y ponerlo todo en el trance y riesgo de una batalla; sabia muy bien que los reinos se sustentan y conservan mas con la fama y reputacion que con las fuerzas y armas. Teníale con gran cuidado el peligro de la real ciudad de Toledo; estaba aquejado, y pensaba cómo mejor podria conservar su reputacion. Esto le confirmaba mas en su propósito de ir en busca de su enemigo y dalle la batalla. Procuráronselo estorbar los de Sevilla; decíanle que se destruia y se iba derecho á despeñar;

que lo mejor era tener sufrimiento, reforzar su ejército y esperar las gentes que cada dia vendrían de sus amigos y de los pueblos que tenian su voz. Esto que le aconsejaban era lo que en todas maneras debiera seguir, si no le cegaran la grandeza de sus maldades y la divina justicia, ya determinada de muy presto castigallas. Estando en este aprieto, sucedióle otro desastre, y fué que Victoria, Salvatierra y Logroño, que eran de su obediencia, fatigadas de las armas del rey de Navarra y por falta de socorro por estar don Pedro tan lejos, se entregaron al Navarro. Ayudó á esto don Tello, el cual, si estaba mal con don Pedro, no era amigo de su hermano don Enrique, y así se entretenia en Vizcaya sin querer ayudar á ninguno de los dos. Proseguíase en este comedio el cerco de Toledo. Y coino quier que aquella ciudad estuviese, como dijimos, dividida en aficiones algunos de los que favorecian á don Enrique intentaron de apoderalle de una torre del muro de la ciudad que miraba al real, que se dice la torre de los Abades. Como no les sucediese esa traza, procuraron dalle entrada en la ciudad por el puente de San Martin, sobre lo cual los del un bando y del otro vinieron á las manos, en que sucedieron algunas muertes de ciudadanos. Sabidas estas revueltas por el rey don Pedro, dióse muy mayor priesa á irla á socorrer, por no hallalla perdida cuando llegase. Para ir con menor cuidado mandó recoger sus tesoros, y con sus hijos don Sancho y don Diego llevallos á Carmona, que es una fuerte y rica villa del Andalucía, y está cerca de Sevilla. Hecho esto, juntó arrebatadamente su ejército y aprestó su partida para el reino de Toledo. Llevaba en su campo tres mil hombres de á caballo; pero la mitad dellos, mal pecado, eran moros y de quien no se tenia entera confianza, ni se esperaba que pelearian con aquel brio y gallardía que fuera necesario. Dícese que al tiempo de su partida consultó á un moro sabio de Granada, llamado Benagatin, con quien tenia mucha familiaridad, y que el Moro le anunció su muerte por una profecía de Merlin, hombre inglés, que vivió antes deste tiempo como cuatrocienlos años. La profecía contenia estas palabras : « En las partes de occidente, entre los montes y el mar, nacerá una ave negra, comedora y robadora, y tal, que todos los panales del mundo querrá recoger en sí, todo el oro del mundo querrá poner en su estómago, y despues gormarlo ha, y tornará atrás. Y no perecerá luego por esta dolencia, caérsele han las péñolas, y sacarle han las plumas al sol, y andará de puerta en puerta y ninguno la querrá acoger, y encerrarse ha en la selva y allí morirá dos veces, una al mundo y otra á Dios, y desta manera acabará.» Esta fué la profecía, fuese verdadera ó ficcion de un hombre vanísimo que le quisiese burlar; como quiera que fuese, ella se cumplió dentro de muy pocos dias. El rey don Pedro con la hueste que hemos dicho bajó del Andalucía á Montiel, que es una villa en la Mancha y en los oretanos antiguos, cercada de muralla, con su pretil, torres y barbacana, puesta en un sitio fuerte y fortalecida con un buen castillo. Sabida por don Enrique la venida de don Pedro, dejó á don Gomez Manrique, arzobispo de Toledo, para que prosiguiese el cerco de aquella ciudad, y él con dos mil y cuatrocientos hombres de á caballo, por no esperar el paso de la infantería, partió con gran priesa en busca de don Pedro. Al pasar por la villa de Orgaz, que

está á cinco leguas de Toledo, se juntó con él Beltran Claquin con seiscientos caballos extranjeros que traia de Francia; importantísimo socorro y á buen tiempo, porque eran soldados viejos y muy ejercitados y diestros en pelear. Llegaron al tanto allí don Gonzalo Mejía, maestre de Santiago, y don Pedro Muñiz, maestre de Calatrava, y otros señores principales que venian con deseo de emplear sus personas en la defensa y libertad de su patria. Partió don Enrique con esta caballería; caminó toda la noche, y al amanecer dieron vista á los enemigos antes que tuviesen nuevas ciertas que eran partidos de Toledo. Ellos, cuando vieron que tenian tan cerca á don Enrique, tuvieron gran miedo, y pensaron no hobiese alguna traicion y trato para dejarlos en sus manos; á esta causa no se fiaban los unos de los otros. Recelábanse tambien de los mismos vecinos de la villa. Los capitanes con mucha priesa y turbacion hicieron recoger los mas de los soldados que tenian alojados en las aldeas cerca de Montiel; muchos dellos desampararon las banderas de miedo ó por el poco amor y menos gana con que servian. Al salir el sol formaron sus eseuadrones de ambas partes y animaron sus soldados á la batalla. Don Enrique habló á los suyos en esta sustancia: «Este dia, valerosos compañeros, nos ha de dar riquezas, honra y reino, ó nos lo ha de quitar. No nos puede suceder mal, porque de cualquiera manera que nos avenga, serémos bien librados; con la muerte saldrémos de tan inmensos é intolerables afanes como padecemos; con la victoria darémos principio á la libertad y descanso, que tanto tiempo ha deseamos. No podemos entretenernos ya mas; si no matamos á nuestro enemigo, él nos ha de hacer perecer de tal género de muerte, que la ternémos por dichosa y dulce si fuere ordinaria, y no con crueles y bárbaros tormentos. La naturaleza nos hizo gracia de la vida con un necesario tributo, que es la muerte; esta no se puede excusar, empero los tormentos, las deshonras, afrentas é injurias evitarálas vuestro esfuerzo y valor. Hoy alcanzaréis una gloriosa victoria, 6 quedaréis como honrados y valerosos tendidos en el campo. No vean tal mis ojos, no permita vuestra bondad, Señor, que perezcan tan virtuosos y leales caballeros. Mas ¿qué muerte tan desastrada y miserable nos puede venir que sea peor que la vida acosada que traemos? No tenemos guerra con enemigo que nos concederá partidos razonables ni aun una tolerable servidumbre cuando queramos ponernos en sus manos; ya sabeis su increible crueldad, y teneis bien á vuestra costa experimentado cuán poca seguridad hay en su fe y palabra. No tiene mejor fiesta ni mas alegre que la que solemniza con sangre y muertes, con ver destrozar los hombres delante de sus ojos. ¿Por ventura habémoslo con algun malvado y perverso tirano, y no con una inhumana y feroz bestia? Que parece ha sido agarrochada en la leonera para que de allí con mayor braveza salga á hacer nuevas muertes y destrozos. Confio en Dios y en su apóstol Santiago que ha caido en la red que nos tenia tendida, y que está encerrado donde pagará la cruel carnicería que en nos tiene hecha; mirad, mis soldados, no se os vaya, detenedla, no la dejeis huir, no quede lanza ni espada que no pruebe en ella sus aceros. Socorred por Dios á nuestra miserable patria, que la tiene desierta y asolada; vengad la sangre que ha derramado de vuestros padres, hijos,

amigos y parientes. Confiad en nuestro Señor, cuyos sagrados ministros sacrilegamente ha muerto, que os favorecerá para que castigueis tan enormes maldades, y le hagais un agradable sacrificio de la cabeza de un tal monstruo horrible y fiero tirano.» Acabada la plática, luego con gran brio y alegría arremetieron á los enemigos; hirieron en ellos con tan gran denuedo, que sin poder sufrir este primer ímpetu en un momento se desbarataron. Los primeros buyeron los moros, los castellanos resistieron algun tanto; mas como se viesen perdidos y desamparados, se recogieron con el rey don Pedro en el castillo de Montiel. Murieron muchos de los moros en la batalla, muchos mas fueron los que perecieron en el alcance; de los cristianos no murió sino solo un caballero. Ganóse esta victoria un miércoles 14 dias de marzo del año de 1369. Don Enrique, visto como don Pedro se encerró en la villa, á la hora la hizo cercar de una horma, pared de piedra seca, con gran vigilancia porque no se les pudiese escapar. Comenzaron los cercados á padecer falta de agua y de trigo, ca lo poco que tenian les dañó de industria, á lo que parece, algun soldado de los de dentro, deseoso de que se acabase presto el cerco. Don Pedro, entendido el peligro en que estaba, pensó cómo podria huirse del castiIlo mas á su salvo. Hallábase con él un caballero que le er era muy leal, natural de Trastamara, decíase Men Rodriguez de Sanabria; por medio deste hizo á Beltran Claquin una gran promesa de villas y castillos y de docientas mil doblas castellanas, á tal que dejado á don Enrique le favoreciese y le pusiese en salvo. Extrañó esto Beltran ; decia que si tal consintiese, incurriria en perpetua infamia de fementido y traidor; mas como todavía Men Rodriguez le instase, pidióle tiempo para pensar en tan grande hecho. Comunicado el negocio secretamente con los amigos de quien mas se fiaba, le aconsejaron que contase á don Enrique todo lo que en este caso pasaba; tomó su consejo. Don Enrique le agradeció mucho su fidelidad, y con grandes promesas le persuadió á que con trato doble hiciese venir á don Pedro á su posada, y le prometiese haria lo que deseaba. Concertaron la noche; salió don Pedro de Montiel armado sobre un caballo con algunos caballeros que le acompañaban, entró en la estancia de Beltran Claquin con mas miedo que esperanza de buen suceso. El recelo y temor que tenia dicen se le aumentó un letrero que leyó poco antes, escrito en la pared de la torre del homenaje del castillo de Montiel, que contenia estas palabras: «Esta es la torre de la Estrella.» Ca ciertos astrólogos le pronosticaran que moriria en una torre deste nombre. Ya sabemos cuán grande vanidad sea la destos adevinos, y como despues de acontecidas las cosas se suelen fingir semejantes consejas. Lo que se refiere que le pasó con un judío médico es cosa mas de notar. Fué así, que por la figura de su nacimiento le habia dicho que alcanzaria nuevos reinos y que seria muy dichoso. Despues cuando estuvo en lo mas áspero de sus trabajos, díjole: Cuán mal acertastes en vuestros pronósticos. Respondió el astrólogo : Aunque mas hielo caiga del cielo, de necesidad el que está en el baño ha de sudar. Dió por estas palabras á entender que la voluntad y acciones de los hombres son mas poderosas que las inclinaciones de las estrellas. Entrado pues don Pedro en la tienda de don Beltran, díjole que ya era

tiempo que se fuesen. En esto entró don Enrique armado; como vió á don Pedro, su hermano, estuvo un poco sin hablar como espantado; la grandeza del hecho le tenia alterado y suspenso, ó no le conocía por los muchos años que no se vieran. No es menos sino que los que se hallaron presentes entre miedo y esperanza vacilaban. Un caballero francés dijo á don Enrique señalando con la mano á don Pedro: Mirad que ese es vuestro enemigo. Don Pedro con aquella natural ferocidad que tenia, respondió dos veces: Yo soy, yo soy. Entonces don Enrique sacó su daga y dióle una herida con ella en el rostro. Vinieron luego á los brazos, cayeron ambos en el suelo; dicen que don Enrique debajo, y que con ayuda de Beltran, que les dió vuelta y le puso encima, le pudo herir de muchas puñaladas, con que le acabó de matar; cosa que pone grima. Un Rey, hijo y nieto de reyes, revolcado en su sangre derramada por la mano de un su hermano bastardo. ¡Extraña hazaña! A la verdad cuya vida fué tan dañosa para España, su muerte le fué saludable; y en ella se echa bien de ver que no hay ejércitos, poder, reinos ni riquezas que basten á tener seguro á un hombre que vive mal é insolentemente. Fué este un extraño ejemplo para que en los siglos venideros tuviesen que considerar, se admirasen y temiesen y supiesen tambien que las maldades de los príncipes las castiga Dios, no solamente con el odio y mala voluntad con que mientras viven son aborrecidos, ni solo con la muerte, sino con la memoria de las historias, en que son eternamente afrentados y aborrecidos por todos aquellos que las leen, y sus almas sin descanso serán para siempre atormentadas. Frosarte, historiador francés deste tiempo, dice que don Enrique al entrar de aquel aposento dijo: ¿Dónde está el hideputa judío que se llama rey de Castilla? Y que don Pedro respondió: Tú eres el hideputa, que yo hijo soy del rey don Alonso. Murió don Pedro en 23 dias del mes de marzo, en la flor de su edad, de treinta y cuatro años y siete meses; reinó diez y nueve años menos tres dias. Fué llevado su cuerpo sin ninguna pompa funeral á la villa de Alcocer, do le depositaron en la iglesia de Santiago. Despues en tiempo del rey don Juan el Segundo le trasladaron por su mandado al monasterio de las monjas de Santo Domingo el Real de Madrid, de la órden de los Predicadores. Prendieron despues de muerto el rey don Pedro á don Fernando de Castro, Diego Gonzalez de Oviedo, hijo del maestre de Alcántara, y Men Rodriguez de Sanabria, que salieron con él de la villa para tenelle compañía. Estos tiempos tan calamitosos y revueltos no dejaron de tener algunos hombres señalados en virtud y letras; uno destos fué don Martin Martinez de Calahorra', canónigo de Toledo y arcediano de Calatrava, dignidad de la santa iglesia de Toledo, que está enterrado en la capilla de los Reyes Viejos de aquella iglesia con un letrero en su sepulcro que dice, como por honra de la santidad y grandeza de la iglesia de Toledo no quiso aceptar el obispado de Calahorra para el cual fué elegido en concordia de todos los votos del cabildo de aquella iglesia.

CAPITULO XIV.

Que don Enrique so apoderó de Castilla.

Con la muerte del rey don Pedro enriquecieron unos

y empobrecieron otros; tal es la usanza de la guerra, y mas de la civil. Todas las cosas en un momento se trocaron en favor del vencedor, dióse á la hora Montiel. Llegada la nueva de lo sucedido á Toledo, tuvieron gran temor los vecinos de aquella ciudad. Padecian á la sazon necesidad de bastimentos. Acordaron de hacer sus pleitesías con los de don Enrique, que los tonian cercados. Entregáronles la ciudad, y todos se pusieron en la merced del nuevo Rey, pues con la muerte de don Pedro se entendia quedaban libres del homenaje y fidelidad que le prometieron. Entre los príncipes extranjeros se levantó una nueva contienda sobre quién tenia mejor derecho á los reinos de Castilla. Convenian todos en que Enrique no tenia accion á ellos por el defecto de su nacimiento. Demás desto, cada uno pensaba quedarse en estas revueltas con lo que mas pudiese apañar; que desta suerte se suelen adquirir nuevos reinos y aumentarse los antiguos. El rey de Navarra, segun poco ha dijimos, se apoderara de muchos y buenos pueblos de Castilla. Al rey de Aragon por traicion de los alcaides se le entregaron Molina, Cañete y Requena. El rey de Portugal pretendia toda la herencia y sucesion, y se intitulaba rey de Castilla y de Leon por ser sin contradicion alguna bisnieto del rey don Sancho, nieto de doña Beatriz, su hija. Teníanse ya por él Ciudad-Rodrigo, Alcántara y la ciudad de Tuy en Galicia. El rey de Granada tramaba nuevas esperanzas receloso por la constante amistad que guardó á don Pedro. La mayor tempestad de guerra que se temia era de Inglaterra y Guiena, á causa que don Juan, duque de Alencastre, hermano del príncipe de Gales, se casara con doña Costanza, hija del rey don Pedro, y el Conde cantabrigense, hermano tambien del mismo Príncipe, tenia por mujer á doña Isabel, hija menor del mismo, habidas ambas en doña María de Padilla. Desta suerte dentro el nobilísimo reino de Castilla se temfan discordias civiles, y de fuera le amenazaban grandes movimientos y asonadas nuevas de guerras. El remedio que estos temores tenian era con presteza ganar las voluntades de las ciudades y grandes del reino. Como don Enrique fuese sagaz y entendiese que era esto lo que le cumplia, luego que puso cobro en Montiel, se partió sin detenerse á Sevilla, do fué recebido con gran triunfo y alegría. Todas las ciudades y villas del Andalucía vinieron luego á dalle la obediencia, excepto la villa de Carmona en que don Pedro dejó sus hijos y tesoros, y por guarda al capitan Martin Lopez de Córdoba, maestre que se llamaba de Calatrava, que todavía hacia las partes de don Pedro, aunque muerto. En los dias que el rey don Enrique estuvo en Sevilla, por no tener á un tiempo guerra con tantos enemigos, pidió treguas al rey moro de Granada, no sin diminucion y nota de la majestad real; mas la necesidad que tenia de asegurar y confirmar el nuevo reinado le compelió á que disimulase con lo que era autoridad y pundonor. No se concluyó desta vez nada con el Moro; por esto, puesto buen cobro en las fronteras y asentadas las cosas del Andalucía, el nuevo Rey volvió á Toledo por tener aviso que de Búrgos eran alli llegados la Reina, su mujer, y el Infante, su hijo. En esta ciudad se buscó traza de allegar dineros para pagar el sueldo que se debia á los soldados extraños, y lo que se prometió á Beltran Claquin en Montiel por el buen servicio que hizo

en ayudar á matar al enemigo. Juntóse lo que mas se pudo del tesoro del Rey y de los cogedores de las rentas reales. Todo era muy poco para hartar la codicia de los soldados y capitanes extraños, que decian públicamente y se alababan tuvieron el reino en su mano y se le dieron á don Enrique, palabras al Rey afrentosas y para el reino soberbias; la dulzura del reinar hacia que todo se llevase fácilmente. Para proveer en esta necesidad hizo el Rey labrar dos géneros de moneda, baja de ley y mala, llamada cruzados la una, y la otra reales, traza con que de presente se sacó grande interés, y con que salieron del aprieto en que estaban; pero para lo de adelante muy perniciosa y mala, porque á esta causa los precios de las cosas subieron á cantidades muy excesivas. Desta manera casi siempre las trazas que se buscan para sacar dineros del pueblo, puesto que en los principios parezcan acertadas, al cabo vienen á ser dañosas, y con ellas quedan las provincias destruidas y pobres. Todas estas dificultades vencia la afabilidad, blandura y suave condicion de don Enrique, sus buenas y loables costumbres, que por excelencia le llamaban el Caballero; ayudabanle otrosí á que le tuviesen respeto y aficion la majestad y hermosura de su rostro blanco y rubio, ca dado que era de pequeña estatura, tenia grande autoridad y gravedad en su persona. Estas buenas partes de que la naturaleza le dotó, la benevolencia y aficion que por ellas el pueblo le tenia las aumentaba él con grandes dádivas y mercedes que hacia. Por donde entre los reyes de Castilla él solo tuvo por renombre el de las Mercedes, honroso título con que le pagaron lo que merecia la liberalidad y franqueza que con muchos usaba. A la verdad fuéle necesario hacerlo desta manera para asegurar mas el nuevo reino y gratificar con estados y riquezas á los que le ayudaron á ganarle y tuvieron su parte en los peligros, ocasion de que en Castilla muchos nuevos. mayorazgos resultaron, estados y señoríos. Avivábanse en este tiempo las nuevas de la guerra que hacian en las fronteras los reyes de Portugal y de Aragon; proveyó á esto prestamente con un buen ejército que envió á la frontera de Aragon, cuyos capitanes, Pero Gonzalez de Mendoza, Alvar García de Albornoz, cobraron á Requena, echados della los soldados aragoneses. El por su persona fué á Galicia, en que tenia nuevas que andaban los portugueses esparcidos y desmandados y con gran descuido; y que por ir cargados de lo que robaban en aquella tierra podrian fácilmente ser desbaratados. Cercó en el camino á Zamora, y sin esperar á ganarla entró en Portugal por aquella parte que está entre los rios Duero y Miño, que es una tierra fértil y abundosa; destruyó y corrió los campos de toda aquella comarca, quemó y robó muchas villas y aldeas, ganó las ciudades de Braga y Berganza. Desta manera, puesto grande espanto en los portugueses y vengadas las demasías y osadía que tuvieron de entrar en su reino, se volvió para Castilla. Hallóse con el rey don Enrique en esta guerra su hermano el conde don Sancho, ya rescatado por mucho precio de la prision en que estuvo en poder de los ingleses despues que le prendieron en la batalla de Najara. El rey de Portugal no se atrevió á pelear con don Enrique, aunque antes le enviara á desafiar, por no estar tan poderoso como él, ni se le igualaba en la ciencia militar ni en la experiencia y uso de

las cosas de la guerra. Valió á los portugueses la nueva que don Enrique tuvo de los daños y robos que el rey de Granada hacia en el Andalucía, junto con la pérdida de la ciudad de Algecira, que el Moro tomó y la echó por el suelo, de manera tal, que jamás se volvió á reedificar. Debiéralo de hacer en venganza de las muchas vidas de moros que aquella ciudad costara. Demás desto, el Rey tenia necesidad de volver á Castilla para proveer todavía de dineros con que pagar los soldados extraños y despachar á Beltran, que en esta sazon era solicitado del rey de Aragon para que pasase en Cerdeña á castigar la gran deslealtad del juez de Arborea Mariano, que de nuevo andaba alzado en aquella isla y tenia ganados muchos pueblos, y se entendia aspiraba á hacerse señor de toda ella. Habia enviado el rey de Aragon contra él á don Pedro de Luna, señor de Almonacir, el cual, sin embargo que tenia parentesco de afinidad con Mariano, por estar casado con doña Elfa, parienta suya, le apretó reciamente en los principios, y puso brevemente en tanto estrecho, que por no se atrever á esperar en el campo, aunque tenia mayor ejér– cito que el Aragonés, se encerró dentro los muros de la ciudad de Oristan. Túvole don Pedro cercado muchos dias; y como quier que por tener en poco al enemigo en sus reales faltase la guarda y vigilancia que pide la buena disciplina militar, el juez, que estaba siempre alerta y esperaba la ocasion para hacer un notable hecho, salió repentinamente con su gente y dió tan de rebato sobre sus enemigos y con tan grande presteza, que primero vieron ganados sus reales, presos y muertos sus compañeros que supiesen qué era lo que venia sobre ellos. Finalmente, fué desbaratado todo el ejército y muerto el general don Pedro de Luna y con él su hermano don Filipe. Pasados algunos dias, Brancaleon Doria, que en estas revoluciones seguia la parcialidad del señor de Arborea, quier por algun desabrimiento que con él tuvo, quier con esperanza de mayor remuneracion, se reconcilió con el Rey, con que alcanzó, no solamente perdon de los delitos que tenia cometidos, sino tambien favores y mercedes. Poco tiempo despues el juez de Arborea forzó á la ciudad de Sacer, que es la mas principal de Cerdeña, á que se le rindiese, con que se perdió tanto como fué de provecho reducirse al servicio del rey de Aragon un señor tan poderoso é importante como era Brancaleon. Estuvo entonces esta isla á pique de perderse; para entretenerla lo mejor que ser pudiese mientras el Rey iba á socorrerla envió allá por capitan general á don Berenguel Carroz, conde de Quirra; fuera desto, con grandes promesas solicitó á Beltran Claquin quisiese pasar en Cerdeña y tomar á su cargo aquella guerra. Era muy honroso para él que los príncipes de aquel tiempo le hacian señor de la paz y de la guerra, y que tenia en su mano el dar y quitar reinos. Estaba para conceder con los ruegos del rey de Aragon, cuando otra guerra mas importante que en aquella coyuntura se levantó en Francia se lo estorbó y llevó á su tierra. Los pueblos del ducado de Guiena se hallaban muy fastidiados y querellosos del gobierno de los ingleses, que les echaron un intolerable pecho que se cobraba de cada una de las familias; esto para restaurar los excesivos gastos que el rey Eduardo hiciera en la entrada de su hijo el príncipe de Gales en España cuando restituyó en su

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