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neras. Establézcanse en primer lugar certámenes, ya militares, ya literarios, en que se prometa al vencedor un premio, con cuya esperanza se inflamarán vehementemente los ánimos de los niños, sobre todo si se añade á esto que el profesor encarezca el mérito de unos y vitupere agriamente á los que se hayan manifestado flojos y cobardes. Cuando el príncipe lo oiga, procure luego ensalzarse el ingenio de varones ó jóvenes que se aventajen en algo y acusarse la torpeza ó la maldad de los que realmente las hayan tenido. En verdad, en verdad, podrá decirse, que Fulano no se ensoberbeció en el poder ni se insolentó con las riquezas adquiridas; en verdad, en verdad, que las riquezas ó haberes de Zutano no dieron motivo á la bondad ni á la templanza, sino á la crueldad, al deleite, á la soberbia. Si á renglon corrido se hace mérito del fin y celebridad que uno y otro tuvieron, ¿no es de esperar que sirva de mucho para excitar en el príncipe el amor á la virtud y el odio al vicio? Reprende uno á su hijo con estas palabras:

Nonne vides Albi ut male vivat filius? utque
Barus inops, magnum documentum me patria rem
Perdere quis velit?

Sic teneros animos aliena opprobria saepe
Absterrent vitiis.

Brotarán de este modo á cada paso centellas de amor á las virtudes y arderá en el pecho del príncipe una lama grande y duradera. Se procurará, finalmente, que entre los niños compañeros del príncipe se promuevan debates fingidos con la mayor belleza y gracia posible, de modo que ni por ser fingidos se disminuya su gravedad y su importancia, ni deje de ser un motivo de recreo ni pasatiempo por ser ya demasiado grande el asunto y graves las personas de los espectadores. Así cuenta Jenofonte que siendo Ciro muchacho se entablaban delante de él y siendo él parte una especie de procesos en que solo los niños eran actores y jueces, reprendiendo y hasta castigando al que no se hubiese portado bien ó hubiese juzgado mal acerca de la cuestion propuesta. Estos debates sirven mucho para robustecer la memoria y procurar el conocimiento de muchas cosas necesarias para un principe, pués es sabido que lo que hemos recogido en nuestros primeros años es lo que mas y mas tenazmente se arraiga en la memoria. Puede y debe versar la cuestion sobre la excelencia de las virtudes, sobre lo feos que son los vicios, sobre las leyes, costumbres é instituciones adoptadas, ya para la paz, ya para la guerra. Hágase que dos ó tres muchachos hablen, ora en pro, ora en contra, y que uno como juez resuelva la cuestion dando el fallo definitivo que le aconsejen su razon y su conciencia. Procúrese que los discursos sean correctos, floridos y sembrados de sentenciosos conceptos, haciendo que los compongan los mismos niños si tienen ya ciencia para ello, ó de no que lo corrija atentamente el profesor para que no se fije en la memoria del príncipe ni de sus compañeros nada que no esté conforme á los conoci mientos de la época y á las mas altas costumbres. Si se repite este ejercicio y se toma con el interés que se requiere sin excusar molestia ni trabajo, no es fácil decir cuántos y cuán grandes y copiosos han de ser en breve los frutos que resulten de tan ventajoso y excelente méto

do. Estén, por fin, persuadidos los que educan á los prín cipes de que si es verdad que los consejos dados á los demás hombres deben referirse principalmente á lo que puede ser á cada cual mas útil, no sucede así con los príncipes, cuyas acciones deben dirigirse mas que á todo á conquistarse un nombre célebre en la historia.

CAPITULO XIV.

De la religion.

Falta que hablemos ahora de la religion, de la cual, aunque ya se ha dicho algo, creo deber decir algo mas; pues nunca podrá recomendarse lo bastante el amor al culto, ni pueden inspirar tedio cosas cuyo uso ha de ser saludable, principalmente á los que rigen los destinos de los pueblos. En primer lugar, entendemos aquí por religion el culto del verdadero Dios, derivado de la piedad y conocimiento de las cosas divinas, ó por mejor decir, el vínculo que media entre Dios y nuestro entendimiento. Creo pues que la palabra religion puede derivarse mejor del verbo religare, como dijo Lactancio, que de religere, relegere y hasta relinquere, como han sostenido autores de no menos peso. La supersticion es, por lo contrario, un culto contrario á la religion verdadera que lleva siempre consigo el error, la maldad y la locura, pudiendo consistir, ya en un nimio é importuno afan por adorar á Dios, nacido de temor y encogimiento, ya en ritos ó ceremonias destinadas á invocar el auxilio del diablo, cosa que puede hacerse de dos maneras, ó bien pidiéndole con palabras expresas que nos ayude y nos manifieste de algun modo que está presente, ó bien deseando que nos dé facultades para curar las enfermedades y presagiar las cosas que exceden nuestras fuerzas. Es pues necesario advertir que con esto solo imploramos el auxilio de un poder oculto mayor que el de los hombres.

No vamos á hablar ahora del impío culto tributado á los antiguos dioses, culto que se extendió por casi toda la tierra y trastornó el juicio de innumerables naciones, hasta el punto de hacerles recibir en su olimpo hombres decididamente malos y levantar templos hasta á los séres irracionales, cosas todas por de contado comprendidas dentro del nombre y del círculo de la supersticion. Deseamos que se haga religioso al príncipe, mas no queremos tampoco que, engañado por falsas apariencias, nenoscabe su majestad con supersticiones de viejas, indagando los sucesos futuros, por medio de algun arte adivinatorio, si arte puede llamarse, y no mejor juguete de hombres vanos, pretendiendo curar las enfermedades, y sobre todo, evitar el peligro, ya con necios y pueriles amuletos, ya con versos mágicos, cosa por cierto ilícita. No voy á presentar mas que dos ejemplos de nimicdad y tontería religiosas. Juan II de Castilla, para calmar los ánimos de los grandes en Medina del Campo, donde estaban reunidos, hizo jurar de nuevo á todas las clases del Estado que trabajarian cuanto pudiesen para llevar á cabo la guerra que contra Aragon tenia, y denunciarian á cuantos en sentido contrario trabajasen; añadió al juramento algunas execraciones, entre ellas la de que si violasen el juramento tendrian que expiar la falta pasando descalzos á Jeru

salen, sin pedir nunca que se les relevase de la fe jurada. No hay aquí mas que una nimiedad inoportuna, pero es ya mas de sentir lo que sucedió á Martin Barbuda, maestre de la órden de Alcántara, que dejándose llevar de las palabras de un tal Juan Sago, que vivia apartado de los demás hombres y le prometia la victoria como aviso del cielo, sin atender á que acababa de firmarse una alianza con los moros, reunida una gran multitud de tropa, pero indisciplinada, rompió contra las fronteras de Granada y circuido por todas partes de enemigos, pereció con todos los que militaban debajo de sus banderas, convirtiendo en negro y desgraciado el dia de la resurreccion de Cristo y dejando declarado con su noble y funesto ejemplo que hay muchas veces fraude en las formas de una santidad exagerada. No queremos, por lo tanto, que el príncipe preste fácilmente oido á esos hombres vanos, ni tampoco que pase dia y noche encogido y rezando', cosa que seria no menos lamentable. Debe llevarlo de modo que ni cuide mucho de lo futuro, ni ponga la esperanza de su salvacion mas que en la ayuda y misericordia divinas, ni llame para alivio de sus enfermedades mas que á los médicos, ni tome otras medicinas que las que estos le receten. Debe dividir además el tiempo de modo que no parezca haber nacido para el ocio, sino para el trabajo.

se

Por lo demás, la verdadera religion es muy saludable, ya para todos, ya para los príncipes, pues sirve de consuelo en la desgracia, y en la prosperidad de freno para que no nos ensoberbezcamos y convirtamos la abundancia en daño propio. Oprímennos por todas partes graves cuidados, graves calamidades cercan nuestra vida, y no tenemos una sola época en que estémos libres de dolor y de molestia ni exentos de inquietud ni de congoja. Lleva el deseo agitada nuestra adolescencia, la ambicion y la temeridad nuestra juventud, las enfermedades y la avaricia nuestra vejez cansada. Aprémianos el miedo de la fuerza exterior, y cuando todo fuera de nosotros parece estar mas tranquilo, levantan en nuestra alma mas crueles tempestades; cede el ímpetu de los males exteriores y arrecia la borrasca de amargas fatigas interiores; ¡ay! y cuántas veces nos sentimos conmovidos y turbados sin saber por qué motivo. Seria cosa larga descender á pormenores, su-. perfluo por demás explicar los infinitos trabajos que de continuo nos asedian. Mas puesto que no pueden evitarse del todo estos males por ser inherentes á nuestra naturaleza, es indudable que procura cada cual templarlos con algun remedio. Unos andan en busca de los deleites, otros procuran olvidar en la agitacion de los negocios su propia desventura, otros sobrellevan la vida corriendo por los campos, muchos pretenden explayar su alma comprimida en conversaciones con sus amigos, cosa por cierto la mas dulce; otros divierten el tiempo en la lectura. Todos, como si deseasen aplacar una ardiente calentura, buscan fuera de sí el remedio sin hacerse cargo de que está oculta la fuerza de la enfermedad en sus entrañas. Para tan grande ansiedad concebida en lo mas íntimo del alma no hay á la verdad mas que un remedio, y este es la religion, es decir, el conocimiento, el temor, el culto de la majestad

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divina. Nos recuerda la religion el antiguo crímen por el cual hemos sido precipitados á ese abismo de males y tormentos, y los sufrimos con mayor resignacion, pensando, por otra parte, en que la divina Providencia nos lo da para bien nuestro, á fin de que, tomados sin tasa los demas placeres de la vida, no degraden nuestra naturaleza, nuestra razon ni nuestro entendimiento. Añádese á esto la idea de una vida futura mucho mas feliz que la actual, y sobre todo, la de los diversos castigos con que son expiadas las faltas de los hombres, consuelo increible para los que sufren. Hemos nacido para la contemplacion de las cosas divinas, como manifiesta la misma disposicion de nuestro cuerpo levantado al cielo, y hallamos un admirable descanso en el cumplimiento de los deberes religiosos, en la contemplacion de la naturaleza entera, en la de la sabiduría y majestad divinas. No sin razon se cuenta que Enos fué el primer hombre que celebró las alabanzas del Altísimo; mas preciso es considerar que significando hombre aquella palabra hebrea, no se ha querido indicar con esto sino que nada hay tan útil ni tan agradable para nosotros como el cultivo de una religion divina. Viene comprendida en aquella misma palabra, no solo la idea del hombre, sino la del hombre afligido por constantes trabajos y males, interpretacion que si es admitida, nos manifiesta tambien que no puede imaginarse un remedio mas eficaz que la religion para consuelo de nuestras amargas desventuras. Gobiérnase además la república principalmente por medio del premio y del castigo, como manifiestan las cosas mismas y confirma el testimonio de grandes varones; en ellos como en sus cimientos descansa la sociedad y la union entre los hombres. Detiene muchas veces el temor del castigo á los que el brillo de la virtud no serviria tal vez de freno, y no pocas la esperanza del premio excita el ánimo para que no se entorpezca ni afemine. Estos medios empero no tienen nunca tanta fuerza como cuando vienen corroborados por la idea de la Providencia divina y la creencia en las recompensas y en los tormentos que despues de la tormenta nos esperan. El temor á los tribunales podrá impedir una que otra vez que se cometa públicamente un crímen; mas á no ser el recuerdo de Dios ¿qué podrá impedir que el hombre no se entregue á fraudes ni violencias ocultamente y en la sombra? Quitada la religion, ¿qué podria haber peor que el hombre? qué mas terrible y fiero? qué maldad, qué estupro, qué parricidio no cometeria cuando llegase á estar persuadido que quedarian sus crímenes impunes. Por esto comprendiendo los legisladores en su alta prudencia que sin apelar á la religion habrian de ser vanos todos los esfuerzos, promulgaron sus leyes con grande aparato de ritos y ceremonias sagradas, trabajando con mucho ahinco para que se convenciese el pueblo de que los delitos hallan siempre mas ó menos tarde su castigo, y las leyes son mas bien hijas de Dios que fruto de la prevision y del saber humanos. No por otro motivo se fingió que Minos hablaba con Júpiter en la caverna de Creta, y Numa recibia de noche las inspiraciones de la ninfa Egeria. Procuraban á la verdad obligar á los ciudadanos á la obediencia, no solo con el poder de que gozaban, sino con la religion que

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existia ya en el fondo del corazon de todos. El célebre Sertorio, despues de haberse apoderado de España, fingia para engañar á pueblos sumidos aun en la barbarie que una cierva acostumbrada ya de tiempo á acercársele al oido le comunicaba lo que debia hacer por orden de - los dioses. Son verdaderamente estos recursos necios; mas es indudable que apelaron á ellos justamente por haber comprendido que ni es fácil que los hombres vivan en sociedad, sin leyes ni que las leyes ejerzan sin el auxilio de la religion una influencia decisiva. Pretender borrar la religion entre los hombres seria querer quitar el sol al mundo, pues no reinaria mejor confusion ni habria mayor perturbacion en los negocios que si pasásemos la vida en profundísimas tinieblas. Si no hubiese para nosotros Dios ni creyésemos que toma parte alguna en los negocios del mundo, ¿qué fuerza tendrian las relaciones entre los hombres, ni las alianzas que verificasen, ni los contratos que hiciesen? Estamos compuestos de cuerpo y alma; al cuerpo puede hacérsele fuerza y aprisionarle y encadenarle; mas al alma, que goza de una libertad completa, ¿con qué cadena sino es con las de la religion podrá impedirse que se precipite á la maldad y al crímen? Hay en el corazon del hombre muchísimos dobleces, y será tan fácil que prometamos como que faltemos á la palabra cuando hallemos para ello coyuntura, si no estamos firmemente persuadidos de que cuida el cielo de castigar y vengar nuestros delitos. Pruébalo el consentimiento universal de todos los pueblos que no creen asegurados los pactos entre los hombres si no los ven confirmados con la santidad del juramento, ni los pactos públicos sin ofrecer los acostumbrados sacrificios. No por otro motivo pertenecia antiguamente al fecial declarar la guerra con el heraldo al enemigo; no por otra razon el caduceador acostumbraba á sacrificar una puerca cuando pasaba á concluir la paz entre pueblo y pueblo; no por otra razon se procuraba santificar con ceremonias sagradas el matrimonio, el nacimiento de los hijos, todos los actos algo importantes de la vida. En el capitolio la fe estaba consagrada junto á Júpiter y adorada con gran fervor y celo; y es evidente que con esto no se quiso dar á entender sino que la fe es tan querida de Dios, que quiere vivir unido con ella y ser con ella objeto de igual veneracion y culto. Dejadas empero á un lado estas cosas que no ofrecen la menor duda, tales como que con la religion se endulzan los dolores de la vida, que con ella se sancionan las leyes públicas y los contratos de hombre á hombre, vayamos á lo que es principalmente el objeto de este artículo. No hay para mí cosa que robustezca mas los imperios que el culto religioso, ora considere la cosa en sí misma, ora atienda á la opinion pública, en la cual descansan muchas veces las cosas de la vida mas que en el poder y en las fuerzas materiales. Nadie duda de que la humanidad está gobernada y dirigida por la inteligencia de Dios, y si hemos de ser consecuentes, no podemos menos de creer que ha de ser aquella favorable á los buenos, contraria á los malos, vengadora eterna de los conatos impios de los hombres, amante fervorosa de cuantos imploren su auxilio con sincero culto y puras oraciones, dejando á su voluntad su propia suerte y la

de sus familias. Con razon pues los primeros fundadores de las ciudades pusieron en la religion el fundamento de la felicidad pública y castigaron, ya con el destierro, ya con la muerte, á los que miraban con desprecio el culto de los dioses, pues no creian que pudiese ser feliz una república en que quedasen impunes los hombres impíos y malvados que habian de inficionar por fuerza á los demás ciudadanos y encender la cólera de Dios con sus infames y detestables hechos. Y no se contentaron,con prescribirlo de palabra, pues dieron de ello ejemplo frecuentando los lugares sagrados y ejecutando por sí mismos las ceremonias religiosas, ya privadamente, ya en público, hasta el punto de llegará ser en las mas de las naciones reyes y sacerdotes, como nos lo indican muchos monumentos históricos antiguos. Aun pasando por alto á los que gobernaron el pueblo judío, sabemos que los príncipes romanos no hicieron nada sin consultar antes los agüeros, que muchos abdicaron el imperio, y otros renovaron los comicios solo porque así creian haberlo mandado los dioses que adoraban. Se dirá que esto era una necedad y lo confieso, pues nada puede haber mas torpe que la religion pagana; mas tambien sostengo que obraban en esto prudentemente, porque no confiaban el éxito de sus empresas al capricho de la suerte, antes bien creyendo que todo se gobernaba por la voluntad de Dios, le consultaban, así para los negocios de la paz como para los de la guerra, y estaban mas dispuestos á hacer esta con sacrificios religiosos que con la fuerza de las armas. No seguian en esto el ejemplo de Numa, quien, diciéndole uno, los enemigos de Numa están preparando la guerra contra tí; y yo, contestó, estoy ofreciendo sacrificios; indicando con estas palabras que las fuerzas de los contrarios mas se debilitan con el ayuda de Dios que con la punta de las flechas y las lanzas. Dios pues favorece á los buenos y es enemigo de los impios, y el valor con que se alcanza la victoria es otro beneficio que solo á Dios debemos. En España tenemos aun de mas reciente fecha otro ejemplo semejante, que no es menos notable. Cuando se estaban echando los cimientos de nuestro imperio actual, despues de la invasion sarracena, Fernando Antolinez permaneció en el templo para implorar el favor divino durante la batalla que tuvo con los moros en Gormaz Feruan García, conde de Castilla, que apenas habia sabido la llegada de los infieles les habia salido al encuentro, cogido de un repentino temor, con el objeto de libertar á sus pueblos del furor de los infieles. Cuán agradable fuese esta piedad á Dios lo manifestó un milagro evidente, pues en aquella jornada peleó con tanto valor entre los mas bravos un genio del bien, muy parecido en la forma á Antolinez, que á este principalmente se atribuyó la victoria de aquel dia; creencia confirmada por las recientes manchas de sangre que aparecieron en sus armas y caballo. Descubrióse despues la verdad del hecho, y Antolinez, que se ocultaba por temor de verse afrentado, ganó mas á los ojos de todos en virtud, fué mas ilustre, y recogió en vez de ignominia las mayores alabanzas. Tal fué el fruto de su singular piedad, sin que podamos atribuirlo á fábula ni á deseo de aparentar milagros, pues ha sido

escrito y atestiguado por nuestros antepasados, que toman de esto motivo para dar á conocer que Dios tiene muy en cuenta la religion y la virtud de los hombres verdaderamente piadosos.

No nos queda ya que hablar sino de cuánto sirve la religion para procurar á los príncipes el amor de sus súbditos y excitar en estos los deseos de servir á aquellos. Los pueblos creen generalmente que es superior á los demás hombres, y por lo tanto inaccesible á toda injuria y asechanza, el que mas brilla á sus ojos con la luz de la religion y el claro resplandor de las demás virtudes. ¿Quién pues se ha de atrever á oponerse al que por su gran piedad creen firmemente que tiene á Dios por escudo? La reconocida bondad del príncipe conmoverá todos los ánimos y atraerá tambien hácia él la voluntad de todos. Circuido de la proteccion de Dios y de los hombres, estará entonces fuera de los azares de la suerte y podrá arrollar y vencer todo género de dificultades. Conocieron esto los grandes príncipes, y cuidaron principalmente de la religion, hicieron mas, ejercieron con sus propias manos el ministerio sacerdotal, ofrecieron con sus propias manos y con solemnes ritos cruentos é incruentos sacrificios. Por esto en las historias divinas y profanas llevan los príncipes y los legisladores el título de sacerdotes y pontifices, por esto Hesiodo supuso á los reyes descendientes del Padre de los dioses, por esto Homero á los héroes que mas quiso inmortalizar les fingió queridos especialmente de ciertos dioses, suponiendo siempre que estaban bajo la tutela y salvaguardia de las divinidades á que se mostraban mas afectos. Sabemos que Escipion, llamado el Africano, acostumbró á frecuentar el capitolio y los templos de Roma, y que con este celo religioso, ya sincero, ya acomodado á las circunstancias de los tiempos, alcanzó entre los ciudadanos una gran fama de probidad y se conquistó un nombre inmortal por sus hazañas. Podria citar muchísimos ejemplos de otros que siguiendo las mismas huellas consiguieron una gran gloria y riquezas no menores, mas deseo ya poner fin á mi discurso.

Ten pues, joh dulcísimo príncipe! por firme y seguro que en el cultivo de la religion se encierra el mas

cierto y el mas constante apoyo para todos los negocios de la república, no admitas otra religion que la cristiana, ni permitas que la adopte ninguno de tus ciudadanos, si no quieres ver castigada esta falta con calamidades públicas; porque nada hay mas aparente ni engañoso que las falsas religiones, nada mas disolvente que dejar de adorar á Dios como le adoraron nuestros padres. Evita toda clase de supersticion, ten por futilisima y vana toda arte que pretenda aprovecharse del conocimiento del cielo para indagar lo futuro, no emplees nunca en la ociosidad ni en la contemplacion el tiempo debido á los negocios. Implora con puras y ardientes oraciones el favor de Dios y de todos los santos, principalmente de los que son nuestros tutelares; aparta tu entendimiento del camino que sigan tus sentidos y elévale á la contemplacion de las cosas divinas ; frecuenta los templos, guarda en ellos moderacion, silencio; viste en ellos con modesto traje para que te tomen tus ciudadanos por modelo, procura que no profanen la casa de Dios con imprudentes cuchicheos, con impudentes carcajadas, con hechos lascivos, que seria aun mas triste y repugnante; ve que en vez de alcanzar el patrocinio de Dios, que es á lo que se aspira, no se llame la cólera de Dios sobre tu frente y la frente de tu pueblo. No porque estés sin testigos faltes nunca á lo que te exige la conciencia; ten horas determinadas para pensar con Dios, para pensar contigo, ya en tu gabinete, ya en tu lecho; considera todos los dias la enorme carga que pesa sobre tus hombros y las faltas que llevas cometidas; examina atentamente lo que has de enmendar y corregir mañana. Te servirá de mucho ese cuidado para que gobiernes bien tu vida, para que gobiernes bien tu imperio. Debes, por fin, portarte de manera que todos comprendan que nada hay mejor que la religion, que es la que nos instruye en el culto del verdadero Dios, refrena nuestros deseos, suaviza los dolores y trabajos de la vida, da fuerza á las leyes, conserva las sociedades humanas, procura el cumplimiento de los contratos hace agradables los príncipes á Dios y á los hombres, les colma de bienes, les proporciona una gloria inagotable, eterna.

LIBRO TERCERO,

CAPITULO PRIMERO.

De los magistrados.

JUZGA el pueblo felices á los que disfrutan del poder viéndoles nadar en la abundancia y los placeres, que es lo que tienen en mas los hombres, pero yo los tengo por los mas desgraciados de todos, pues sé que bajo la púrpura y el oro se esconden muchos y graves cuidados, que sin cesar les sirven de tormento. Lo que encuentro mas difícil es que puedan llenar los cargos que

sobre ellos pesan con honradez y rectitud de costumbres de modo que resistan á la fuerza del dinero, del deleite y de ardientes y exagerados deseos, cosa inasequible si todos los agentes del gobierno á quienes está confiada alguna parte de la república y todos los empleados de palacio no llevan mucha ventaja á sus mismos compañeros, á los ciudadanos y á todas las clases del Estado.

¡Cuán triste y pesada es por cierto la condicion del que gobierna! Evitar las faltas propias son muchos los

que lo alcanzan, pues nos sentimos inclinados á ello por la influencia de nuestra voluntad y la naturaleza de nuestra alma; pero enfrenar los deseos de los demás, sobre todo cuando hay tanta corrupcion y es tan crecido el número de empleados, es ya mas que de hombres, es ya mas un don del cielo que un resultado de nuestra propia industria. En todos tiempos ha habido príncipes que se han hecho acreedores á grandes elogios, no tanto por sus virtudes como por la integridad de los que les han servido; mas en todos tiempos tambien ha habido monarcas manchados con toda clase de torpezas que se han atraido el odio de los pueblos, menos por su culpa que por la de sus magistrados y servidores. Han sido estos, sin embargo, criminales, pues no han puesto el cuidado que debian en la eleccion de sus ministros y demás empleados, y no han implorado nunca para ello el favor de Dios, que no les hubiera faltado en cosas tan necesarias si lo hubiesen solicitado con oraciones puras y fervoroso celo.

Hemos hablado ya mucho en el libro anterior acerca de las virtudes del príncipe; hemos de discutir ahora sobre la manera de gobernar la república, ya en tiempo de paz, ya en tiempo de guerra, sentando reglas y preceptos que han de servir mucho para su defensa al príncipe el dia en que llegue á coger las riendas del gobierno. Debemos ocuparnos ante todo en examinar quiénes son sus ministros y llamar la atencion del príncipe sobre un punto tan importante con abundancia de razones y de ejemplos. Con respecto á los empleados de palacio, basta un solo precepto, y es que de entre toda la nobleza se elija á los que se distingan por su honradez, su ingenio, su prudencia, su grandeza de alma y su rectitud en obedecer al príncipe, procurando alejar cuidadosamente de palacio y sobre todo privar que se familiaricen con el que ha de ser rey un dia hombres de perverso carácter, jóvenes entregados á todo género de excesos, personas viciosas que con su ejemplo y su influencia podrian alterar la buena condicion del que es la esperanza de su patria. No es posible que el pueblo tenga en buena opinion al hombre cuyos criados se entregan á toda clase de infamias; así que estoy en que es preciso examinar la vida y las costumbres de los que van propuestos como empleados antes que se les admita para compañia y servicio del príncipe, á no ser que ya desde sus primeros años hubiesen despuntado por sus buenas prendas. Está envuelto el carácter de cada cual debajo de muchos pliegues y como encubierto por un velo; la frente, los ojos, el semblante y mas que todo las palabras se prestan mucho á la ficcion y á la mentira. Podrá acontecer que despues de admitido un hombre en palacio se manifieste muy distinto de lo que su fama decia, no pudiendo menos de corromper sus costumbres en medio de tanto libertinaje como hay en las casas reales; y cuando tal suceda, convendrá dar á este hombre un destino que le obligue á salir del alcázar regio, á fin de que con su depravacion no le inficione, pues el palacio ha de venir á ser una especie de templo sagradísimo, ajeno de todo contagio, y esto puede muy fácilmente alcanzarse con que los criados del príncipe se porten del

mismo modo que si estuviesen á la vista de todo el mun do. Si entre los empleados de palacio saliese alguno muy leal, deberá destinársele solo á los negocios y al servicio particular del príncipe, no confiándole nunca ningun cargo importante de gobierno, pues muchas cosas que podrian tambien encargarse á criados fieles deben ser confiadas á otros para evitar la murmuracion y el vituperio. Conviene además tener en cuenta su orgullo, no sea que con la mucha libertad se hagan arrogantes y se insolenten con los súbditos, cosa que es uno de los mayores y mas temibles daños. Por esto se hicieron precisamente tan odiosos los nombres de Policreto, Seyano y Palantes en el antiguo imperio, y los de muchos empleados de palacio en nuestros tiempos y en los de nuestros padres. Los que deben estar en compañía del príncipe son los que pueden llegar á ser esclarecidos capitanes é incorruptibles magistrados; mas mientras no se les haya confiado ningun cargo de la república, no debe consentirse en que se arroguen las facultades de otros, y se ha de hacer, por lo contrario, que se contenten con obsequios domésticos y con la gracia de su príncipe. A mi modo de ver, esta gracia debe distribuirla el rey entre muchos, sin permitir que crezcan indefinidamente unos pocos, cosa que raras veces deja de producir daños y trastornos, y excita la envidia y la sospecha de muchos, y sirve mas bien para viciar y robustecer las virtudes de los reyes. Ni aun cuando se esté seguro de la honradez de ciertos hombres, se les debe favorecer de modo que vayan ganando ilimitadamente y con exclusion de los demás el corazon del príncipe. Sancho de Castilla, llamado por sobrenombre el Deseado, al morir, en el año 1158, confió la educacion y tutela de su hijo Alfonso á Gutierrez de Castro, uno de los mejores y mas insignes varones de su tiempo. Los infantes de Lara, cuya voz y autoridad eran poderosas en las Cortes del reino, se creyerou injuriados con el hecho, y vejaron por largo tiempo la república haciéndola casi servir de presa y juguete. Y si esto acontece tratándose de un hombre bueno, bajo cuya sombra habia crecido el mismo Rey, ¿qué no habrá de suceder tratándose de hombres malos ό por lo menos sospechosos que estén muy unidos con el principe?

En elegir á los ministros y en nombrar magistrados debe ponerse aun mayor cuidado, es decir, todo el cuidado que exige la grandeza y la importancia del asunto, pues si se procede sin tino, y se ponen al frente de los negocios públicos hombres indicados por la suerte ó el capricho, es indudable que estos considerarán la república como su presa, y saldrán falscados los juicios, y no podrán reprimir las maldades la fuerza de las leyes, falseadas á cada paso por la violencia, el favor, la intriga y el dinero. No mirarán aquellos sino por sus intereses, y los fomentarán con daño y mengua de su principe. Yo no confiaria ningun cargo de gobierno á nadie que no fuese antes proclamado al pueblo, para que cada cual tuviese derecho de revelar sus faltas, como hacia en Roma Alejandro Severo, príncipe de esclarecida indole, insiguiendo una costumbre introducida por los cristianos. ¿Por qué no han de poder practicar hoy nuestros reyes lo que practicó un emperador que, aunque

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