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le pregone como tal la fama pública y sean del mismo parecer los varones graves y eruditos. Es, por otra parte, aquel temor completamente infundado. De otro modo irian los negocios de los hombres si entre estos se encontrasen muchos de grande esfuerzo dispuestos á despreciar su salud y su vida por la libertad de la patria; mas desgraciadamente detiene á los mas el deseo de salvar sus dias, deseo que se opone á la realizacion de grandes y nobilísimos proyectos. Entre tantos tiranos como existieron en la antigüedad ¿cuántos podemos contar que hayan muerto bajo una espada regicida? En España apenas uno que otro, si bien debe esto atribuirse á la lealtad de los súbditos y á la clemencia de los príncipes que ejercieron humana y modestamen te el poder que le confiaron el consentimiento público y el derecho. Es siempre sin embargo saludable que estén persuadidos los príncipes de que si oprimen la república, si se hacen intolerables por sus vicios y por sus delitos, están sujetos á ser asesinados, no solo con derecho, sino hasta con aplauso y gloria de las generaciones venideras. Este temor cuando menos servirá para que no se entregue tan fácilmente ni del todo á la liviandad y á las manos de sus corruptores cortesanos, para que cuando menos por algun tiempo ponga freno á sus furores. Podrá contenerle mucho este temor, y aun mas que este temor la persuasion de que siempre es mayor la autoridad del pueblo que la suya, por mas que hombres malvadísimos, solo para lisonjearle, afirmen lo contrario.

A lo que se objetaba sobre el rey David, debemos contestar que no tenia este una causa bastante poderosa para matar á Saul, pudiendo, como podia, apelar á la fuga ; que siendo Saul un rey establecido por el mismo Dios, si David le hubiese muerto para defenderse, hubiera debido atribuírsele á impiedad, no á amor á la república. Ni fueron, por otra parte, tan depravadas las costumbres de Saul que oprimiese tiránicamente á sus súbditos y quebrantase escandalosamente las leyes divinas y humanas, y se apoderase de la fortuna de los ciudadanos. Es cierto que la corona habia de pasar á David, pero cuando Saul muriese, y sin que esto le diese derecho para arrebatar al que aun reinaba elimperio junto con la vida. Ignoramos en qué podia fundarse san Agustin cuando en el cap. 17 de su libro contra Dimano estableció que David no quiso matar á Saul, á pesar de serle lícito.

No es tampoco necesario esforzarse mucho para destruir la objecion de los emperadores romanos. Con la resignacion y la sangre de los fieles se echaban entonces los cimientos de la grandeza de la Iglesia, que ha llegado á extenderse hasta los últimos limites del orbe; cuanto mayor era la opresion, cuantas mas eran las víctimas, tanto mas iba creciendo por un favor especial del cielo. No convenia por esta razon en aquellos tiempos que los fieles atentasen contra la vida de los príncipes, no convenia que hiciesen ni aun lo que estaba permitido por derecho y venia establecido terminantemente por las leyes; y aun refiriéndonos á aquellos tiempos hallamos que el noble historiador Zozoma, haciéndose cargo en el cap. 2.o del lib. vi de si era cierto que un soldado hubiese muerto al emperador Juliano, dice

claramente que, á serlo, merecia por este solo hecho el aplauso de las gentes.

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Creemos, por fin, que deben evitarse los movimien→ tos populares para que con la alegría de la muerte del tirano no se entregue la muchedumbre á excesos y sea de todo punto estéril un hecho de tanto peligro y trascendencia; creemos que antes de llegar á ese extremo gravísimo remedio deben ponerse en juego todas las medidas capaces de apartar al príncipe de su fatal ca→ mino. Mas cuando no queda ya esperanza, cuando estén ya puestas en peligro la santidad de la religion y la salud del reino, ¿quién habrá tan falto de razon que no confiese que es lícito sacudir la tiranía con la fuerza del derecho, con las leyes, con las armas? Ejercerá quizás en algunos mucha influencia el hecho de haber sido condenada por los padres del concilio de Constanza la proposicion de que cualquier súbdito debe y puede matar al tirano, valiéndose, no solo de la fuerza, sino tambien de las asechanzas y del fraude. Este decreto empero no fué aprobado ni por el pontífice Martin V ni por Eugenio ni por sus sucesores, de cuyo asentimiento depende la fuerza legislativa de los concilios eclesiásticos; este decreto fué dado en una época de trastor→ nos para la Iglesia, en una época en que tres pontífices á la vez se disputaban la silla de San Pedro; este decreto fué motivado por la exagerada doctrina de los husitas, segun la cual cabia destronar á los príncipes por cualquiera crimen que hubiesen cometido, y tenia cualquiera facultades para despojarles del poder de que injustamente disponian; este decreto fué extendido finalmente con la idea de condenar la opinion de Juan le Petit, teólogo de Paris, que pretendia excusar el asesinato de Luis de Orleans, por Juan de Borgoña, sentando que es lícito que mate un particular á un rey que está ya cerca de la tiranía, cosa insostenible, sobre todo cuando hay de por medio un juramento y no se espera, como no esperó aquel, á que se pronuncien otros en contra del monarca.

Este es pues mi parecer, hijo de un ánimo sincero, en que puedo, como hombre, engañarme. Si alguien supiese mas y me diese en contra de él mejores razones, se lo agradeceré en el alma. Pláceme empero concluir este capítulo con las palabras del tribuno Flavio, que convencido de conspirador contra Domicio Neron y preguntado cómo pudo olvidar su juramento: «Te aborrecia, dijo; no tuviste un soldado mas fiel que yo mientras mereciste ser amado; empecé á odiarte despues que fuiste parricida de tu madre y de tu esposa, despues que te hiciste auriga, cómico é incendiario. » ¡Alma verdaderamente militar y de varonil esfuerzo!

CAPITULO VII.

Si es lícito envenenar á un tirano.

Tiene el malvado en su interior su propio verdugo; su misma conciencia le sirve de suplicio. No tendrá ningun enemigo exterior, pero de seguro que la misma depravacion de su vida y de sus costumbres ha de hacerle amargos sus mayores placeres y amarga hasta la satisfaccion de sus caprichos. ¡Qué vida tan triste y miserable la del que se ve obligado á quemar con ascuas su barba

rece mas digno del hombre vencer á los enemigos con los recursos de la razon y la prudencia sin verter la sangre del ejército que con el uso de las fuerzas físicas, en que nos llevan ventajas otros muchos séres animados. Lo que es para mi cuestionable si es lícito matar al enemigo público y al tirano, palabras para mí sinónimas, con veneno y yerbas ponzoñosas, pregunta que años atrás me hizo cierto príncipe en Sicilia en época que estaba explicando en aquella isla teología. Sabemos que ha habido de esto muchos casos, y estamos persuadidos de que si llevase alguno intencion de matar al príncipe y viese abierto este camino para lograr su intento, no habia de dejarlo por el parecer de los teólogos, ni habia por esto de trocar el veneno por la espada, principalmente siendo mayor el peligro y mayor la esperanza de la impunidad, y no debiendo disminuirse en nada, sino antes bien aumentarse el alborozo público, porque muerto el enemigo capital, quedase con vida el autor y salvador de las libertades públicas. Nosotros, sin embargo, no hemos de considerar lo que han de hacer los hombres, sino qué es lo que nos está concedido por las leyes de la naturaleza. ¿Qué importa que se emplee el hierro óel veneno, sobre todo cuando se ha concedido ya que pueda apelarse al dolo y á toda clasede asechanzas? Tenemos además para cohonestarlo muchos ejemplos antiguos y modernos de tiranos que han sucumbido á este género de muerte. Es ciertamente difícil propinar veneno á un príncipe que está cercado de su servidumbre, investigar las comidas que son para él mas sabrosas, asaltar el alcázar y la inmensa inole del palacio real; mas si se ofreciese ocasion oportuna, ¿quién habrá tan perspicaz y de tan agudo ingenio que pretenda distinguir entre ambos géneros de muerte?

y su cabello por temer como el tirano Dionisio la mano de un barbero! ¡Qué placeres pueden ser los del que como Clearco, tirano del Ponto, han de esconderse como una serpiente en el fondo de un arca para vivir tranquilos y conciliar el sueño! ¿De qué le serviria el imperio á aquel rey de Argos, llamado Aristod emo, que tenia abierta la puerta de su cuarto sobre unos grandes arcos y al alcanzarla mandaba quitar la escala con que habia subido? ¿Puede darse mayor desventura que la del que no puede confiar en nadie ni aun en sus amigos y criados? A cualquier ruido se estremece, cualquiera sombra le espanta, y le parece siempre que está viendo al pueblo reunido y airado contra su persona. ¡ Vida por cierto bien miserable la del que puede proporcionar un glorioso nombre á su asesino! Porque no puede ya cabernos duda de que es glorioso exterminar de la sociedad humana á esos infames y perniciosos monstruos. Córtanse los miembros gangrenados para que no inficionen el resto del cuerpo, y con hierro tambien deben ser cortadas de la república esas terribles fieras que pueden provocar su ruina. Justo es que tema el que da que temer á los demás. ¡Ay, cuánto mas saludable no seria que el temor que abrigase fuese siempre mayor que el que él inspira! No corresponde nunca el apoyo que dan las fuerzas, las armas y las tropas al peligro que hay en excitar el odio de los pueblos, que amenaza siempre con la ruina á los mas altos príncipes. Se esfuerzan todas las clases del Estado en arrancarles de los terribles excesos de la maldad y la bajeza; y creciendo de dia en dia el odio, ó apelan manifiestamente á la sedicion, tomando en público las armas por creer justo y grande sacrificar en aras de la patria la vida que debemos á la naturaleza, medio con que no pocos tiranos sucumbieron, ó rodeándose de las mayores precauciones emplean las asechanzas y el fraude conjurándose en secreto para ver si arriesgando la vida de uno solo ó de muy pocos, salvan la república. Si salen entonces con bien de su empresa, son tenidos durante toda su vida al par de los mas grandes héroes ; si mal, caen como víctimas propicias á los dioses y á los hombres, y merecen por su noble esfuerzo la memoria de la posteridad entera.

Es ya pues innegable que puede apelarse á la fuerza de las armas para matar al tirano, bien se le acometa en su palacio, bien se entable una lucha formal y se esté á los trances de la guerra. Mas ¿cabrá tambien echar mano de asechanzas, como llevamos dicho que hizo Ayod matando al rey de los moavitas despues de haberse descartado de testigos, captándose con dádivas y fingidas palabras atribuidas á Dios la voluntad y la gracia de su víctima? Es á la verdad mayor virtud y de ánimos mas grandes manifestar abiertamente el odio y acometer públicamente al enemigo del Estado; pero no de menor prudencia buscar medios indirectos y hasta pérfidos para alcanzar el objeto sin riesgo ó á lo menos con el menor peligro y el menor daño posible. Francamente hablando, no puedo menos de alabar á los lacedemonios que sacrificaban un gallo blanco á Marte, dios de la guerra, como la engañada antigüedad creia, cuando habian ganado una victoria á la sombra de sus estandartes, y un corpulento toro cuando por pura astucia, fundándose en que pa

No puedo negar la gran fuerza de estos argumentos, ni me extraña que llevados por su solidez consideren algunos conforme á la equidad y al derecho matar al tirano óá un enemigo público enviando secretamente contra el, ya envenenadores, ya asesinos. Debemos empero empezar observando que entre nosotros no está ya en vigor la costumbre por la cual en Aténas y en Roma se envenenaba á los reos condenados á muerte. Se ha reputado entre nosotros cruel y sobre todo ajeno de las costumbres cristianas obligar á un hombre, por mas cubierto que esté de crímenes, á quitarse la vida por su propia mano, bien atravesando con un puñal sus entrañas, bien tomando emponzoñadas la comida ó la bebida, cosas las dos igualmente contrarias al derecho natural y á las leyes de la humanidad, por las cuales nos está prohibido atentar contra nuestra propia existencia. Como pues hemos dicho que pueda matarse al enemigo armándole asechanzas, decimos ahora que es injusto envenenarle. ¿Qué importa que se le propine el veneno ignorándolo ó sabiéndolo, si el asesino no puede de ningun modo ignorar que emplea un género de muerte contrario á la naturaleza, y es sabido que la culpa de un crímen cometido por ignorancia pesa siempre sobre sus autores? ¿De qué le servió á Laban que su yerno Jacob aceptase de su hermano á Lia, ignorando que esta no fuese Raquel, con quien se habia casado? De qué puede servir á otros para sincerarse

la ignorancia de los que pecaron engañados por el fraude que artificiosamente les urdieron? Es la misma voz de la naturaleza, ese sentido comun de los hombres el que no puede menos de vituperar al que envenene hasta sus mas implacables enemigos. Acúsase á cada paso á Cárlos, rey de Navarra, llamado el Cruel, por haber enviado secretamente envenenadores contra el conde de Fox, el rey de Francia y los duques de Berri y Borgoña. Sean estos hechos verdaderos, sean fingidos, que es lo mas creible, lo cierto es que apoderado de ellos el insensato vulgo, le cubrió de infamia y excitó contra él el odio de españoles y franceses.

por los pasos de nadie senda ni camino. ¿Es mayor la autoridad del rey ó la de toda la república? Materia es esta á la verdad, no solo difícil, sino resbaladiza y peligrosa, pues cualquiera que sea la opinion que emitamos, se nos puede achacar ó á que hemos querido adular á los príncipes, ó á que no ha podido detenernos el espíritu de la dignidad real para ofender á los que son casi árbitros de nuestra vida y nuestra muerte; y nos quedan de todos modos escasas esperanzas de adelantar en fama ni en fortuna. Las cosas fortalecidas por el tiempo primero se rompen que se corrigen, y es propio de nuestra condicion, no solo amar nuestras faltas y luna

una opinion, podemos parecer débiles y amigos de captarnos el favor del príncipe, aceptando la otra temerarios y dementes. Como quiera que sea, creemos no deber entrar en la cuestion, pues en nada se afecta tanto la suerte de la república como en aumentar ó disminuir la autoridad del príncipe.

A mi modo de ver pues, ni deben administrarse al ene-res, sino hasta querer que otros los amen. Siguiendo migo medicamentos nocivos, ni emponzoñar en daño suyo los alimentos destinados á su subsistencia. No creo que pueda echarse mano de este medio sino cuando el que haya de morir no se vea obligado á beber el veneno y á llevarle por sí mismo á la médula de sus huesos, sino que por ser tan grande la fuerza del tósigo, baste para acabar con él que se le dén en una silla ó en una parte cualquiera de su traje, como veo que han hecho muchos reyes moros. Al efecto han enviado no pocas veces al enemigo vestidos de montar, sillas de armas, tanto, que si no miente la fama, así mataron á Enrique de Castilla, que recibió estando enfermizo unos elegantes borceguíes, y no bien los calzó, emponzoñados los piés, no gozó de un momento de salud hasta perder la vida. Juzef, rey de Granada, murió tambien á los trenta dias de haber recibido del de Fez un vestido de púrpura bordado de oro; y es casi indudable que estaba el vestido envenenado, porque sus miembros todos no manaban sino pus, y tenian la carne, no ya corrompida, sino consumida. ¿De qué murió años despues Mahomad de Guadix, rey nazarita, sino de haber vestido una camisa emponzoñada, segun era pública voz y fama, en tiempos de Enrique III de Castilla? Fernando García, despues de haber abjurado las erradas creencias mahometanas, escribió todo esto al infante de Antequera, que fué despues rey de Aragon, y le advirtió que se recelase mucho de los regalos de gran precio que le habia enviado Juzef, pues los moros con capa de amistad se deshacian muchas veces de sus enemigos.

Muy infamemente obran por cierto los que así nos engañan con obsequios y sin que les hayamos dado motivo provocan nuestra ruina, ó aun habiéndosele dado, atentan contra nosotros despues de una sincera reconciliacion, despues de haber celebrado tal vez un pacto de alianza. Mas no espere nunca el tirano que se hayan reconciliado con él los ciudadanos si no ha variado de costumbres; tema hasta á los que vayan á ofrecerle dádivas; recuerde que es lícito atentar de cualquier modo contra su existencia, con tal que no se le obligue á que sabiéndolo ó ignorándolo, se mate con su propia

mano.

CAPITULO VIII.

¡Es mayor el poder del rey, ó el de la república? Vamos á entrar ahora en una cuestion grave, de muchas fases y embrollada, cuestion tanto mas trabajosa y molesta, cuanto que para resolverla no hay aun abierta

En constituir la república y promulgar leyes se toma ordinariamente la fortuna la mayor parte como por derecho propio; el pueblo no se guia siempre desgraciadamente por la prudencia ni por la sabiduría, sino por los primeros ímpetus de su alma, razon por qué juzgaron algunos sabios que sus hechos mas merecian ser tolerados que alabados. A mi modo de ver, puesto que el poder real, si es legítimo, ha sido creado por consentimiento de los ciudadanos y solo por este medio pudieron ser colocados los primeros hombres en la cumbre de los negocios públicos, ha de ser limitada desde un principio por leyes y estatutos, á fin de que no se exceda en perjuicio de sus súbditos y degenere al fin en tiranía. Así hallo que lo hicieron entre los griegos los lacedemonios, que segun Aristóteles, solo confiaron á sus reyes los cuidados de la guerra y la administracion de los negocios religiosos; así hallo que lo han hecho en tiempos mas modernos los aragoneses, severos y resueltos para defender sus libertades, y sobre todo, convencidos de que á pequeñas concesiones es debida casi siempre la disminucion y pérdida de nuestros derechos naturales. Crearon los aragoneses un magistrado intermedio entre el rey y el pueblo, una especie de tribuno, llamado vulgarmente en estos tiempos el justicia mayor, el cual, armado de leyes y de autoridad, y sobre todo, del amor del pueblo, habia de tener, como tuvo, hasta hace poco circunscrito dentro de ciertos límites el poder arbitrario de los reyes. Nombraban generalmente para tan difícil y espinoso cargo uno de los hombres de mas categoría, á fin de que no pudiese venderles si algun dia sin saberlo el rey creyesen oportuno reunirse para defender la libertad y asegurar la existencia de sus leyes. En estas naciones y en las que se les parezcan nadie ha de dudar por cierto que es mayor la autoridad de la república que la de los príncipes, porque de otro modo, ¿en qué podrian fundar el derecho de enfrenar el poder y resistir á la voluntad de los reyes? Mas en otras provincias donde es menor la autoridad del pueblo que la de sus monarcas es dudoso y por consiguiente cuestionable si se ha de establecer el mismo principio y considerarle provechoso para la salud comun de la república. Está

de tener el mismo poder que tienen los señores en sus respectivos pueblos, los obispos en sus diócesis y otros muchos magistrados que podriamos citar cuan abundantemente quisiésemos y callamos por considerarles ya de un mismo género? ¿Quién puede, por otra parte, negar que la república haya podido sin restriccion de ninguna clase poner en manos del príncipe todo el poder de que estaba dotada por los derechos de la naturaleza? ¿No podian haberlo hecho con la intencion de que fuese mayor y mas respetada la autoridad del príncipe, mayor la necesidad de obedecer en los pueblos, menor la ocasion de rebelarse, cosas todas en que estriba la tranquilidad pública y la salud de todos? ¿Qué otra cosa es la majestad de los reyes que la salvaguardia de la felicidad comun y de la paz del reino?

todo el mundo de acuerdo en que el rey es la cabeza y el jefe del pueblo y en que como tal tiene un poder supremo para la direccion de los negocios, bien se haya de declarar la guerra al enemigo, bien habiendo paz se hayan de otorgar nuevos derechos á los súbditos. Tampoco se duda, generalmente hablando, que el poder de mandar concedido á los príncipes es mayor que el de cada ciudadano y el de cada pueblo; mas entre los mismos que en esto convienen los hay, y no pocos, que niegan al rey el poder de oponerse á lo que resuelva la política ó sus representantes, varones de nota escogidos entre todas las clases del Estado. Tenemos, dicen, la prueba en nuestra misma España, donde el rey no puede imponer tributos sin el consentimiento de los pueblos. Empleará tal vez para alcanzarlo todos los recursos de su industria, ofrecerá premios á los ciudadanos, arrastrará á otros por medio del terror, les solicitará con palabras, con esperanzas, con promesas, cosa que no disputarémos ahora si está bien ó mal hecha; mas si resistiesen á todas estas pruebas, de seguro que se atenderá mas á la resolucion de los pueblos que á la voluntad del príncipe. Y qué, ¿no cabe acaso decir lo mismo cuando se trate de sancionar nuevas leyes, leyes que, como dice san Agustin, solo son tales cuando están promulgadas, confirmadas y aprobadas por las costumbres de los súbditos? No se ha de decir tal vez lo mismo cuando se ha de designar sucesor á la corona por el juramento de todos los brazos del Estado, sobre todo, si por no tener el príncipe descendencia ni colaterales ha de pasar el trono á otra familia? Supongamos además que está vejada la república por las depravadas costumbres del monarca, que degenera el poder real en una manifiesta tiranía; ¿seria acaso posible arrancar al príncipe la vida ni el gobierno si no se hubiesen reservado los pueblos mayor poder que el que delegaron á sus reyes? ¿Cómo podemos, por otra parte, suponer que los ciudadanos hubiesen querido despojarse de toda su autoridad ni trasferirla á otros sin restriccion, sin tasa, sin medida? ¿Para qué habrian de necesitar que tuviese un poder mayor que el de todos ellos un príncipe que estaba sujeto, como todo hombre, á depravarse y corromperse? ¿Habia de ser el feto de mejor condicion que el padre, el arroyo de mas importancia que la fuente de que nace? ¿Dispone la república de mayores fuerzas y de mayor número de tropas que el príncipe y no ha de tener tanto poder como este y aun mayor si entre los dos hubiese disidencia?

Veo con todo que no faltan varones muy aventajados y de gran fama de eruditos que hacen al rey superior á todos y á cada uno de los ciudadanos. De otro modo, dicen, el gobierno seria mas bien popular que monárquico, puesto que los negocios capitales dependerian de la voluntad de muchos y aun de casi todos los individuos del Estado. De la sentencia de los reyes se podria además apelar á la república, libertad que si se otorgase, produciria en todo una gran confusion, impediria Ja accion de la justicia, sumergiria la nacion en un verdadero caos. ¿No ha de tener siquiera un monarca en su reino el mismo poder que tiene en su casa un padre, cuando, segun Aristóteles, no son las sociedades mas 'que la imágen y la generalizacion de la familia? No ha

Así suelen hablar los que desean que se ensanche el poder real, y no consienten en que se le encierre dentro de ciertos límites. Así sucede efectivamente en algunas naciones donde ni se busca para nada el consentimiento de los súbditos, donde ni el pueblo ni la aristocracia son llamados nunca para deliberar sobre los negocios del Estado, donde hay necesidad de obedecer, sea justo, sea injusto, lo que el rey mandare; mas ¿ cabe siquiera abrigar la menor duda en que este poder es excesivo y en que está muy cerca de la tiranía, que, segun Aristóteles, llegó á ser una verdadera forma de gobierno entre naciones bárbaras ? Yo no extraño que hombres sin uso de razon, sin prudencia, sin mas fuerza que la de su cuerpo hayan nacido para la esclavitud y, quieran ó no, obedezcan á los príncipes; mas yo no me refiero aquí á naciones bárbaras, hablo solo del gobierno que está entre nosotros vigente, del que seria justo que lo estuviese, del que creo seria la mejor y la mas saludable forma de gobierno. Empezaré por convenir en que el poder real es absoluto é indeclinable para todas aquellas cosas que, ya las costumbres, ya las instituciones, ya ciertas leyes, han dejado al arbitrio de los príncipes, tales como hacer la guerra, administrar justicia y crear jefes y magistrados. Concedo que en esto es su poder mayor que el de todos y cada uno de los ciudadanos, que no hay quien pueda oponerle resistencia ni quien tenga derecho para examinar la razon de su conducta, que está ya sancionado por la costumbre de todos los pueblos, y no cabe siquiera lugar á cuestionar, cuanto menos á revocar lo hecho. Creo empero que en otros negocios ha de ser mayor que la del principe la autoridad de la república, si ha llegado á ponerse de acuerdo sobre un mismo punto. A mi modo de ver, no puede el príncipe oponerse á la voluntad de la multitud, ni cuando se trata de imponer tributos, ni cuando se trata de derogar leyes, ni mucho menos cuando se trata de alterar la sucesion del reino. Estoy en que el príncipe en todas estas cosas y en otras que puedan haberse reservado los pueblos, ya por una constitucion particular, ya por la costumbre, no puede hacer mas que acatar la voluntad de sus súbditos, resignarse y callar. Creo aun mas, y es lo principal, creo que ha de residir constantemente en la república la facultad de reprimir los vicios de los reyes y destronarlos siempre que se hayan manchado con ciertos crímenes, é ignorando el verdadero camino de la gloria hayan

querido menos ser amados que temidos, y siendo al fin tiranos manifiestos, hayan pretendido imponer terror á las naciones.

grados derechos. Estoy en que hasta el príncipe obraria temerariamente aceptando un poder por el cual pasan los súbditos de libres á esclavos, y ha de degenerar forzosamente en tiranía un gobierno creado para la salud del pueblo, gobierno que merece el nombre de monárquico solo cuando se encierra dentro de los límites de la moderacion y la prudencia, y se disininuye y corrompe casi del todo cuando le llevan al extremo aumentándole neciamente de dia en dia los que le dirigen y le tienen en su inexperta mano. Acostumbramos los hombres á inclinarnos á lo contrario, pero llevados mas de las falsas apariencias del poder que del poder mismo, pues no consideramos lo bastante, que solo es seguro aquel que impone límites á sus propias fuerzas. No sucede con el poder como con el dinero, que cuanto mas crece, tanto mas nos hace ricos, un príncipe tanto mas puede cuanto mas tiene en su favor el asentimiento de sus súbditos y sabe granjear

de sus deseos; tanto menos cuanto mas ha exacerbado en contra de sí las pasiones de los ciudadanos, gracias á las cuales irá siendo cada vez su autoridad mas débil. Justa y sabiamente habló Teopompo, rey de los lacedemonios, cuando despues de haber creado los eforos á manera de tribunos, para poner un freno á su propio poder y al de sus sucesores, al regresar á su casa entre los aplausos de la muchedumbre, oyendo que su mujer le reprendia diciéndole que por su causa legaria una autoridad menor á sus hijos, menor será, contestó, pero mucho mas estable. Los príncipes que saben poner freno á su propia fortuna se gobiernan mas facilmente á sí y á sus súbditos, al paso que cuando se olvidan de las leyes de la humanidad y dejan de guardar la moderacion debida, cuanto mas alto suben, tanto mas grande es su caida.

No se ha permitido apelar del rey á la república, como se hace, sin embargo, en Aragon, ya porque es su premo el poder del rey para dirimir todas las contiendas civiles, ya porque habia de discurrirse un medio para castigar los delitos y terminar los pleitos, que de otro modo se alargarian hasta lo infinito. ¿Quién, por otra parte, podrá decir que haciendo superior la república á los reyes se convierta en popular la forma monárquica, cuando para la direccion de los negocios ni para ninguno de los ramos de la administracion pública se ha confiado el poder ni al pueblo ni á la aristocracia? No es tampoco para nosotros una dificultad lo que se nos dice respecto al padre de familia, á los varones y á los obispos, pues el primero ya sabemos que gobierna despóticamente á sus hijos, que son mas bien para él esclavos que súbditos, cosa que no puede su-se el amor de los pueblos procurándoles la satisfaccion ceder con los reyes que ejercen su imperio sobre pueblos libres; y los dos últimos importan poco que tengan un poder superior al de sus distritos y diócesis, habiendo sobre unos el poder del monarca, y sobre otros el del pontífice romano, los cuales podrán siempre corregir las faltas que entrambos cometieren. ¿Quién empero podrá corregir las del rey si no se deja poder alguno á la república? Pero hay mas; ya que incidentalmente hemos hablado de los pontífices, se nos permitirá observar que, á pesar de ser su autoridad casi divina, no puede inducirnos á que demos poderes ilimitados á los príncipes, pues hasta varones de grande erudicion y prudencia sujetan á los pontifices á las decisiones de un concilio general sobre los dogmas de nuestra religion y los de nuestra Iglesia, opinion que no me meteré ahora en averiguar si es justa ó injusta, pero que se apoya principalmente en que así sucede con los Previendo nuestros antepasados como varones prureyes. Los que por ver y juzgar las cosas de distinto dentes tan grave y tan comun peligro, adoptaron mumodo hacen superior el poder pontificio al de toda la chas y muy sabias medidas para que, contenidos consIglesia reunida no niegan, por otra parte, que sea dis- tantemente los reyes dentro de los límites de la humiltinta la condicion del poder real, sino que distinguiendo dad y la justicia, no pudiesen ejercer nunca contra la de uno y otro poder, dicen que si bien hay razon para nacion un poder ilimitado, de cuyo ejercicio pudiesen que los príncipes estén sujetos á la república, pues de venirle grandes daños. Quisieron en primer lugar que ella recibieron la autoridad que tienen, no la hay para no pudiesen los príncipes sancionar las cosas de mas que lo estén los papas á la Iglesia, pues no reciben de importancia sin consultar antes la voluntad de la arisella su autoridad, sino de Jesucristo, que mientras es-tocracia y la del pueblo, exigiendo que al efecto se contuvo en la tierra delegó á Pedro y sus sucesores un po- vocase á Cortes generales á hombres elegidos entre toder universal y omnímodo, bien para reformar las cos-das las clases del Estado, á los prelados de plena juristumbres de los pueblos, bien para determinar cómo debemos sentir acerca de la religion y de los negocios religiosos. Creo que por esta distincion podemos claramente comprender que aun los que difieren en el modo de considerar la autoridad pontificia están de acuerdo en el modo de considerar la real, que es siempre para todos menor que la república.

Se preguntará ahora tal vez si una nacion puede abdicar y dar al príncipe sin restriccion alguna todo el poder de que dispone; mas ni quiero detenerme mucho en este punto, ni es para mí de importancia que se opine del uno ó del otro modo, con tal que se me conceda que obraria la nacion muy imprudentemente si abjurase de esta suerte y para siempre sus tan sa

diccion, á los magnates y á los procuradores de los pueblos, costumbre antigua de Castilla que se conserva aun hoy en Aragon y en otros reinos, y quisiera que fuese restablecida en todo su vigor por varios príncipes. ¿Por qué se cree que han sido excluidos de nuestras Cortes los nobles y los obispos sino para que tanto los negocios públicos como los particulares se encaminen á satisfacer el capricho del rey y la codicia de unos pocos hombres? ¿No se queja ya á cada paso el pueblo de que se corrompe con dádivas y esperanzas á los procuradores de las ciudades, únicos que han sobrevivido al naufragio, principalmente desde que no son elegidos por votacion, sino designados por el capricho de la suerte, nueva depravacion de nuestras instituciones que

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