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descompasadas vaces; antes si ve que se trata de casti- | Dé pues de manera que quede siempre á la esperanza

gar á alguno de sus compañeros ó de sus empleados de casa y corte, por merecido que sea el castigo, ha de procurar librarle de él, ya valiéndose de su autoridad, ya apelando á súplicas y ruegos, pues con tales y tan buenos principios adiestrará el ánimo para mayores y mas grandes cosas. Añada á la clemencia y mansedumbre la liberalidad, es decir, el deseo de hacer bien, si no á todos, á los mas, procurando ser como una divinidad á quien dirijan incesantes oraciones y votos personas de toda edad, condicion y sexo, procurando ser una fuente abundantísima donde todos aspiren á beber en su adversidad honores y riquezas. Es claro que todos los tesoros del imperio no bastan para satisfacer á todos; mas con solo que ayude á muchos y reciba á todos con igual amor y con palabras blandas, logrará que su cortesía pase ya por un gran beneficio y sea toda dádiva, aunque pequeña, tenida por una muy singular y estimable gracia. Los que no vean satisfechos sus ruegos, echarán la culpa á los ministros, ó dirán cuando menos, atendida la benignidad del príncipe, que habrán faltado medios, pero no la voluntad de concedérsele. Servirá de mucho que el príncipe se acostumbre desde sus primeros años á otorgar mercedes á sus súbditos, pidiendo para esto dinero,que podrá repartir entre sus iguales, segun los méritos de cada uno, 6 emplear para aliviar una que otra vez con su propia mano la indigencia de sus súbditos. Movido por la dulzura de dar, será, al llegar á sus mejores años, mas y en mayores cosas dadivoso.

Désele bien á entender que nada hay mas regio que poder hacer beneficios á sus súbditos, tanto, que esta facultad viene á templar y sazonar los graves y enojosos cuidados del gobierno. Imite sin cesar á Dios, que ni de dia ni de noche deja de hacernos en todas partes beneficios, y hace brotar espontáneamente de la tierra yerbas y todo género de granos y de frutos, y cubre el suelo de árboles fructiferos, que pagan donde quiera tributo á la especie humana. A imitacion del mismo Dios, no debe atender á los frutos que recogerá de sus beneficios, sino á la hermosura de la beneficencia misma, haciéndose siempre cargo de que es preciso dar mucho á ingratos, y por consiguiente perder mucho para que llegue á colocarse bien un beneficio. Dé algunas veces antes que se lo pidan, y no demore nunca otorgar la merced solicitada, pues nada hay mas caro que lo que ha debido alcanzarse á fuerza de súplicas é importunidades. Sea, sin embargo, discreto en dar; reserve lo mas escogido para los mas dignos, y sea siempre mas frecuente que espléndido en sus dádivas, á fin de que no agote el erario público, que es la fuente misma de la liberalidad. Aun cuando esté dispuesto á negar, procure recibir siempre á todos con blandas y obsequiosas palabras, que no pueden en ninguna ocasion faltarle; así cuando menos creerán que si niega es contra su voluntad, y que si pudiese lo concederia con el mayor gusto. Es muy pernicioso acumular en uno solo ó en pocos todos los honores ó riquezas de que dispone, pues agotada la esperanza de alcanzar mayores obsequios, pierden aquellos su actividad, y no queda, por otra parte, con qué recompensar á otros, que serán mas merecedores.

de mayores dones si mayores servicios se recibieren de los ciudadanos. Con estas virtudes crece no poco la grandeza de alma de donde toman orígen, y conviene esto mucho al principe, que nunca parece peor que, cuando es de alma pusilánime y mezquina.

Aprenda sobre todo el príncipe á despreciar vanos temores, luche con sus iguales, hable en presencia del pueblo, no huya de la luz, no se aisle del público, no se acostumbre á una vida retirada. Aprenda á refrenar, dirigir y revolver al indómito caballo, tire con otros el florete, hiera en la estacada al toro, al jabalí en los bosques, acostumbre el oido al estrépito de las máquinas de guerra y al sonido del tambor y la corneta, procure guardar serenidad en medio del estruendo de la guerra. Corregirá asi con el frecuente ejercicio sus vicios naturales, y sobre todo la atrabilis, si por acaso levanta ante sus ojos sus variadas imágenes y espantosas figuras. No de otro modo creo que llegó á ser tan gran varon García, rey de Navarra, llamado el Trémulo porque al empezar la batalla se estremecia todo; echó fuera de sí el miedo, y se mostró al fin tan valiente y esforzado en todos los combates, que hay muy pocos que con él puedan siquiera compararse. Es el miedo la mejor señal de un ánimo abatido, así que desdice del todo de la dignidad del príncipe y es del todo contraria á la majestad de los reyes. Deben exponerse todos los esfuerzos posibles en alejarle y fijar con ahinco en el ánimo del futuro monarca la idea de la infamia y mengua que consigo llevan, á fin de que rechace el miedo al miedo. Es sabido lo que sucedió con los condes de Carrion, que despues de haber pedido por esposas las hijas del Cid doña Elvira y doña Sol, y celebrado con regio aparato sus bodas en Valencia, fueron llevados á la crueldad por la ignominia con que manchó su frente un vergonzoso miedo, cosa que casi siempre hacen los cobardes. Educados aquellos jóvenes mas con halagos femeniles que con palabras y hechos propios de ánimos varoniles y dados á la guerra, no pudieron acreditar sus costumbres á los ojos de su suegro. Saltó un dia un leon de la jaula, no sé si por casualidad ó por intento, y fueron á esconderse vergonzosamente, y otro dia en una batalla que tuvieron con los moros temieron la lucha y apelaron á la fuga. Quedaron feos con tanta cobardía y tanto miedo, mas en lugar de haber procurado borrar con otros hechos de valor la deshonra que sobre ellos habia caido, se vengaron infamemente matando á sus esposas, crímen que fué mas tarde la causa de su ruina.

No se ensoberbezca, por fin, el príncipe al ver el fausto de su palacio ni al recibir el homenaje de sus criados, que le adoran casi como un dios sobre la tierra. No desprecie nunca á los ciudadanos; aprenda á vivir con sus iguales bajo un mismo derecho, ya haya de tratar de cosas serias, ya buscar expansion en el juego; nada se arrogue nunca en virtud de los poderes que le están confiados. Aborrezca con toda su alma la costumbre de los persas, que se prosternan ante sus principes y les tributan honores debidos solo á los dioses, no lo consienta ni lo tolere nunca, por mas que le digan sus aduladores que la majestad real es la salvaguardia del imperio, que

los hombres mas eminentes han de aspirar á lo mas alto, que es de ánimos mezquinos repudiar los honores que se le tributen. Acuérdese siempre de que no hay nada mas terrible que esas torpes adulaciones. Próximo Ciro á la muerte, quiso dar sus mejores preceptos á sus hijos, y aseguró que se habia ceñido tanto á las costumbres de su patria, que habia cedido siempre el paso, el asiento y el uso de la palabra á los mayores de edad, bien fuesen estos sus hermanos, bien sus últi mos súbditos. A buen seguro que no hubiera caido tan pronto aquel imperio si hubiesen seguido sus hijos este aviso y no se hubiesen dejado corromper por la adulacion y los placeres. Teodosio el Grande llamó á Roma á Arsenio para que instruyera á sus hijos en las artes liberales, y habiéndole un dia visto de pié delante de sus hijos, mandó, encendido en ira, que los hijos estuviesen de pié y su profesor sentado, y le dió amplias facultades para que les castigase siempre que le pareciese justo, encargándole que no cerrase sus ojos sobre sus menores faltas. Si sus hijos hubiesen sido educados conforme á este precepto, & se cree tampoco que hubiera venido abajo por su culpa el imperio romano? Ha de conservar cuidadosamente el príncipe la majestad real, pero ha de estar persuadido de que los imperios descansan mas en la opiniou pública que en Jas fuerzas, y si ha de creerme á mí, no adoptará nunca costumbres extranjeras. Cuantos mas grandes obsequios exija de sus inferiores, con tanto mayor respeto ha de tratarles, sobre todo si son estos sacerdotes, á quiepes nunca dará á besar su mano ni consentirá en que le hablen de rodillas. Cuantas mas consideraciones guarde á la religion, tanto mas será amparado por Dios, y asegurará su gobierno y se granjeará el amor de sus súbditos, á quienes nada cautiva tanto como los hábitos y costumbres religiosas. Hablarémos en otro lugar sobre este punto y explicarémos cuánta necesidad tienen de la religion los príncipes, mas antes es preciso que nos ocupemos en la gloria.

CAPITULO XIII.

De la gloria.

Diónos el cielo muchos bienes que podrian labrar nuestra ventura, mas nosotros necios é ingratos abusamos de ellos para ejecutar maldades, despreciar á Dios y procurar nuestra ruina y la de muchos, cosa por cierto bien indigna de nosotros y extremadamente lamentable. ¿Qué cosa puede haber ya mejor que esa facultad, por la cual nos distinguimos de las fieras y medimos los espacios del cielo y de la tierra? Gozamos de razon y de libertad, facultades por las que nos acercamos mucho á la naturaleza divina, y lejos de servirnos de ella para el bien, las convertimos en mal, aventajándonos algunas veces en crueldad á los mismos séres irracionales. Tenemos un cuerpo de dignas y excelentes formas, cuyas partes están todas hermosamente armonizadas, cuerpo que, como declara su misma posicion, ha sido destinado á contemplar el cielo. ¡Cuántos, sin embargo, y son los mas, se arrastran por el suelo, consagrándolos solo á los deleites y revolcándose en el cieno de los vicios! Hemos recibido de la naturaleza cierto

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instinto religioso, por el cual nos sentimos movidos á reconocer la naturaleza divina y á venerarla con el mas puro y piadoso culto; y la locura de los hombres ha hecho luego que de aquel mismo impulso de la naturaleza hayan brotado terribles supersticiones que esparcidas por todo el mundo, han entorpecido y cegado por mucho tiempo innumerables naciones. No hay bien por grande que sea ni don tan insigne que la maldad humana no convierta muchas veces en deformidad y ruina. Necia y temerariamente obra quien aprecia las cosas de esta vida por nuestros abusos y no por su na、 turaleza propia. Debemos contar en este número todos los afectos de nuestra alma, el amor, la ambicion, la ira, el temor, la esperanza, dadas por la naturaleza para que anduviésemos en busca de lo saludable, allanáramos todo género de obstáculos, conserváramos nuestro estado con hechos conformes á la índole especial de nuestra vida. Esos mismos afectos no los convertimos acaso muchas veces en crímenes y en actos que destruyen nuestra misma existencia? Del amor nacen perniciosísimos deseos; de la ambicion, el afan por acumular riquezas, sin atender para nada á la virtud, sin reglas, sin medida; de la ira, injurias, ultrajes y hasta asesinatos; con el temor y la esperanza ó se en tibian los ímpetus del alma para aspirar á cosas gran、 des, ó nos hacemos crueles y soberbios. ¡Cuán poco saben apreciar las cosas los que sin atender á que están depravados por culpa de los hombres, condenan estos afectos y se esfuerzan en que hemos de arrancarlos y extirparlos de la vida humana! Vemos un árbol lleno de vida que extiende por todas partes sus frondosos ramajes, ¿lo arrancarémos y no lo castigarémos antes con el hierro? Tenemos un caballo indómito y brioso: pudiendo aplacarle y domarle con el látigo y el freno, pudiéndole acostumbrar á que lleve en sus lomos al jinete, hemos tampoco de matarle? Está llagado uno de nuestros miembros, ¿le cortarémos sin que hayamos agotado antes todos los remedios del arte? Es necesario de toda necesidad que en todas las épocas de la vida sepamos distinguir lo honesto y lo saludable de lo que es en sí vicioso. Mas no nos hemos propuesto hablar aquí de un asunto de tanta trascendencia; nos basta dejar consignado que es preciso que desde los primeros años dirijamos nuestros impulsos naturales y los llevemos de manera que sirvan para hacernos bue nos y templados, no malos ni dados á ilícitos placeres. Si los desarraigáramos del todo seria mucho de temer que se entorpecieran y languidecieran nuestra actividad y nuestra alma, á la cual sirven como de estímulo de espuela. Sin un amor sincero, sin afecciones, sin amigos, ¿qué podria haber mas triste que la vida bumana? ¿Quién, por otra parte, ha de tener un corazon de hierro para no encenderse en ira ni aspirar á la venganza viendo tiranizada su patria y su familia? Dejo aun pasar por alto muchas cosas, cuya explicacion seria larga y enojosa. Vamos ahora á lo que constituyo el principal objeto de este capítulo.

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El amor á la gloria es natural en el hombre y existe en todos, porque ¿quién podrá haber tan humano ni tan fiero que no medite infinitos proyectos para adquirir el aplauso de sus semejantes? Está tan arraigado en

nosotros, que no hay arte que baste para arrancarle, ni temor que baste para comprimirle ni lo debilitan los años, con los cuales adquiere todos los dias mayores fuerzas, al revés de lo que sucede con los demás afectos. Con cuánta razon habló para mí el que dijo que el deseo de la alabanza es el último ropaje de que nos despojamos. Es tan fuerte, tan vehemente, que no deja reposar en lugar alguno el alma y la enciende siempre en mas vivos deseos de aspirar á cosas mayores y mas altas. Me he propuesto hablar de ella en este lugar y examinar si hemos de contarla entre esos vicios naturales, que con todas nuestras fuerzas debemos arrojar del alma, ó si entre esos afectos que nos han sido dados para llevar á cabo grandes y preclaros hechos. Es pues de mucha trascendencia que nos resolvamos por una ú otra parte. Muchos jueces severos y graves vituperan el amor á la gloria y lo ponen entre las cosas mas despreciables y viles, considerándolo falso, vano é inconstante, contrario á las leyes divinas y á la humildad cristiana, creyendo que, por lo contrario, debemos ocultar nuestras buenas acciones á los ojos de los hombres para que no se pierdan contaminadas por el pernicioso hálito del pueblo. Gozan de una aventajada fama de virtuosos, y niegan que sea propio del sabio buscar el aura popular en sus acciones y cultivar las virtudes por el afan de alcanzar las alabanzas de los hombres, cuando lo mejor es apoyar nuestra conducta en los bienes internos del alma, que además de ser hijos de la virtud, no hay quien nos los pueda arrebatar y son eternos. El aplauso popular, dicen, no siempre recae, por otra parte, sobre las verdaderas virtudes; déjase engañar la multitud por falsas apariencias, y celebra no pocas veces con grandes alabanzas á hombres manchados con el crímen. ¿No vemos acaso celebrados por la insensata plebe con aplausos inmortales los mas insignes tiranos, los que derivando una guerra de otra guerra ensangrentaron y devastaron la superficie ́de la tierra? ¿Los celebran como varones esforzados, como reyes clementes, como hombres notables por su amor á la equidad y á la justicia? ¿Qué mayor locura que fundar la esperanza ni confiar en el juicio de una muchedumbre demasiado ligera, de una muchedumbre que en breve espacio de tiempo raciocina y piensa de distintos modos? La muchedumbre á manera de veleta se vuelve á merced del viento á uno ú otro lado, de modo que por ligeras causas llena á veces de afrenta, y no duda en despojar de todos sus bienes á los que antes ensalzaba con grandes alabanzas. En esta tan voluble voluntad del pueblo, mudada á cada hora por el aura del rumor mas leve en tan resbaladizo capricho, ¿dirémos que pueda haber algo digno de ser deseado por hombres graves y honrados? ¿Qué puede haber mas contrario á la severidad yá la constancia propias del hombre que hacerse esclavo de la opinion de un vulgo antojadizo? Qué mas lamentable que fundar alguna parte de nuestra felicidad en la insensatez del pueblo? Todo rumor, toda sombra son de temer para los que ambicionan la gloria, advirtiendo, como deben advertir, cuán fácilmente cambian los afectos de la mucheduinbre. Y no es tampoco cierto, como algunos dicen, que - quitado el estímulo de la gloria, se debilite el amor á

las virtudes. ¿Qué clase de virtud seria entonces la que pensariamos dispertar en el corazon del hombre? Una virtud humilde, suplicante, ambiciosa, que habia de atender á todos los movimientos del pueblo y solicitar el fallo de una multitud que se deja engañar las mas veces por el fraude y la mentira. ¿Van tan bien gobernadas las cosas humanas que sean del agrado de muchos las acciones que están mas conformes con los principios de una virtud austera? Hay además gentes que viven en la soledad y en el retiro, que no pueden de consiguiente ser impelidas á la virtud por los vanos aplausos de la muchedumbre; si es cierto que se apaga el amor á la justicia cuando no lo alimenta el fuego de la gloria, ¿no será preciso suponer que han de dejar de cumplir aquellas con sus deberes? Es muy de temer que mientras revestimos la gloria de falsas alabanzas, despojemos de sus propios adornos la virtud que es libre, no obedece á los vanos antojos de la fama, no necesita de galas ajenas, lleva en sus mismas dotes, dotes verdaderamente divinas, su mejor adorno y compostura.

Así cuestionan, así hablan, no considerando bastante á la verdad que al fundar su opinion destruyen los fundamentos de la vida humana y debilitan no poco el amor á toda clase de virtudes. Porque ¿quién no ve que por el deseo de ser alabado y aplaudido se mueve vehementemente el hombre á llevar á cabo grandes y preclaros hechos? Si no nos sintiésemos halagados por la esperanza y el amor á la inmortalidad, ¿quién estaria nunca dispuesto á sacrificarse en aras de su patria para sostener su propia dignidad ó la dignidad de la república? Quién habia de anteponer la utilidad general á la suya? Quién habia de despreciar las ventajas de la vida humana para consagrarse al estudio de la ciencia? Abramos los antiguos anales, recordemos las edades antiguas y encontrarémos indudablemente que al amor á la gloria debemos la existencia de los mas valientes capitanes, de los mas prudentes legisladores, de los mas sabios filósofos. ¿Quién consagró sus facultades á ninguna arte saludable? Quién creyó deber cultivar con ahinco la virtud que no aspirase antes que á todo á conquistarse un nombre ilustre? El amor á la gloria no está fundado en la opinion del vulgo, sino en la misma naturaleza humana, y esto lo declara suficientemente el hecho de que este desco lo tenemos todos. No hay hombres de ninguna nacion, de ninguna edad, de ninguna clase que no ardan vivamente en ese amor, en ese deseo de alcanzar la gloria. Es admirable cuánto puede la alabanza con los niños, siendo muy de notar que cuanto mejor carácter tienen desde un principio, tanto mas dan desde sus primeros años señales de que han de llegar á ambicionarla. Era aun muy niño Ciro, rey de los persas, cuando, segun se cuenta, ardia tanto en deseos de verse aplaudido, que por satisfacerlos so sentia inclinado á arrostrar toda clase de peligros. Déseme un niño, dice con razon Fabio Quintiliano, á quien la alabanza excite y la gloria mueva, déseme un niño que vencido llore. A un niño tal deberá dársele mas campo del que tiene; la reprensión hará mella en él, el honor le excitará sin tregua, y no serán nunca de temer en él ni la flojedad ni la pereza. ¿Quién habrá pues tan necio apreciador de las cosas humanas que

pueda creer vituperable y no digno de las mayores alabanzas un desco tan natural, tan universalizado, tan propio para juzgar de la buena ó mala índole de un hombre?¿Hay además cosa mas honesta que ese deseo con que se conquista el honor mismo, sinónimo de gloria? Hay algo mas saludable que una pasion por la cual se alcanzan la autoridad, las riquezas, los honores y hasta los imperios?

Sabemos, por otra parte, cuánto han podido siempre Jos varones que han gozado de gran fama de virtuosos; su simple presencia ha bastado muchas veces para refrenar los ímpetus de un pueblo alborotado. Muy elegantemente dijo Virgilio:

Magno in populo cum saepe coorta est
Seditio saevil animis ignobile vulgus,

Jamque facios, et saxa volant, furor arma ministral:
Tum pietate gravem ac merilis si forte virum quem
Conspexere, silent arrectisque auribus adstant.
Ille regil dictis animos et pectora mulcet:

Palabras por las que es fácil apreciar cuánta influencia ejerce para apaciguar los tumultos populares la buena fama de probidad y de prudencia, por la cual mas que por otra cosa se fuudan los imperios. En los primeros tiempos del mundo, cuando los hombres no estaban sujetos aun á determinadas leyes ni vivian bajo el mando de hombre alguno, los que se sentian oprimidos é injuriados por los mas poderosos corrian á acogerse á la sombra de algun varon eminente por su lealtad y su justicia, con cuyo valor reprimian la fuerza y el impetu de sus enemigos. Andando el tiempo y sabiendo ya el pueblo por experiencia cuán útil le era en momentos de peligro la proteccion de aquel hombre, no vaciló ya en conferirle la administracion y cargo de las cosas públicas. De haber gozado algunos hombres la fama de justos nació pues la institucion de los reyes; de este hecho surgieron los grandes imperios, de este otro hecho la obediencia que tuvieron los pueblos á sus principes por conocer que la salud comun dependia de la autoridad y del saber de aquellos insignes varones. Puede la fama ajena mucho para determinar nuestros actos. Si estamos enfermos, buscamos médicos que pasen á los ojos de los demás por entendidos; si navegamos y nos encontramos en medio de una borrasca, observamos las menores órdenes de los pilotos eminentes; si formamos parte de un ejército, obedecemos con increible rapidez á los generales que se han alcanzado ya un nombre ilustre por sus hechos de armas: ¿quién pues se ha de atrever á vituperar como afeminada, engañosa y vana la opinion pública, por la cual nos dirigimos en todas las condiciones y edades de la vida? ¿Qué mayor escudo tienen las virtudes que la vergüenza? ¿Sin ella brillarian acaso un solo momento? La vergüenza no es sino cierto temor vehemente de que caiga sobre nosotros la afrenta y la ignominia, y este temor fué llamado justamente divino por ser como la guarda de todas las virtudes. Lo sentimos en todas las épocas de la vida, pero mas en la niñez, sobre todo si ya en ella desplegamos una índole notable. No nos contiene ni nos conmueve tanto en aquella edad el miedo del dolor como el temor de aparecer á los ojos de los demás como afrentados é infamados. Enfrena este

temor nuestros deseos é impide que se exageren y perviertan, aguza nuestro ingenio, nos hace mas aplicados, nos hace dedicar con mas ahinco al estudio de las letras. Juzgando, como juzgamos, vergonzoso ser vencidos por nuestros iguales, no hay trabajo que no arrostremos con la esperanza de alcanzar victoria; y mientras procuramos evitar la deshonra, buscamos la virtud y nos sentimos con ánimo para conquistarla. Ya de mayor edad, ¿qué cosa hay que pueda movernos mas que el temor de la infamia á ejercer las artes útiles, á tomar á nuestro cargo el gobierno de la república, á se→ guir la disciplina militar bajo las banderas de la patria? Está ya pues visto cuán útil es ese odio natural que sentimos hacia la infamia; ¿lay, por lo contrario, cosa mas contraria á la vida que la impudencia, de la cual nacen todos los descos desenfrenados y todos los mas torpes y criminales hechos? Se hace ya preciso confesarlo; si es útil el temor de vernos infamados y afrentados, no lo ha de ser menos nuestro afan por alcanzar la gloria. ¿Qué es la vergüenza mas que un movimiento del ánimo, por el cual rechazamos involuntariamente la deshonra y aspiramos á la fama y la alabanza? ¿Y no se deriva acaso de aquí que el ejercicio de todas las virtudes estriba en ese deseo de alcanzar un nombre? Ciùéndonos ahora tan solo á los hombres, ¿quién, á no sentirse atraido por la dulzura de la alabanza y de la gloria, quisiera tomarse trabajo alguno ni rehusar los placeres ni poner en peligro su salud ni hasta su vida? Si sobresale nuestra nacion por su grandeza de ánimo y somos temidos en la guerra por las demás naciones, ¿á qué debe atribuirse en gran parte sino á nuestra ardiente ambicion de gloria?

Examinando el peso de las razones dadas por una y otra parte y considerando atentamente la relacion que guardan entre sí la naturaleza de la alabanza y de la gloria y los movimientos propios de nuestra alma, me parece mas verdadera y prudente la opinion de aquellos que en las cosas humanas se deciden en favor de la gloria, con tal que sea buscada y alcanzada de una manera legítima, es decir, por medio del ejercicio de la virtud y de grandes méritos contraidos en favor de la república. No hay á la verdad nada mas vano ni mas falaz ni mas inconstante que la gloria conquistada por medio de maldades ó de cosas de mero pasatiempo; así que es justo que varones prudentes la condenen en todos sus escritos, pues es tanto mas perniciosa cuanto que pareciéndose á la verdadera, atrae á sí innumerables gentes que se sienten incitadas por el natural deseo de alcanzar la gloria, y no saben apreciar la diferencia que media entre una y otra. Así como pues el que se deja llevar del encanto de las mas her mosas formas se deja engañar mas fácilmente de las que solo son debidas al arte y al afeite, sintiéndose con mayor ímpetu atraido á esas infames mujeres que venden su cuerpo por dinero; así el que mas siente el desco de gloria, mas fácilmente y con mas deseo abraza la gloria aparente que la gloria verdadera. Debemos pues amar la gloria, pero reprobar y rechazar del todo la conquistada á fuerza de maldades. Ha habido en todos tiempos hombres que con sus armas han devastado la tierra y se han hecho un nombre, pero estos han sido mas no◄

que no estableció la virtud para que recogiéramos aplausos, sino que engendró, al contrario, en nuestras almas el amor á la gloria para que alimentáramos la llama de todas las virtudes. Comprendió Dios con su infinita sabiduría la dificultad de ciertos actos, y para hacerlos mas suaves y llevaderos imaginó medios que templasen á manera de sales su aspereza. Para que no dejasen de llevarse á cabo las acciones, ya mas difíciles, ya mas necesarias, creó por ejemplo en nosotros un manantial de placer, por el cual halagados los sentidos cumpliesen con sus deberes naturales. Así vemos que en la procreacion de los hijos para que no se extinguiesen nunca los linajes ni las diversas especies de animales ingirió en el cuerpo de ambos sexos cierto placer infinito para cuyo goce se sintiesen obligados á buscarse y á unirse mútuamente. Como empero ese placer es comun á todos los animales y es en su mayor parte puramente corporal y está además situada la virtud en lugares escabrosos y ásperos, creyó prudente excitar los séres racionales al cultivo de las virtudes por medio del amor á la gloria de modo que entendiéramos, no que las habiamos de amar para recoger alabanzas,sino que habiamos de encontrar, por lo contrario, la alabanza para cultivarlas. Corregidos de este modo los estímulos de la gloria, creo que desde los primeros años de la vida debe excitarse el amor á la celebridad en el ánimo de todos los hombres, inclusos los magnates y los príncipes, para que les sirva como de

bles que esclarecidos y han gozado mas de fama que de gloria. La fama pues nace de acciones indistintamente buenas y malas; la gloria y la grandeza del nombre, del aplauso y del amor de muchos, y principalmente del de los hombres buenos. Domicio Neron, cuando alcanzaba que el pueblo le atribuyese el nombre de sus dioses entre otras torpes acciones por la de salir al escenario con traje de histrion y pulsar la lira con diestra mano y cantar á la vez con voz sonora, pudo conquistarse la gloria y el aplauso, pero no la gloria ni el aplauso verdaderos; porque cuanto mas era celebrado en aquel momento, tanto mas deforme y lleno de manchas se presentaba á los ojos de las generaciones venideras. Hay que considerar además que entre los vicios de otros príncipes no dejaban de encontrarse huellas de algunas virtudes, tales como la fortaleza y la grandeza de alma, que son precisamente las que la posteridad celebra. Lo que se dice pues de la ligereza é inconstancia del pueblo y todo lo que se ha referido y elegantemente explicado acerca de sus varios y trastornados fallos no nos debe apartar de la opinion que llevamos sentada, porque tampoco dejamos al capricho del pueblo el fruto de la verdadera gloria, sino que creemos que debe apelarse de su sentencia al tribunal de los hombres sabios y prudentes, cuyo juicio, que es verdadero y está apoyado en los principios de la naturaleza, podrá de vez en cuando turbarse, pero no destruirse de manera que una que otra vez no sea justo.espuela y los aguijonce sin cesar á acciones grandes y Apagada la voz de la envidia despues de la muerte ó cayendo la venda de los ojos del pueblo, los que poco ha gozaban de gran celebridad como varones aventajados y esclarecidos es muy fácil que merezcan á poco el desprecio, no solo de los hombres ilustrados, sino tambien de toda la muchedumbre. Ni somos tan buenos los hombres que admitamos todo lo justo y rechacemos todo lo injusto, ni tan malos que insistamos siempre en un mal juicio y no nos dejemos llevar por el amor á lo bello, detestando los vicios que por lo feos merecen el odio de sus mismos sectarios, y amando la virtud, cuya hermosura es tal que arranca alabanzas hasta de los hombres malos.

Negamos que sea vituperable el amor á la gloria por encendido que esté en nuestros corazones, mas no por esto creemos que debamos dirigir á él nuestras acciones como si fuera la gloria el último término del bien: cosa que seria no menos vergonzosa, mala y de tristes resultados que el desprecio de la alabanza y de la gloria. Esto es precisamente lo que prohiben las leyes divinas, yá obviar esto se dirigen principalmente cuando encargan que practiquemos buenas obras ocultándolas á la vista de nuestros semejantes. Nada malo pues debemos hacer por el deseo de recoger aplausos, antes debemos buscarlos por medio de ilustres acciones, de modo que se refieran siempre á Dios como autor de todo bien, de cuya voluntad debemos hacer depender todos los actos de la vida.

Se ha de procurar además que la gloria y la celebridad del nombre sean un instrumento de la virtud para excitar nuestro ánimo y llevarnos de dia en dia á acciones mas ilustres y mas grandes. Solo así estarán conformes nuestros deseos con la naturaleza de las cosas,

notables. Gozan fácilmente los príncipes de todo; así que lo único que se ha de mirar atentamente es lo que dice de ellos la fama, y lo único que se ha de procurar con todo cuidado que sea grata su memoria á las generaciones venideras, pues es indudable que tendrán en poco las virtudes si desprecian la fama y los aplausos. A mi modo de ver, nadie, y mucho menos el principe, debe transigir con la opinion del vulgo ni retroceder abandonando el camino de la virtud al oir los rumores de un pueblo vano y ligero, en lo que se pareceria no poco á los que dejan sus reales y emprenden la fuga por el solo polvo que levantaron los rebaños. Ha de afianzarse mas y mas en su resolucion y no dejar de cumplir con esto su deber, sin que le mueva nunca ni una gloria aparente ni la infamia que proceda de falsedad ó de malicia. ¿Qué le ha de importar que le llamen tímido viéndole cauto, tardío viéndole circumspecto, cobarde viéndole prudente? Desprecie siempre esos cargos fútiles, sepa y recuerde que el que desprecia los elogios del vulgo es el que está mas próximo á conseguir la verdadera gloria. Busque, sin embargo, con afan la virtud y la celebridad que de ella resuita, gloria no ya vana, sino sólida, no despreciando nunca lo que podrá decir la fama de él despues de su muerte, cosa que no seria menos perjudicial ni de menos tristes resultados. Prudente y elegantemente dijo el padre de la clocuencia romana, que tanta ligereza hay en buscar vanos aplausos y seguir todas las sombras de la falsa gloria como en huir del resplandor y de la luz y evitar la justa gloria, que es el mas honesto fruto de las virtudes verdaderas.

Debe pues ser educado el príncipe de modo que ambicione la gloria, y esto puede conseguirse de tres ma◄

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