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abrazado mas sanas ideas y Atanasio estaba tramando nuevas conspiraciones en Alejandría, cosas falsas las dos, pero que no temian propalar aquellos infames impostores.

De Teodosio sabemos tambien que promulgó una ley por la cual se privaba á los herejes de toda clase de honores, se les alejaba de todo cargo público y hasta se imponia pena de destierro á los que no abjurasen la herejía. Es sabido que Valentiniano el jóven toleraba en occidente á los arrianos por condescender con su madre Justina, y que despues de haber sido asesinado en Francia su hermano Graciano por las pérfidas intrigas de Máximo, se escapó de Italia y se reunió con ese mismo emperador Teodosio. Unidos ya los dos, dieron una ley muy parecida contra los herejes en Estobis, ciudad de la Macedonia, siendo cónsules Teodosio, por segunda vez, y Cinegio, esto es, el año 388 de la Iglesia. A pesar de estas leyes, sabemos que Amfiloco, obispo de Icona, tuvo ya que valerse de artificios para acusar el descuido con que era mirada la extirpacion de las herejías de aquel tiempo. Saludó á Teodosio y afectó despreciar á su hijo, que estaba sentado al lado de su padre. Notólo el Emperador, y le preguntó qué motivos podia haber tenido para guardar tal conducta; á lo cual él, sin pretender disimularlos, mal por cierto, juzgas de las cosas, le dijo; te altera una leve injuria hecha á tu hijo, y no las afrentas de los arrianos que recaen sobre el hijo de Dios. Mas cauto con estas palabras y aleccionado sobre todo por la desgracia de Valentiniano, pasado por la espada de Eugenio, que desde la escuela habia invadido el imperio, reprimió con nuevos edictos la libertad de los herejes, siete años despues de promulgada la ley de Estobis. Siguió Arcadio las huellas de su padre y sancionó con una nueva ley la piedad antigua, oponiéndose además con ayuda de Crisóstomo al godo Gaina, que apelaba á las amenazas y al terror para que se le diese en Constantinopla un templo donde pudiesen reunirse los arrianos. Que estos pues bajo el reinado de Teodosio celebrasen sus juntas en los arrabales, que bajo el de Arcadio conmoviesen la ciudad con sus plegarias nocturnas y sus himnos, creo que debe mas bien atribuirse á lo calamitoso de aquellos tiempos que á que los príncipes manifestasen una decidida voluntad en contenerlos. Hallamos, por otra parte, que Marciano, sucesor del hijo de Arcadio, dió una ley por la cual prohibió las adulterinas reuniones de los eutiquianos. Se cita lo de Justiniano, mas qué ¿no pudo acaso engañarse como hombre, adoptando una resolucion que si era en la realidad perjudicial, era prudente en la apariencia? ¿Quién nos dice que las circunstancias de los tiempos no le obligasen á tal disimulo? ¿No parece probarlo su ley grave y dura contra los herejes Antemio y Severo?

Mas pasemos ya de los reyes á los sacerdotes y á los demás ministros de la Iglesia. Optato y Epifanio, por constituir esta un solo cuerpo en toda la tierra, la comparaban á la mujer legítima, y las reuniones de los herejes, por ser innumerables, á las concubinas. Si en el seno de una familia viviesen juntas la esposa y la manceba y gozasende iguales prerogativas, ¿no habria de ser forzosamente grande la confusion, el trastorno y las calamidades que

la afligiesen? No hay para qué detenerse en demostrarlo, cada cual puede verlo con los ojos de su fantasía. ¿Qué han de hacer los criados cuando manden la manceba y la mujer cosas contrarias? ¿A cuál se han de ladear? ¿Qué regla han de seguir para cumplir sus deberes? Embarazada por tan graves dificultades, dividiráse la familia en bandos y arderá sin cesar en odios y contiendas. Se rán mirados con descuido los quehaceres domésticos; los criados, á ejemplo dei amo, no pensarán mas que en los placeres, la discordia llegará hasta las entrañas, como se dice del caballo de Troya, sucediendo aun esto mucho mas, si armada la concubina con el favor del marido, se atreve á poner en duda la nobleza, la honestidad y aun los mismos derechos del matrimonio, como hicieron Arrio y otros herejes de su tiempo con la Iglesia, teniéndose por mejores cristianos, sosteniendo que la Iglesia católica era la suya, y repudiando como herejes á los que pensaban de otro modo. Entre los antiguos romanos estaba prohibido que las concubinas entrasen eu el templo de Juno, que presidia las bodas, para indicar que nada hay mas contrario á ellas que el concubinato. Abraham con toda su gravedad y saber no pudo establecer la paz entre Agar y Sara, hasta que, condescendiendo con los deseos de su esposa, obligó á atravesar los umbrales de su casa á la esclava y á su hijo; hechos y consideraciones todas que prueban 'que ni pueden vivir bajo un mismo techo la mujer y la manceba, ni en una misma ciudad ó reino cabe tolerar una religion falsa al lado de la verdadera. Es indispensable que choquen cosas de naturaleza contraria, y sabemos ya por una larga experiencia que nunca fué admitida en un pueblouna nueva religion sin que sobrevinieran graves calamidades y trastornos. Echemos una ojeada sobre la historia, abramos los anales antiguos y modernos, y vèrémos que donde quiera que ha existido este fenómeno, han sido conculcados los derechos de la justicia, ha sido envuelto todo en robos y asesinatos y se ha ejercido contra los sectarios y ministros de la antigua religion una crueldad mucho mayor que la que podrian ejercer enemigos extranjeros. ¿Qué no hicieron los albigenses en Francia? Qué ferocidad no desplegaron los husitas en Bohemia? Qué de sangre no han hecho derramar las nuevas herejías en Francia y en Alemania? Lo estamos viendo y oyendo, no hay para qué recordarlo. ¿Habrá tampoco necesidad de mentar cuánto sufrieron los fieles de los arrianos bajo el reinado de Juliano, ya en Heliópolis, ya en otras partes del imperio? Estaba, sin embargo, prevenido por una ley que no pudiera ser un crimen para nadie la diversidad de cultos. Las amenazas de los novacianos las sabemos por cipriano; los estragos que hicieron los donatistas en Africa por san Agustin y Optato. ¿Hay acaso quien ignore los daños que acarrearon á todos los países los arrianos, á pesar de alegar en su principio que su disidencia no estribaba mas que en una palabra y llamarles hermanos Optato, considerando cuán poco distaba la opinion de ellos de la suya? Nació de aquí el fiero encono de los circunceliones, que dieron pié á la crueldad de Jorje Alejandrino, á la perfidia de Ursacio y de Valente, á los sínodos medionalense y ariminense y á otras mil calamidades. No sin razon se queja la Iglesia

por boca de David de que nunca sufrió mayores males que los que sus propios sectarios le han causado.

No es así de extrañar que el emperador Teodosio vedase el apartarse ni en las cosas mas leves de la verdadera piedad, ni de los deberes de la Iglesia. Aleccionado por las graves vicisitudes y trastornos de aquellos tiempos, comprendió que de pequeñas causas nacen á veces alteraciones no pequeñas, que no pueden nunca ser calificadas de tales cuando disuelven los vínculos de la caridad mútua y desgarran la túnica de Jesucristo, respetada por los soldados romanos, para que no pueda cubrir ni á los del uno ni á los del otro bando. Abrumado el pueblo por el peso de los tributos y envuelto en gravísimas dificultades, no vacila en estos casos en aprovechar la ocasion que se le ofrece para robar las pingües rentas de los sacerdotes y los tesoros de los templos que fundaron nuestros antepasados como un erario sagrado para sacar de sus mas terribles apuros la república. No faltará nunca quien capitanee la temeraria muchedumbre, y si tomando este la religion por escudo ataca las costumbres de los sacerdotes, estallará pronto en la república una sedicion, donde la parte inas débil, que son los sacerdotes, serán presa de los amotinados, desapareciendo de los templos las riquezas y ornamentos acumulados allí por tantos años. Esto lo hemos visto en nuestros tiempos, donde quiera que ha penetrado la discordia religiosa. Añádase á esto que dividido el pueblo en dos bandos, será pronto preciso crear en una misma ciudad dos obispos, contra todo lo que se ha hecho en la antigüedad y decretado la Iglesia, mal tras el cual ha de seguir pronto toda clase de calamidades. ¡Qué confusion no habrá entonces! Ninguno de los dos bandos se atreverá á castigar severamente los delitos de los suyos por temor de que no abandonen su secta y se pasen al campo euemigo, como acostumbra á suceder en las guerras intestinas. Crecerán con la impunidad los crimenes y habrá un perpetuo semillero de ruinas y discordias. No dejará tampoco de padecer la nobleza de esta perturbacion social y de ese desenfreno de costumbres; ¿á qué pues podrá tender esa libertad, por la que abjurará todo temor la plebe, sino á que vio, Jada ya la religion, humillado el clero y saqueados é incendiados los templos, prenda el fuego á la nobleza? Porque el mal no se detiene nunca en el primer escalon, sino que á medida que se aumenta la llama, va recorriendo los mas altos, y los que creyendo estar fuera de todo alcance eran pasivos espectadores de la calamidad ajena, se ven envueltos en los mismos daños y aun en otros mayores, pues suele ser siempre mayor el odio que se abriga contra los príncipes que el que se profesa al clero. La prueba la vemos en esa guerra de aldeanos que hace setenta años que estalló contra la nobleza alcmana en la Alsacia y en los estados vecinos, guerra promovida por Fifer, hombre oscuro, que habiendo soñado que estaba reprimiendo una grande invasion de ratones por los campos, y creyendo que esos ratones no eran sino los magnates, que á manera de tales roen y devoran la sustancia del pueblo, llamó á las armas á los labriegos, y dió principio á una serie de combates en que muchos pueblos quedaron destruidos, gran parte de la nobleza muerta, que fué lo mas sensible, y aun los mis

mos insurgentes tendidos en número de mas cien mil' sobre el campo de batalla. Existe aun el discurso con que Muncer, viendo las legiones de los campesinos aterradas y dispuestas á la fuga, los excitó tan temeraria como infelizmente á sostener la libertad cristiana, á sacudir el yugo de los tiranos, que así llamaba á los nobles, y venir á las manos con el enemigo, y unidos los estandartes, aceptar la lucha donde quiera que se presentase. Es casi indispensable que junto con la religion cambie el estado y la faz de las repúblicas. Los poderosos, los que mas abundan en riquezas, tengan por seguro que en estos casos son los que corren mas inminentes riesgos y caen víctimas del furor de la muchedumbre armada, que con el ardiente deseo de querer innovarlo todo, no deja nunca de probar si con la fortuna ajena puede satisfacer su indigencia y su codicia. ¿ Bastarán acaso las leyes para contenerla en sus deberes? En las discordias y movimientos civiles suelen callar las leyes, perderse la voz de la justicia entre el estrépito de las armas, ser débil ó nula la autoridad de los que mandan. Las leyes justas y razonables son aquellas que mucho antes de desarrollarse el crímen previenen toda ocasion y motivo de tumulto. Así como los remates de las torres y las cumbres de los montes son las mas expuestas á las injurias del tiempo y al furor de la borrasca, así los que ocupan en la república los mas altos puestos caen y vacilan los primeros al soplo de las tempestades civiles y sociales, principalmente cuando la religion no sirve ya de freno á los que las suscitan. Conviene advertir y exhortar mucho á los príncipes, para que, atendiendo á sus intereses personales, ahoguen en la misma cuna el naciente furor de la herejía, no sea que despues deban lamentar en vano su primitiva flojedad y su apatía.

Mas sin sentirlo hemos pasado de los argumentos á los preceptos, y debemos ceñirnos á las consideraciones que nos faltan aun hacer sobre este punto. De los males que nacen sobre el cambio de religion alcanza una no pequeña parte al pueblo, y es preciso que se lo demostremos para que no pueda alegrarse del mal ajeno. Mudada la religion, la paz pública es, como llevamos dicho, del todo insubsistente. En medio de los tumultos populares, ¿qué goces ha de tener le plebe? Del mismo modo que cuando sentimos enfermo el cuerpo, los efectos del mal se han de extender á todas partes. Solo entonces rebosa en bienes la república, cuando dependiendo unos de otros, sus miembros están unidos, con la cabeza por los vínculos de un amor perfecto; y no sin razon la antigüedad fingia que Pitarquia, esto es, la obediencia debida al magistrado, era esposa de Júpiter Conservador, y de aquel consorcio nacia la felicidad de las naciones. Pretendia con esto indicar la fábula que estaba el pueblo colmado de bienes cuando obedecia á los agentes del Gobierno, mas tambien que nada hay tan infeliz como una ciudad dividida en facciones que no aceptan una autoridad comun á todas. Ahora bien, destruida la religion, creo que está ya bastantemente demostrado que no es posible entre los ciudadanos ni la concordia, ni la obediencia, ni el respeto. Pero hay aun otro mal; una vez dividida la república en bandos y debilitada por las discordias civiles,

es muy fácil que sea víctima de naciones extranjeras; cuando la leña admite ya la cuña en sus rendijas ó hendiduras se divide fácilmente en partes y sirve de alimento al fuego. Los enemigos exteriores, viendo ya quebrantada la concordia de los ciudadanos, darán la mano á una de las facciones para que reducida la otra á la impotencia, pueda mejor sujetar y tiranizar á entrambas. Así han venido abajo grandes imperios; así César sujetó las Galias; así los príncipes de Turquía vencieron la tumultuosa Grecia y conquistaron el imperio de Oriente. Nunca puede predecirse mejor la ruina de un estado que cuando los ciudadanos empiezan á discrepar entre sí en materias religiosas. Si cayó la floreciente república de los judíos no fué debido sino á la division del pueblo en fariseos y saduceos, division que no tardó en ponerla bajo el yugo de los romanos. Cuando hay discordia en el seno de un estado ¿cómo se han de encontrar ciudadanos que rechacen con actividad á los invasores y salgan unidos al campo de batalla? La mayor parte solo para hacer mal tercio á los contrarios, en cuyas manos está todo el poder de la república, dejará de tomar parte en la lucha y preferirá verse vencido á tener que atribuir la victoria al bando que aborrece. Es sabido que en Roma, siendo Lucio Papirio dictador, aconteció que por una causa de mucha menos importancia dejó escapar al ejército de los samnitas, á quienes hubiese podido vencer en una sola batalla, recibiendo de ellos graves y profundísimas heridas. Estaban disgustadas las tropas romanas por la inoportuna severidad del dictador, y esto bastó para inferirlestan grave daño; tanto puede á veces en la guerra la enajenacion de voluntades por tan gran motivo. Por esto los mismos romanos deseando prevenir el mal, creian ilicito disponer sus legiones en batalla sin haber antes consultado los auspicios y ofrecido sacrificios. Purificado entonces el ejército por la sangre de la víctima inmolada, satisfechos los dioses y depuestos los odios, venian á las manos con sus enemigos animados de un mismo pensamiento y llenos de entusiasmo y de denuedo.

Anádase á esto que existiendo esta discordia que lamentamos no pueden tener lugar esas asambleas en que se ha de deliberar sobre los negocios de la república. Turbarán toda deliberacion, altercados y mútuas injurias, habrá riñas, contiendas y clamoreo, y las mas de las veces quedarán vencidos por los peores y los mas audaces. Mas para que ni aun las menores cosas descuidemos, ¿qué no ha de suceder si la fuerza del mal y la ponzoйa de la discordia penetra hasta en el scno de la familia? ¿Puede imaginarse ya ni una forma de gobierno mas triste ni un estado mas funesto para el pueblo? ¿Qué obediencia ni qué amor puede haber entre los que discrepan en creencias religiosas? La mujer aborrecerá como impío á su marido, el marido acusará de adúltera á la mujer que por sí y ante si se atreva á asistir á las reuniones de su secta, sospechando, y no sin razon ni sin que haya de ello ejemplos, que no la mueven tanto su celo religioso como el cebo de impurísimos deleites. ¿Cuántas doncellas no se separarán de suspadres, cuántas mujeres de sus maridos entregándose bajo un pretexto religioso en brazos de

hombres perdidos? No tienen fin los males donde se ha abierto la entrada á una religion nueva, tanto, que bien puede asegurarse que el mismo dia en que se da libertad á nuevas opiniones se pone término á la felicidad de la república, debiendo resultar forzosamente de ahí que se encuentre ser falsa y vana la palabra libertad, bella en el nombre y en la apariencia, palabra que en todos tiempos sedujo á innumerables hombres. Está esto tan fuera de duda, que seria ocioso referir ejemplos; mas si quisiéramos referirlos bastaria recordar las trágicas escenas de nuestros tiempos, los tumultos civiles, las funestas guerras que solo por motivos religiosos han sido empezadas y continuadas con una crueldad que espanta, las muchas ciudades que por efecto de esas mismas guerras han perdido su antiguo esplendor y su belleza; los infinitos templos tan venerables por la fama de su santidad y por su misma grandeza que han sido incendiados y destruidos, las muchas esposas del Señor que han sido estupradas, los millares de sacerdotes que han sido muertos, la inmensa multitud de hombres y soldados que han caido bajo el hierro de sus enemigos. Nos vienen sin querer á la memoria aquellos versos del poeta.

Heu quantum terrae potuit, pelayique parari

Hoc, quem civiles hauserunt, sanguine dextrae.

Mas omitamos estos y otros gravísimos males, nacidos de las discordias religiosas, males confirmados por los males de todos, que pasarán á la posteridad en las páginas de la historia: ¿de qué sirve acusar ya lo pasado? De qué lamentarnos sin dar otro remedio con nuestras propias lágrimas? Cansados, por otra parte, de esta larga cuestion, es preciso que recojamos velas y tomemos puerto, contestando antes, sin embargo, á las razones de los que piensan de distinto modo. Objetan estos que el imperio turco contiene en su recinto hombres de distinta religion y de distintas sectas y que no obstante, léjos de estar afectados por discordias intestinas, florece y crece de dia en dia en todo género de bienes; que en Bohemia hace ya ciento cincuenta y dos años hay dos religiones, y que no hace mucho ha sido admitida públicamente otra, compuesta de las opiniones de Martin Lutero; que los suizos, gente fuerte en la guerra y esclarecida por sus hazañas, han admitido en su república diversas religioues; finalmente, que han hecho otro tanto los germanos. Mas á la verdad, los que tal diceu no advierten que están ultrajando gravemente á nuestros príncipes por el mero hecho de medir los imperios cristianos por la tiranía de los turcos y hacer tender nuestras piadosas costumbres á la crueldad y fiereza de las leyes otomanas. Los turcos pues no dan participacion alguna en el gobierno de la república á los pueblos que uncieron á su yugo, ni les conceden siquiera el uso de las armas, antes les obligan á servirles y les gravan con mas onerosos tributos que al resto de sus súbditos, llegando hasta el punto de arrebatarles los hijos del seno de las madres para reducirlos á la esclavitud y á una torpeza vergonzosa, no siendo raro que violen impunemente las mujeres hasta en presencia de sus maridos. Si así quisiesen vivir en la república cristiana los sectarios de las nuevas he

nado mal la república, ni lo que es aun mas grave, sea considerado despues de su muerte como reo de los grandes males que aflijen á su patria, y sea justamente despreciado por haber mirado con descuido la salud privada y la pública, faltando á su deber y cometiendo una maldad gravísima.

rejías sobrellevando esta pesada carga en gracia de la libertad de conciencia que tanto desean, podriamos quizá consentir en darles una libertad conquistada á costa de tan grandes sacrificios. Cuando empero vemos hoy que los que abandonan la religion patria solicitan los mas altos destinos y desean ocupar el primer puesto en la república, ¿quién no ha de conocer su maldad en querer defender la libertad religiosa con el ejemplo de los turcos? Porque en cuanto dicen de la Bohemia y de la Germania, me admiro que no lo hayan dicho de Ginebra é Inglaterra, lugares todos donde, no solo florecen las nuevas sectas, sino que hasta está prohibida la facultad de profesar libremente su religion á los católicos, amenazándoles todos los dias con un porvenir mas terrible, á pesar de ser muchos en número en todos aquellos países. Los mismos que con tanta impudencia pretenden en otras naciones arrancar la libertad de cultos y achacan á atrocidad y tiranía la negativa de los príncipes siguen una conducta muy distinta de la que exigen luego que están apoderados de los negocios públicos, pues no son tan imprudentes que no comprendau cuán imposible es alcanzar la concordia y defender la patria si no se cierra el paso á las disidencias religiosas. ¿Hay acaso quien ignore que se han debilitado mucho las fuerzas de la Alemania y experimentado esta muchas pérdidas desde que empezaron á agitarla las nuevas herejías? La que en otro tiempo era el terror de los romanos y no hace mucho tiempo de los turcos, enferma hoy y desangrada, no solo no puede tender la mano á las demás naciones, no puede siquiera andar por su pié y necesita el auxilio de otras.

Llevamos ya pues explicado en este último capítulo todos los males que nacen de la diversidad de religiones, tales como el trastorno de los intereses privados y públicos luego que surja la discordia entre los demás ciudadanos, la caida de los reyes y la de los sacerdotes, la infelicidad para la nobleza y para el pueblo. Todo lo cual, si es ya mas claro que la luz del sol, si procede de las fuentes mismas de la naturaleza, si está confirmado por ejemplos antiguos y modernos, si recibe autoridad y fe, así de la razon como de los sentidos, si no se oye testigo ni voz alguna que no esté acorde en que nada han de mudar de la religion antigua los que deseen su salud propia y la salud del reino, ¡cuántas gracias no hemos de dar á los que destruida la impiedad manden que se conserven intactas las formas de nuestra religion sagrada! ¡Cuánto no hemos de acusar y cuánto no han de ser dignos del odio de la posteridad los inventores de las nuevas sectas! Hemos de aconsejar y exhortar incesantemente al príncipe á que se oponga al mal desde el principio y apague desde un principio la llama aun con riesgo de su propia vida, para que no cunda el contagio ni sea luego inútil el remedio, ni se manche su buen nombre con la nota de haber sido flojo y gober

Damos aquí fin á nuestro trabajo. Despues del afan y del trabajo en resolver cuestiones, justo es que descansemos. He explicado ya cuál es para mí la mejor forma del gobierno, cuáles son las mejores instituciones monárquicas, de cuántas y cuán grandes virtudes necesita un príncipe. Despues de leido este libro, tal vez se enfrien los deseos de muchos que querrán siquiera intentar lo que han de creer inasequible; mas el que lleva en sus hombros el inmenso peso de los negocios públicos debe con todas sus fuerzas aspirar á todo. Si le faltan las prendas y el ingenio que reclamamos, no por esto se desanime, siga el camino que trazamos hasta donde pudiere, seguro de que cumple quedándose en el segundo ó tercer lugar, con tal que no deje nunca el deseo de llegar hasta el primero. Se remontarán siempre mucho mas los que pretendan alcanzar la cumbre que los que desconfiando de alcanzarla sigan el camino mas llano y mas humilde. Entre los reyes hebreos, no solo son celebrados un David y un Salomon, y entre los romanos solo un Augusto un Vespasiano, un Constantino y un Teodosio el Grande, sino tambien los que siguen detrás de estos, y aun los que siguen detrás de los segundos. No solo pasan por grandes capitanes Aníbal, Escipion, y entre los nuestros, Pelayo, el Cid, Fernan García, Bernardo del Carpio y el moderno Gonzalo de Córdoba, sino tambien otros muchos que no han dejado de alcanzar gran prez por sus hazañas. No hay pues para qué nadie pierda la esperanza ni mengüe sus fuerzas, pues ni hemos de desesperar de alcanzar lo mejor ni hay en los negocios importantes y dificiles nada grande que no esté muy cerca de lo bueno. Tal vez tampoco agrade á todos nuestro juicio sobre el rey y la institucion real; mas sígalo quien quiera, ó esté por el suyo, si lo halla apoyado en mejores argumentos y razones. Sobre todo lo que he dicho en estos libros, nunca me atreveré á asegurar que sea mas verdadera mi opinion que la contraria. No solo pues puede parecerme á mí una cosa y á otros otra, sino que aun yo mismo puedo ver hoy de un modo lo que ayer vi de otro muy distinto; y no quisiera ser terco, no digo ya en estas cuestiones que están al alcance del vulgo, pero ni aun en las mas sutiles y mas arduas. Siga cada cual su parecer y no el nuestro, solo rogamos al lector que nos lea sin prevencion, pues esta ofusca los ojos del entendimiento, y que acordándose de lo que es la condicion humana, si en algo hemos errado, sea con nosotros benigno y nos perdone, siquiera porque lo habrémos hecho con la intencion de prestar un servicio á la república.

FIN DEL LIBRO DEL REY Y DE LA INSTITUCION REAL.

TRATADO Y DISCURSO

SOBRE LA MONEDA DE VELLON

QUE AL PRESENTE SE LABRA EN CASTILLA,

Y DE ALGUNOS DESÓRDENES Y ABUSOS;

ESCRITO POR EL PADRE JUAN DE MARIANA EN IDIOMA LATINO, Y TRADUCIDO EN CASTELLANO POR EL MISMO.

PROLOGO AL LECTOR.

Dios, nuestro señor, quisiera y sus santos que mis trabajos fueran tales, que con ellos se hubieran servido mucho su majestad y todos estos reinos como lo he deseado; ningun otro premio ni remuneracion apeteciera ni estimara sino que el Rey, nuestro señor, sus consejos y sus ministros leyeran con atencion este papel en que van pintados, si no con mucho primor, lo menos mal que mis fuerzas alcanzan, algunas desórdenes y abusos que se debieran atajar con cuidado, en especial acerca de la labor de la moneda de vellon que hoy se acuña en Castilla, que ha sido la ocasion de acometer esta empresa y de tomar este pequeño trabajo. Bien veo que algunos me tendrán por atrevido, otros por inconsiderado, pues no advierto el riesgo que corro, y pues me atrevo á poner la lengua, persona tan particular y retirada, en lo que por juicio de hombres tan sabios y experimentados ha pasado; excusarme ha empero mi buen celo de este cargo, y que no diré cosa alguna por mi parecer particular, antes, pues todo el reino clama y gime debajo la carga, viejos y mozos, ricos y pobres, doctos é ignorantes, no es maravilla si entre tantos alguno se atreve á avisar por escrito lo que anda por las plazas, y de que están llenos los rincones, los corrillos y calles.

Cuando no sirva de otra cosa, yo cumpliré con lo que debe hacer una persona de la leccion que hoy alcanzo, y por ella la experiencia de lo que en tantos siglos en el mundo ha pasado. La ciudad de Corinto, así lo cuenta Luciano, tuvo nuevas que Felipe, rey de Macedonia, venia sobre ella; turbáronse los ciudadanos, quién acudia á las armas, quién á los muros para fortificarlos, quién juntaba almacen, quién piedras ó otros materiaM-11.

les. Diógenes, desde que vió la ciudad alborotada y que nadie le llamaba ni empleaba en cosa alguna, por tenerle todos por inútil, salió de la tiuaja en que moraba y comenzó á rodarla cuestas arriba y cuestas abajo; y preguntándole qué era lo que hacia, que parecia se burlaba del mal y cuita comun, respondió, no es razon que solo yo esté ocioso en tiempo que toda la ciudad anda alborotada y todos hacendados. De Solon escribe asimismo Plutarco en su vida que en cierto alboroto que se levantó en Aténas, como quier que por su larga edad no pudiese ayudar en nada, púsose á la puerta de su casa armado con su lanza ó pica en el hombro y su pavés en el brazo para que entendiesen que si las fuerzas faltaban tenia muy presta la voluntad; que el trompeta con avisar se descarga al tiempo del acometer y retirarse, bien que los soldados hagan lo contrario de lo que significa la señal, así lo dice Ecequiel. De esto mismo servirá por lo menos este papel, despues de cumplir con mi conciencia, de que entienda el mundo (ya que unos están impedidos de miedo, otros en hierros de sus pretensiones y ambicion, y algunos con dones tapada la boca y trabada la lengua) que no falta en el reino y por los rincones quien vuelva por la verdad y avise los inconvenientes y daños que á estos reinos amenazan si no se reparan las causas. Finalmente, saldré en público, haré ruido con mi mensaje, diré lo que siento, valga lo que valiere, podrá ser que mi diligencia aproveche, pues todos desean acertar, y yo que esta mi resolucion se reciba con la sinceridad con que de mi parte se ha tomado. Así lo suplico yo á la majestad del cielo, y á la de la tierra que está en su lugar, á los ángeles y santos, á los hombres de cualquier estado y condicion que sean, que antes de condenar nuestro intento ni sentenciar por ninguna de las partes, se sirvan

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