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CAPITULO III.

Si los hombres malos deben ser completamente excluidos de los cargos del Estado.

Por lo que llevamos dicho en los dos capítulos anteriores fácilmente comprenderá cualquiera que los hombres malos y cubiertos de infamia no pueden ser nunca llamados á administrar la república, por temor de que no inficionen con sus costumbres la provincia cuyo mando se les confie ni lleven consigo el mal y la calamidad de muchos. ¿Qué no han de hacer pues? Qué podrá detenerles? Cuando á la maldad se une el poder, ¿qué daño puede haber mas grave? Debe excluirse, en primer lugar, de los cargos públicos á esos hombres sórdidos que, movidos por la pasion del oro y solo por el oro, se entregan á los mayores fraudes У violan todas las leyes divinas y humanas. Acerca de esto no puede caber la menor duda, y lo damos ya en consecuencia por probado y admitido. La cuestion está ahora en qué debe hacerse con los que tienen faltas mucho menores y no tan divulgadas y reconocidas, en si deben ser admitidos á algunos cargos ó en si deben ser excluidos completamente de la administracion de los negocios públicos. Si se confieren pues destinos á hombres corrompidos, menguará el cultivo de las virtudes y será mucho menor el número de los ciudadanos probos. Puesta la virtud en lo arduo y erizado de dificultades, repugna á nuestros sentidos; y si no se nos excita con la esperanza de premios y de honores, es muy fácil que nos precipitemos al abismo atraidos por los dulces placeres de los vicios y experimentemos gran multitud de males, ora se entreguen los que gobiernan al deleite, ora se abrasen en sed de oro, ora adolezcan de cualquier otro vicio. Hay además en los súbditos cierta inclinacion á imitarles, y arrastrarán fácilmente tras sus faltas á los pueblos, en cuya depravacion no parece sino que han de sentir cierto consuelo. Se arrojarán esos mismos empleados á manera de lobos contra la hacienda, la fama y el pundonor de los ciudadanos sin que nadie se lo impida cuando esté el príncipe en países extranjeros ó distraido en otros negocios graves de gobierno; el llanto, el suspiro de los débiles no harán mella en sus sentidos ya embotados, y¿cuánto mejor seria, ya para ellos mismos, ya para el pueblo, evitar tan graves faltas poniendo al frente de los destinos públicos hombres completamente virtuosos que castigarlas ya despues de cometidas? Por esto han sido tan celebradas las leyes de los persas, cuya principal fuerza consistia mas en prevenir los delitos que en aplicar duras penas á los que delinquian.

Son indudablemente de gran peso estas razones, y de seguro no ha de haber nadie que se atreva á negarlas; mas las hay tambien y muchas para probar que las magistraturas y la administracion del reino deben ser muchas veces confiadas á hombres malos y de mala vida. Para conservar la paz, que es á lo que deben dirigirse los esfuerzos de los príncipes, no hay, por ejemplo, medio mejor que elegir indistintamente entre todos los ciudadanos á los que deban hacerce cargo de los destinos del Estado, pues de otro modo, siendo tantos en número los malos, al verse completamente excluidos han

de atentar contra el órden, desear que se venga abajo el gobierno existente, trabajar porque sea destronado el príncipe, cosas todas en que hallan camino por donde salir de sus apuros. En hombres tales está siempre arraigada la débil esperanza de ver alterada y trastornada la paz pública. En el poder además muchos obran contra lo que de ellos se esperaba ó temia; otros se elevan y engrandecen segun el puesto que ocupan; otros, hombres apocados é ignorantes, se turban y se alontan; otros se sienten abrumados bajo el mismo peso de los negocios; otros, entrando en una vida activa, se olvidan de sus antiguos vicios y reforman su vida y sus costumbres. Nunca se juzga mejor de si está cascado ó entero un vaso que cuando se le ha llenado de agua; nunca mejor de si está ó no depravado el hombre que cuando se le ha otorgado el poder á que aspiraba. ¿Cómo se quiere, por otra parte, que un príncipe, ocupado ya en innumerables asuntos, tome sobre sí el cargo de averiguar las costumbres de cada uno de sus empleados, sobre todo hablándose de un tan vasto y dilatado imperio? ¿Es poco peligroso formarse idea de un hombre por rumores tal vez infundados abriendo así la puerta á delaciones y calumnias? ¿Ignoramos acaso que en los palacios hay hombres ambiciosos que, afectando la mayor probidad, pretenden llegar á la cumbre de los honores rebajando á los demás, cosa que no hay para qué decir si es ó no perniciosa? Refiérense las leyes solo á hechos consumados, nunca á los futuros, pues son siempre bajo muchos puntos de vista completamente inciertos. No es ni bueno ni justo atenerse á simples conjeturas, y ha de bastarnos ya que el príncipe castigue bajo el imperio de la ley y con aplauso de todo el reino al que de un modo ú otro delinca. Debemos, por otra parte, esperar que sucedan mejor las cosas de lo que en esta cuestion pintan nuestros adversarios.

Oidos así el pro y el contra, y viendo en una y en otra parte no pocas dificultades, no podia menos de admirarme de que en asuntos de tanta trascendencia disientan tanto de los filósofos príncipes cuyos hechos merecen á cada paso singulares alabanzas. Están tanto los filósofos como los teólogos contestes en que no debe darse destino alguno sino á personas conocidas y abonadas; y consta, sin embargo, que muchos príncipes han elegido hombres de costumbres no muy puras, no solo ya para el servicio de palacio, cosa que podria perdonárseles, sino tambien para la administracion de las ciudades y hasta para el gobierno de las provincias. No hay sino volver los ojos y echar una mirada por todos los estados que componen nuestro reino, no hay sino recordar lo que ha pasado en los presentes y en los pasados tiempos; ¡cuán pocos hemos de encontrar que no hayan adolecido de uno que otro vicio! Unos se entregan desenfrenadamente á satisfacer su gula, otros á enriquecerse con la fortuna ajena, otros á convertir en provecho propio las rentas del Estado, todos tienen mas ó menos sus achaques. Si por lo menos esos vicios estuviesen ocultos á los ojos de los pueblos, mas están los mas á la vista de todo el mundo y son perniciosísimos, tanto por sus resultados inmediatos como por su mal ejemplo. Poner de acuerdo príncipes y filósofos es verdaderamente difícil, mas hemos de ver si cabe conci

liar de algun modo las razones aducidas por una y otra parte.

Por de contado no convendré nunca en que se elija para los cargos sacerdotales otros hombres que los que gocen de una reputacion sin tacha y tengan muy á prueba su conducta; ya en la cuestion anterior manifesté que deberia proclamárseles antes de la eleccion á fin de que pudiese cada cual denunciar y acusar sus menores faltas y delitos. De otro modo, no hay para qué confirmar con ejemplos los males que se ocasionan á la Iglesia, á la misma religion, al pueblo. Mas ¿cómo se ha de poder negar, por otra parte, que deban confiarse los negocios de la guerra á varones esforzados, aunque no muy integros? Cómo he de negar que pueda hacerse lo mismo hablándose de otros empleados de menos importancia, tales como abastecedores, administradores de obras públicas, alguaciles, corchetes, procuradores del fisco y asentistas? ¿Por qué no han de poder elegirse estos entre los buenos y los malos con tal que tengan la suficiente inteligencia para el desempeño de su cargo? ¿Nos metemos acaso en si son ó no buenos ciudadanos los que nos calzan, los que nos construyen la casa donde vivimos, los que nos forjan las armas ó los instrumentos de labranza? ¿No nos basta acaso saber que entienden bien su oficio? Seria efectivamente de desear que fuesen buenos y honrados todos los que han de ser brazos del poder del príncipe; mas en el estado actual de cosas, estragadas como están las costumbres y abundando, como abundan, los hombres corrompidos, no podemos consentir en que se imponga al príncipe la pesada carga de ir á investigar las ocultas faltas de los hombres, cosa que ni él podria alcanzar ni toleraria fácilmente el pueblo.

Acerca de los que han de componer la familia del príncipe ó han de ser gobernadores de las ciudades, se me han ofrecido ya mas dudas. Si el príncipe es entrado en años y tiene larga experiencia, no ha de ser muy difícil que elija sus empleados, pues no habrá tampoco gran peligro en que estén depravados los que se van á consagrar á su servicio; mas si es jóven, si no tiene aun formadas sus costumbres, es evidente que debe procederse con mucho cuidado para que no se familiarice ni se roce con personas de dudosa conducta, si no se quiere que se contamine en breve con los vicios de cuantos le rodean. Pues qué, ¿se cree que han de resultar pocos males de que el príncipe en su palacio tenga hombres viciosos y corrompidos por los que han de ser sus oidos y sus ojos? Por esto no podemos menos de encarecer la conducta de Alejandro Severo y la sagacidad de Constancio. Alejandro no hablaba siquiera con quien no fuese una virtud reconocida, por temor de que con su aliento no inficionase sus santísimas costumbres. No habia aun abrazado Constancio nuestra religion, mas tenia á su servicio muchísimos cristianos, y deseando averiguar un dia en quién podia poner mas su confianza, fingió que queria restaurar en su palacio el culto de los dioses, desterrando de su lado y despojando de todos sus honores á los que no renegasen de Cristo y volviesen á abrazar las aras de los ídolos. Con esto logró desenmascarar á muchos cuyas ideas no estaban aun muy firmes respecto á la verdadera piedad y caridad

cristianas. Mas muchos persistieron en su religion, prefiriendo la salud de su alma al favor y á los honores de su príncipe. Explorados así los ánimos de sus servidores, hizo lo contrario de lo que habia dicho. Apartó de sí á los que habian abandonado á Cristo, fundándose en que mal podia poner su confianza en hombres que eran infieles á su Dios, y tuvo por sus mas fieles y firmes amigos á los que no habian vacilado un solo punto en arrostrar su cólera. ¿Por qué no ha de poder un príncipe con este ó con otros medios semejantes poner á prueba las costumbres de sus criados? Aborrezca como la peste al que se le ofrezca por consocio, por instrumento de sus torpes pasiones, aun cuando así no haga este mas que satisfacer sus pretensiones y deseos; ponga, por lo contrario, todo su afecto y toda su confianza en el que se niegue á procurarle impuros deleites y en oprimir y castigar al inocente, teniendo en mas la honradez y las leyes de Dios que la gracia de su príncipe.

Estoy tambien en que no se elija por magistrados sino á varones íntegros y aun despues de haber sido proclamados, pues es de gran trascendencia su conducta. Segun obraron, podrán inducir fácilmente á los demás, ya á la virtud, ya al vicio; y es indudable que si están depravados han de violar á cada paso la justicia para la satisfaccion de sus placeres. Si no son íntegros los hombres á quienes está confiada la fortuna, el honor y la salud de cada ciudadano, ¿qué calamidad puede haber que no caiga sobre la frente de los pueblos?

Se ha dicho que esto será una pesada carga para el príncipe; mas tenga el príncipe á su lado personas de confianza, y por ellos podrá enterarse fácilmente de la conducta de los demás súbditos. Si por distintos lugares sabe que son idóneos los candidatos que se le presentan, ¿qué inconveniente ha de hallar en nombrarles? Y no es tan difícil saber lo que sienten de un hombre los que le rodean. Fíjese seriamente el príncipe en lo que diga de cada cual la fama, y se engañará muy pocas veces; atienda sobre todo mas al testimonio del pueblo que al de los magnates. Los hombres del pueblo suelen ser mas sinceros en sus juicios; los magnates dicen generalmente, no lo que sienteni aconseja la verdad, sino lo que mas favor puede procurarles y serles útil. Recomiendan mas eficazmente al que les da esperanzas de mayor provecho. No vacile nunca el príncipe en delegar ninguna de sus facultades al que estando en el poder persevera íntegro y honrado, sin que pueda con él ninguna clase de dádivas ni aun las que mas directamente puedan contribuir á su engrandecimiento y riqueza; no vacile tampoco en llamar al seno de su familia al que ya en su casa sepa mostrarse parco, enfrenar sus deseos, reprimir á los suyos, mostrarse activo en los negocios, oir atentamente á cuantos se le acercan y consagrar sus horas á la piedad y al culto. ¿Qué negocio arduò ha de haber que no pueda ser confiado á hombres de esta clase?

Nunca he pensado, por otra parte, en que la carga que pesa sobre los hombros del príncipe deba ser ligera; he creido siempre que entre los cuidados anejos al mando, este de elegir á los magistrados habia de ser uno de los

principales. Míresele con descuido, y en lugar de jueces tendrá el pueblo lobos que le desgarren y le despedacon. Toda clase de calamidades cae sobre las naciones gobernadas por malos príncipes, por empleados venales y viciosos.

CAPITULO IV.

De los honores y premios en general.

Solon, uno de los siete sabios de la Grecia, y de entre los siete el único que dictó leyes á los pueblos, dijo que los estados se gobernaban tan solo por el premio y el castigo, por el temor y la esperanza. Aguijonea el temor á los ciudadanos y les hace mas celosos de su dignidad, al paso que la esperanza de premios y de honores estimula dia y noche á hombres de tanta fortaleza como de oscuro linaje, y los impele sin cesar á las mas altas virtudes. Suprimido el temor de la infamia, ¿quién entre los ciudadanos habia de querer arriesgar su vida para llevar a cabo alguna grande hazaña? Perdida la esperanza de crecer en dignidad, ¿quién ha de arriesgar su salud y su hacienda por la salud comun del reino? En esto como en todo ha de haber cierta templanza: ni queremos que el príncipe sea pródigo en dar honores, ni demasiado severo en el castigo. Procure aute todo tener unidas y sujetas todas las clases del Estado, de manera que tengan todos por seguro que ni la nobleza ni el oro, si faltan las virtudes, han de bastar para conseguir honores ni para evitar las penas impuestas por las leyes, ni se ha de consentir que por ser uno pobre ó de bajo nacimiento, sirva á nadie de presa ni juguete, ni ha de estar, por fin, cerrado para ninguna persona honrada el camino de la dignidad, la riqueza ni la gloria. Debe, á mi modo de ver, el príncipe proteger la aristocracia y dar algo á los nobles en consideracion á los esclarecidos méritos de sus antepasados; mas solo cuando al brillo de la cuna se añada el ingenio, el valor, la integridad y pureza de costumbres. Nada hay ciertamente mas vergonzoso que un noble de torpes inclinaciones y bajo ánimo; engreido con la gloria de sus mayores, consume en la liviandad y en la disolucion las riquezas de que fué heredero; confiado en los elogios que merecieron sus abuelos, languidece en la desidia y la pereza, aspirando á alcanzar con sus vicios el premio de las virtudes y á ocupar con su flojedad y cobardía los puestos debidos únicamente á varones esforzados y de vigoroso temple. Hombres tales deben ser rechaza los por los príncipes, pues no solo se presentan manchados, sino que manchan tambien el esplendor de su linaje, y cuanto mas esclarecidos fueron los ascendientes, tanto mas son dignos de odio los que oscurecen con impuros deleites la nobleza que les fué legada. Y es generalmente tanta la locura y la temeridad de esos hombres, que muchos, ensoberbecidos con títulos que nada significan, desprecian á los hombres del pueblo por hábiles, fuertes y activos que sean, llegando hasta el punto de no reconocerles como sus semejantes; y cuantos mas honores tienen, mas codician, creyendo esos hombres viles y ambiciosos que son debidos á su nobleza los premios á que solo son acreedores la virtud y el mérito.

Deben tambien concederse no pocos honores á los ricos, pues son de grande auxilio al príncipe en todos los apuros de la república, y pueden promover grandes. conflictos si no se les obliga con beneficios; mas no por esto creemos tampoco que deba apreciaárseles solo por sustesoros, si no los emplean en cosas útiles ni cultivan las virtudes propias de los hombres. Si así sucediera, no se haria mas que sancionar la avaricia, el orgullo, la bajza de ánimo, y seria muy de temer que el pueblo solo creyese felices á los que gozan de pingües rentas y de vastas propiedades. Yacerian entonces los pobres en su profunda miseria sin esperanza de salir nunca de ella; así que desesperados se habian de arrojar un dia contra los ricos, provocar escisiones, injurias, latrocinios, llevar á una total ruina la república, despedazada sin cesar por facciones y por opuestos bandos. Si pues desea el príncipe atender á su dignidad y á la salud del reino, uo deberá hacer nunca el menor aprecio ni de la nobleza ni de la fortuna si no van acompañadas de la prudencia y de la justicia; prestará, por lo contrario, todo su apoyo á la virtud y al ingenio donde quiera que existan, y reservándose siempre la facultad de deliberar, no temerá los vanos alaridos de hombre alguno ni se alterará por las ofensas que reciba. ¿Quién ha de haber tan fuerte por sus riquezas ni tau esclarecido por su linaje, que llegue á imponerle leyes ni pueda atreverse á apartar al príncipe de premiar las virtudes de los demás hombres? Honrar la virtud en todas las clases y elevarla á las mas altas dignidades, manifestar con hechos que nada vale tanto á sus ojos como el esplendor de la justicia y la excelencia del alma en el cultivo de las virtudes ha de ser el firme propósito de todo príncipe que quiera excitar una honrosa emulacion entre los ciudadanos, para que aspiren á porfía á ser virtuosos, y desee, como debe desear, que le amen sus súbditos y le miren, si no como una especie de divinidad, cuando menos como uno de esos héroes de que nos hablan los anales de los primeros siglos. Así y solo así logrará tener á su lado innumerables súbditos de pecho fuerte y ánimo esforzado, que estén dispuestos á derramar su sangre y hasta dar su vida por la patria y por sus reyes. El que cultiva la virtud, el que aventaje á los demás en ese noble empeño, ese es el que, á mi modo de ver, ha de merecer mas del amor del príncipe, ese el que ha de ser mas noble. No ha de encontrar cerrada la puerta á ningun honor ni á ningun premio por altos que estos sean, importando poco que sea español ó italiano, siciliano ó belga, con tal que pertenezca á nuestro vasto imperio. El buen rey ha de amar con cariño á sus súbditos, ha de premiarles con los mismos honores, ha de excitar su amor propio con las mismas esperanzas. ¿Cuándo le ha de faltar así quien defienda su dignidad y su corona? Acordes todas las voluntades, unidas todas las fuerzas, ¿qué enemigos podrá temer ni qué caprichos de la suerte? Un imperio basado sobre la equidad y defendido por el amor de sus súbditos no solo es eterno, está destinado siempre á crecer y ensanchar sus fronteras. No tendrá entonces el príncipe necesidad de numerosas tropas que le guarden ni de guarniciones que ocupen militarmente sus ciudades y provincias; no tendrá entonces necesidad de invertir en esto todas las

rentas del Estado ni de exigir de dia en dia á los pueblos nuevos tributos ni de agotar los recursos de los particulares. El amor de los ciudadanos valdrá entonces tanto como sus mayores tropas. ¿Qué importa que haya de consumir alguna parte de su tesoro en distribuir premios? Si honran á cada cual segun sus méritos, sin atender á si son empleados eclesiásticos ó civiles los que se hacen acreedores á la liberalidad del príncipe, ¿no tendrá acaso tantos agentes de su poder ni tantos militares esforzados cuantos sean los ciudadanos que haya en el imperio? Lo que mas provocó la decadencia y ruina de Aténas y de Esparta fué su fatal costumbre de mirar como hijos á sus conciudadanos y tratar como esclavos á los pueblos que habian conquistado con sus poderosas armas. No pudieron esos pueblos sobrellevar por mucho tiempo una condicion tan inicua y tan contraria á los sentimientos de humanidad, y acabaron al fin con sus orgullosos vencedores. Y advierto que sucedió lo mismo á los romanos, que si perdieron el cetro del mundo, no fué tampoco sino porque, proponiéndose contener mas con el miedo que con el amor á los que habian vencido con la espada, tuvieron que invertir todos los recursos del imperio en mantener las legiones con que ocupaban las provincias, y ni aun así podian subsistir por tener enajenados los ánimos de tantas naciones y no ser posible ejercer sobre los ánimos la coaccion que es tan fácil ejercer sobre los cuerpos. Mas prudentemente, á mi modo de ver, decia á menudo Aníbal que aquel era cartaginés que sabia herir esforzadamente á los enemigos de Cartago. Estas son las palabras que deben repetir los príncipes. El que sepa obligar á la fuga al enemigo, el que con indomable esfuerzo sepa romper una línea de batalla, el que sepa, en una palabra, despreciar la muerte, ese es mi compatriota, ese es para mí el noble. Supongamos ahora que numerosas tropas enemigas nos provoquen á la guerra y vienen á devastar nuestras provincias; si hemos de reunir ejércitos á la sombra de nuestras banderas, ¿ confiarémos nuestra salud y dignidad á varones esforzados y de temple vigoroso, por mas que sean extranjeros y plebeyos y hayan nacido en un lugar oscuro, ó á nobles débiles y afeminados, mas notables por la virtud de sus antepasados que por su propio valor ni por sus propios méritos? ¿Podrémos acaso dudar de que en momentos de peligro deben ser preferidos á todos, los hombres fuertes y valientes, cualquiera que sea la familia ó nacion á que pertenezcan? ¿Qué cosa mas absurda que hombres en cuyo valor y virtud estriba principalmente la salud pública y la dignidad del príncipe scan tenidos en menos que aquellos de cuya debilidad y cobardía hemos de desconfiar en los graves trances de la república? Qué mas indigno que amontonar honores en esas heces del pueblo y despreciar y consentir en que continúen pobres y sin gloria los que se aventajan en virtud á todos? ¿Puede darse mayor injusticia que negar á la virtud de los presentes lo que se concede á la de los pasados? Se citará quizás á Salomon, á aquel sabio rey de los judíos que nunca consintió en que los extranjeros sirviesen mas que para cubrir los gastos públicos; dispuso en cambio que los suyos fuesen soldados, sí, pero nunca tributarios; mas esa fué una nacion supersti

ciosa y enemiga de los demás pueblos, cosa que al fin no dejó de ser tambien su ruina. Pero hay mas, yo no pretendo tampoco que no haya diferencia alguna entre las provincias del imperio ni que se dejen los reinos últimamente conquistados sin guarnicion alguna; pretendo solo que se engrandezca con honores á los que sobresalgan en virtudes, porque sé que de este modo será grande el amor que profesen muchos á su príncipe, y los malos no dejarán de estar contenidos por el temor como si estuviesen sujetos con cadenas.

Entre los provinciales además no ha de haber un solo hombre que pueda repugnarle, ninguno que deba merecer un desprecio como si fuera de linaje de esclavos. Dése á cada uno segun su probidad y su prudencia, y si tanto conviniere, establezcanse colegios en las provincias donde tengan cabida los hombres innobles y estén como excluidos de aquella sociedad y separados de Jos demás y señalados hasta cierto punto con la infamia de los pueblos, institucion que en este momento no me atrevo ni á aprobar ni á desechar del todo. Debe proponerse firmemente el príncipe no permitir nunca que hombres ambiciosos lleguen bajo el pretexto de piedad á los altos puestos del Estado, con perjuicio y mengua de los mejores, ni consienta en que por vagos rumores del vulgo sean degradadas familias enteras. Las notas de infamia no deben ser eternas, y es preciso fijar un plazo, fuera del cual no deban pagar los descendientes las faltas de sus antepasados llevando en la frente las mismas manchas que sobre estos recayeron. Ni es de tanta importancia esta institucion que no pueda dejar de aplicarse á varones, insignes por otra parte en probidad, en méritos y en letras. Pues qué ¿no ha de haber para ellos compensacion alguna, no hemos de poder quebrantar para ellos la ley ó la costumbre que tenemos adoptada? No disimulamos acaso muchas veces vicios mayores? ¿Por qué no liomos de disimular estos, no siendo tampoco tan grandes que no puedan ser contrabalanceados por las prendas del alma ó las del cuerpo? Todas las familias que mas brillan hoy por su esclarecido linaje tuvieron principios bajos y oscuros; si se hubiese cerrado la puerta de la aristocracia á los plebeyos, ¿tendriamos hoy nobleza? ¿Qué justicia habria en que cortasemos á todos los demás el camino por donde sus antepasados subieron á los mas altos puestos? ¿Tenemos acaso que arrepentirnos de que hayan pasado al núme-ro de los nobles varones insignes de otros países, y aun de religion distinta, cuyos nombres callarémos para que no odie nuestra generacion á sus descendientes? Los nobles nuevamente creados envejecerán tambien, y lo que hoy podemos sostener con antiguos ejemplos, servirá tambien de ejemplo dentro de dos ó mas generaciones.

Debe pues cuidar ante todo el príncipe de què no sea nunca postergada la virtud tratándose de elecciones, pues si es aquella manifiesta, servirá de espejo y de estímulo á los varones eminentes. Bien se trate de hacer la guerra, bien de administrar la república en tiempo de paz, elévese á cada uno cuanto permitan sus virtudes; y ya que deban ser preferidos los nobles, ya sean militares, ya eclesiásticos, cuando se trata de repartir gracias y honores, hágase de modo que no vean los demás

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llevados de una codicia inmensa y de una ambicion sin límites, para extender con perjuicio nuestro sus dominios. Debe á la verdad el príncipe dirigir todos sus actos á la tranquilidad de la república, celebrar alianzas, ya con los pueblos vecinos, ya con los mas remotos, no tomar las armas sino cuando tenga ya en su casa la guerra ó deba vengar atroces injurias; mas debe en cambio compensar su tardanza en resolverse á hacer uso de la espada por la grandeza de su aparato militar y su celeridad en desplegarle. Mantendrá para esto en tiempo de paz una infantería y caballería numerosas, y cubrirá de fuertes escuadras ambos mares, cosa que indudablemente le ha de servir de mucho para aumentar su majestad y aterrar al enemigo. Tendrá bien provistos sus almacenes militares y sus arsenales para que no debamos pedir recursos á otras partes cuando nos apremien las necesidades de la guerra; se hará, mientras esté aun tranquilo el reino, con armas y caballos; no se olvidará nunca en la paz de los negocios de la guerra si quiere vivir seguro contra todo género de ataques.

ciudadanos que han sido olvidados por su príncipe. ¿Es acaso un mal poco grave que se procure debilitar las excelentes facultades de una gran parte de los pueblos conquistados á fin de que no puedan moverse sin peligro de infamia, y detenidos por este temor como por una sombra no se encarguen nunca con ánimo firme y resuelto de los negocios de la república ni en tiempo de paz ni en tiempo de guerra? Es poco pernicioso hacer que fraccionada en bandos la república esté sin cesar oprimida por el increible odio de la mayor parte de los ciudadanos, odio de que á la primera ocasion que se presente ha de nacer la guerra civil y la discordia? Se podria tal vez sin peligro privar de toda clase de honores á los que llevasen sobre sí aquellas manchas si fuesen pocos en número; mas hoy, que está ya confundida y mezclada la sangre de todas las clases del Estado, seria sumamente arriesgado, pues tendriamos en nuestra patria tantos enemigos cuantos quedasen excluidos de los negocios públicos, no por sus faltas, sino por las de sus mayores. Es solo propio de tiranos sembrar la discordia entre los súbditos para que nunca puedan conspirar juntos por sacudir la tiranía; los reyes legítimos dirigen siempre su principal cuidado á que unidas entre si por el amor todas las clases del reino, trabajen de consuno para rechazar las invasiones de los enemigos, vengar Jas injurias y defender la guerra, venga de donde viniere, con el objeto de sostener la dignidad del príncipe y conservar la salud pública. No hay mejor medio, ya para volver á calentar la sangre de familias ilustres debilitadas por continuos deleites y renovar en ellas las costumbres de sus antepasados, ya para provocar enlaces entre genios pacíficos y hombres de un carácter militar y duro, que dejar abierta al valor la puerta por donde se ha de llegar á las mayores riquezas y á los principalos puestos del Estado. Con este solo hecho, no solo se premiaria la virtud, se renovaria y se haria echar nuevos retoños á nuestra aristocracia, que de puro vieja se enmolece como todas las cosas de los hombres.

CAPITULO V.

Del arte militar.

Se ha dicho ya lo que parece se debe hacer acerca de la distribucion de honores y eleccion de magistrados, sentando aquellas reglas que nos han sugerido la lectura y la experiencia. Creo deber tratar ahora del arte militar, en cuyo apoyo descansan las mas santas leyes, las artes todas y las fortunas privadas y las públicas, pues mal podria el Estado ser por mucho tiempo feliz ni abundar en todo género de bienes si no estuviese defendido por armas y guarniciones poderosas y gran número de fortísimas legiones. De otro modo no seria fácil enfrenar la audacia ni la temeridad de los ciudadanos corrompidos, que desgraciadamente abundan siempre en todas las ciudades y provincias, y á no estar contenidos por el temor, provocan siempre innovaciones, deseando trocar su pobreza por la riqueza de otros y tener con qué satisfacer su gula, su voluptuosidad, su amor al juego, señores indomables del hombre; ni será fácil que detengan las invasiones é injurias de sus enemigos cuando nos ataquen por todas partes y nos saqueen

Alegará quizás alguno en contra de esto la pobreza del erario, insuficiente para cubrir tan grandes y perpetuos gastos; expondrá cuán molesto y perjudicial es gravar con nuevos tributos á los pueblos para las atenciones de la guerra; manifestará cuán inútil es aterrar á los extranjeros si ha de enajenar el príncipe por otra parte los ánimos de los ciudadanos, y para vengar las injurias de los enemigos crear muchos mas en el interior del reino. Si los gastos de la guerra son mucho mayores que los de las rentas reales, y la guerra no cesa nunca, ¿qué mayor calamidad puede haber para la república, pues no hemos de acabar jamás con los enemigos y acabamos en cambio con la riqueza de los contribuyentes? Si hay alguna parte del imperio que pueda conservarse con estos gastos, ¿por qué la hemos de sostener á tanta costa? Por qué no la hemos de separar como un miembro inútil buscando para esto una razon plausible?

Peligros son estos á la verdad que hemos de evitar con todas nuestras fuerzas, procurando persuadir al príncipe de que en medio de la escasez en que vivimos no hay ninguno que pueda sostener la guerra á sus expensas. O ha de verse atajado en mitad del camino ó irritar á sus súbditos con gravísimos impuestos si no adopta un medio en que pueda hacer la guerra con gastos no pequeños, pero cuando menos tolerables. Es preciso que tanto el ejército como la armada y todos los utensilios militares puedan mantenerse en tiempo de paz con las rentas ordinarias sin necesidad de arrancar un suspiro á los ciudadanos, pues de otro modó han de surgir graves peligros, bien se deje sin defensa al reino, bien se atente de dia en dia contra las riquezas de los particulares con inmoderadas cargas y tributos. No permita, en primer lugar, que estén ociosas sus tropas; encadene unas con otras las guerras, para lo cual no le han de faltar nunca causas legítimas, pudiendo siempre reclamar, ya de las naciones vecinas, ya de otras mas apartadas, derechos que cayeron en desuso ó vengar nuevas injurias. Mas qué, dirá acaso alguno, ¿crees tú que hemos de preferir la guerra á la paz? Serás enton

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