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prueba el estado violento de nuestra república y la mentan hasta los hombres mas cautos, pesar de que nadie se atreva á despegar el labio? Es preciso pensar en la tempestad mientras dura aun la bonanza, no sea que por falta de precaucion nos arrastre la borrasca, y derribadas todas las garantías de la república, giman las provincias, sobrevengan de dia en dia como en tropel muchas calamidades, deje de corresponder el éxito,tanto en la guerra como en la paz, á la grandeza del imperio y nos veamos por fin envueltos en un sin número de males.

da hacer por su propia voluntad, sino por lo que esas mismas leyes le prescriban, necesitará indudablemente de fuerzas para defenderlas. Quizás empero convenga que solo las tenga para ser superior á muchos y á cada uno de los ciudadanos, no para serlo á la nacion entera. Los antiguos por lo menos median por esta regla las guardias que habian de dar á los jefes de sus ciudades, jefes que llamaban esimnetas ó tiranos. Cuando pidió Dionisio tropas para la defensa de su persona, hubo quien pensó que no habia menos razon para darlas á cada uno de los siracusanos.

Para hacer ver por fin cuánta fué en otros tiempos la autoridad del Estado y cuánta sobre todo la de la nobleza, daré un ejemplo, con el cual pienso poner fin á esta cuestion gravísima. Cercaba el rey Alfonso VIII en la Celtiberia la ciudad de Cuenca, situada en un lugar muy escabroso y áspero, y por esta misma razon uno de los mas firmes baluartes del imperio moro. No habia dinero para los gastos de la guerra, y escaseaban por consiguiente las vituallas. Parte el Rey precipitadamente á Búrgos, y pide á las Cortes que, pues ya estaba el pueblo cansado de pagar tributos, pagase cada noble para sostener la guerra cinco maravedíses de oro. Alegaba que no podia presentarse una ocasion mas oportuna para acabar con los infieles. El autor de esta medida habia sido Diego de Haro, señor de Vizcaya; mas se encontró una resistencia decidida en el conde de Lara, que salió de las Cortes con gran parte de los nobles, dispuesto a sostener con las armas el privilegio que habian conquistado sus mayores con la punta de la espada, y aseguraba y juraba que no consentiria en que por esta puerta entrase el Rey á tiranizar la nobleza ni á vejarla con nuevos tributos, diciendo y sosteniendo que no era de tanta importancia vencer á los moros para dejar que se envolviese la república en tan grave servidumbre. Asustado el Rey, desistió de su propósito, y en conmemoracion de tan grande triunfo resolvieron los nobles obsequiar con un banquete anual á los condes de Lara, para que constase la importancia de su resolucion, pasase como un monumento á la posteridad y sirviese de ejemplo á fin de que en ninguna ocasion se consintiese en ver menguados en lo mas íntimo los derechos de los ciudadanos. Quede pues establecido que miran por la salud de la república y la autoridad de los príncipes los que circunscriben la autoridad real den

Para que la autoridad de la república no viniese á ser inútil por faltarle fuerzas, procuraron no menos prudentemente nuestros antepasados que dispusiesen de grandes riquezas y de mayor poder y de plena jurisdiccion sobre muchos pueblos y fortalezas, no solo los próceres del reino, sino tambien los obispos y los sacerdotes, que no pueden menos de ser una salvaguardia de la salud pública, como lo exige el amor á sus semejantes y las sagradas órdenes que tienen recibidas. Confirmó despues la experiencia que no se habian engañado, pues fueron no pocas veces los prelados los que mas defendieron la justicia y vengaron la religion nacional de todo ultraje; y es de esperar que impondrian á cuantos se atreviesen á agitarse en menoscabo y mengua de la patria. Están en un error, y en un error gravísimo, cuantos creen que ha de despojarse á los eclesiásticos de su jurisdiccion temporal y sus riquezas, por ser para ellos una carga inútil y nada conforme con la naturaleza de su estado. ¿Cómo no han considerado que no puede continuar la salud de la república estando débil su mas noble parte? Cómo no han considerado que los obispos, no solo son los jefes de las iglesias, sino tambien los primeros personajes del Estado? Cómo no consideran que pretendiendo reformar así las instituciones, trastornan todos los fundamentos de la libertad y conculcan todos los principios de gobierno? Estoy tan léjos de convenir con ellos, que antes creo que para evitar mayores peligros deberia darse á los prelados mayor autoridad, concedérseles mayor jurisdiccion, confiárseles importantes fortalezas. De no, ¿qué recurso nos queda cuando la salud pública, la santidad de la religion y la fortuna de todos se expongan en las manos de un hombre que apenas tenga conciencia de sí mismo entre los continuos aplausos de sus cortesanos, la turba de los aduladores que siempre le rodean, y los inmo-tro de ciertos límites, y la destruyen los vanos y falsos derados deleites á que sin cesar se entrega? que está cercado de demasiados peligros para que no se vicie, se corrompa y se deprave? Ya debilitado el clero, ¿hemos de confiar la suerte de la religion y del Estado á seglares, tales como los que viven en los palacios de los príncipes? Se estremece uno al pensar en los males que podrian nacer de esta reformia. Sabiamente quiso Aristóteles, no solo que fuese mayor la autoridad del Estado, sino que lo fuesen tambien sus fuerzas, palabras que por lo notables no podemos dejar de continuar en esta misma página. Es tambien cuestionable si el rey debe tener á su lado fuerzas con que pueda obligar al mal á los rebeldes, ó si debe ejercer de otro modo la autoridad que le han confiado. Aun cuando tenga pues su poder limitado por las leyes, de modo que nada pue

aduladores que quieren ilimitado el poder de los reyes. Desgraciadamente en los palacios hay siempre gran número de esos últimos, que sobresalen en favor, en autoridad, en riquezas, peste que siempre será condenada, y es muy probable que siempre exista.

CAPITULO IX.

El príncipe no está dispensado de guardar las leyes. Ardua y difícil empresa es contener dentro de los límites de la moderacion el poder grande y eminente de los príncipes, difícil persuadirles de que, corrompidos por la abundancia y engreidos con los vanos discursos de los cortesanos, no han de creer á propósito para conservar su dignidad ni para aparecer mas grande á

los ojos de los pueblos aumentar ilimitadamente sus riquezas y su poder, y dejar de estar sujetos á la autoridad de la república. Conviene que se hagan cargo de que sucede todo lo contrario, pues nada como la moderacion da fuerzas á los reyes, y estarian mucho mas asegurados en sus tronos si tuvieran encarnada en sí la idea de que los príncipes nunca gobiernan mejor que cuando sirven primero á Dios, por cuya voluntad se dirigen las cosas de la tierra y se levantan y caen los imperios; despues al pudor y al decoro, bienes con que alcanzamos la ayuda de ese mismo Dios y nos granjeamos el amor de los pueblos, de cuyas manos depende la marcha de las cosas, y finalmente, á la fama pública y á lo que ha de decir de ellos la posteridad despues de siglos, pues es de grandes almas aspirar, como los seres celestiales, á inmortalizar el nombre. El desprecio de la fama lleva consigo el de las virtudes, y son tanto mas altos los deseos cuanto mas eminentes los ingenios; pues los hombres de ánimo humilde desconfian, y contentos de lo presente, no cuidan jamás de lo futuro. Porque así lo entendieron los antiguos, divinizaban despues de muertos á los príncipes que habian prestado eminentes servicios á la patria. Necio y vano parece á la verdad que les levantasen estatuas y les dedicasen templos, sobre todo cuando esta costumbre, que no partia de tan mal orígen, degeneró en la locura de tributar los mismos honores á príncipes corrompidos por los vicios, sin esperar siquiera que muriesen; mas aun en medio de esa depravacion, se ve claramente que servia de mucho para excitar á ser virtuosos á los sucesores, pues el amor á la gloria alimenta el amor á la equidad y á las virtudes.

Tenga sabido, por fin, el príncipe que las sacrosantas leyes en que descansa la salud pública han de ser solo estables si las sanciona él mismo con su ejemplo. Debe llevar una vida tal, que no consienta nunca que ni él ni otro puedan mas que las leyes, pues estando contenido en ellas lo que es lícito y de derecho, es indispensable que el que las viola se aparte de la probidad y la justicia, cosa á nadie concedida, y mucho menos al rey, que debe emplear todo su poder en sancionar la equidad y en vindicar el crímen, teniendo siempre en ambas cosas puesto su entendimiento y su cuidado. Podrán los reyes, exigiéndolo las circunstancias, proponer nuevas leyes, interpretar y suavizar las antiguas, suplirlas en los casos en que sean insuficientes, mas nunca trastornarlas á su antojo, ni acomodarlo todo á sus caprichos y á sus intereses, sin respetar para nada las instituciones y las costumbres patrias, falta ya solo de tiranos. Los príncipes, aunque legitimos, no deben obrar jamás de modo que parezcan ejercer su dignidad independientemente de las leyes. ¿Cómo han de ser honrados y obedientes los súbditos si sancionan los príncipes con sus licenciosas costumbres la perversidad y la desvergüenza? Hacen mas fuerza en los hombres los ejemplos que las leyes, y suele reputarse digno imitar las leyes de los príncipes, bien sean estas malas, bien saludables. Ha de alcanzar poco el rey que solo promulga de palabra sus edictos y las leyes de sus antepasados, destruyéndolas y trastornándolas luego por completo con sus propios vicios. Un principe no dispone de mayor po

der que el que tendria el pueblo entero si fuese el gobierno democrático, ó el que tendrian los magnates si estuviesen concentrados en ellos los poderes públicos; no debe pues creerse mas dispensado de guardar sus leyes que el que lo estarian los individuos de todo el pueblo ó los próceres del reino, con respecto á las disposiciones que por su delegado poder hubiesen ellos mismos sancionado. Muchas leyes además no son dadas por los príncipes, sino establecidas por la autoridad de la república, cuya autoridad y cuyo imperio, así para mandar como para prohibir, son mayores que los del príncipe, á ser cierto lo que en la cuestion antecedente resolvimos. A leyes tales, no solo creemos que deban obedecer los reyes, sino que estamos además persuadidos de que no pueden derogarlas sin el expreso consentimiento de las Cortes, debiéndose contar entre aqueIlas las de la sucesion real, las de la religion y las de los tributos.

No se creyeron independientes de las leyes Zaleuco ni Carondas, rey aquel de la Locria, este de Tiro. Al saber el primero que su hijo habia cometido adulterio, le sujetó al fallo de los tribunales; y á pesar de haberle estos condonado la pena con que se castigaba á los adúlteros, que era la de arrancarles los ojos, se arrancó primero uno suyo, y mandó arrancar luego otro al hijo, satisfaciendo así con noble moderacion á la humanidad y á los magnates y dejando así sancionada la autoridad de las leyes. Carondas habia dado una ley prohibiendo què se entrase con espada en la asamblea, y habiéndose olvidado un dia de dejar la suya por acabar de llegar del campo cuando se convocaban los comicios, no bien le recordaron la ley, cuando se arrojó contra la punta de su acero. Aprendan los príncipes en estos raros ejemplos, encarnen bien en sí mismos los preceptos que de ellos se desprenden, y procuren aventajar á todos en bondad y en templanza. Dén á las leyes la obediencia que exigen de sus súbditos, amen con ardor las instituciones y las costumbres patrias, no adopten nunca hábitos insólitos ni extraños, adoren á Dios como le adore su pueblo, vistan como vista, hablen como hable; y además de dar una prueba de gravedad y de constancia, dejarán convencidos á todos de su amor al reino. No crean nunca lícito lo que si llegasen á imitar los demás ciudadanos podria ó habria de llevar consigo la ruina de las leyes y la de la patria. Crea perjudicialísimas las palabras de los cortesanos, que solo para lisonjearle le hacen superior á la ley y á la república, dueño absoluto de lo que posee cada uno de sus súbditos, árbitro supremo del derecho que reducen tan solo á obedecer la voluntad del príncipe, siguiendo en esto al calcedonio Trasímaco, que definia el derecho y la equidad por lo que convenia á los intereses y al gusto de los reyes. Aborrezca la vergonzosa ligereza de los magos, de esos hombres que preguntados por el persa Cambises si podia por las leyes del reino contraer matrimonio con una hermana de que estaba perdidamente enamorado, negaron que le fuese lícito atendido el derecho patrio, y afirmaron á la vez que podia permitirse esa libertad por existir una ley que daba facultades á los reyes para hacer lo que quisiesen. ¡Oh hombres nacidos para esclavos! No haga tampoco caso de

vasallo. No dejará de obrar un rey prudentemente si confirma con el ejemplo las leyes suntuarias, á fin de no dar pié á los ciudadanos para que tengan las demás leyes en desprecio; mas no me opondré tampoco á que las olvide, y no lo tendré á gran falta con tal que obedezca á las demás que procedan, ya de Dios, ya de los hombres. Guárdese cuanto pueda de seguir esa opinion vulgar, por la cual los que mas pueden creen iudecoroso obedecer las leyes; por alto que se esté sobre los demás, se es siempre hombre, se es siempre miembro del Estado. No sin razon se vitupera, por otra parte, á cada paso la institucion ateniense del ostracismo; pues qué no hubiera sido mejor acostumbrar desde un principio á esos varones eminentes á vivir con los demás bajo el imperio de unas mismas leyes y recordarles que todos, altos, bajos ó de una clase media, eran parte integrante de una misma república y estaban unidos por un mismo derecho?

Anaxarco, que viendo á Alejandro en gran llanto y desconsuelo despues de haber muerto por su espada á Clito, ¿por qué te lamentas? dijo. Acaso ignoras ¡oh rey! que Temis y la justicia están sentadas al lado de Júpiter para sancionar al punto lo que tu corazon desee? Sostenian efectivamente que para los reyes no habia otro derecho que el de su propio gusto; y en esto se fundaron indudablemente el pueblo y el Senado romano cuando extendieron un decreto dispensando á Augusto de guardar las leyes. Oprimida esta república por las armas y el poder del César, no quedaba ya mas recurso que el de temer, fingir, adular de continuo al dictador supremo; y ¿qué de extraño que todo el pueblo, presa de un temor que nunca habia sentido, se allanase á las proposiciones de un adulador cualquiera? Pero ello es que hizo al príncipe independiente de las leyes, y con decretarle tal, le convirtió en tirano. Fué á la verdad Augusto clemente, benigno, generoso; mas ¿quién negará por esto que ejerció una completa tiranía sobre la república? Tirano es el que manda contra la voluntad de sus súbditos, tirano el que comprime con las armas la libertad del pueblo, tirano el que léjos de mirar principalmente por los intereses generales, no piensa mas que en su provecho y en el engrandecimiento del poder que villanamente ha usurpado; y ciego ha de ser el que no vea que todo esto y mas hicieron César y el emperador Augusto.

Se dirá quizás que es ridículo querer sujetar á las leyes é igualar con los demás á los que á todos aventajan en poder y en fuerzas. La ley, se añadirá, sanciona la igualdad, pues no consiste la equidad en otra cosa, y es claro que no puede cumplir con su objeto entre hombres que son completamente desiguales. ¿Por qué causa creeis que en Aténas condenaban al ostracismo á los ciudadanos que mas sobresalian, sino porque reputaban inicuo sujetarles á las leyes generales y pernicioso para la república consentir en que pudiesen por sí mas que las mismas leyes? ¿Cómo se ha de alcanzar, por otra parte, sujetar al imperio de las leyes al que no podemos detener con el temor de los juicios y el de los suplicios, al que dispone de armas, al que tiene en su mano todos los medios de defensa? ¿Servirian de algo las leyes si no fuesen establecidas por un poder mayor que el de los que han de obedecerlas? Hay además muchas leyes que obligan á la multitud y no pueden obligar á un príncipe, tales como las que moderan los gastos de los ciudadanos, reprimen el lujo, prescriben determinados trajes, prohiben á los hombres del pueblo el uso de las armas.

Es esto cierto; mas qué, ¿pretendemos acaso degradar á los reyes colocados en la cumbre del Estado ni confundirles con la muchedumbre? No hemos pensado siquiera nunca en que un príncipe pueda estar sujeto á todas las leyes sin distincion alguna; hemos creido tan solo y creemos firmemente que puede y debe estarlo á las que puede cumplir sin mengua de su dignidad y sin menoscabo de sus elevadísimas funciones, á las que, por ejemplo, determinan nuestros deberes generales, á las promulgadas sobre el dolo, sobre la fuerza, sobre el adulterio, sobre la moderacion de las costumbres, cosas todas en que no difiere el príncipe de su último

Han sostenido algunos filósofos que á los príncipes se les pueden imponer preceptos, pero no obligarles á que contra su voluntad los sigan. Hay en el Estado, dicen, una doble fuerza contra los que se resisten á obedecer las leyes; se manda y se reprime; podrá mandarse efectivamente al príncipe, mas ¿cómo reprimirle cuando pasando por la ley quiera satisfacer alguno de sus caprichos? Otros empero sostienen que lo mismo es aplicable á los reyes la facultad preceptiva que la coercitiva; y estoy á la verdad por ellos. Hemos sentado que un príncipe no puede dejar de cumplir las leyes sancionadas en Cortes por ser mayor el poder de la república que el de los reyes; y decimos ahora que si á pesar de nuestras instituciones y de la fuerza del derecho llegase á quebrantarlas, se le podria castigar, destronar y hasta, exigiéndolo las circunstancias, imponerle el último suplicio. No seré tan exigente tratándose de leyes dadas por él mismo, me contentaré con que las cumpla voluntariamente, y pasaré porque no se le impongan á la fuerza ni se le aplique por quebrantarlas pena alguna. Incúlquesele, sin embargo, desde su mas tierna edad, que él mas que sus mismos súbditos está obligado por la fuerza de las leyes, que falta gravemente contra la religion si se niega á ser defensor y guarda de las mismas, cosa que la de alcanzar mas con el ejemplo que con el terror, maestro poco duradero de los deberes que nos están impuestos. Si se confiesa sujeto á las leyes, no solo gobernará mas fácilmente el reino, le hará mas feliz y refrenará sobre todo la insolencia de los grandes, que no se atreverán á creer propio de su alta dignidad ni el desprecio de las costumbres nacionales ni el respeto de las leyes. Menguará así la majestad del príncipe; mas lo que menguará será el desórden, inevitable cuando se concede la facultad de quebrantar las leyes nacionales. Respetar la ley, se añadirá, es de almas flojas y cobardes; mas no es sino de hombres depravados y rebeldes despreciarlas. ¿Qué mejor se dirá, por fin, que hacer lo que el antojo dicte? Mas no es sino digno de lástima que se quiera hacer lo que no es lícito, mas miserable aun que se pueda hacer lo que no es justo. Armada la ira con la espada, será perjudicial para sí y lo será para todos los ciudadanos. Quede pues sentado que la moderacion del príncipe que se cree sujeto á las

leyes, prefiriendo á su gusto lo verdadero y lo útil, además de ser decorosa para sí y sí y decorosa para los ciuda danos, asegura con mayores y mas firmes fuerzas la salud de todo el reino y hace que sea fausto, feliz y duradero su reinado.

CAPITULO X.

El Principe no puede legislar en materias de religion.

Si es verdad que el príncipe no está dispensado de guardar sus propias leyes y las de la república, ¿quién se atreverá á concederle la facultad de alterar los ritos y ceremonias sagradas, reformar las leyes eclesiásticas ni determinar nada sobre los dogmas de nuestra religion católica? Si cada príncipe en su reino dejase á su arbitrio ó al de sus súbditos lo que debe sentirse y pensarse en materias religiosas, ¿cómo podria alcanzarseque hubiese armonía y unidad entre todas las naciones, de modo que no pensasen indistintamente el aleman y el español sobre Dios y la inmortalidad del alma? Cómo podria alcanzarse que fuese uno mismo el parecer del francés y el del italiano, y el del siciliano y el del inglés, uno mismo el pensamiento y unas mismas sus palabras? ¿No habia de suceder en breve que fuesen tantas las opiniones religiosas esparcidas por el mundo, tan diversos los ritos sagrados, tan varia la forma de la organizacion eclesiástica como varios y diversos son los juicios de los hombres? Por esto se reconoció la necesidad de establecer una sola cabeza, á quien estuviesen confiadas la organizacion de la Iglesia, la conservacion de las antiguas ceremonias y la defensa de las leyes, cabeza á la cual obedeciesen todos los príncipes de la tierra y respetasen todos, principalmente los sacerdotes, libres por este motivo de la jurisdiccion de otros príncipes, conforme resolvieron nuestros antepasados conformándose con las mismas leyes dictadas por el cielo.

Es indudable que en tiempos muy antiguos dependieron los negocios relativos à la religion de príncipes encargados á la vez de administrar lo civil y lo sagrado. Consta ya por las escrituras que Noe, Melchisedech y Job ofrecieron sacrificios con sus propias manos, y que con el nombre de sacerdotes no se designaba sino á los próceres del reino. Leemos en Jenofonte que Ciro, rey de los persas, inmoló víctimas á los dioses; sabemos que en Aténas y hasta entre los romanos llenaban los reyes las funciones de los sacerdotes. En Aténas cuando se aclamó por rey á Codro, se le aclamó á la vez rey y pontífice; en Roma, despues de expulsado Tarquino, para celebrar los sacrificios que acostumbraban á ofrecer los mismos príncipes y para que no pudiese nunca el pueblo echar de menos los reyes, se creó uno para las cosas religiosas, declarándole, sin embargo, sujeto á la autoridad del pontífice, á fin de no dañar la libertad, por la cual principalmente procuraban. Vino tras la república el imperio, y volvió á conferirse el cargo á los césares, á quienes solian enviar los pontifices las insignias sacerdotales para revestirle de su dignidad y manifestarles que quedaban admitidos en el colegio de los sacerdotes, costumbre que, segun Zozimo, no fué rechazada por los emperadores cristianos hasta los tiem

pos de Honorio, que fué el primero en creerlo indeco

roso.

Podriamos citar otros muchos ejemplos, mas creemos necesario omitirlos. Observábase esta práctica para que el culto religioso estuviese siempre bajo el patrocinio de la república y del príncipe, viviesen muy unidos los magistrados y los sacerdotes y no hubiese en toda la nacion mas que una cabeza. Ya Moises empero mudando esta costumbre, delegó por voluntad de Dios á su hermano Aaron la administracion de los negocios religiosos, reservándose tan solo el cuidado de gobernar el pueblo, resolucion digna á la verdad de tan grande hombre, pues prevenia el caso de que no bastasen las fuerzas de uno solo para uno y otro ramo, siendo tan grande el cúmulo de asuntos religiosos y tan urgente y variada la celebracion de las antiguas ceremonias. Fué todavía mayor el motivo que para ello hubo despues que bajó Cristo á la tierra en carne humana, y separando por completo el poder civil del religioso, confió á Pedro y sus sucesores el cuidado de la Iglesia, y á los reyes y á los príncipes el poder que habian recibido de sus antepasados, no, sin embargo, de suerto que prohibiese del todo á los prelados y á los demás sacerdotes el acceso á las riquezas y los destinos civiles, como han pretendido en todos tiempos hombres de depravadas intenciones, sin hacerse cargo de que, llenos aquellos del espíritu de Dios, podian con el mismo brillo de las altas dignidades temporales llevar la majestad de la religion á mayor auge y engrandecimiento. Y ¿quién podrá vituperar ahora esta division admitida ya por todas las naciones á que se extiende el nombre cristiano?

Separados absolutamente entrambos poderes, se ha de procurar con ahinco que uno y otro estado estén unidos por los lazos del amor y de la correspondencia mutua, cosa á la verdad muy fácil si á los honores y cargos de uno y otro no se cierra la entrada á individuos de ambas clases, pues conciliadas así las voluntades, al paso que los altos sacerdotes procuraran por la salud de la república, los grandes del reino y los altos funcionarios civiles tomaran con mayor esfuerzo sobre sí el cuidado de defender y sostener la religion cristiana, teniendo estos y aquellos la esperanza de engrandecerse á sí á los suyos con mas grandes honores y riquezas. El primer interés del príncipe debe ser pues conciliar y poner en armonía entrambas clases, para que no sea una calamidad pública su disentimiento, á cuyo objeto admitirá á los sacerdotes á entender en los negocios del Estado, como hicieron ya nuestros antepasados convocando para las Cortes del reino á los obispos y no dando por valedera cosa alguna de importancia, si no estuviese confirmada con el expreso consentimiento de los mismos, costumbre que no sé por qué ha de haber caido en desuso en nuestros tiempos. ¿Es acaso justo arriesgar la salud del Estado ni la integridad de la religion nacional en la cabeza de un solo príncipe, sobre todo estando rodeado de hombres corrompidos? Es acaso justo confiar al antojo de cortesanos y magistrados civiles lo que deba ser de las ceremonias, de las leyes y de las instituciones sagradas? Léjos de nosotros tan gran peligro, peligro que ha de ver quien

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Debe además procurar el príncipe que queden intactas las inmunidades y los derechos de los sacerdotes. No los sujete nunca á las penas civiles por mas que lo merezcan. No despoje nunca los templos del derecho de asilo, privilegio concedido por los antiguos reyes. Vale mas dejar sin castigo los crímenes que derogar leyes santificadas por los siglos. Tenga siempre presente que la impiedad no queda nunca impune. Sabemos que en tiempo del emperador Arcadio sirvió de gran perjuicio á Eutropio haber querido persuadir al príncipe que convenia derogar la ley relativa á la inmunidad de las iglesias, pues arrancado del templo á que se habia acogido para evitar la cólera del Emperador, pagó con la vida su consejo, á pesar de haber sido poco antes grande y feliz y prefecto y cónsul de la cámara del Príncipe, honor que en un principio habia pertenecido á los eunucos. Si hubiere en el órden sacerdotal hombres perniciosos y malvados, si la gente del pueblo abusase de los asilos para cometer maldades, diríjase enhorabuena el rey á los pontifices para que lo remedien, promuévalo, impúlselo, mas no se atreva nunca ́por su propia autoridad y poder á conculcar derechos sacrosantos, que para aumentar el culto y la majestad de la religion han sido otorgados sabiamento por los monarcas de otros tiempos. Cuanto mas dé á la religion, tanto mayores serán las riquezas, los honores y el poder que recibirán del cielo.

No consienta pues nunca en que se quiten á los templos y á los obispos los pueblos y fortalezas que ahora tienen; privado el sacerdocio de autoridad y fuerza, ¿quién contrarestará los esfuerzos de hombres depravados para trastornar la república y convertir la religion en su juguete? Obran por cierto muy prudentemente los que en tiempos tranquilos piensan en la tempestad y en la borrasca. Supongamos que el Principe nos deja por sucesor un niño, y que, como suelen, tomen de esto ocasion hombres turbulentos para agitar y trastornar el reino. Supongamos, porque ¿quién siendo posible puede prohibírroslo? supongamos que sea luego monarca de depravadas costumbres, esté contaminado de nuevas opiniones religiosas y pretenda alterar las instituciones y prácticas sagradas de la patria; supongamos, por fin, que por haberse conjurado los grandes, estalla una guerra civil y arde en todas partes la tea de la discordia; ¿convendrá acaso que el sacerdocio carezca de fuerzas y medios de defensa, ó convendrá, por lo contrario, que se le aumenten, á fin de que puedan resistir á la maldad y defender la santísima religion de Jesucristo? Tengo ciertamente en poco los males presentes al considerar los que podrian sobrevenirnos; y quisiera no solo que no se quitase á los obispos lo que le dieron los antepasados, sino que se entregasen á su lealtad los mas firmes altares y baluartes para que quedasen sujetas como con grillos la

maldad y la impiedad, que levantan en todas partes la cabeza, y se cerrase el paso á los innovadores. No negaré que los sacerdotes puedan tambien depravarse; pero esto acontece con mucha menos frecuencia, y es sabido que si en Alemania y Francia ha quedado algo incólume, en medio de tanto afan por reformar y en tan desgraciados tiempos, se debe casi por entero á las fuerzas y al poder de los obispos. En España, muerto el rey Alfonso de Leon, hubiera podido sucederle dificilmente su hijo Fernando, que por su vida ejemplar mereció despues el nombre de Santo, á no haber sido por el socorro que le prestaron los obispos, á los que no pudo menos de parecer injusto que fuese excluido un hijo de la herencia de su padre. Los grandes estaban todos contra él y dispuestos á tomar las armas. Toca á los prelados, dice con esta ocasion el arzobispo don Rodrigo, no solo entender en los negocios de la religion, sino tambien en los de la república, y no solo les toca, sino que conviene que así sea, ya porque, atendida su personalidad y su estado, han de defender con mas ahinco la equidad y la justicia, ya porque es mas fácil que no se dejen alucinar siendo de edad avanzada y teniendo tranquilizadas las pasiones, ya porque libres del cuidado de la esposa y de los hijos, que ha trastornado no pocas veces á los mas grandes hombres, pueden dirigir toda su atencion y su celo á procurar la salud de la república. Por esto creo yo que los reyes persas y otros príncipes admitieron en los antiguos tiempos para los cargos de sus palacios & hombres castrados; juzgaron y no sin razon, que, faltos de hijos, habian de profesarles mas amor y guardarles mas lealtad, como segun el parecer de algunos indica la significacion de la palabra eunuco.

Esté, por fin, persuadido el príncipe de que las riquezas de los templos, bien consistan en alhajas de oro y plata, bien en rentas, bien en fincas, bien en las primicias y los diezmos, sirven principalmente para los mismos pueblos. Es evidente que en esto, como en todo, ha de haber cierta moderacion y cierta regla; mas no crea nunca que estas riquezas sean perjudiciales, sino antes muy provechosas, para contener en sus deberes á los mismos sacerdotes y aumentar la majestad de la religion, de la cual depende la salud del reino. Vemos en todas las naciones en que el sacerdocio es pobre, ó vive por lo menos muy estrechamente, no solo tenido en menosprecio el culto de los templos, sino hasta envilecida la religion, y lo que es mas, depravadas y corrompidas las costumbres del estado religioso, cosa que no debemos extrañar, pues nos dejamos llevar de los sentidos, nos pagamos del esplendor y aparato de las cosas exteriores, y nos avergonzamos mas de nuestras faltas delante de personas graves y de costumbres intachables. No sin razon quiso Dios que entre los judíos rebosasen de púrpura y oro el tabernáculo y el templo; no sin razon otorgó diezmos á los sacerdotes, cosas todas que ni Jesucristo ni los apóstoles vituperaron y condenaron como contrarias á las nuevas instituciones religiosas. Seria por de contado mejor si con solo la santidad de las costumbres y sin necesidad de aparato exterior pudiésemos conciliarnos para nosotros y para la religion el respeto de los pueblos ; mas pues

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