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lloro y sentimiento de los moros, no solo por el mal y daño presente, sino porque temian para adelante mayores inconvenientes y peligros, Entre los cristianos se hacian grandes fiestas, juegos, convites con toda magnificencia y regocijos y alegrías, no solo en España, sino tambien las naciones extrañas, con tanto mayor voluntad cuanto el miedo fué mayor. Nunca la gloria del nombre cristiano pareció mayor ni las naciones cristianas estuvieron en algun tiempo mas gloriosamente aliadas. Los españoles asimismo parecia igualar en valor la gloria de los antiguos; el mismo rey don Alonso comenzó á ser tenido como príncipe venido del cielo y mas que hombre mortal. El rey de Navarra para memoria de tan grande victoria al escudo bermejo de que usaban sus antepasados añadió por orla unas cadenas, y en medio del escudo una esmeralda por señal que fué el primero á romper las cadenas con que tenian los eneinigos fortificada aquella parte de los reales en que el rey Bárbaro estaba. El mismo don Alonso á las insignias antiguas de los reyes de Castilla añadió un castillo dorado en escudo rojo, como lo afirman algunos varones de erudicion y diligencia muy grande; otros lo niegan movidos de los privilegios antiguos, en cuyos sellos se ve puesta antes destos tiempos en las insignias y armas de los reyes de Castilla la figura de torre ó castillo. De algo mas crédito es lo que hallo de algunos afirmado por testimonio de cierto historiador, que desde este tiempo se introdujo en España la costumbre que se guarda de no comer carne los sábados, sino solamente los menudos de los animales, y que se mudó, es á saber, por esta manera y templó lo que antiguamente se usaba, que era comer los tales dias carne; costumbre que los godos sin duda trajeron de Grecia y la tomaron cuando se hicieron cristianos. La verdad que esta victoria nobilísima y la mas ilustre que hobo en España se alcanzó, no por fuerzas humanas, sino por la ayuda de Dios y de los santos. Las plegarias y oraciones con que los procuraron aplacar por todo el mundo fueron muchas, principalmente en Roma, donde se hicieron procesiones y rogativas asaz. En que se debe notar que para aumento de la devocion y que no hobiese confusion y otros desórdenes, se ordenó fuesen á diversas iglesias los varones, las mujeres, el clero y los demás del pueblo. Hallábase presente el Pontífice, que movia á los demás con su ejemplo. De todo hay una carta suya al rey don Alonso, muy grave y muy elegante, la respuesta otrosí del Rey al Papa en que refiere todo el discurso desta empresa y batalla, pero muy larga para ponella en este lugar.

CAPITULO XXV.

Del fin desta guerra.

Halláronse en esta guerra los obispos Tello, de Palencia; Rodrigo, de Sigüenza; Menendo, de Osma; Pedro, de Avila; Domingo, de Plasencia; García Frontino, de Tarazona; Berengario,de Barcelona. El número de los grandes no se podia contar; los maestres de las órdenes Arias, de Santiago; Rodrigo Diaz, de Calatrava; Gomez Ramirez, de los templarios; demás destos, Juan Gelmirez, prior de San Juan. De Castilla Gomez Manrique, Alonso de Meneses, Gonzalo Giron, Iñigo de Mendoza, caballero vizcaíno y pariente de don Diego

de Haro, que es la primera vez que en la historia de España se hace mencion de la casa de Mendoza; fuera destos, se halló con los demás el conde don Fernando de Lara, de alto linaje, y él por su persona señalado, poderoso en grande estado y muchos aliados; estos fueron de Castilla; de Aragon Garci Romero, Jimeno Coronel, Aznar Pardo, Guillen de Peralta y otras personas principales que iban en compañía de su Rey. Ante todos se señaló Dalmacio Cresel, natural de las Ampúrias, de quien dicen los historiadores de Aragon que por el grande conocimiento que tenia de las cosas de la guerra y singular prudencia ordenó las haces para la batalla. Entre los navarros Garcés Argoncillo, García Almoravides, Pedro Leet, Pedro Arroniz, Fernando de Montagudo, Jimeno Aivar fueron los mas señalados que en esfuerzo, industria y ejercicio de guerra vinieron á esta empresa. En conclusion, el tercero dia despues de la victoria se movieron los reales de los fieles, ganaron de los moros el lugar de Ferral, que habia vuelto á poder de moros, Bilche, Baños, Tolosa, de la cual tomó nombre esta batalla, que vulgarmente se llama de las Navas de Tolosa. Todo era fácil á los vencedores, y por el contrario á los vencidos. La ciudad de Baeza, desamparada de sus ciudadanos, que perdida la esperanza de tenerse, se recogieron á Ubeda, vino en poder de los vencedores. Algunos pocos que confia, dos en la fortateza de la mezquita mayor no se querian rendir, con fuego que les pusieron, los quemaron dentro della misma. El octavo dia despues de la victoria la ciudad de Ubeda fué entrada por fuerza, ca sin embargo que los ciudadanos ofrecian á los reyes cantidad de oro porque los dejasen en paz, los obispos fueron de parecer que no era justo perdonar aquella gente malvada. Conforme á este parecer se hizo grande matanza sin distincion de personas de aquella miserable gente. Una parte de los vecinos fué tomada por esclavos; toda la presa se dejó á los soldados, con que se puso miedo á los moros y se ganaron las voluntades del ejército, que estaba cansado con el largo trabajo. Las enfermedades los afligian y no podian sufrir la destemplanza del cielo; por esto los reyes fueron forzados en un tiempo muy fuera de propósito volver con sus gentes á tierras mas templadas. A la vuelta cerca de Calatrava llegó el duque de Austria con docientos de á caballo, que para muestra de su esfuerzo y ayudar en aquella santa guerra traia en su compañía. El rey de Aragon, por ser su pariente, á la vuelta para su tierra le acompañó hasta lo postrero de España. Al rey de Navarra restituyó el de Castilla catorce lugares sobre que tenian diferencia, y porque poco antes se ganaron por los de Castilla, la memoria de sus antiguos señores hacia que no se asegurasen de su lealtad; este fué el principal premio de su trabajo. Don Alonso, rey de Castilla, despedidos los dos reyes, entró en Toledo á manera de triunfador con grande aplauso, aclamaciones y regocijo de los ciudadanos y del pueblo. Lo primero que hizo fué dar gracias á Dios por la merced recebida; despues se mandó y estableció que para siempre se renovase la memoria de aquella victoria y se celebrase por toda España á 16 de julio; en Toledo mas en particular sacan aquel dia las banderas de los moros, y con toda muestra de alegría festejan aquella solemnidad; ca se ordenó fuese de guardar aquella fiesta

con nombre del Triunfo de la Santa Cruz. El Rey, por scr enemigo del ocio y con el deseo que tenia de seguir la victoria y ejecutalla, al principio del año siguiente de nuevo se metió por tierras de moros. Ganó el lugar de Dueñas de los moros, que dió á la órden de Calatrava, á la de Santiago el castillo de Eznavejor. Alcaraz, pequeña ciudad, y que está metida dentro de los montes Marianos y asentada en un collado áspero y empinado, con cerco de dos meses se ganó por el Rey y se entró por fuerza á 22 de mayo, mayo, dia miércoles, vigilia y víspera de la Ascension; demás desto, algunos otros lugares de menos cuenta se tomaron por aqueIla comarca, entre los demás Lezuza, que se tiene por la antigua Libisosa. Concluidas estas cosas, el rey don

Alonso, ganada mayor fama que ninguno de los príncipes de Europa, dió vuelta á Toledo, donde las reinas doña Leonor, su mujer, doña Berenguela, su hija, y su hijo don Enrique, que le sucedió en sus estados y á la sazon era de diez años, aguardaban su venida. Toda la ciudad llena de juegos y de regocijos y fiestas, dado que el año fué muy falto de mantenimientos á causa de la sequedad, en especial en el reino de Toledo, dicen que en nueve meses continuos nunca llovió, tanto, que los labradores cuyo era el daño principal, eran forzados á desamparar las tierras, dejallas yermas y irse á otras partes para sustentarse; gravísima miseria y trabajo memorable.

CAPITULO PRIMERO.

LIBRO DUODECIMO,

Cómo los albigenses alteraron á Francia.

GANADA aquella noble victoria de los moros, las cosas de España procedian bien y prósperamente á causa que los almohades, trabajados con una pérdida tan grande, no se rebullian, y los nuestros se hallaban con grande ánimo de sujetar todo lo que de aquella nacion restaba en España, cuando por el mismo tiempo los reinos de Francia y de Aragon se alteraron grandemente y recibieron graves daños. Estas alteraciones tuvieron principio en la ciudad de Tolosa, muy principal entre las de Francia y que cae no léjos de la raya de España. La ocasion fueron ciertas opiniones nuevas que en materia de religion se levantaron en aquellas partes, con que los de Aragon y los de Francia se revolvieron entre sí y se ensangrentaron. En los tiempos pasados todas las naciones del cristianismo se conformaban en un mismo parecer en las cosas de la fe, todos seguian y profesaban una misma doctrina. No se diferenciaban el aleman del español, no el francés del italiano, ni el inglés del siciliano en lo que debian creer de Dios y de la inmortalidad y de los demás misterios; en todos se via un mismo corazon y un mismo lenguaje. Los waldenses, gente perversa y abominable, comenzaron los años pasados á inquietar la paz de la Iglesia con opiniones nuevas y extravagantes que enseñaron; y al presente los albigenses ó albienses, secta no menos aborrecible, apellido y nombre odioso acerca de los antiguos, siguieron las mismas pisadas y camino, con que grandemente alteraron el pueblo cristiano. Enseñaban que los sacerdotes, ministros de Dios y de la Iglesia, no tenian poder para perdonar los pecados. Que el verdadero cuerpo de Jesucristo no está en el santo Sacramento del altar. Que el agua del bautismo no tiene fuerza para lavar el alma de los pecados. Que las oraciones que se acostumbran á hacer por los muertos no les prestaban; todas opiniones nuevas y malas y acerca de los antiguos nunca oidas. Decian otrosí contra la Vírgen, madre de Dios, blasfemias y denuestos, que no se refieren por no ofender al piadoso lector; dejólas escritas Guillermo Nangiaco, francés de nacion, y que

vivió poco adelante. Llegaba su desatino á poner lengua en la familiaridad de Cristo con la Madalena. Así lo refiere Pedro, monje del Cistel, en una historia quo escribió de los albigenses, intitulada Al papa Inocencio III, en que depone como testigo de vista de las cosas en que él mismo se halló. Seria muy largo cuento declarar por menudo todos los desvaríos destos herejes y secta; y es así, que la mentira es de muchas maneras, la verdad una y sencilla. La verdad es que en aquella parte de Francia donde está asentada la ciudad do Cahors, muy nombrada, se ve otra ciudad llamada Albis, que en otro tiempo tuvo nombre de Alba Augusta; y aun se entiende que César en los Comentarios de la guerra de Francia llamó helvios los moradores de aquella comarca. Riega sus campos el rio Tarnis, que son de los mas fértiles de Francia, de grandes cosechas y esquilmos, de trigo, vino, pastel y azafran; por dondo el obispo de aquella ciudad tiene mas gruesas rentas que alguno otro obispo en toda la Francia. La iglesia catedral, grande y hermosa, está pegada con el muro de la ciudad, su advocacion de Santa Cecilia. Los moradores de la ciudad y de la tierra son gente llana, do condicion apacible y mansa, virtudes que pueden acarrear perjuicio si no hay el recato conveniente para no dar lugar á gente mala que las pervierta y estrague. Los mas se sustentan de sus labranzas y de los frutos de la tierra; el comercio y trato de mercaderes es poqueño por estar en medio de Francia y caer léjos el mar. Desta ciudad, en que tuvo su primer principio esta nueva locura y secta, tomó el nombre de albigense, y desde allí se derramó per toda la Francia y aun per parte de España, puesto que el fuego emprendió en Tolosa mas que en otra parte alguna; y aun de aquí procedió que algunos atribuyeron la primera origen deste error y secta á aquella ciudad. Otros dicen que nació primeramente en la Proenza, parte de la Gallia Narbonense. Don Lúcas de Tuy, que por su devocion y por hacerse mas erudito pasó á Roma, y de allí á Constantinopla y á Jerusalem, vuelto á su patria, entre otras cosas que escribió no menos docta que piamente, publicó una larga disputa contra todos estos errores, en que, como testigo de vista, relata lo que pasó eu Leon,

enteramente del caso, y como fuera de sí comenzó en público y en secreto á afear negocio tan malo; reprehendia á sus ciudadanos, cargábalos de ser fautores do herejes. No se podia ir á la mano, dado que sus amigos le avisaban se templase, por parecelle que aquella ciudad se apartaba de la ley de Dios. Entró en el ayuntamiento, díjoles que aquel caso tenia afrentada á toda España; que de donde salian en otro tiempo leyes justas, por ser cabeza del reino, allí se forjaban herejías y maldades nunca oidas. Avisóles que noles daria Dios agua ni les acudiria con los frutos de la tierra- hasta tanto que echasen por el suelo aquella iglesia, y aquellos huesos que honraban los arrojasen. Era así, que desde el tiempo que se dió principio á aquel embuste y veneracion, por espacio de diez meses nunca llovió y todos los campos estaban secos. Preguntó el juez al dicho diácono en presencia de todos: Derribada la

cludad muy conocida en España y cabeza de aquel reino; cuyas palabras será bien poner aquí para mayor claridad y para que mejor se entienda la condicion de los herejes, sus invenciones y trazas. «Despues de la muerte del reverendo don Diego, obispo de Leon, no se conformaron los votos del clero en la eleccion del sucesor; ocasion que tomaron los here es, enemigos de la verdad y que gustan de semejantes discordias, para entrar en aquella ciudad, que se hallaba sin pastor, y acometer las ovejas de Cristo. Para salir con esto se armaron, como suelen, de invenciones. Publicaron que en cierto lugar muy sucio y que servia de muladar se hacian milagros y señales. Estaban allí sepultados dos hombres facinerosos, uno hereje, otro que por la muerte que dió alevosamente á un su tio le mandaron enterrar vivo. Manaba tambien en aquel lugar una fuente, que los herejes ensuciaron con sangre á propósito que lasgentes tuviesen aquella conversion por milagro. Cun-iglesia, ¿aseguraisnos que lloverá y nos dará Dios agua?

dió la fama, como suele, por ligeras ocasiones; acudian gentes de muchas partes, tenian algunos sobornados de secreto con dinero que les daban para que se fingieBen ciegos, cojos, endemoniados y trabajados de diversas enfermedades, y que bebida aquel agua, publicasen que quedaban sanos. Destos principios pasó el embuste á que desenterraron los huesos de aquel hereje, que se llamaba Arnaldo, y habia diez y seis años que le enterraron en aquel lugar; decian y publicaban que eran de un santísimo mártir. Muchos de los clérigos simples con color de devocion ayudaban en esto á la gente seglar. Llegó la invencion á levantar sobre la fuente una muy fuerte casa y querer colocar los huesos del traidor homiciano en lugar alto para que el pueblo los acatase, con voz que fué un abad en su tiempo muy santo. No es menester mas sino que los herejes despues que pusieron las cosas en estos términos, entre los suyos declaraban la invencion y por ella burlaban de la Iglesia, como si los demás milagros que en ella se hacen por virtud de los cuerpos santos fuesen semejantes invenciones; y aun no faltaba quien en esto diese crédito á sus palabras y se apartase de la verdadera creencia. Finalmente, el embuste vino á noticia de los frailes de la santa predicacion, que son los dominicos, y en sus sermones procuraban desengañar el pueblo. Acudieron á lo mismo los frailes menores, y los clérigos que no se dejaron engañar ni enredar en aquella sucia adoracion. Pero los ánimos del pueblo tanto mas se encendian para llevar adelante aquel culto del demonio, hasta llamar herejes á los frailes predicadores y menores porque los contradecian y les iban á la mano. Gozábanse los enemigos de la verdad y triunfaban, decian públicamente que los milagros que en aquel lodo se hacian eran mas ciertos que todos los que en lo -restante de la Iglesia hacen los cuerpos santos que veneran los cristianos. Los obispos comarcanos publicaban cartas de descomunion contra los que acudian á aquella veneracion maldita; no aprovechaba su diligencia, por estar apoderado el demonio de los corazones de muchos, y tener aprisionados los hijos de inobediencia. Un diácono, que aborrecia mucho la herejía, en Roma, do estaba, supo lo que pasaba en Leon, de que tuvo gran sentimiento, y se resolvió con presteza de dar la vuelta á su tierra para hacer rostro á aquella maldad tan grave. Llegado á Leon, se informó mas

El diácono lleno de fe: Dadme, dijo, licencia para abatir por tierra aquella casa, que yo prometo en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, so pena de la vida y perdimiento de bienes, que dentro de ocho dias acudirá nuestro Señor con el agua necesaria y abundante. Dieron los presentes crédito á sus palabras; acudió con gente que le dieron y ayuda de muchos ciudadanos, allanó prestamente la iglesia y echó por los muladares aquellos huesos. Acaeció con grande maravilla de todos que al tiempo que derribaban la iglesia entre la madera se oyó un sonido como de trompeta para muestra de que el demonio desamparaba aquel lugar. El dia siguiente se quemó una gran parte de la ciudad á causa que el fuego por el gran viento que hacia no se pudo atajar que no se extendiese mucho. Alteróse el pueblo, acudieron á buscar el diácono para matalle; decian que en lugar del agua fué causa de aquel fuego tan grande. Acudian los herejes, que se burlaban de los clérigos, y decian que el diácono merecia la muerte y que no se cumpliría lo que prometió; mas el Señor todopoderoso se apiadó de su pueblo, ca á los ocho dias señalados envió agua muy abundante, de tal suerte, que los frutos se remediaron y la cosecha de aquel año fué aventajada. Animado con esto el diácono, pasó adelante en perseguir á los herejes, hasta tanto que los hizo desembarazar la ciudad.» Hasta aquí son palabras deste autor, por las cuales se entiende que la pestilencia desta herejía cundió por España, si bien la mayor fuerza deste mal cargó sobre la ciudad de Tolosa, de que le resultaron graves daños, y al rey de Aragon, que la quiso ayudar, la desastrada muerte, como luego se dirá.

CAPITULO II.

Cómo murió el rey de Aragon.

La secta de los albigenses se hacia temer y cobraba mayores fuerzas de cada dia, no solo por las que el pueblo le daba, que mucho se le arrimaba, sino mas principalmente por los príncipes y grandes personajes que con su favor le acudian, sin hacer caso ni de la autoridad del Papa, ni de lo que por el mundo dellos se diria. Estos eran los condes el de Tolosa, el de Fox, el de Besiers y el de Cominges. Acudíales asimismo el rey de Aragon, á causa que estas ciudades estaban á su

devocion y aun eran feudos suyos, como en otro lugar queda apuntado; además que tenia deudo en particular con el conde de Tolosa, que casó tercera vez con doña Leonor, hermana del rey de Aragon; y aun el mismo hijo y heredero del Conde, que se llamaba don Ramon como su padre, tenia por mujer otra hermana del mismo rey, por nombre doña Sancha. Esta fué la verdadera causa de declararse por los albigenses y tomar las armas en su favor; que por lo demás fué príncipe muy católico, como se puede fácilmente entender en que entregó su hijo don Jaime á Simon, conde de Monforte, para que le criase y amaestrase, el que por este tiempo acaudillaba los católicos y era duro martillo contra los herejes. El negocio era de tal condicion, que tenia puestos en cuidado los católicos de Francia, y mas en particular al Papa, que se recelaba no se arraigase de cada dia mas aquel mal y con tantas ayudas cobrasen mayores fuerzas, especial que el vulgo, como amigo de novedades, engañado con los embustes de aquellos herejes, fácilmente se apartaba de la creencia de sus mayores y abrazaba aquellas opiniones extravagantes. Buscaban algun medio para atajar aquel daño. Pareció intentar el camino de la paz y blandura, si con diligencia y buenos ministros que predicasen la verdad se podrian reducir los descaminados. Don Diego, obispo de Osma, camino de Roma, donde iba enviado por el rey de Castilla, pasó por aquella parte de Francia; y visto lo que pasaba y el riesgo que corrian aquellos si no se acudia en breve con remedio, hizo al Papa relacion de todo aquel daño y del peligro que se mostraba mayor. Llevaba en su compañía al glorioso padre santo Domingo, entonces canónigo reglar de San Agustin, y adelante destos principios fundador de la órden de los predicadores; era natural de Caleruega, tierra de Osma, nacido de noble linaje. Avisado el Papa de lo que pasaba, acordó acudir al remedio de aquellos daños. Despachó al Obispo y á su compañero con poderes bastantes para que apagasen aquel fuego. Nombró tambien un legado de entre los cardenales con toda la autoridad necesaria. Llegados á Francia, juntaron consigo doce abades de la órden de San Bernardo, naturales de la tierra, para que con sus predicaciones y ejemplo redujesen á los descaminados; pero cuanto provecho se hacia con esto por convertirse muchos de su error, especialmente con la predicacion de santo Domingo y milagros que en muchas partes obró, tanto por otra parte crecian en número los pervertidos de los herejes. Porque ¿quién pondrá en razon un vulgo incitado á mal? Quién bastará á hacer que tengan seso los hombres perdidos y obstinados en su error? Débese cortar con hierro lo que con medicinas no se puede curar, y no hay medio mas saludable que usar de rigor con tiempo en semejantes males. Mudado pues el parecer y la paz en guerra, acordaron de usar de rigor y miedo; juntóse gran multitud de soldados de Italia, Alemaña, Francia, con la esperanza de la indulgencia de la Sede Apostólica concedida por Inocencio III á los que tomasen la insignia y divisa de la cruz, como era de costumbre en casos semejantes y acudiesen á la guerra. Estos soldados tomaron primeramente á Besiers, ciudad antigua de los volcas cabe el rio Obris. Pasaron en ella siete mil hombres de los alborotados á cuchillo. Algunos de cian era castigo del cielo por la muerte que cuarenta y

dos años antes ellos dieron á Trencavelo, señor de aquela ciudad, y con él hirieron al mismo obispo. Con el miedo deste rigor la ciudad de Carcasona, que era de herejes, se entregó á los católicos, y los culpados fueron muertos. Estos principios daban alguna esperanza que se podrian reparar aquellos daños. No tenian los católicos capitan que los acaudillase y á quien todos obedeciesen. Acordaron de elegir para este cargo á Simon, conde de Monforte, pueblo conocido en el distrito de la ciudad de Chartres, por ser aventajado en las cosas de la guerra y señalarse mucho en la piedad y amor de la religion católica. Aceptó aquel oficio por servir á Dios y á la Iglesia. Juntó las gentes que pudo, con que ganó de los herejes el castillo de Minerva, la ciudad de Albis y otro pueblo, llamado Vauro, cerca de Tolosa, demás de otros muchos lugares. Pasaron adeJante, pusieron cerco sobre Tolosa, no la pudieron tomar á causa que los condes el de Tolosa y el de Foxy el de Cominges se hallaban dentro y se la defendieron con mucho valor. Desde allí revolvieron sobre el condado de Fox y hicieron la guerra por aquella comarca. El rey de Aragon cuidaba del peligro que estos príncipes corrian, sus amigos y confederados. Recelábasé otrosí de Simon de Monforte, que so color de piedad, que es un engaño muy perjudicial, no pretendiese para sí y para los suyos adquirir nuevos estados. Movido destas razones, luego que se ganó aquella memorable jornada de las Navas de Tolosa, en que se halló presente, volvió su pensamiento á las cosas de la Francia, tanto, que se halla que por el mes de enero, principio del año de 1213, estaba en Tolosa, ciudad de Francia, para tomar acuerdo, es á saber, de lo que debia hacer, y el mes siguiente de mayo hacia gente en Lérida y otras partes para volver á aquella guerra. Luego que allá llegó, le acudieron aquellos príncipes parciales. Con sus gentes y con su venida se formó un ejército tan grande, que llegaba á cien mil hombres de pelea; gran número y que apenas se puede creer. Simon de Monforte, por el contrario, se apercebia para resistir contra fuerzas tan grandes. Acordó ribera de la Garona fortificar el castillo de Murello, plaza muy importante, para repri mir el orgullo de los enemigos. Acudieron aquellos príncipes confederados con sus gentes con intento de apoderarse de aquella fuerza. Acudió asimismo á la defensa Simon de Monforte con poca gente, pero escogida y arriscada. Iban en su compañía siete obispos, el padre santo Domingo y tres abades. Estos varones intentaron al principio medios de paz, porque no se llegase á rompimiento, de que se temian graves daños. En especial avisaron al Rey y le requirieron de parte de Dios no se juntase con los herejes, gente maldita y descomulgada por el Padre Santo; que temiese el castigo de Dios á quien ofendia, por lo menos excusase la infamia con que acerca de todo el mundo quedaria su buen nombre amancillado y el odio que contra su persona resultaria. El Rey se hizo sordo á consejos tan saludables y buenos. Diéronse vista los dos campos y los dos caudillos adelantaron sus haces con resolucion de venir á las manos. En el ejército de los católicos no pa→ saban de ochocientos caballos y mil infantes; pequeño número para la muchedumbre de los contrarios. Sin embargo, fiados en la buena querella que seguian, se determinaron de probar ventura. Embistieron de am

bas partes y cerraron, trabóse la pelea, que fué muy brava y sangrienta. Los católicos se dierou tal maña y mostraron tal esfuerzo, que los herejes no pudieron sufrir su ímpetu, y en un punto se desbarataron y pusieron en huida. Los condes se salvaron por los piés. El Rey quedó tendido en el campó con otros muchos de los suyos, caballeros de cuenta, en particular Aznar Pardo y su hijo Pedro Pardo, don Gomez de Luna, don Miguel de Luesia, gente toda de la principal de Aragon. El número de los otros muertos no fué grande para victoria tan señalada. Todos comunmente juzgaban al Rey por merecedor de aquel desastre, así por el favor que dió á los herejes, si bien de corazon era y de apellido católico, ca entre los reyes de Aragon se llamó don Pedro el Católico, como por la soltura que tuvo en materia de honestidad, con que amancilló las demás virtudes y partes, en que fué muy aventajado. Pasó en esto tan adelante, que repudió á la Reina, su mujer, hembra de mucha bondad. El color que tomó fué que era deuda suya y que estuvo antes casada con el conde de Cominges, matrimonio que no fué válido, antes contra derecho, segun que por su sentencia lo pronunciaron los jueces nombrados sobre esta diferencia por el papa Inocencio III. Verdad es que de aquel matrimonio nacieron dos hijas, Matilde y Petrona, como parece por el testamento de la misma Reina. Hallábase esta señora en Roma, do era ida á seguir este pleito, y sustanciado el proceso, se esperaba en breve sentencia, cuando llegó la nueva de aquella jornada y de la muerte del Rey, que fué viérnes, á los 13 de setiembre deste año. Su cuerpo entregaron á los caballeros de San Juan, que le hicieron enterrar en el monasterio de Jijena, en que su madre la reina doña Sancha estaba asimismo sepultada.

CAPITULO III.

Que el rey don Alonso de Castilla falleció.

Dejó el rey de Aragon un solo hijo habido en su mujer, que se llamó don Jaime, en edad de solos cuatro años. Quedaron otrosí dos tios del niño, don Fernando, hermano del muerto y abad del Montaragon, y por el mismo caso monje profeso, y don Sancho, conde de Ruisellon, persona de mucha edad, ca era tio del muerto, hermano de su padre. Estos dos señores, sin embargo, el uno de su edad, y el otro de su profesion, entraron en pensamiento de apoderarse del reino. Para salir con esto, cada cual por su parte procuraban ganar las voluntades del pueblo, y conquistar por todas las vias posibles á la gente principal. Alegaban para esto que don Jaime era hijo bastardo, y que excluido el niño como tal, entraban ellos en el derecho de la corona como deudos mas cercanos, por razones que cada cual proponia en su favor y para excluir al otro competidor. Los prelados, los señores y ricos hombres del reino llevaban mal la ambicion destos dos personajes y sus práticas. En especial Pero Fernandez de Azagra, señor de Albarracin, sentia mucho que se tratase de excluir aquel niño de la sucesion y privarle del reino de su padre, y mucho mas que en tal coyuntura estuviese como cautivo en poder de Simon de Monforte. Comunicóse con los demás; acordaron despachar una embajada al papa Inocencio, en que le suplicaban interpusiese su autoridad y mandase á Simon de Monforte les restitu

yese el niño para ponelle en lugar de su padre y alzalle por su rey, que tal era la voluntad de los de aquel reino, grandes y menores. Oyo el Pontífice benignamente esta embajada; parecióle la demanda muy justificada; despachó sus breves enderezados á su legado el carde nal Pedro Beneventano, que en su nombre asistia á la guerra contra los herejes. Encargábale diese todo contento á los de Aragon, si juzgase todavía que pedian razon, Entre tanto que se trataba desto, Simon de Monforte se apoderó de la ciudad de Tolosa, nido y guarida principal de los alborotados y rebeldes. Juntó el legado un concilio en Mompeller para resolver lo que se debia hacer. Acordaron los padres entre otras cosas de nombrar por príncipe y señor de todo lo conquistado al mismo conde de Monforte en premio de sus trabajos. Para que el Papa confirmase este su decreto le enviaron por embajador al obispo ebredunense ó de Ambrun. En este término se hallaban las cosas de Francia. En España se padecia grande hambre por causa de la sequedad. Tras la hambre, como es ordinario, se siguió gran mortandad, ocasionada de los malos manjares de que la gente se sustentaba. Por la una y por la otra causa muchos pueblos y aldeas se yermaron, y mas en en el reino de Toledo, como mas sujeto á esta calamidad, por ser lo mas alto de España. Acudió al remedio don Rodrigo Jimenez, arzobispo de Toledo; repartió gruesas limosnas de su hacienda, y con sus sermones animó al pueblo para que todos ayudasen, cada cual conforme à su posibilidad. Esta diligencia y el fruto que della se siguió, que fué notable, agradó tanto al rey don Alonso, que en lo postrero de su edad estando en Búrgos, hizo donacion á la iglesia de Toledo de muchos pueblos hasta en número de veinte aldeas, por parecerle se empleaban muy bien las riquezas y mando en quien usaba bien dellas, y que era ponellas como en un depósito comun para acorrer á las necesidades. En particular concedió al arzobispo de Toledo que por tiempo fuese el oficio y preeminencia de chanciller mayor de Castilla, que en las cosas del gobierno era la mayor dignidad y autoridad despues de la del rey; privilegio que siete años antes se dió al arzobispo don Martin, pero por tiempo limitado; al presente para siempre á don Rodrigo y sus sucesores. Este oficio ejercian los arzobispos en lo de adelante cuando andaban en la corte; si se ausentaban, nombraban con el beneplácito del rey un teniente que supliese sus veces y despachase los negocios. Esto se continuó hasta el tiempo del arzobispo don Gil de Albornoz, cuando por su ausencia y por la revuelta de los tiempos se comenzó á dar aquel oficio á diferentes personas sin consentimiento de los arzobispos, que, sin embargo, todavía se intitulan chancilleres mayores de Castilla; por lo demás, ninguna otra preeminencia de aquel oficio les queda, ni tienen en su poder los sellos reales, ni acuden á ellos los negociantes. Hallábase el Rey en Búrgos, deseaba reconciliarse con su primo el rey de Leon, de quien se mostraba muy sentido despues que repudió á su hija doña Berenguela, y todavía duraba la enemiga. Concertaron vistas para Valladolid, y allí asentaron sus haciendas; en particular se acordó echasen por tierra y despoblasen al Carpio y Monterey, sobre que tenian diferencias, y los de Castilla los tomaran á los de Leon. Tomado este asiento, se partió el rey de Leon para su tierra, y con

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