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de grandes virtudes, no estaba imbuido en la religion de Jesucristo? Mas ya que no pueda apelarse á esas proclamaciones, para que no surjan fraudes y calumnias en medio de tan grande aluvion de vicios y de tan desenfrenada envidia, indáguese por lo menos con celo, cuál es la conducta, cuáles son las costumbres, cuál es el carácter de los que van á ocupar los altos destinos del Estado. Conviene procurar mucho que no se confie la guarda de las provincias á lobos hambrientos, cubiertos con la capa y el nombre de pastores. Evitese sobre todo conferir tan grandes honores á instancias de favoritos y privados. Si para curar nuestras enfermedades ó las de nuestra familia no llamamos al médico que nos recomiendan nuestros amigos, sino al que pasa por entendido en su arte, ¿por qué no se ha de hacer lo mismo tratándose de curar las dolencias de la república? ¡Qué perversion tan terrible atender al favor ó al odio para elegir los magistrados, eleccion de que depende la salud del reino! No se han de confiar los cargos de la república solo á los que los solicitan, como vemos que hacen inconsideradamente ciertos príncipes; deben sí confiarse á los mas idóneos, á los que mas se distingan por sus candorosas costumbres y su mucha experiencia. A estos no solo conviene llamarlos, sino hasta obligarlos á salir de su retiro, á no ser que el príncipe haya creido justo jubilarios despues de muchos servicios y de muchas y penosísimas fatigas. Los que llevan una vida infame, los que tienen corrompidas las costumbres, los que fundan su esperanza solo en la riqueza y en el fraude, los que se introducen en todas partes, confiando mas en el favor ajeno que en su probidad, su industria y su riqueza; los que viendo arruinada su hacienda, se adhieren á la magistratura como el náufrago á la roca, y pretenden salir de sus apuros á costa del estado, hombres los mas perniciosos, todos estos han de ser rechazados, evitados con el mayor cuidado. El que por medio de maldades busca el poder no se crea nunca que lo ejerza lealmente, no revolverá en su entendimiento sino proyectos de estupro, de robo, de crimenes sin cuento, no atenderá para nada á su reputacion, obrará siempre conforme á su carácter. Elegantemente dijo el festivo poeta latino:

Virtute ambire oportet non favitoribus,

Sat favitorum habet semper, qui recte facit.

El que no supo guardar su hacienda ¿se podrá esperar que sepa guardar la pública? ¿Cómo ha de cuidar de lo ajeno el que miró con descuido lo propio? Podrá suceder que sin culpa por su parte, y sí solo por la calamidad de los tiempos, ó por las injurias de sus enemigos haya venido alguno á menoscabo y ruina; podrá suceder que otros, á medida que entren en edad, vayan arrepintiéndose de sus pasadas faltas, y corrijan y mejoren sus costumbres; mas mientras no sea esto cosa averiguada, mientras no falten hombres de reconocida probidad y de virtudes nunca desmentidas, ¿por qué, si queremos asegurar la suerte del Estado, no hemos de preferir estos á aquellos para todos los cargos públicos? San Pablo no puso por obispos al frente de sus iglesias sino á los que en sus casas, recta y prudentemente administradas, hubiesen ya dado prueba de su natural pru

dencia; y recuerdo que entre los milesios, pueblos del Asia, tratándose un dia de elegir magistrados despues de un cambio de gobierno, fueron recorridos atentamente todos los campos y encargados los destinos á los que mas se distinguieron á los ojos de todos por el esmero é inteligencia en cultivarlos. ¿Será, por otra parte, justo que tengan que pagar los pueblos las faltas de hombres perdidos, y satisfacer con su dinero los exagerados deseos de los que por su culpa han bajado á la mayor pobreza? Con razon Escipion Emiliano, viendo que en el Senado se disputaban entre sí los cónsules Servio Sulpicio Galva y Aurelio quién habia de pasar á España á combatir los esfuerzos de Viriato, levantó la voz en medio de los padres de la patria, que estaban suspensos esperando su dictámen, y dijo que no le parecian á propósito ni el uno ni el otro, porque no teniendo el uno nada, ni bastándole nada al otro, tanto se podria temer de la pobreza del primero como de la codicia del segundo.

No se confiera tampoco á cada hombre mas que un solo cargo, no se acumulen en uno solo muchos destinos, y menos aun destinos de diversa índole. Aristóteles imputa esta falta á los cartagineses, y nosotros podriamos imputarla tambien á muchos príncipes que obraron en esto muy inconsideradamente. Ni las fuerzas ni el saber de un solo hombre bastan para un solo cargo. Así que es forzoso que el que lo reuna sucumba á tan gran peso, debiendo sentir la falta, no solo él, sino tambien sus súbditos, que habrán de hacer grandes gastos, con menoscabo de tiempo y de fortuna, por no poder acabarse nunca los negocios ó cuando menos por no poderse terminar sino despues de muy largas dilaciones. Queremos aun suponer que un solo hombre bastase para todo, y aun así encontrariamos mal que se acumulasen en un hombre dos ó mas destinos, pues distribuyéndolos entre muchos, son tambien muchos los que aman al príncipe, obligados por los beneficios recibidos, y siendo muchos los que entiendan en las cosas públicas, ha de ser menor el deseo de innovarlo y reformarlo todo; pues es claro que los que no participan de los bienes del Estado ni por sí ni por medio de sus allegados, han de aborrecer el estado actual de cosas y desear que sufra mudanzas, cosa que no sé cómo no han considerado los príncipes al nombrar magistrados y al elegir gente para su servicio y para la administracion y gobierno de palacio.

Lo que nunca podré yo aprobar es que hombres ociosos vayan destruyendo la república con las rentas anuales que perciben, sin mas que por tener empleos imaginarios, de los que suele haber desgraciadamente un gran número, sobre todo cuando el reino está alterado y en singular desórden. Alejandro Severo, excelente príncipe, fué tambien el que suprimió esa causa de ruina para la república. Pretendo pues que no ha de haber destinos inútiles, que no se han de conferir á uno solo muchos cargos, ya se trate de magistraturas, ya de empleos de palacio, á fin de que compartida la carga, sigan los negocios un curso mas expedito y breve, y se extiendan lo mas posible los beneficios de los príncipes.

Admitido esto, ocurre la cuestion de si deben ser los

empleados movibles ó inamovibles. Platon pretendia que fuesen inamovibles del mismo modo que los reyes, á fin de que fuese mayor en ellos la prudencia é infundiesen mayor respeto al pueblo; mas Aristóteles profesa la opinion contraria, fundándose primero en que el alma como el pueblo envejece y se incapacita para los negocios del gobierno, y luego en que es muy útil para el bien público que todos los empleados entiendan que han de devolver el mando que les ha sido confiado y ha de ser su autoridad conferida y revocada por unas mismas leyes. El dictámen de Platon fué muy del agrado del emperador Tiberio, que no removia casi nunca los prefectos de las provincias, de quienes solia decir que, parecidos á las moscas, se van haciendo tanto menos molestos cuanto mas van chupando el pus y sangre de las llagas. Muchos otros príncipes en cambio, y sobre todo muchas repúblicas, quieren que se renueven con frecuencia los magistrados para que no se corrompan ni se vicien ni degeneren en tiranos, creyendo que es muy saludable acostumbrarlos por intervalos á vivir con los demás bajo un mismo derecho y á dar en tanto estrecha cuenta de su administracion pasada. Sobre esto observo que fué muy usado en los antiguos tiempos, y aun sancionado por una ley de Carlomagno, que en épecas dadas recorriesen todo el reino obispos y grandes elegidos al efecto, y examinasen atentamente la conducta é integridad y costumbres de todos los que están encargados de administrar justicia, práctica que si ahora restaurásemos, no podria dejar de producir excelentes resultados. La que hoy se observa, de que el sucesor examine la conducta del que le precedió en el cargo, está sujeta á gravísimos inconvenientes, se corre sobre todo el peligro de que aun siendo muy severos para los demás, se perdonen y disimulen mútuamente sus faltas y pecados. Habiendo llegado ya nuestras costumbres á un estado tal de corrupcion y ligereza, no soy tampoco de parecer que el príncipe indague y castigue las mas leves faltas de los magistrados, mas creo sí que ha de tener exploradas las costumbres de cada uno, para que conociendo la lealtad y el ingenio de todos, sepa hasta qué punto pueda confiar en los que han de ejecutar sus órdenes y las leyes del Estado. Debe atender el príncipe mas á lo futuro que á lo pasado, pues lo pasado es de una condicion tal, que no es ya susceptible de mudanza.

Vamos á dar otro precepto, que es el último, precepto que tal vez excite la risa de algunos, á pesar de ser, si no ingenioso, necesario, y sobre todo, mas propio de un consejero humilde que de un profesor erudito y consumado. Debe, á mi modo de ver, imaginarse algun medio para que no puedan alargarse los pleitos hasta lo infinito. Podria haber para cosas de menor cuantía jueces especiales que tuviesen para ellas procedimientos leves y sencillos, de cuya sentencia no cupiese apelacion alguna; y con respecto á los de mayor cuantía, señalarse un plazo dentro del cual debiesen forzosamente terminarse, lo que se alcanzaria, entre otros medios, con el de quitar la esperanza de llamar testigos que se encuentren en apartadas regiones, cosa que da no poco lugar á la dilacion y el fraude. ¿Por qué no se podria dar por muertos á los que no hubiesen de com

parecer dentro de un breve plazo? ¿Cuánta perversidad no hay en esas tergiversaciones y colusiones é infinitas prorogas que acompañan á los pleitos, abusos todos de que viven á costa de la miseria pública un infinito número de abogados, procuradores y escribanos? Ocurren tambien muchas veces dudas entre los jueces sobre á quién corresponde entender en tal ó cual negocio; mas, á mi modo de ver, para arreglar estas diferencias, podria hacerse que en cada ciudad hubiese uno con anchas facultades para dirimirlas, á quien pudiesen dirigirse las partes interesadas cuando lo tuviesen por conveniente. Creo que se estará convencido de cuán justo es que el príncipe' ponga el mayor cuidado en elegir jueces y todo género de funcionarios públicos, y es evidente que no ha de ser mucho mayor el que ponga en la eleccion de los obispos en los casos en que le competa, pues así lo está pidiendo la importancia del cargo y la salud del reino y de la Iglesia. Si no se toma el príncipe ese cuidado, dificilmente podrá conservarse la santidad de la religion, la integridad de las costumbres ni la tranquilidad del Estado, pues es muy de advertir que las faltas que en esto se cometan no tienen enmienda, pues las leyes eclesiásticas no permiten la remocion de los prelados por depravadas que sean sus costumbres. Escójanse pues por obispos varones de reconocida probidad y prudencia, de edad algo avanzada y en cuanto sea posible versados en los negocios eclesiásticos desde sus primeros años, pues-no aprobamos que de gente profana y de hombres del pueblo se hagan de repente pastores y maestros de la grey de Cristo, pues el que esto haya dado buenos resultados con un san Ambrosio y san Nectario y alguuos mas, que no son muchos, no es razon para que en nuestros tiempos se repita con frecuencia. Disputan tambien muchos acaloradamente sobre si es mejor que se pongan al frente de las iglesias jurisconsultos ó teólogos, y yo soy de parecer que en iguales circunstancias deben ser preferidos los teólogos, pues estos, sí llevan una vida contraria á su profesion, han de aventajarles en el conocimiento y práctica de las cosas sagradas, y los jurisconsultos consumen todo su tiempo y su ingenio en la barahunda del foro. Sobre esta cuestion, sin embargo, hablaré en otra parte mas detenidamente, contentándome ahora con añadir, sin pretender arrogarme el derecho de decidir una cosa de tanta importancia, que no puedo menos de admirarme mucho de que se haya ido despreciando la costumbre de los antiguos, que solian nombrar obispos principalinente á los que pertenecian á las órdenes religiosas. Los antiguos estaban persuadidos, y á la verdad con razon, de que habian de salir siempre mejores maestros y prelados entre los que ya desde sus mas tiernos años se habian acostumbrado á la disciplina eclesiástica y empapado en santas costumbres y dominado el alma, que entre los que sin ninguna educacion prévia, ó cuando menos con una educacion ligera se habian de presentar de repente como modelos de probidad y de virtudes cristianas. Así, en los tiempos antiguos apenas cabe contar los obispos y sumos pontífices que salieron de los monasterios, al paso que en los nuestros apenas hay uno que otro, y estos aun lo han alcanzado mas con malas mañas y pérfidas intrigas que por la integridad

de su conducta. Dicen algunos que son ineptos para los negocios hombres que, como los monjes, salen de improviso de las tinieblas á la luz del dia, y que no conviene tampoco elegirlos para que no se excite la ambicion de los demás; pero estos argumentos, que podrian ser satisfactoriamente contestados, no creemos propio de este lugar ni aprobarlos ni refutarlos. ¿Hay acaso algo en lo humano que esté completamente exento de vicio?

CAPITULO II.

De los obispos.

Podriamos escribir un largo discurso sobre cuánto sirve para que esté tranquila la república y abunde en to lo género de bienes el cultivo de la religion cristiana, en que vienen comprendidas la adoracion de las cosas del cielo y todas las ceremonias de la Iglesia.

No con pocas, con muchísimas razones podriamos probar que es la religion un fuerte vinculo para unir estrechamente los ciudadanos con el jefe supremo de! Estado, que solo permaneciendo la religion incólume pueden parecer santas las leyes y subsistir las leyes nacionales, que estando en decadencia la religion, decaen tambien y vienen á gran ruina todos los intereses del Estado. Podriamos además probar cuan latamente se quisiese, y para esto no deberiamos seguir sino á Lactancio, que agotó en este punto toda la fuerza de su ingenio, que esta religion es en nosotros una facultad natural, incapaz de ser destruida por arte ni fuerza alguna, del mismo modo que lo son las demás facultades del alma de que gozamos desde que nacimos; que el sumo bien del hombre no está sino en el sincero culto de la majestad divina; que del mismo modo que en el cielo hemos de adorar á Dios en la tierra con el labio, con el entendimiento, con el cuerpo, y que mientras vivimos la presente vida, constituidos en sacerdotes de este vasto templo, hemos de entonar incesantes cánticos de alabanza y contemplar el inmenso campo de la naturaleza. Opinion es esta que podemos hacer probable y cierta con solo considerar que cuando sentimos el alma vencida por el dolor y abrumada bajo el peso de la ansiedad y del cuidado, no experimentamos mayor alivio que el que nos proporcionan la contemplacion de Dios y la naturaleza, las alabanzas del Señor, y para decirlo en una palabra, el culto religioso. Mas omitimos estas y otras muchas cosas de este género, y vamos ahora á lo que es propio de la materia que hemos reservado para este capítulo. En nuestros tiempos y en todos sabemos que hubo ministros especiales, llamados sacerdotes, para los cargos religiosos, sacerdotes que constituyen ahora junto con los demás administradores de cosas sagradas el cuerpo á que acostumbramos á dar el nombre de Iglesia, limitando la significacion de esta palabra á designar aquella parte del pueblo cristiano consagrada á cuidar de las cosas religiosas. Habiendo visto despues que no puede separarse la religion del gobierno sin la ruina de entrambos, del mismo modo que no puede separarse el alma del cuerpo; en todos los tiempos y en todas las naciones se ha procurado que los sacerdotes vivan íntimamente unidos con los empleados civiles

de modo que no formen cuerpos distintos los que son, propiamente hablando, miembros pares de un mismo cuerpo. Ya se ha dicho en otro lugar que en los primeros siglos solia estar unido en una sola cabeza el cargo de rey y de pontifice. Entre los hebreos, todos los hijos primogénitos de todas las familias es tambien sabido que eran por este mismo hecho sacerdotes, razon por la cual el apóstol san Pablo acusa de profanacion á Esaul por haber vendido este derecho á su hermano Jacob, fundándose en que vendió un poder y un ministerio sagrados. Moises fué el primer legislador que se atrevió á mudar esta costumbre, á pesar de estar tan universalmente admitida, pues confió á Aaron el gobierno espiritual, y guardó para sí la administracion de la república. Subsistió esta constitucion de Moises en tiempos de los jueces y de los reyes, mas no de modo que los sacerdotes estuviesen enteramente inhibidos de entender en el gobierno del pueblo, pues vemos no pocas veces fueron algunos á la vez pontífices y jefes del Estado. Por las mismas causas que á Moises y aun por otras mayores, pues el pueblo cristiano habia de aventajar á los demás en el culto religioso, estableció Cristo, hijo de Dios, que en la nueva Iglesia, mas santa por estar constituida á la manera de la del cielo, estuviesen euteramente separados los dos cargos, dejando á los reyes el poder de gobernar la república que habian adquirido sus antepasados y confiando exclusivamente á Pedro y á los demás apóstoles y obispos que le sucedieron el cuidado de la religion y la administracion de todas las cosas á ella anejas, sin que por eso pretendiese que estuviesen estos enteramente retraidos del gobierno temporal ni los declarase para él completamente inhábiles. Vemos pues, y nos vemos obligados en este lugar á repetirlo, que en muchas naciones ya desde tiempos muy antiguos han sido concedidos á los sacerdotes vastos estados y grandes riquezas, de que si llegan á abusar, solo para ostentar un necio aparato y conquistar los aplausos de la muchedumbre, obran ciertamente muy mal, pues destinan á abusos distintos lo que les ha sido dado para que alivien la miseria de los pobres y ayuden á sacar la república de gravísimos apuros. Es gran necedad querer apreciar la naturaleza de las cosas por los abusos de los hombres.

En las Cortes del reino, en que se delibera sobre la salud pública, han acostumbrado además muchos pue blos á dar un puesto preferente á los obispos. Proponíanse nuestros antepasados, varones muy prudentes, que estuviesen tan unidas entre sí todas las clases de la república, que no mediase entre ellas diferencia ni pudiesen hombres profanos alterar las costumbres religiosas ni destruir la república á su antojo. Conviene confiar el cuidado de la república á los sacerdotes У darles honores y magistraturas para que miren por la salud pública como conviene á su estado, y con el mismo celo defiendan los derechos y la libertad de la Iglesia y la incolumidad de nuestra religion santísima, que, como la razon exige, no ha de consentirse en que sea nunca violada por hombres maliciosos y profanos. En otras naciones donde se están promoviendo las antiguas creencias religiosas, ¿ignoramos acaso cuán útil ha sido que hayan tenido mano en el gobierno de la re

pública y hayan gozado de grandes señoríos las altas | amigos de cuestiones que no sirven para el desempeño diguidades eclesiásticas, contra cuya cabeza se ha desencadenado esa tempestad terrible? ¿A qué se debe sino á su cuidado y celo que no haya perecido todo en medio de tanto furor de innovar y de tan calamitosos tiempos? Están en un error, y en un error gravísimo, los que, recordando los primeros siglos de la Iglesia, creen que seria muy útil á la república y á la salud de todos que se obligase á los prelados á abdicar, á ejemplo de los apóstoles, todas sus riquezas, todos sus dominios y todos sus destinos temporales. Están pues ciegos esos hombres que no ven en cuántos males se caeria y cuánto no seria el desenfreno de la plebe y cuánto no serian tenidos en desprecio los sacerdotes si se les quitase de repente esos medios de que ahora disponen con tanta ventaja suya y ventaja de su reino? Si quitándoles la riqueza hubiesen de ser mas virtuosos, tal vez deberiamos aprobar el parecer de aquellos; mas tal como están los hombres y los tiempos, serian aun mayores los vicios, como podemos juzgar por las naciones en que los sacerdotes viven mezquinamente, pues léjos de ser estos mejores, afean á cada paso su conducta y se atraen el desprecio del pueblo con gran mengua de la religion cristiana.

Soy tambien de parecer que á los príncipes y magistrados de la república, con tal que sean de reconocida probidad y prudencia, se les haga partícipes de los honores y riquezas eclesiásticas, dándose dignidades y beneficios, ya á ellos mismos, ya á sus hijos-y parientes, segun sean las inclinaciones de cada uno. Movidos por esta esperanza y por el valor de esa recompensa, sentirán mas amor por el órden sacerdotal y defenderán con mas celo los derechos y riquezas de la Iglesia, al paso que si así no se hace, de seguro han de causarle trastornos y producirle ruina. Enajenadas sus voluntades, darán á entender fácilmente al príncipe que los tesoros de la Iglesia, que dicen estar estancados, podrian servir para aliviar la riqueza de la república y cubrir los gastos de la guerra, principalmente ahora que está tan apurado el erario y tan abrumado el pueblo bajo el peso de los tributos y nacer de dia en dia tantas y tan graves dificultades. Neciamente pues ciertos teólogos de fama y de esclarecido ingenio excluyen completamente de los honores eclesiásticos aquella clase de ciudadanos, fundándose en que no sirven para sacerdotes por no saber predicar al pueblo ni estar versados en los ritos y ceremonias religiosas. Mientras no les falten otras circunstancias, seria fácil suplir por Inedio de otras estas graves faltas, pues no habrá mas que encargar la enseñanza del púlpito á los predicadores, que afortunadamente abundan. De otro modo, tendriamos que quejarnos de Valerio, obispo de Zaragoza, que no pudo nunca predicar al pueblo por ser tartamudo; tendriamos que quejarnos de otro Valerio, obispo de Hipona, que por ser griego de nacion, delegó este cargo de enseñar á san Agustin, que era á la sazon solo presbítero; tendriamos que quejarnos de los pontífices romanos que en muchos siglos apenas han subido una que otra vez al púlpito. No podemos pues admitir de ningun modo que se rechace de los cargos de la Iglesia á los jurisconsultos porque sostengan hombres

de las cosas sagradas. Tenemos en contra de esta idea
la costumbre de todas las naciones, robustecida por el
uso de mucho tiempo, costumbre que no debemos re-
probar á nuestro antojo. Por los decretos de los conci-
lios de Trento, no solamente los teólogos sino tambien
los jurisconsultos, han sido reputados dignos de ponerse
al frente de las iglesias. ¿ Habrá ahora alguno tan con-
fiado en sí mismo que se atreva á resistir á la fuerza de
tan grandes autoridades? Yo á la verdad convengo en
que, dadas circunstancias iguales, sirven mucho mas
para el gobierno de la Iglesia los teólogos, que los juris-
consultos, y en que por lo tanto deben ser elegidos en
mayor número aquellos que estos. Los mismos que pre-
tenden con largos discursos que han de ser preferidos
los jurisconsultos á los teólogos convienen en que los
teólogos son mucho mas aptos para refutar á los here-
jes, por no dejar de dia ni de noche las sagradas es-
crituras, debiéndose por lo tanto apreciar en mas, ya
cuando crecen las herejías y amenazan destruir con
nuevas opiniones las verdaderas creencias religiosas,
ya hablándose de paises vecinos á los de los herejes,
caso en que es muy de temer que el mal se propague
á manera de peste, y extendiéndose el incendio de unos
techos á otros, dañe á los pueblos descuidados y faltos
de prelados entendidos que puedan atajarlo. Si es esto
verdad, como no lo dudamos, será tambien preciso con-
fesar que los obispos han de ser sacados entre los teólo-
gos, hoy mas que nunca, pues son tantas las herejías
que pululan en la Iglesia cristiana, que creo que desde
los tiempos de Arrio no ha habido en punto á religion
mayores disidencias, y vivimos en un país que linda
con la Francia y no tiene mucho mas léjos el reino de
la Gran Bretaña. Será difícil encontrar remedio cuando
se encuentre agravada la enfermedad; y conviene que
todos y cada uno de los ciudadanos estén perfectamente
instruidos en la doctrina de Jesucristo y sepan y en-
tiendan de cuánta importancia es obedecer á la Iglesia,
enseñanza que es solo propia de teólogos, como acre-
ditan las sagradas escrituras y los escritos de los escri-
tores ascéticos, ya antiguos, ya modernos. Hemos
concedido que un obispo puede delegar algunas veces á
otros el ministerio de la predicacion, mas ¿quién du-
dará, quién podrá negar que entre los demás cargos
sacerdotales este es el principal y el que Jesucrito encar-
gó con mayor eficacia á los obispos cuando mandó á los
apóstoles, cuyos sucesores son nuestros prelados, que
fuesen á enseñar su doctrina á todas las naciones?
¿Ni
quién ha de negar que nadie puede cumplir con mas
ventaja este cargo que el que habiendo tomado sobre
sí el cuidado y la direccion espiritual de los pueblos
se proponga enseñarles por sí mismo? La silla del obispo
no lleva el nombre de trono ni de tribunal, sino de cá-
tedra, y esto es, á no dudarlo, para que se acuerde de
que su mas principal deber es la enseñanza, y no osten-
tar el aparato del principe ni hacer las veces de juez, de-
biendo estar siempre convencido de que seria mas útil
para la república y aun para sí mismo que si algo hubiese
de delegar á varones prudentes, fuesen todas las funcio-
nes anejas á su cargo, menos la de enseñar é instruir á
su rebaño. Si nuestros varones confian á otros la facul-

tad de dirimir los pleitos de sus súbditos y practican lo mismo aun los mayores príncipes, & no ha de ser mucho mas justo que lo hagan los prelados, movidos principalmente por el deseo de instruir á sus fieles y tratar con el pulso debido las cuestiones religiosas? ¿O es alemás natural que tomemos color de los lugares en que haya mos vivido mucho tiempo y de las ideas y sentimientos con que hayamos tenido mayor roce? Son verdes los lagartos porque viven siempre entre yerbas, y toman las ciervas el color de la tierra porque andan siempre entre rocas. Los teólogos, como que siempre están discutiendo acerca de las cuestiones divinas, y no dejan casi nunca de la mano las sagradas escrituras, tienen generalmente mas piedad, mas fervor, mas celo religioso; los abogados, como que siempre andan en disputas y pleitos de foro, hacen menos caso de las cosas de Dios, y es muy natural que adopten costumbres mas profanas. No quisiera injuriar particularmente á nadie; sé de muchos cuya probidad es reconocida y cuya piedad está ya acreditada con muchísimos ejemplos; hablo tan solo de lo que es en sí la profesion, procurando hacerine cargo del punto á que tienden las inclinaciones de esta clase de hombres y sus pensamientos y costumbres. Son poquísimos los jurisconsultos que se ordenan sin que les mueva á ello algun pingüe beneficio, del que puedan vivir cómoda y esplendorosamente.

Hay mas; si no es lícito crear obispos á los que no hayan pasado por los grados inferiores y no se hayan ejercitado en ellos conforme previenen los cánones, ¿cómo hombres profanos han de pasar de repente del foro á las prelacías y ser maestros de una doctrina que en ningun tiempo aprendieron ? No hay para qué decir si esto puede hacerse ó no sin peligro. En la guerra no nombramos general al que nunca vió al enemigo; en el mar no confiamos el timon del buque al que no tenga práctica en el arte de la navegacion; en la organizacion judicial hay sus grados para llegar á las mas altas magistraturas, y hemos de confiar el gobierno de la Iglesia á hombres que nada entienden en los negocios sagrados? Pondrémos al frente de las escuelas de virtud y de piedad cristianas al que nunca conoció un arte tan delicado y difícil? Estaban antiguamente sujetos á los obispos como maestros y doctores los monasterios de hombres en que se practicaban con el mayor rigor las mas altas y perfectas virtudes, y aun ahora hay no pocos conventos de monjas que están bajo la jurisdiccion de los prelados. No negamos que para regir é instruir á esas esposas del Señor son muchas veces ineptos los teólogos; ¿pero no han de serlo naturalmente mucho mas los jurisconsultos, que apenas pueden hacerse cargo de aquella disciplina y costumbres, pues ocupados constantemente en las causas y procesos del foro, apenas han abierto las sagradas escrituras de donde han de sacarse las reglas y preceptos necesarios para tan espinosa enseñanza? Sirven auu mucho menos los abogados para entender y resolverse en lo que toca á nuestros deberes, conocer la naturaleza y fuerza de cada pecado y determinar sobre ellos lo mejor y mas justo. Acerca de los dogmas de la religion ¡ qué poco saben tambien ! ¿Quién se ha de atrever entre ellos á hablar de la naturaleza de Dios, de los ángeles, de la

predestinacion, del libre albedrío, de la gracia? ¿Podrán nunca hablar de la dignidad de la virtud ni de la fealdad del vicio de modo que enciendan en el corazon de sus oyentes la llama de la piedad ni el odio á las faltas y delitos? Y ¿querrán luego ser preceptores de una religion que nunca aprendieron exactamente y ser nuestros guias por un camino que nunca hollaron, bien porque no pudieron, bien porque no quisierou? Añádase á esto que, dados á las costumbres de la curia y del palacio, gustan mucho de ostentar fausto y aparato de tal modo, que creyendo que esto sirve para aumentar su dignidad, van siempre por las plazas y calles públicas seguidos de un largo número de criados. Nombrados obispos, como que aumentan sus rentas, crecen tambien en vanidad y en locura con gran perjuicio de las rentas eclesiásticas destinadas por nuestros antepasados á mejores usos, y sobre todo con gran menoscabo de los pobres, para cuyo sustento y alivio fueron concedidas. No tengo necesidad de mas que de trasladar las palabras con que sau Bernardo en su carta 42 acusa esa vanidad tan perniciosa. Alzan su voz los desnudos, la alzan los hambrientos y se quejan y exclaman: Decid, pontifices, ¿de qué os sirve el oro en el freno de vuestros caballos? Lo que gastais es nuestro, lo que inútilmente derrochais nos lo quitais cruelmente. A costa de nuestra vida alcanzais esas riquezas superfluas, y nos falta para la satisfaccion de nuestras necesidades todo lo que empleais para vuestra vanidad y vuestro lujo.

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Redúcese pues la cuestion á que debemos confiar el gobierno de las iglesias, ya á los teólogos, ya á los juris. consultos, y es sumamente útil para la república que se erijan obispos en las dos clases para que haya mayor union entre ellos y la Iglesia, para que segun es y la sido en todos tiempos la condicion humana se entusiasmen con la esperanza del premio por la doctrina civil y la religiosa, para que en los concilios haya, por fin, varones de uno y otro estado, cosa que no puede menos de ser muy ventajosa para la república y la Iglesia. La probidad y la reconocida moralidad de un jurisconsulto, sabemos de muchos que las tienen, es claro que he de tenerlas siempre por preferibles á la erudicion del teólogo si, por mucha que esta sea, no va acompañada de una vida ejemplar é integras costumbres. Mas en igualdad de circunstancias, creo tambien mas capaces á los teólogos para el gobierno de las iglesias por las razones que hace poco hemos expuesto. Y no se diga tampoco que los teólogos son ineptos para la direccion de los negocios, cosa que si con todo fuese cierta, no probaria sino que han de ser tenidos en mas aquellos conocimientos con que un obispo puede llenar mejor las principales funciones de su cargo. Si á la ciencia del derecho se añadiese la ciencia de la teología, ó el teólogo conociera, por lo contrario, el derecho eclesiástico, es evidente que estos habian de ser mas idóneos para el gobierno de las iglesias, como lo asegura con otros autores el abad Panormitano y lo declara la na❤ turaleza misma de las cosas.

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