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midades, de que no se pudieron reponer ni aun despues de la batalla de Leuctra, que parecia deber restituir á aquel imperio sus antiguos recursos y anterior grandeza. Los príncipes que recientemente han usado de fraudes y mentiras, no hay para qué decir si ofendieron su buen nombre y atrajeron daños á sus pueblos. No pudo ser nunca sincera la alegría ni la felicidad que tuvo por raíces la mentira. La educacion de Aquiles no debe, por otra parte, apartarnos de esta idea, pues es mucho mejor creer que con la doble naturaleza del centauro quisieron significar los antiguos la prudencia y la fortaleza que han de tener los príncipes. ¿Por qué, si no, colocaron en la entrada de los templos como si fuese la imágen de Dios la figura de un esfinge? Los egipcios simbolizaban con mas razon la divinidad en un jóven ⚫sentado en el regazo de un anciano. Hay además que advertir que los antiguos poetas dijeron muchas cosas sabiamente, y mintieron en otras sin razon ni tino, dejándose llevar de la costumbre de su época. No negarémos que el príncipe deba ser cauto y guardar esa reserva, que el pueblo suele llamar astucia y fraude, dando á la virtud un nombre que está muy cerca de significar el vicio. Aseguran los mismos poetas que la educacion de Aquiles fué confiada á Fénix, varon muy prudente y muy ejercitado en el arte de bien decir, dotes entrambas que debe reunir, como hemos dicho anteriormente, el que mas tarde ha de gobernar los pueblos, defender la patria y ponerse á la cabeza de sus tropas..

Acostumbrese pues al príncipe desde sus mas tiernos años á que aborrezca la mentira mas que ningun otro vicio, y sobre todo á que sea enemigo acérrimo de los hombres mentirosos, porque si así lo hiciere, desbaratará los proyectos de los aduladores, que son el peor y mas constante mal que existe en los palacios de los reyes. Las fuerzas de los reyes no las pierden tanto los enemigos como los aduladores; así que, vencido este peligro y evitado este escollo, se procurará el ayuda de Dios con su amor á la sencillez y la verdad. Libertado entonces del constante asedio y de las asechanzas de hombres perdidos, rodeado de todas las virtudes, defendido por la misma justicia, administrará felizmente los negocios de su casa y los de la república.

Mas ya hablarémos en otro capítulo de los aduladores. Por lo que al presente toca, debemos encargar al ayo del principe que le inculque á un tiempo el amor á la verdad y el odio á la mentira, que nada reprenda con tanta acritud como esas faltas, por propias que aparezcan de los niños, que perdone fácilmente las demás, con tal que las confiese y no altere en lo mas mínimo la verdad del hecho, que ya que no conviene castigar á los príncipes sino muy raras veces por no confund.rles con sus criados, castigue la mentira en los que le rodean con palabras amargas y hasta con azoles, para que cuando menos aprenda su deber en el dolor y lágrimas ajenas, y la idea de que no puede mentir quede impresa é indeleble para toda su vida en lo mas intimo del alma.

CAPITULO XI;

De los aduladores.

Grande es la hermosura de la verdad que está en completa armonía consigo misina y hace que dirijamos á un mismo fin todos los actos de la vida; increibles las fuerzas de la sencillez y el candor, feísimas en cuanto cabe la doblez y el engaño. Nada mas ajeno de la dignidad y de la excelencia del hombre que manifestar una cosa en su exterior y en sus palabras y sentir y obrar de otra manera. Podrán, sin embargo, algunas veces los príncipes disimular y ocultar sus resoluciones, pues mientras están guardadas tienen mayor fuerza, y la pierden á medida que se van sabiendo; y seria hasta necio que comunicasen á todos lo que piensan hacer para la salud del reino. En Roma tenia Conso, es decir, Neptuno, un templo subterráneo debajo del circo para que creyéndose, como se creia, que inspiraba este Dios las resoluciones de aquel pueblo, se comprendiese con solo ver el lugar que habian de estar ocultas y guardadas en lo intimo del pecho. Siguió prudentemente esta conducta Pedro de Aragon cuando con la esperanza de ocupar la Sicilia por una conjuracion de los ciudadanos reunió y equipó una escuadra, con la que afectó que queria invadir la costa de Africa. Alarmóse el Papa, hácia cuyos estados se dirigia aquel aparato de guerra, y le envió un legado suyo, que no acababa nunca de hacerle preguntas sobre lo que pensaba hacer con aquella escuadra. Irritado entonces el Rey, quemaria, dijo, mi camisa si creyese que sabe mis resoluciones: respuesta dignísima de un gran príncipe; pues así como es de ánimos abyectos mentir y engañar, es de mezquinas almas no saber encubrir sus proyectos y designios. No puede á la verdad tomar grandes cosas sobre sí el que tiene por pesada carga el silencio que tan fácil hizo la naturaleza al hombre. Entre los persas era costumbre castigar mas las faltas de lengua que otras cualesquiera, tanto, que llegaban á imponer pena de muerte al que violaso un secreto.

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Ahora bien, si nada hay mas vergonzoso que la mentira ni mas honesto que la verdad, preciso será que confesemos que son perniciosísimos los aduladores, que por desgracia nuestra abundan tanto en los palacios de los principes. No puede, á la verdad, imaginarse peste mas terrible, ni fiera mas cruel, ni monstruo mas espantoso ni inhumano. Aunque reuniéramos en un solo lugar los tigres, las panteras y los leones y evocáramos por la fuerza de la imaginacion las quimeras, las arpías y los esfinges, no podriamos formarnos siquiera una idea aproximada de lo que son esos infames. No nos quitan la luz del sol, pero se esfuerzan, y esto es mucho mas funesto, en apagar la luz de la verdad y en cegar á los que gobiernan las repúblicas, hombres que colocó Dios en las cumbres de las sociedades humanas para que velasen sin cesar y mirasen por la salud de todos. Se empeñan estos aduladores nada menos que en envenenar las fuentes en que ha de beber todo el pueblo, hecho el mas perjudicial del mundo. No se dirigen nunca á los hombres débiles y pobres, no arman sus asechanzas sino á los que están en toda

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su lozanía, circuidos de todo género de bienes. Las hormigas no van nunca á graneros desprovistos, la oruga no va nunca á los árboles secos sino á los verdes. Son á la verdad estos hombres como los piojos, que abandonan los cuerpos luego que no tienen sangre de que chupen.

¿Cuán dañoso no ha de ser pues tomar por blanco de sus tiros á los príncipes, cabeza como son de la república, y procurar la ruina de los que son la base de la salud y la felicidad del reino? ¿Qué enfermedad puede haber mas grave que la que deriva de la cabeza? No hay en la vida humana nada mas bello, mas útil ni de mas sazonados frutos que la amistad sincera, nada que cause mas estragos que engañar á los hombres aparentando esta misma amistad cuandɔ no la abrigan ni la sienten. Fingense pues los aduladores amigos; afectan cumplir con los deberes que la amistad impone, deleitando á los que quieren ganar con sus torpes adulaciones, aconsejando una que otra vez cosas, en la apariencia saludables, y en la realidad perniciosas, para que haya mas dificultad en conocer y evitar los terribles males que acarrea su conducta. No hablamos aquí de esos mezquinos aduladores ni de esos parásitos charlatanes, que aunque en su género no dejan de ser malos é infames, carecen de talento y fuerzas para que puedan producir muy graves daños; hablamos solo de aquellos que cubiertos con las bellas formas de la virtud, no perdonan medio para alcanzar la gracia de sus príncipes, ni hay maldad ni infamia que no estén dispuestos á cometer con tal que lo consigan.

Conviene ante todo considerar cómo empiezan sus ingeniosísimos ataques. Lo que primero contribuye á pervertir el entendimiento del hombre es su mismo amor propio, es decir, ese amor natural con que cada cual aplaude sus obras y se adula. ¿Quién pues ha de haber de tanta circunspeccion que no se agrade á sí mismo y no se alabe y no se anteponga por lo menos á muchos de sus semejantes? En este amor está fundado el principio de toda nuestra temeridad y arrogancia ; y es evidente que ha de obrar aquel con mayor fuerza en el ánimo de príncipes que desde niños van cubiertos de púrpura y oro, y apenas tienen alguna mas edad cuando no salen á la calle sin llevar escolta de infantes y caballos, y ven arremolinarse en torno suyo el pueblo, y oir á su alrededor faustas aclamaciones, y ser objeto de adoracion adonde quiera que vuelvan los ojos: cosas todas que les ensoberbecen y hacen que miren con desden á los demás, creyéndose poco menos que dioses. Aumentado su amor propio con una educacion afeminada por el lujoso aparato de su palacio y de su corte y por los aplausos de la muchedumbre, viene á ser una especie de adulador, que desconcierta sin cesar su ánimo. Añádase ahora á este, es decir, á la locura y ambicion del rey un adulador externo, y se comprenderá fácilmente si ha de producir lamentables estragos y pervertirlo y confundirlo todo y hacer de un príncipe necio un demente ó un mentecato. Empieza este adulador por acomodarse del todo á la voluntad del monarca, por olfatear con gran sagacidad como un perro de caza qué es lo que deleita mas al que pretende servir y hacer caer en sus bien tendidos lazos. Cuando lo ha

averiguado ya, deja por algun tiempo su carácter y se
trasforma en otra persona afectando todo lo que al
príncipe le agrada, y aparentando siempre que es su
gusto el suyo. Si ama el príncipe la caza,
cria perros;
si es dado á la livíandad y á los amores, confiesa que
está perdidamente enamorado, y lo llena todo de blan-
das quejas y tiernísimos suspiros. Viste como el cama-
leon todos los colores menos el blanco, á cualquier la-
do se inclina fácilmente menos al de la honestidad y á
la justicia. ¿Es ardiente y arrebatado el príncipe? Le
incita con cuidados discursos y grandes razones á que
emprenda injustas guerras, cosa que no hay para qué
decir si realizará ó no con grave riesgo de la república,
pues se impondrán como es natural onerosos tributos
para cubrir los gastos de la campaña, y se agotará á los
que poco posean, y se concederá todo al ejército, sin que
sirva la equidad de luz ni guia. ¿Es el príncipe lascivo?
Excusará entonces todo género de liviandades, fundán-
dose en que los reyes han de templar con placeres los
graves trabajos del gobierno. A las virtudes verdaderas
dará el nombre de vicios, y levantará y alabará estos vi-
cios, dándoles el nombre de las virtudes á que mas se
acerquen. Llamará, por ejemplo, al que es cruel severo,
frugal al que es avaro, placentero y jovial al que sea
dado á la lujuria, cauto y prudente al que sea tímido y
dejado. Si es que pueda servirle, dará á la fortaleza el
nombre de temeridad, yá la prudencia el de timidez y
cobardía; arreglará, por fin, siempre sus palabras de
modo que puedan agradar al príncipe sin tener para na-
da en cuenta ni lo que exige la virtud ni lo que reclama la
salud del reino. Robusteceránse los vicios de los reyes y
se aumentarán aun con otros que serán tal vez peores.
Es tal la condicion del hombre, que da siempre mas cré-
dito á los pocos que aprueban sus hechos que á su con-
ciencia y á los muchos que se los condenan. Verdad es
que entre los aplausos de los aduladores y las lisonjeras
palabras de los cortesanos, que no cesan de admirar y
levantar al cielo los hechos de los príncipes, no solo no
es de maravillar que estos dejen engañarse, sino que
hasta seria un milagro que no perdiesen del todo la ra-
zon y el buen sentido. ¿Qué es lo que perdió en todos
tiempos á los grandes príncipes sino los continuos elo-
gios de los aduladores, que les hablaban solo para con-
quistar su gracia y alababan con mucho cuidado to-
das sus inclinaciones naturales, malas generalmente
en los hombres, por ser propensos á oir con placer á los
que se hacen de su opinion y favorecen sus deseos y á
odiar y juzgar ineptos á los que les oponen una decidi-
da resistencia? Qué es lo que pudo impeler á Neron á
convertirse en cómico y á salir públicamente al escena-
rio sino los exagerados encomios de los adúladores, que
admiraban su voz, su ingenio y su destreza? Llegó á
tanto el hecho, que sirvió de perjuicio á muchos haber-
le dejado de alabar mientras estaba representando ó
pulsando las cuerdas de la lira, por ser ya de rigor que
cada cual expresase su admiracion, ó de palabra ó con
algun movimiento de cabeza ó con otro cualquier gesto
significativo. Triste estado por cierto, no sé si decir
de la república ó del príncipe. Pues, y al macedonio
Alejandro, ¿qué es lo que pudo hacerle fatuo hasta
el punto de creerse hijo de Júpiter y querer que le tri-

butasen honores divinos, y castigar con el mas cruel género de muerte á Calistenes que lo resistia, sino las adulaciones de muchos que con incesantes alabanzas aumentaban de dia en dia su temeridad y su locura? Seria largo ir refiriendo todos los ejemplos de una demencia semejante: un Calígula, un Domiciano y tantos otros; mas dejando aparte los extranjeros y viniendo á los que tenemos en nuestra patria, ¿ se cree acaso que Pedro el Cruel y Enrique IV y otros reyes de Castilla, infamia y mengua de España, llegaron á trastornar la república por otro camino que por el fraude de amigos fingidos que alababan sus dichos, sus hechos y sus proyectos como favorables á la felicidad del reino? Y en estos ha de haber obrado la adulacion con mucha mas fuerza, pues siendo príncipes ya de un carácter depravado y de ánimo mezquino, son mas impetuosos y no pueden ver las asechanzas de hombres agudos y sumamente astutos á fuerza de usar de fraudes y mentiras.

El que desea pues alcanzar la gracia de su príncipe es necesario, de toda necesidad, que goce de un ingenio grande y sobre todo vivo. No debe aprbarlo todo, no sea que se le tenga luego por un manifiesto adulador y pierdan la eficacia debida sus palabras. Debe de vez en cuando amonestar al príncipe y hasta reprenderle, á fin de engañar mejor bajo esta forma de amistad que permite generalmente ciertas libertades, mas siempre de manera que existan y se descubran fácilmente las huellas de la condescendencia aun en el fondo de las reprensiones en la apariencia mas amargas.

sus

Es tambien, por otra parte, de advertir que no merecen ser contados en el número de los aduladores todos los que viven con los príncipes y alaban sus hechos, discursos y aun sus proyectos; muchas veces pues se ven obligados á transigir con lo que en su interior califican de pernicioso y necio. Hay muchos hombres apocados que no quieren que se falte, pero que no tienen bastante fuerza de voluntad para resistir al que delinque; hay otros que, desesperando ya de alcanzar algo, por mas que les repugne la maldad, no se atreven á provocar la cólera de los que son dueños y árbitros de Ja vida y de la muerte. Para que se distinga mejor el adulador pernicioso del amigo verdadero y del palaciego cauto ó tímido es preciso que nos hagamos cargo de la conducta que lleva y del objeto á que incesantemente aspira. Es, en primer lugar, el adulador de una avaricia inmensa, no hay riquezas que puedan satisfacer su sed y su codicia. Agitale luego la ambicion que no le da lugar ni tregua; se humilla para alcanzar lo que desea, modifica cien veces su carácter, si ve que ha de hacerse con oro, con poder y con honores; no piensa nunca en conservar su dignidad ni su decoro; se prosterna á los piés de los poderosos, se muestra obsequioso y servidor de los que son queridos de sus reyes; no perdona trabajo, no perdona bajeza alguna, con tal que, reconciliado y unido con estos, pueda abrirse paso hasta la cámara del príncipe. Si corresponde el éxito á la esperanza, despliega entonces su habilidad, acomete al monarca con claras y manifiestas tramas, ó si no se siente aun fuerte, mina ocultamente el terreno para que apenas pueda conocerse su malicia. Ha vencido ya al príncipe y le tiene engañado con sus malas artes: ¡ah! entonces,

olvidado de su primera fortuna, trueca de repente la humildad en fausto y en orgullo, acumula grandes riquezas, aspira á los mas altos honores y destinos, y no los ha conseguido, cuando mira ya con desprecio á hombres que valen mucho mas, y con detestable perfidia ataca á los mismos que le allanaron el camino para llegar hasta los piés del trono. Nadie hay en un principio mas humilde que un adulador; pero luego que ve asegurada su fortuna, ¿quién de mas arrogancia que él ni mas orgullo? Si para engañar mejor á los hombres habia tomado cuando menos la apariencia de virtuoso y hombre honrado, disipado ya todo miedo, se quita la careta y se entrega á todo género de vicios. Desconocido por mucho tiempo y ahora de improviso noble y grande, no sabe dominarse ni enfrenar deseos encendidos y avivados por una larga falta de medios y recursos. Arde en voluptuosidad, bulle en placeres, se ostenta cruel, atrae al fondo de sus arcas las riquezas privadas y las públicas, pretende dominar solo en las fortunas de todos, y hacer que parezca que reina él solo, aunque con nombre ajeno. Todo lo acomoda á sus intereses; la salud del reino es para él una palabra que nada significa, y no mas que una palabra.

Por estas costumbres creo que es fácil conocer al adulador, y distinguirle del verdadero amigo; pero donde mas se le conoce es en sus amonestaciones y reprensiones, en que se vende tanto mas cuanto mas quiera afectar la sencillez y la amistad sincera, pues no imita tampoco el fraude á la verdad hasta el punto de que no se dejen traslucir las huellas de la ficcion y de la mentira. Como que mide por su utilidad todos los deseos de su vida y no lleva mas objeto que alcanzar de cualquier modo que sea la gracia de su príncipe, procura siempre con mucha cautela que no pueda este resentirse ni de sus amonestaciones ni de su manera de denunciar los vicios; así que, dispone todas sus palabras de manera que la misma reprension venga á convertirse en alabanza. Podria citar muchos ejemplos de esta adulacion artificiosa, pero me limitaré á los que ofrece el. emperador Tiberio, sucesor de Augusto, durante cuyo reinado estuvo en su mayor apogeo la disimulacion y la adulacion mas torpe. Oponíase fraude á fraude, y á la mentira del cortesano la ficcion del príncipe. Aconteció un dia que al entrar aquel emperador en el Senado se levantó uno de sus aduladores manifestando en muy alta voz que los hombres libres habian de hablar con libertad y no callar nunca lo que pudiese ser de utilidad para la salud de la república. Hubo, al oir estas palabras, un silencio profundo, y estuvieron suspensos los ánimos de todos hasta oir lo que decian, que, como era natural, se esperaba habia de ser grande y atrevido. «Oye, César, exclamó entonces aquel, hé aquí en lo que todos te culpamos, sin que nadie se atreva á decirlo en tu presencia: estás consumiendo tu vida en continuos cuidados y trabajos; ¿cómo no consideras que ha de morir lo que no goza de descanso?» Declamó sobre este punto mucho y muy ridiculamente, tanto, que Casio Severo, ofendido por la vaciedad de sus palabras: « Esta libertad, añadió, es la que mata al hombre.» Así lo leemos en Plutarco. Ennio, caballero romano, se habia atrevido á hacer del príncipe una estatua de plata, y

contamine cruelmente el cuerpo de la república desde las plantas hasta la cabeza.

Tiberio prohibió que se le acusase de crímen de lesa
majestad en el Senado. Ateyo Cápito, afectando deseo
de libertad y celo por la salud pública, pretendió tam-
bien un dia que no debia quitarse al Senado la facultad
de deliberar ni dejar impune tan gran delito si se mos-
traba el César lento en remediar sus apuros por no
molestar ni gravar á los súbditos de su vasto imperio,
vanidad y deseo de agradar ciertamente vergonzoso,
que nos ha dejado consignado Tácito con su elocuente
pluma. Mas he de referir aun, sacada del mismo autor,
una adulacion mas torpe y mas indigna. Hablábase en
el Senado de los funerales de Augusto recientemente
muerto. Decretábansele grandes honores, estando el
sucesor presente, acordándose, entre otras cosas, que
se levantase un arco de triunfo donde se escribiesen los
títulos de las leyes que él habia promulgado, y los nom-
bres de las naciones que habia vencido. En esto se le-al
vantó Mesala Valerio, y añadió que debiese renovarse
anualmente el juramento de fidelidad que habia de pres-
tarse á Tiberio. Preguntado luego por este si habia ma-
nifestado-aquella opinion porque él se lo hubiese en-
cargado, contestó que lo habia hecho espontáneamente,
y que en cosas que perteneciesen al bien de la república
no escuchaba nunca sino la voz de su conciencia, aun-
que supiese que habia de atraerse con ella la cólera del
príncipe. No faltaba ya sino esta especie de adulacion,
no faltaba ya sino que aun cuando se aparentase amo-
nestar ó reprender, no se llevase mas objeto que el de
aumentar la alabanza y granjearse la gracia del rey
con el ánimo dispuesto á toda clase de servidumbre.

Hé aquí las mañas de esos hombres necios, tan fáciles de conocer, que basta querer para evitarlas. El príncipe, sobre todo cuando ha entrado ya en edad, puede distinguirla de continuo, sin que jamás se engañe. Ve que uno de sus cortesanos es de depravadas costumbres, que habla para agradarle, aun cuando parezca reprender sus vicios, que desea aumentar al infinito sus honores y sus riquezas y los de su familia, ¿cómo ha de creerle de sencillo carácter ni pensar que mire con interés su dignidad y la salud del reino? Cómo no ha de calcular, por lo contrario, que está fingiendo para engañar á los incautos y que no abriga en su corazon sino el fraude y el dolo ni tiene mas prendas que la astucia, la ficcion y la mentira? Un solo remedio hay para este mal, y es que no se admita en palacio sino á varones de reconocida probidad y fama, ni se dé entrada á los demás por mucho que parezcan sobresalir en destreza, en prudencia y en ingenio. Desde sus mas tiernos años va inoculándose en el príncipe un odio profundo á esa clase de hombres; procúrese que aborrezca, al par de los aduladores, los parásitos, ni se deje vencer por sus caricias. Manifiéstesele la necesidad de esta conducta con sólidas razones, con ejemplos y con frecuentes pláticas, persuadasele de que son aquellos hombres la mas perniciosa peste de la república, la ruina de las costumbres, el torbellino y las borrascas de la patria, los trastornadores de las mas santas leyes, los destructores de la paz, los perturbadores de todos los afectos de la probidad y de la vida, el monstruo horrible y grande que debemos aplacar con todo género de sacrificios y arrojar del palacio para que con su envenenado soplo no

CAPITULO XII.

e las demás virtudes del príncipe.

Sepan y entiendan los príncipes que hablan para ellos como para los demás hombres los preceptos dados por los filósofos acerca de cada virtud y las decisiones de los teólogos sobre la naturaleza de nuestros recíprocos deberes. Procuren en lo posible que cuanto mayores son sus facultades y mas alto el lugar que ocupan, tanto mas aventajen á todos en probidad y en las demás prendas de la vida. El que ha de alumbrar á todo un pueblo para que le siga, no es lícito que se revuelque en la inmundicia ni en el cicno de los vicios; ciña antes cuerpo su espada, rodéese de tropas y aterre al enemigo, vístase de virtudes, adórnese con la hermosura de la honestidad y la justicia y cautive el amor de sus vasallos. Ponga en esto mayor confianza y créalo de mas realce para su dignidad que verse rodeado de alabardas y del faustuoso aparato de su palacio y de su corte. Sea parco en el comer y en el beber para que no le reduzca la glotonería á la condicion del bruto, y obstruido el estómago no deba ocupar gran parte del tiempo en cuidar de la salud del cuerpo, niesta ocupacion pase á ser para él tan grave como los mismos cuidados del gobierno. Huya de la liviandad, no se deje corromper por los placeres de la impúdica Vénus. Guárdese, sobre todo, de armar asechanzas contra el pudor ajeno, maldad infame y cruel, que no es posible ejecutar sin atraerse el odio del pueblo ni ofender á muchos. Luche con tanto ardor contra los placeres y deleites de la vida como contra sus mas temibles enemigos interiores. ¿Será acaso justo que se manche con el estupro ni ataque el honor ajeno el que ha de castigar y refrenar con leyes y con penas el libertinaje de sus súbditos?

Armese de circunspeccion y prudencia para que no le engañen sus cortesanos, que están acechando todas las ocasiones para cegarle y arrancar de sus manos honores y riquezas, tomando tal vez por juguete á la inocencia ajena y abusando de la sencillez del hombre que verdaderamente vale. No se deje nunca desviar de las leyes de la equidad, no podrá mantener unidos á los · altos con los bajos, ni con estos á los del órden medio si no los tiene á todos persuadidos de que mas pueden con él las prescripciones de la justicia que los afectos personales ni la privanza de los que le rodean. Seria indigno del nombre de rey el que, siendo por su condicion el brazo vengador de la justicia, consintiese en apartarse de la mas estricta equidad por poderosas que fuesen las razones que á esto le impeliesen. Esté ante todo convencido de que solo con el favor de Dios se fundan los imperios y crecen y abundan en todo género de bienes. Procure pues adorar á Dios con el mas puro culto, procure hacérsele propicio con virtuosas y frecuentes oraciones. Profese desde los primeros años la opinion de que solo por la Providencia divina se gobiernan las cosas humanas, y por lo tanto las naciones; confie mas para el buen éxito de sus negocios en

la benevolencia de Dios y en los actos de piedad que en la astucia, en el poder y en la fuerza de las armas; crea firmemente que nunca ha de ser mayor su autoridad que cuando se sienta querido de Dios y guardado por su divino escudo. ¿Qué podria haber mas confuso ni mas pernicioso que la vida del hombre si se creyese que los sucesos de la tierra son todos fortúitos y no hay una Providencia superior que los dirija? Qué podria haber mas cruel que un hombre que perdiese el temor de Dios y no se creyese sujeto á sus santas é inescrutables leyes? Qué estragos no causaria? Debe siempre procurarse el aumento del culto religioso, y es indudable que sirven mucho para esto las costumbres de los príncipes. Con su ejemplo mejor que con la severidad y con las leyes se afirman los pueblos en esta opinion eminentemente salvadora. Viendo pues que el que tanto puede implora el favor divino y está en el templo hincada la rodilla, extendidas las manos, bañados en lágrimas sus ojos implorando la misericordia del Altísimo; cómo han de dejar de hacer lo mismo, sobre todo cuando se encuentren en gravísimos apuros?

Mas sobre la religion hemos de hablar detenidamente en otra parte; hagámonos ahora cargo de las virtudes propias de un rey, virtudes de que ha de mostrarse adornado en todos los actos de su vida. Ha de poner, en primer lugar, mucho cuidado en que ya desde sus primeros años sea inaccesible á la ira, enemigo de toda prudente resolucion y perturbadora de nuestro entendimiento, pasion impropia de todo hombre cuerdo, como manifiestan los mismos movimientos y gestos con que se declara, tales como los de torcer la boca, agitar violentamente los brazos, perder el color de los labios, levantar descompasadamente la voz, desgañitarse. Es ya este vicio en la vida privada indicio seguro de la ligereza de ánimo; mas nunca aparece tan feo como cuando se hace el compañero obligado del que cjerce el mando supremo en la república. Difícil es á la verdad mudar la condicion del hombre, principalmente cuando por su posicion tiene para todo una libertad ilimitada; difícil torcer del todo nuestras inclinaciones naturales; mas á fuerza de persuasion y de preceptos es indudable que puede corregirse la aspereza de carácter, sobre todo en los primeros años. Persuádase al príncipe que el dejarse vencer por la ira es la mayor prueba que pueda darse de un ánimo débil y abatido; manifiéstesele que son los mas propensos á ella los que menos fuertes son, ya por la edad, ya por el sexo, tales como el anciano, la mujer, el niño. Demuéstresele, por lo contrario, que es de ánimos grandes no irritarse ni darse por ofendido de una injuria. Las vanas é hinchadas olas se estrellan contra los peñascos, las grandes y generosas fieras no levantan siquiera la cabeza por oir ladrar á un perro. Los movimientos del ánimo demasiado vehementes y el excesivo calor en la palabra, no solo desdicen de hombres graves, son contrarios á la dignidad y al mando, porque sies implacable la ira, se atribuye á crueldad; si cede, á ligereza y blandura; que es sin embargo preferible. Reprímase al príncipe desde la infancia, y templará mucho la razon su impetuoso carácter; condesciéndase consus antojos, y se hará de dia en dia mas

irritable y duro. Sirve de mucho al iracundo familiarizarse con hombres de ánimo tranquilo; robustécense las fuerzas y la salud del cuerpo bajo un cielo benigno y puro; hácense mas humanas las fieras cuando viven con el hombre, pues con el frecuente roce cogen todos los dias algo de la naturaleza y condicion humana. Hágase principalmente observar que entre hombres buenos y moderados no se ofrecen casi nunca motivos de exasperar la ira. El que desde su mas tierna edad está acostumbrado á quebrantar su voluntad y á romper con sus deseos no es fácil que se irrite; mas el que no ha sido domado en la niñez es facilísimo que se deprave, aun cuando haya nacido con un carácter lleno de paz y de dulzura. No dañó poco á Jaime de Aragon haberse dejado llevar de la ira hasta el punto de hacer cortar públicamente la lengua al obispo de Gerona por haber violado el secreto que le habia confiado de que en otros tiempos diera palabra de casamiento á Teresa Vidaura, hecho impío que fué castigado con el anatema y con una gran multa por el pontífice Inocencio.

Va unida la mansedumbre á la elocuencia, que es la mas excelente de las virtudes, la que mas hace semejautes á la divinidad los príncipes, nunca mejor y mas alabados que cuando disimulan las faltas de los hombres. No sin razon se ha dicho que si se hubiesen castigado todas las faltas cometidas, hace ya tiempo que la humanidad no existiria. Debe el principe acordarse de que es hombre, de que todos los hombres incurrimos en errores, de que el que no siente una pasion se deja llevar de otra. No se esfuerza en averiguar todos los delitos ni se muestra inexorable con las faltas ajenas, pues con verdad se dijo: el que aborrece el pecado, aborrece los hombres, y nunca debe ser mas alabada. la clemencia que cuando son mas justos los motivos de ira. Debe á la verdad evitarse que no sea tanta tampoco la benignidad que todo el nervio de la severidad quede cortado, pues un castigo á tiempo es muchas veces preferible al deseo de aparentar clemencia. Hay para esto como para todo ciertos y determinados Himites; mas será siempre mejor que el príncipe aparezca á los ojos de la república dispuesto á ser benigno; y si conviniere castigar los crímenes, infundir temor, dar algun ejemplo de severidad, procúrese que vean todos que se inclina solo al castigo y á la venganza impelido por la fuerza de las cosas, y en cuanto lo permitan las circunstancias se retraiga de tomar una parte directa en esos juicios y los entregue á otros magistrados. Platon, siguiendo la costumbre de los egipcios, quiere, con razon, que el rey sea una especie de sacerdote, y como tal no intervenga en negocios relativos al destierro, encarcelamiento ó muerte de los ciudadanos. Acostumbrese el príncipe desde su primera edad á mostrarse benigno con sus igualesy á no castigar con su propia mano á nadie, cosa que seria altamente vergonzosa. No imite la conducta de Pedro de Castilla, que mató con sus propias armas á Mahomat, rey de Granada, á pesar de ser inocente, y no contento con matarle, lo insultó con durísimas palabras; no imite la de Pedro de Portugal, que hirió con su propia mano al obispo de Oporto, reo de adulterio. Léjos del príncipe esc fco destino de verdugo.

No debe tampoco el príncipe reprender á nadie con

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