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antes desto por industria del Maestre y á ejemplo del Andalucía se levantó un alboroto contra los que descendian de judíos. Procuró Andrés de Cabrera atajalle; y apenas con su buena maña pudo sosegar la canalla, no sin riesgo de su persona y grande ofension del pueblo encarnizado. Al obispo de Sigüenza trajo el capelo un embajador particular que para este efecto envió el Papa. Diósele en Madrid, y para que la merced fuese mas cumplida, vino el Rey en que se llamase cardenal de España. Al duque de Segorve don Enrique no dejaron entrar en Madrid, antes se le dió órden que en Getafe, un aldea muy larga allí cerca puesta en el camino por do se va á Toledo, se entretuviese. En el campo de aquel lugar habló con el Rey. Acordóse en la habla que de Getafe se pasase á Odon, que es otra aldea no léjos de allí. Estaban mudados de parecer ; tomaron por achaque y por color para dilatar el casamiento que era menester que el Padre Santo dispensase en el parentesco, por ser los casamientos que se hacen entre deudos, no solo inválidos, sino desgraciados. Desta manera quedó burlada la esperanza de aquel Principe, llamado vulgarmente por esta desgracia don Enrique Fortuna. El rey don Enrique se partió para Segovia. Pretendia proveerse de dinero á causa que Andrés de Cabrera acudia con escaseza por dar en esto desgusto al maestre de Santiago, de quien sabia muy bien pretendia para sí el alcázar de Segovia, como poco antes le quitara el de Madrid con color de asegurarse. Además que de secreto se inclinaba á don Fernando, así de su voluntad como por estar casado con doña Beatriz de Bobadilla, que se crió en servicio de la infanta doña Isabel. El muevo Cardenal asimismo creció en renta y autoridad por la muerte de don Alonso de Fonseca, prelado de grande ingenio y de ánimo ardiente; falleció en Coca, villa en que dejó fundado el mayorazgo asaz rico de los Fonsecas, y á instancia y por suplicacion del Rey el Cardenal fué nombrado en su lugar por arzobispo de Sevilla con retencion de la iglesia de Sigüenza, que fué cosa nueva y ejemplo no de alabar. La soltura de aquel tiempo y el estrago era tal, que lo que á cada cual se le antojaba, eso le parecia ser lícito, y si podia lo ejecutaba. En el condado de Ruisellon sobre la villa de Perpiñan, á 9 de abril, se puso un ejército francés, en que se contaban como veinte mil infantes y mil hombres de armas debajo de la conducta de Filipo de Saboya. El rey de Aragon se metió dentro, determinado de ponerse á cualquier riesgo antes que desamparar aquella plaza, que es muy fuerte y está á la entrada de Francia. Para animar mas á los cercados los juntó en la iglesia, y allí les hizo juramento de no partirse ni dejallos antes que el cerco se alzase; grande resolucion y demasiada confianza para aquella su edad, y hecho que no sé yo si se debe aprobar, pues en el riesgo de su persona le corria todo aquel estado si fuera preso por el enemigo dentro de aquel pueblo. El favor del cielo ayudó para excusar aquel daño, y los moradores se señalaron en esfuerzo ; todos por estar á vista del Rey hacian con todas sus fuerzas lo que podian. La lealtad de Pedro de Peralta, condestable de Navarra, en este caso se señaló mucho, que en hábito de fraile francisco y ayudado de la lengua francesa, que

descendian de judíos, hombres que eran dados á la codicia y acostumbrados á engaños y embustes. Comenzóse esta tempestad en Córdoba. El pueblo furioso se embraveció contra aquella miserable gente sin miedo alguno del castigo. Hiciéronse robos y muertes sin número y sin cuento. Las personas prudentes echaban esto y decian era castigo de Dios por causa que muchos dellos de secreto desampararon y apostataron de la religion cristiana, que antes mostraron abrazar. A Córdoba imitaron otros pueblos y ciudades del Andalucía; lo mas recio desta tempestad cargó sobre Jaen. El condestable Iranzu pretendió amparar aquella gente miserable para que no se les hiciese alli agravio y hacer rostro al pueblo furioso; esto fué causa que el odio y envidia de la muchedumbre revolviese contra él de tal guisa, que con cierta conjuracion que hicieron un dia le mataron en una iglesia en que oia misa. La rabia y furia fué tan arrebatada y tal el sobresalto, que apenas dieron lugar para que doña Teresa de Torres, su mujer, y sus hijos se recogiesen al alcázar. Por su muerte se repartieron sus oficios; el de chanciller mayor que tenia se dió al obispo de Sigüenza; el conde de Haro Pero Fernandez de Velasco fué nombrado por condestable, dignidad que, como antes se acostumbrase á dar á diferentes casas y linajes, en lo de adelante siempre se ha continuado en los sucesores de aquel su estado y en su linaje. Fué esta una gran lástima, y el rey don Enrique perdió una grande ayuda para sus cosas por la señalada y muy constante lealtad de Iranzu y su valor. Por la industria del maestre de Santiago don Juan Pacheco se buscaron otros reparos; uno fué concluir que don Enrique, duque de Segorve, viniese desde Aragon, como lo hizo, por tierras del reino de Valencia á Castilla con intencion cierta que le dieron de casalle con la princesa doña Juana. Venia en su compañía su madre doña Beatriz Pimentel. Salióle al encuentro hasta Requena el mismo Maestre para recebille y acompañalle; no respondió la prueba á lo que de su persona pensaban. Esto fué causa que al que por la fama estimaban, luego que le vieron, le menospreciasen, en especial le notaron de asaz arrogante, pues á los grandes que llegaban á hacerle mesura extendia la mano para que se la besasen, sin estar efectuado lo que pretendia y sin recelarse él'de que las cosas podrian trocarse. De aquí procedió que por industria del mismo Maestre se impidió aquel casamiento, junto con que de secreto no estaba nada aficionado á don Enrique, por entender que si venia á ser Rey, recobraria los pueblos que fueron de su padre. Recelábase asimismo del conde de Benavente, tio de don Enrique, el cual se tenia por muy agraviado á causa del maestrazgo que le quitó. Estas eran las verdaderas causas, dado que usaba de otros colores, como era decir tenian necesidad de algun gran príncipe y de mayores fuerzas para sosegar las alteraciones del reino. Al Rey parecia cosa recia faltar en su palabra y hacer burla de aquel Príncipe. A esto replicaba el Maestre que por lo menos para hacer la guerra seria necesario apercebirse de mucho dinero. Esto se enderezaba á armar otro lazo á Andrés de Cabrera, que tenía á su cargo en el alcázar de Segovia los tesoros reales. En aquella ciudad

sabia muy bien, por medio del ejército y reales de los enemigos pasó y entró en aquella villa para hacer compañía al Rey en aquel peligro y trance. Era justo, de quien tenia todo lo que era y valia, por su servicio lo don aventurase. De los tres hijos del rey de Aragon, Alonso acompañaba á su padre, el arzobispo de Zaragoza se puso en la ciudad de Elna, que está allí cerca, con buen número de soldados á propósito de hacer lo que le fuese mandado. El rey don Fernando, avisado de lo que pasaba, partió de Talamanca con cuatrocientos de á caballo que de Castilla llevó de socorro ; por el camino se le juntaron otros ciento. Con esta gente por el mes de junio llegó á ponerse sobre Ampúrias; el międo que con esto puso á los enemigos fué tal, que alzado el cerco y poco despues hechas treguas que durasen hasta el mes de octubre, desembarazaron la tierra. Por esta manera concluida esta guerra, el rey de Aragon hizo finalmente su entrada en Barcelona á manera de triunfo debajo de un palio, en un carro cubierto de brocado morado, tirado de cuatro caballos blancos; acompañabanle al uno y al otro lado la nobleza y magistrados con grande muchedumbre del pueblo que salió á este espectáculo y se derramó por aquellos caminos y campos. Entró por la puerta de San Daniel; su aspecto muy venerable por sus canas y por la vista recobrada y por sus grandes hazañas. El cuerpo sin fuerzas sustentaba el brio y valor de su ánimo. Su hijo el rey don Fernando era partido para Tortosa con intento de tener Cortes á los aragoneses y presidir en lugar de su padre; pero desistió deste intento por una dolencia que le sobrevino y porque de Castilla, en que resultaban muchas novedades, le hacian grande instancia que apresurase la vuelta. Por el mismo tiempo los huesos de don Fernando, maestre de Avis, de quien se dijo murió cautivo en Africa, cierto moro de la ciudad de Fez, en que estaban, los hurtó y los trajo á Portugal. Diéronles sepultura en Aljubarrota entre los sepulcros de sus antepasados. Las exequias y honras que le hicieron, á la manera que entre cristianos se usa y acostumbra, fueron solemnes y grandes.

CAPITULO XX.

Del concilio que se tuvo en Aranda.

En las demás provincias de España á esta sazon ninguna cosa aconteció que de contar sea, salvo lo que es mas importante, que gozaban de una grande y alegre paz; solo el reino de Castilla no sosegaba, antes cada dia resultaban nuevos miedos y asonadas de guerra. Las diferencias continuas de los grandes eran ordinarias; el pueblo, perdida por su ejemplo la modestia y todo buen respeto, se alteraba. Las villas y ciudades andaban divididas en bandos. Las fuerzas de don Fernando y doña Isabel iban en aumento; muchos se les arrimaban y seguian su partido; las del rey don Enrique desfallecian y se disminuian por su poquedad y por tener al pueblo disgustado. Sin duda como en el cuerpo, así en la república aquella enfermedad es la mas grave que se derrama y tiene su principio de la cabeza. En Vizcaya se veian alteraciones á causa que el nuevo Condestable pretendia reducir aquella gente feroz y

constante al servicio del rey don Enrique. Por el contrario, el conde de Treviño por estar aficionado al partido de Aragon le hacia resistencia, al cual y á su casa de tiempo antiguo tenian los vizcaínos mas aficion. Con esto se hacian talas y robos por toda aquella tierra de suyo estéril y falta. En Toledo se levantaron nuevos alborotos. El conde de Fuensalida, confiado en que el maestre de Santiago le hacia espaldas, y con intento que tenia de apoderarse de aquella ciudad, se resolvió de entrar en Toledo con gente armada para echar della á Hernando de Rivadeneyra, mariscal, y aficionado al servicio del rey don Enrique. Este atrevimiento repri→ mió el pueblo con las armas, y la venida del Rey, que avisado del peligro acudió á gran prisa para atajar el alboroto; así las alteraciones del pueblo se sosegaron; dióse perdon á los culpados, con que los malos quedaron mas animados. Despues deste caso el maestre don Juan Pacheco con deseo de quietud se partió para Peñafiel, donde tenia su mujer, además que por los muchos años que anduvo de ordinario en la corte sospe→ chaba, como era la verdad, que tenia á muchos cansados; enfado que queria remediar con ausentarse. En su lugar envió á su hijo don Diego, en cuya persona, como arriba queda dicho, tenia renunciado y traspasado el marquesado de Villena. Recibió el Rey al Marqués con tan grandes muestras de amor como si su padre le hubiera hecho señalados servicios. Tenia buen parecer, la edad en su flor, y el trato y arreo era conforme á sus riquezas. De Toledo volvió á Segovia el Rey; allí se aumentó el amor y privanza con el trato y familiaridad ordinaria. Llegó esto á tanto, que en persona iba cada dia á visitar al Marqués, que tenia su aposento en el Parral de Segovia, monasterio de jerónimos. Tratóse con don Andrés de Cabrera se reconciliase con los Pachecos y que se pusiese en las manos del Rey y entregase el alcázar de Segovia con los tesoros que allí tenia. En recompensa le ofrecian la villa de Moya, que está cerca de la raya de Valencia y no léjos de Cuenca, patria y natural de don Andrés. Daba él de buena gana orejas al partido; pero como se entendiese esta negociacion, los de aquella villa se agraviaron y alborotaron. Pasaron en esto tan adelante, que hicieron venir en su defensa y recibieron soldados aragoneses de guarnicion, cuyo capitan Juan Fernandez de Heredia acudió del reino de Valencia, y se apoderó de aquella villa en nombre de la princesa doña Isabel. Recibió desto pesadumbre el rey don Enrique. Doña Isabel, en ausencia de su marido, desde Tordelaguna, villa en el reino de Toledo, acudió á Aranda de Duero, llamada de comun consentimiento por los moradores de aquella villa por el aborrecimiento que tenian á la reina doña Juana, cuya era antes, por su poca honestidad, de que todo el reino se ofendía, y el mismo Rey, mas que nadie, como al que aquella mengua mas tocaba. Pero hay personas que si bien se ofenden de la maldad, no tienen ánimo para reprimirla ni castigarla; tal fué la condicion deste Príncipe por todo el tiempo de su vida. Tenian á está sazon á la Reina y á su hija doña Juana en el alcázar de Madrid á cargo del marqués de Villena y en su poder. Agreda, que es una villa situada cerca del sitio en que antiguamente estuvo otro pueblo de los pelendones, lla

mado Augustobriga, movida por el ejemplo de Aranda, que no léjos le cae, se entregó tambien á la infanta doña Isabel. El sentimiento del Rey se dobló, y en particular del conde de Medinaceli, á quien tenia hecha merced de aquel pueblo. En esta misma sazon don Alonso Carrillo, arzobispo de Toledo, que acompañó en esta jornada á la Infanta, convocó para aquella villa de Aranda un concilio provincial de los obispos sus sufragáneos. Despachó sus edictos y cartas en esta razon; acudieron los obispos y arciprestes de toda la provincia sin otro gran número de personas, así eclesiásticas como seglares. La voz corria que se juntaban para reformar las costumbres de los eclesiásticos, muy estragadas con vicios y ignorancias por la revuelta de los tiempos. Puédese sospechar que el principal intento fué afirmar con aquel color la parcialidad de Aragon y granjear las voluntades de los que allí se hallasen. A los 5 de diciembre promulgaron cuatro decretos solos, que fueron estos: «<Los obispos en público siempre anden con roquete. Cada cual de los sacerdotes por lo menos diga misa tres ó cuatro veces al año. Los eclesiásticos no asienten al servicio ni lleven gajes de ningun señor fuera del Rey. Los beneficios curados y las dignidades no se provean á ninguno que no sepa gramática.» Apenas habian despedido el Concilio, cuando el rey don Fernando llegó á Almazan y Berlanga. Allí el conde de Medinaceli y Pedro de Mendoza, señor de Almazan, mucho le festejaron. Dende pasó á Aranda; con su presencia pretendia dar calor á sus aficionados y adelantar su partido. Fallecieron en este mismo año en Castilla el almirante don Fadrique y el maestre de Alcántara don Gomez de Cáceres y Solís, á quien sucedió, como que

da dicho, don Juan de Zúñiga. En Francia finó otrosí Nicolao, hijo de Juan, duque de Lorena. Quedaba todavía en vida Renato, su abuelo, cuyo nieto, hijo de una hija suya, llamado asimismo Renato, sucedió en el ducado de Lorena por parte de su abuela materna, mujer que fué del mismo Renato. Este nuevo duque de Lorena alcanzó gran renombre, mas que por otra cosa por una famosa batalla que ganó de los flamencos cerca de Nanci, ciudad de aquel su estado, en que quedó vencido y muerto Cárlos, duque de Borgoña, que llamaron el Atrevido. Juan, conde de Armeñaque, despues que se huyó á España, como queda dicho, nunca entró en gracia de su Rey ni dél se hizo confianza. Por este despecho con ayuda y gentes del duque de Borgoña hizo guerra en la Guiena, y en ella prendió la persona de Pedro de Borbon, gobernador de aquel ducado, por trato que tuvo con los suyos. Este insulto ofendió mucho mas al dicho Rey, mayormente que no le quiso soltar antes de ser restituido en su villa de Lectorio, de que el tiempo pasado le despojaron. El Cardenal albigense con gentes que le dieron recobró á Lectorio y le echó por tierra; y al mismo Conde, sin embargo que se le rindió á partido, le hizo morir. Dió este caso mucho que decir, si bien los pareceres eran diferentes; todos concordaban comunmente en que tenia muy merecido aquel desastre y castigo. Sus delitos y desórdenes eran muy feos; uno en particular y muestra de su soltura, que con bulas falsas del Papa en razon de dispensar con él, se casó con su misma hermana, y della se aprovechó; torpeza vergonzosa y afrenta digna y merecedora por justo juicio de Dios de aquella su muerte desgraciada.

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LIBRO VIGÉSIMOCUARTO,

CAPITULO PRIMERO.

La infanta doña Isabel se reconcilia con el Rey, su hermano. No sosegaban las pasiones entre los grandes y nobles de Castilla. El partido de Aragon todavia se adelantaba en fuerzas y reputacion. El maestre de Santiago no se descuidaba en allegar riquezas, poder y vasallos y apercebirse de los mayores reparos que pudiese. Crecia con el aumento la codicia de tener mas; dolencia ordinaria y sin remedio. El miedo le aquejaba grandemente si los aragoneses viniesen á tener el mando y el gobierno, que á él seria forzoso partir mano de gran parte de su estado, como de herencia que fué de aquellos infantes de Aragon y por el mismo caso de sus hijos. Por este recelo pretendió desbaratar el casamiento de los príncipes don Fernando y doña Isabel, y al presente intentaba lo mismo del que tenian concertado entre don Enrique de Aragon y la princesa doña Juana. Representaba para entretener grandes dificultades. La

capacidad del Rey era tan corta, que no entendia estas tramas; si las entendia, disimulaba; tal era su poquedad. En particular deseaba con el alcázar de Madrid juntar el de Segovia. Parecíale si lo alcanzaba tendría en su poder como con grillos al Rey, y para todo lo que podia suceder se aseguraria mucho por este camino. Este era su mayor deseo; solo y principalmente Andrés de Cabrera por la privanza que tenia con el Rey y ser persona de grande ingenio, y que no fiaba de las promesas que le hacia el Maestre, bien que eran muy grandes, le hacia resistencia; de donde resultaron sospechas y se aumentaron entre ellos los disgustos. Cada cual trataba de usar de maña y derribar al contrario, como personas que eran el uno y el otro sagaces y astutas. El Maestre tenia mas poder y fuerzas; Andrés de Cabrera fué mas venturoso y acertado. Puso todas sus fuerzas y la mira en reconciliar á doña Isabel con el rey don Enrique, su hermano. Venia muy á propósito para esto la ausencia de su competidor; que su hijo

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de

en el alcázar de Segovia á 28 de diciembre, principio

el marqués de Villena por su edad no era porés asis del año del Sefior de 1474. Sabida su venida, los áni

mos de todos se alteraron, así de los ciudadanos como de los cortesanos, unos de una manera, otros de otra, conforme á la aficion que cada uno tenia. El marqués de Villena por sospechar algun engaño y tratado, en un caballo muy de priesa y con mucho miedo se fué á recoger á Ayllon, que es un pueblo por allí cerca. El rey don Enrique en el bosque de Balsain se entretenia en el ejercicio de la caza cuando le vino esta nueva. Acudió luego á Segovia y fué á visitar á su hermana. Las muestras de alegría con que se saludaron y abrazaron fueron grandes, tanto con mayor aficion, que de mucho tiempo atrás no se vieran. Gastaron mucho tiempo en hablar en puridad. Por la despedida la infanta doña Isabel encomendó sus negocios á su hermano y su derecho, que dijo entendia ser muy claro. Respondió el Rey que miraria en lo que le decia. Desta manera se despidieron ya muy tarde. El dia siguiente cenó el Rey en el alcázar con su hermana, y el tercero la Infanta salió á pasear por las calles de la ciudad en un palafren que él mismo tomó de las riendas para mas honralla. Ningun dia amaneció mas claro, así para aquellos ciudadanos como para toda España, por la cierta esperanza que todos concibieron de una concordia muy firme, despedido el miedo que por la discordia tenian de grandes males. Aumentóse esta esperanza y confirmóse con que el mismo rey don Fernando, de Turuégano, do estaba alerta y á la mira por ver en qué paraba esto, vino tambien á Segovia movido de la fama de lo que pasaba y persuadido por las cartas de su mujer. El dia de los Reyes, don Enrique, don Fernando y doña Isabel salieron á pasear juntos por la ciudad, que fué un acompañamiento muy lucido y espectáculo muy agradable para los ojos de todos. Despues del paseo yantaron juntos y á una mesa en las casas obispales, en que Andrés de Cabrera les tenia aparejado un banquete muy regalado. Diego Enriquez del Castillo dice que comió con ellos don Rodrigo de Villandrando, conde de Ribadeo, en virtud de un privilegio que se dió á su padre, como arriba queda dicho, que todos los primeros dias del año se asentase y comiese á la mesa del Rey. Alzadas las mesas, hobo música y saraos, y por remate trajeron colacion de conservas varias y muy regaladas. La alegría de la fiesta se enturbió algun tanto con la indisposicion del rey don Enrique, que le retentó un dolor de costado de tal manera, que le fué forzoso irse á su palacio. Lo que sucedió acaso, como lo juzgan los mas prudentes; el vulgo, inclinado siempre á lo peor y que en todo y con todos entra á la parte, lo echaba á que le dieron algo; opinion y sospecha que se aumentó por la poca salud que en adelante siempre tuvo, y la muerte, que le sobrevino antes de pasado el año. La perpetua felicidad de aquellos príncipes, don Fernando y doña Isabel, y la grandeza de las cosas que hicieron dan bastante muestra que por lo menos si

tantas mañas y astucia. Al contrario, don Andrés asistia mucho con el Rey, y con servicios que le hacia conforme al tiempo le ganaba de cada dia mas la voluntad. Sucedió que cierto dia tuvo comodidad para persuadille con muchas palabras mandase llamar á la infanta doña Isabel, y diese lugar para que le visitase; cosa que decia seria saludable para la república, y para el Rey en particular provechosa y honesta. Añadió que ninguno ignoraba dónde iban á parar los intentos del Maestre, que era con la revuelta del reino acrecentar las riquezas de su casa; codicia y ambicion intolerable. «De su poca lealtad y firmeza dan muestra claramente, aunque yo lo calle, las alteraciones graves y largas de que él mismo ha sido causa, como hombre que es compuesto de malicias y engaño. Bien veo que el amor de la Princesa impide esto, y que parece cosa indigna despojar su inocente edad de la herencia paterna. Verdad es esto; pero si va á decir verdad, ¿cómo podrémos persuadir al pueblo desenfrenado en sus opiniones que sea vuestra hija? Los príncipes prudentes no deben pretender en la república cosa alguna de que los vasallos no son capaces. No se puede hacer fuerza á los corazones como á los cuerpos; y los imperios y mando se conservan y caen conforme á la opinion de la muchedumbre y conforme á la fama que corre. Mas en esto, sea lo que fuere. ¿por ventura para dotar á la hermana y á la hija no bastarán las riquezas grandes deste nobilísimo reino, repartidas conforme al concierto que se hiciere entre ambas? Que si parece cosa pesada diminuir la majestad del reino y sus fuerzas, muy mas grave será enredarle con una guerra civil y despeñarle en los daños perpetuos que della resultaran. Este sin duda es el camino ó ningun otro hay para excusar tantos males; en que si hay alguna cosa contraria á los intentos particulares, entiendo se debe disimular por el deseo de la paz y amor de la patria. Cuantos males hayan de resultar de la discordia civil, es razon considerarlo con tiempo y con eficacia evitarlos. » Movióse con este razonamiento el ánimo del rey don Enrique, como persona que fué por toda la vida de una maravillosa inconstancia en sus acciones y consejos, indigno del nombre de Rey y afrenta de la silla real. Pasó adelante Andrés de Cabrera, y en otras ocasiones que se le presentaron por su buena diligencia y amonestaciones persuadió al Rey hiciese llamar á su hermana. Hecho esto, dió órden que doña Beatriz de Bobadilla, su muger, se partiese para la villa de Aranda, y para que todo fuese mas secreto, disfrazada, en un jumento y traje de aldeana. Hízose así: habló ella con la infanta doña Isabel y la persuadió que sin dar parte á nadie se fuese lo mas presto que pudiese á Segovia. Avisóle de la aficion que el Rey, su hermano, la mostraba; y que si se trocase estaria en el alcázar segura para que nadie la hiciese agravio. Decia que dado que corriese cualque peligro, en cosas grandes era forzoso aventurarse. En aquella ocasion convenia usar de presteza, que cual-hobo alguna cosa no tuvieron ellos parte; ni es de creer quiera detenimiento seria dañoso, pues muchas veces en poco espacio se hacen grandes mudanzas. Concertado el negocio, doña Beatriz se volvió á su marido; en pos della á poca distancia la princesa doña Isabel entró

diesen principio á su reinado con una tan grande maldad como sus contrarios les achacaban. Los odios encendidos que andaban y la grande libertad que se veia en decir unos de otros mal, dieron lugar á sospechar

esta y otras semejantes fábulas. Hiciéronse por la salud del Rey muchas procesiones, votos, rogativas y plegarias para aplacar á Dios, con que mejoró algun tanto por entonces de aquel accidente.

CAPITULO II.

De la muerte del maestre don Juan Pacheco.

Luego que el Rey convaleció, se comenzó á tratar de concertar aquellos príncipes y hacer capitulaciones para ello. Pedia doña Isabel que todos los estados del reino la jurasen por heredera, pues tenia derecho para ello. Si esto se hacia, que ella y su marido perpetuamente estarian á obediencia del Rey. Ofrecia otrosí que por seguridad daria su hija en rehenes para que estuviese como en tercería en el alcázar de Avila y en poder de Andrés de Cabrera. Por el contrario, el conde de Benavente pedia con instancia que la princesa doña Juana casase con don Enrique de Aragon. Sentido de la burla que hicieron á su primo, amenazaba que si esto no se hacia, desbarataria el asiento que se pretendia tomar entre los dos reyes y pondria impedimento para que no pasase mas adelante, como el que podia mucho por andar al lado del rey don Enrique y agradarle mas por el mismo caso que esto pedia. Los otros grandes no eran de un parecer ni de una misma voluntad. Los cortesanos y palaciegos parte favorecian á doña Juana, los mas se inclinaban á doña Isabel, y mas los que tenian mas cabida y mas privanza en la casa real, cosa que mucho ayudó á mejorarse su partido. Todos se gobernaban por aficion sin hacer mucha diferencia entre lealtad y deslealtad. En particular la casa de Mendoza se comenzó á inclinar á esta parte, señores muchos en número, muy poderosos en riquezas y en aliados. Por el mismo caso el arzobispo de Toledo comenzaba á divertirse y aficionarse á la parcialidad contraria de doйa Juana, de quien le parecia se podian esperar mayores premios y mas ciertos. El rey don Enrique se hallaba muy dudoso de lo que debia hacer. El maestre don Juan Pacheco con cartas que de secreto le envió le persuadia que de noche se apoderase de la ciudad y prendiese y pusiese en su poder á don Fernando y á doña Isabel, pues se le presentaba tan buena ocasion de tenerlos como dentro de una red metidos en el alcázar; para efectuallo le prometia su ayuda y su industria. Cosa tan grande como esta no pudo estar secreta ni desbaratarse por fuerzas humanas el consejo divino y lo que del cielo estaba determinado. Luego pues que se supo lo que se trataba, don Fernando se fué arrebatadamente á Turuégano. La infanta doña Isabel se quedó en el alcázar de Segovia, resuelta de ver en qué paraban aquellos intentos y no dejar la posesion de aquel alcázar nobilísimo en que tenian los tesoros y las preseas mas ricas de la casa real, y de donde entendia tomaria principio y se abriria la puerta para comenzar á reinar; hembra de grande ánimo, de prudencia y de constancia mayor que de mujer y de aquella edad se podian esperar. Despues que el rey don Enrique y don Fernando se apartaron, se tornaron á juntar por un nuevo accidente. Fué así, que el conde de Benavente alcanzó del rey don Enrique los años pasados con la revuelta de los tiempos

que le diese á Carrion, villa principal en Castilla la Vieja. Hecha la merced, la fortificó con muros y con reparos. Llevaba esto mal el marqués de Santillana á causa que aquella villa de tiempo antiguo estaba á su devocion por la naturaleza que la casa de Mendoza tenia en ella por los de la Vega y Cisneros, linajes incorporados en el suyo. Demás desto, movido por sus ruegos y lágrimas, persuadió al conde de Treviño que al improviso se apoderase con gente de aquella villa. Hizolo él como lo concertaron; para socorrerle el marqués de Santillana se partió de priesa de Guadalajara con golpe de soldados. El conde de Benavente para vengar por las armas aquel agravio hizo lo mismo desde Segovia, do le tomó la nueva. Con esto y por estar divididos los demás grandes y acudir con sus gentes, unos á una parte, otros á otra, corria peligro que sucediese algun desman señalado por cualquiera de las partes que la victoria quedase. Acudieron por diversas partes los reyes mismos, don Fernando para asistir al marqués de Santillana, bien acompañado por si fuesen menester las manos, don Enrique para poner paz, como lo hizo, que puestas sus estancias en medio de los dos reales contrarios y entre las dos huestes, apenas y con trabajo pudo alcanzar que dejasen las armas. El conde de Benavente se puso de todo punto en las manos del Rey. Dióle el arzobispo de Toledo en recompensa el lugar de Magan, y con tanto vino en que abatiesen el castillo de Carrion y le echasen por tierra, que era la principal causa porque aquel pueblo estaba alterado, y la villa volvió á la corona real. Hechas las paces, el de Santillana se vió con doua Isabel en Segovia; dende se volvió á Guadalajara, ya determinado de todo punto de tomar nuevo partido y seguir nuevas esperanzas, así él como los suyos. El rey don Enrique, despues de visitar á Valladolid y detenerse algun tanto en Segovia, á persuasion y por consejo del maestre don Juan Pacheco para comunicar y tratar cosas muy importantes, se partió para Madrid; tal era la voz. Hízole grande instancia, y al fin le persuadió que tratase de casar á la princesa doña Juana con el rey de Portugal, y que para poner esto en efecto se partiese, si bien tenia poca salud, hasta la raya de aquel reino. Este era el color que se tomó para este viaje. El mayor y mas verdadero cuidado del Maestre era de apoderarse de Trujillo; grande codicia y deseo de amontonar riquezas y estados. Conformáronse los moradores con la voluntad del Rey por tener el Maestre granjeada gran parte del regimiento y seguir el pueblo lo que la nobleza queria; solo el castillo por su fortaleza les era impedimento, que el alcaide Gracian de Sese no le queria entregar hasta tanto que le gratificasen lo que en él gastara, que era mucha parte de su hacienda, y le tomasen las cuentas. El rey don Enrique con la tardanza y por ser aquellos lugares malsanos y el tiempo poco á propósito, agravada la indisposicion, se volvió á Madrid. El Maestre, algo mejor de una enfermedad que asimismo le sobrevino, se hizo llevar á Trujillo en hombros. Llegó con este intento á Santa Cruz de la Sierra, que es una aldea dos ó tres leguas á la parte de mediodía de aquella ciudad. Trataba de persuadir al Alcaide que entregase la fortaleza y de ganalle, cuando en medio destas prá

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