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muy de propósito. Trocóse pues de repente el gobernador de la ciudad, llamado Hacen, el viejo, que tenia tambien cuidado de la guerra. Por una plática que con él tuvo Gutierre de Cárdenas, comendador mayor de Leon, dado que se pudiera entretener mucho tiempo, se inclinó á concertarse; comunicó el negocio con su Rey, que estaba en Guadix. Acordaron de rendir la ciudad, muy fuera de lo que los cristianos cuidaban. Concluidas las capitulaciones y concierto, que fué á 4 de diciembre, el dia siguiente el Rey y la Reina con mucha fiesta, á manera de triunfo, entraron en aquella ciudad. La guarda y gobierno della encomendaron á Diego de Mendoza, adelantado de Cazorla y hermano del cardenal de España. Puso esto mucho espanto á los comarcanos, y fué ocasion que muchos lugares de su voluntad se rindieron; y para mas seguridad dieron rehenes y proveyeron de trigo y de todo lo necesario en abundancia. Entre estos lugares los principales fueron Taberna y Seron. Lo que es mas, Guadix y Almería, ciudades que cada una dellas pudiera sufrir un muy largo cerco, cosa maravillosa, sin probar á defenderse, se entregaron. El mismo rey Abohardil vino en ello, que junto á Almería, donde acudió el campo, salió á verse con el rey don Fernando, que le recibió muy bien y le hizo grande fiesta. Demás desto, dos castillos fortisimos cerca el uno del otro, y ambos puestos sobre el mar, se ganaron; el uno, llamado Almuñecar, en que solian estar los tesoros de los reyes moros y su recámara'; el otro fué Salobreña, que los antiguos llamaron Selambina, puesto en los pueblos llamados bástulos, sobre el mar Ibérico, en un sitio muy áspero y muy fortificado, á propósito de tener, como tenian, los moros allí guardados los hijos y hermanos de los reyes á manera de cárcel. La tenencia deste castillo se encomendó á Francisco Ramirez, natural de Madrid, general que era de la artillería, caudillo que se señaló de muy esforzado, así bien en esta guerra como en la de Portugal. Señalóse otrosí y aventajóse entre los demás en el cerco de Baza Martin Galindo, ciudadano de Ecija, que pretendia en esfuerzo y valor semejar á su padre Juan Fernandez Galindo, caudillo de fama y uno de los mas valientes soldados de su tiempo. Concluidas cosas tan grandes, en Guadix se hizo alarde del ejército á postrero de diciembre, entrante el año de nuestra salvacion de 1490. Hallaron conforme á las listas que faltaban veinte mil hombres; los tres mil muertos á manos de los moros, los demás de enfermedad. No pocos por la aspereza del invierno se helaron de puro frio; género de muerte muy desgraciado; los mas que murieron desta manera era gente baja, forrajeros y mochilleros; así fué menor el daño.

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y recatado, feroz en la guerra, y despues de la victoria manso y tratable. Por medio de Gutierre de Cárdenas, comendador mayor de Leon, que sirvió muy bien y con mucho esfuerzo en esta guerra, se tomó asiento y se hicieron las capitulaciones con aquel rey Bárbaro, humillado y caido. En virtud del concierto le hizo merced de la villa de Fandarax, que está en la sierra de Granada, con otras alquerías, aldeas y posesiones por allí, que rentaban hasta en cantidad de diez mil ducados, con que se pudiese sustentar; pequeña recompensa y consuelo de la pérdida de un reino. Tanto menos digno era de tenelle compasion por dar, como dió, principio á su reinado por la muerte cruel de su mismo hermano. A los moros de nuevo conquistados se concedió que poseyesen sus heredades como antes; pero que no morasen dentro de las ciudades, sino en los arrabales, á propósito que no se pudiesen fortificar ni alborotarse; para lo mismo les quitaron tambien toda suerte de armas. Publicáronse estas capitulaciones y concierto en Guadix. Los reyes por fiu de diciembro se partieron de allí, y por Ecija fueron á Sevilla. Por todo el camino los pueblos los salian á recebir, y los miraban como á príncipes venidos del cielo; y ellos, con haber concluido en tan breve tiempo cosas tan grandes representaban en sus rostros y aspecto mayor majestad que humana. Los príncipes extranjeros, movidos por la fama de hechos tan grandes, les enviaban sus embajadores á dar el parabien, y á porfía todos pretendian su amistad. Sobre todos el rey de Portugal, cosa tratada de antes, pretendia para el príncipe don Alonso, su hijo, á la infanta doña Isabel, hija mayor de los reyes, como prenda muy cierta de una paz perpetua que resultaria por aquel medio entre aquellas dos coronas. Envió para este efecto á Fernando Silveira, justicia de Portugal, y á Juan Tejeda, su chanciller mayor; por cuya instancia en Sevilla, á 18 de abril, se concertó este casamiento, que á todos venia bien y á cuento, mayormente que la esperanza de efectuar el casamiento de Francia faltaba á causa que aquel Rey queria casarse con madama Ana, duquesa de Bretaña. Las alegrías que se hicieron en el un reino y en el otro por estos desposorios fueron grandes, menores en Portugal por ocasion que el mes siguiente falleció en Avero la infanta doña Juana, hermana de aquel Rey, sin casar por no querer ella, bien que muchos la pretendieron y ella tenia partes muy aventajadas. La hermosura de su alma fué mayor y sus virtudes muy señaladas, de que se cuentan cosas muy grandes. Tampoco la alegría de Castilla les duró mucho, si bien la doncella desde Constantina partió á Portugal á 11 de noviembre. En su compañía el cardenal de España y don Luis Osorio, obispo de Jaen, los maestres de Santiago y de Alcántara, los condes, el de Feria don Gomez de Figueroa, y el de Benavente don Alonso Pimentel, con otra mucha nobleza, todo á propósito de representar majestad; que parece aquellas dos naciones andaban á porfia sobre cuál se aventajaria en arreo, libreas y galas. A la ribera del rio Caya, que corre entre Badajoz y Yelves, se hizo la entrega de la novia á los señores portugueses que salieron para recebilla y acompañalla. El principal el duque don Emanuel, que sucedió adelante en

aquel casamiento y en el reino; así lo tenia el cielo determinado. Acudieron el rey de Portugal y su hijo á Estremoz, pueblo de aquel reino; para mas honrar la esposa la hicieron sentar en medio, y el suegro á la mano izquierda. Allí se hicieron los desposorios, á 24 de noviembre, que fué miércoles, y el dia siguiente se velaron por mano del arzobispo de Braga, que es la principal dignidad de Portugal. Los regocijos y alegrías de la boda por espacio de medio año se continuaron en Ebora y en Santaren, do fueron los príncipes. No hay gozo puro ni duradero entre los mortales, segun se vió en este caso. Todos estos regocijos se trocaron en lloro y en duelo por un desastre no pensado. Salió el Rey en aquella villa una tarde á la ribera del rio Tajo. El príncipe don Alonso, que iba en su compañía, quiso con Juan de Meneses correr en sus caballos á la par. En la carrera su caballo, que era muy brioso, tropezó, y con su caida maltrató al Principe de manera, que en breve espiró. Cuán grande haya sido el llanto de sus padres, de su esposa y de todo el reino no hay para qué decillo. Quejábanse con lágrimas muy verdaderas que tantas esperanzas y tantos regocijos en un dia y un momento se trocasen en contrario. Su cuerpo sepultaron entre los sepulcros de sus antepasados. Las honras se le hicieron á la costumbre de la tierra muy grandes ; acompañaron su cuerpo el Rey y toda la nobleza enlutados. La princesa doña Isabel sin gozar apenas del principio de su desposorio, y que en tan breve tiempo se via desposada, casada y viuda, en una litera cubierta y cerrada se volvió á sus padres y á Castilla. Desta manera las cosas de yuso y los gozd's en breve tiempo se revuelven, y truecan los temporales. La tristeza que cargó del Rey, su suegro, fué tal, que della le sobrevino una enfermedad lenta, de que cuatro años adelante falleció. Fundó en Lisboa poco antes de su muerte el hospital Real, que es un principal edificio, y él mismo se halló á echar la primera piedra, y debajo della se pusieron ciertas medallas de oro, como se acostumbra en señal de perpetuidad. No dejó hijo legítimo. Solo quedó don Jorge, habido en una dama, llamada doña Ana de Mendoza, el cual, bien que muy niño, procuró y hizo quedase nombrado por maestre de Avis y de Santiago en Portugal. Por su muerte comenzó en aquel reino una nueva línea de reyes; don Emanuel, primo del Rey muerto, y hijo de don Fernando, duque de Viseo, como pariente mas cercano, sin contradicion sucedió en aquella corona. Hijo deste Rey fué el rey don Juan el Tercero, nieto del príncipe don Juan, que por morir muy mozo no llegó á heredar el reino. Así sucedió en él á su abuelo el rey don Sebastian, hijo deste Príncipe; el cual por su muerte, que los moros le dieron en Africa, dejó el reino de Portugal, primero al cardenal don Enrique, su tio mayor, y despues dél á don Filipe II, rey de Castilla, sobrino tambien del Cardenal, y nieto del rey don Emanuel por parte de su madre la emperatriz doña Isabel. Tal fué la voluntad de Dios, á quien ninguna cosa es dificultosa; todo lo que le aplace se hace y cumple. Dejado esto para que otros lo relaten con mayor cuidado y á la larga, volvamos con nuestro cuento á la guerra de Granada.

CAPITULO XV.

Que los nuestros talaron la vega de Granada, Deseaba el rey don Fernando concluir la guerra de los moros, que traia en buenos términos. Una dificultad muy grande impedia sus intentos; esta era que demás de la fortaleza de la ciudad de Granada guarnecida, municionada y bastecida asaz, tenia empeñada su palabra en que prometió los años pasados al rey Boabdil que él y todos los suyos no recibirian agravio ni daño alguno. Ofrecíase una muy buena ocasion para sin contravenir al concierto sujetar aquella ciudad. Esto fué que los ciudadanos, sin tener cuenta con el peligro que de fuera les corria, tomadas las armas, como muchas veces lo acostumbraban, cercaron á su Rey dentro del Albaicin, y le apretaron tanto, que muy poca esperanza le quedaba, no solo de conservar el reino, que sin obediencia no era nada, sino de la vida y de la libertad. El pueblo se mostraba tan indignado, que bramaba y amenazaba de no desistir hasta dalle la muerte. No era razon desamparar en aquel peligro aquel Príncipe confederado, mayormente que él mismo pedia le socorriesen. Esto en sazon que de levante se representaban nuevos temores; el gran soldan de Egipto amenazaba que si el rey don Fernando no desistia de perseguir, como comenzara, á los moros que eran de su misma secta, él en venganza desto haria morir todos los cristianos sus vasallos en Egipto y en la Suria. El guardian de San Francisco de Jerusalem, llamado fray Antonio Millan, que envió con este mensaje, de camino se vió con el rey de Nápoles; vino á España, declaró su embajada, y aun el mismo rey de Nápoles le dió cartas en la misma razon; príncipe, como se entendia, mas aficionado á los moros de lo que era honesto y lícito á cristianos. La suma era que pues ningun agravio recibiera de los moros, no debia tampoco hacer ni in intentar cosa de que resultasen mayores males. Que si bien aquella gente era de otra secta, no seria razon maltratalla sin alguna justa causa. El rey don Fernando ni se espantó por las amenazas del Bárbaro, ni le plugo el consejo del rey de Nápoles, dado que acabada la guerra, envió por su embajador á Pedro Mártir para que diese razon al Soldan de todo lo que en aquella conquista pasó y con palabras comedidas le aplacase. Al rey de Nápoles en particular, ya que se aprestaba para comenzar esta nueva jornada y romper, escribió cartas en que le avisaba de las causas que tuvo para emprender aquella guerra. Decíale que era justo deshacer aquel reino que antiguamente se fundó contra derecho, y de nuevo nunca cesaba de hacer grandes insultos y agravios á sus vasallos. Que le ponia en cuidado el riesgo que corrian los cristianos de aquellas partes; todavía cuidaba que aquellos bárbaros, sabida la verdad, templarian el sentimiento, y por el deseo de vengarse no querrian perder las rentas muy gruesas y tributos que aquella nacion les pechaba. El Guardian por su oficio de embajador y por el crédito de santidad que tenia, no solo no fué mal visto, antes muy regalado, y con mucha honra que se le hizo y dones que le presentaron le enviaron contento. Junto con esto el rey don Fernando envió á avisar los ciuda

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danos de Granada que si, dejadas las armas, quisiesen entregarse, serian tratados de la misma manera que los demás que se le habian rendido. Movió este aviso á ambas las parcialidades para que, sosegados los odios, tratasen de lo que á todos tocaba, tanto mas, que el rey Moro sabia muy bien que el rey don Fernando, aunque de palabra se mostraba por él, todavía mas querria pretender para sí, y que no desistiria hasta tanto que se viese apoderado de aquella ciudad. Los alfaquíes y otras personas tenidas por venerables en- . tre aquella gente no dejaban de exhortar, ya los unos, ya los otros á la paz, rogallos y amonestallos lo que les convenia, es á saber, que, ora pretendiesen volverá las armas, ora concertarse con los cristianos, un solo reparo les quedaba, que era tener ellos paz entre sí; si la discordia iba adelante, los unos y los otros se perderian. Con esta diligencia se tomó cierto acuerdo y se hizo cierto asiento entre los moros. Los fieles, sin embargo, entraron en la vega de Granada á robar y talar debajo la conducta del Rey, que la Reina se quedó en Moclin. Destruyeron y quemaron los sembrados con gran sentimiento de los ciudadanos, que temian no los tomasen por la hambre y necesidad. El príncipe don Juan acompañó en esta jornada á su padre, que para mas animalle le armó caballero en aquella sazon. Volvieron á Córdoba con la presa, contentos de la gran cuita en que los moros quedaban y con la esperanza que ellos cobraron de concluir con aquella empresa. El cuidado de la frontera quedó encomendado al marqués de Villena en recompensa de que en aquella jornada perdió á don Alonso, su hermano, y de una lanzada que por librar, como príncipe valeroso y que tenia gran experiencia en las armas, á uno de los suyos rodeado de moros le dieron, de que el brazo derecho le quedó manco. Apenas los moros se vieron libres deste miedo, cuando debajo de la conducta de Boabdil, ya declarado por enemigo de cristianos, acometieron el castillo de Alhendin, en que los nuestros poco antes dejaron puesta guarnicion, y tomado, le echaron por tierra. Este atrevimiento vengó el Rey con una nueva entrada que hizo para destrozar el panizo y el mijo, semillas tardías, en que solamente los de Granada tenian puesta la esperanza para sustentar la vida el año siguiente. Esta tala se hizo el mes de setiembre por espacio de quince dias. Por otra parte, los moros de Guadix se alborotaron, y tomadas las armas, pretendian matar á los que quedaron en el castillo de guarnicion. Salieron sus intentos vanos; acudió muy á tiempo el marqués de Villena; daba muestra de ir contra Fandarax, que estaba alzado contra Abohardil, pero revolvió sobre Guadix con buen número de gente de á pié y de á caballo. Entró dentro, y con color de querer hacer alarde de los moros, los sacó fuera de la ciudad y les cerró las puertas, con que, de presente y para adelante se remedió aquel peligro. Tornó otra vez el rey don Fernando al fin deste año á dar la tala y destruir los campos de Granada. Al contrario Boabdil tenia puesto cerco sobre Salobreña, que le defendió Francisco Ramirez con gran esfuerzo y diligencia. Entendíase otrosí queria el rey don Fernando acudir á dar socorro; así el Moro fué forzado á alzar el cerco y volverse á Granada. Demás desto, porque los

vasallos de Abohardil andaban alborotados y no le querian obedecer, el rey don Fernando, conforme á lo capitulado, de grado vino en que se pasase en Africa con muchas riquezas y tesoros que le dió en recompensa de lo que dejaba.

CAPITULO XVI.

Del cerco de Granada.

Pasaron los reyes el invierno en Sevilla; llegada la primavera, volvieron á la guerra. La Reina con sus hijos se quedó en Alcalá la Real para acudir á todo y proveer de lo necesario, y en breve, como lo hizo, pasar adelante y ser participante de la honra y del peligro de aquella empresa. Acudieron los grandes; los concejos y comunidades de las ciudades enviaron compañías de soldados á su sueldo, con que y las demás gentes el rey don Fernando en tres dias llegó á vista de Granada un sábado, á 23 de abril, año de nuestra salvacion de 1491. Asentó su campo y sus reales á los ojos de Guetar, que es una aldea legua y media de Granada. Desde allí envió al marqués de Villena con tres mil de á caballo para correr los montes que allí cerca están. Prometióle de seguille él mismo con la fuerza del ejército para socorrelle si los moros de aquellos montes, gente endurecida en las armas, ó los de la ciudad por las espaldas le apretasen. Cumplió la promesa; adelantóse hasta llegar á Padul, y rechazó los moros que salieron de la ciudad para cargar el escuadron del Marqués. Con tanio, el Marqués pudo ejecutar fácilmente el órden que llevaba sin tropiezo; quemó nueve aldeas de moros, y cargado de mucha presa, se volvió para el Rey. Pareció que conforme aquel principio seria lo demás. Acordaron de pasar juntos adelante y hacer la tala en lo mas adentro de la sierra. Hízose así; todo sucedió prósperamente. Dieron sacomano, quemaron y abatieron otras quince aldeas. Demás desto, buen golpe de moros de á pié y de á caballo, que por ciertos senderos en lugares estrechos y á propósito pretendian atajar el paso á los nuestros, fueron desbaratados y echados de allí. La presa fué muy grande por estar aquella gente rica á causa que de las guerras pasadas no les habia cabido parte, ni de sus daños, y por ser la tierra á propósito para proveerá la ciudad de bastimentos, era forzoso procurar no lo pudiesen hacer. Concluidas estas cosas sin recebir algun daño y sin sangre, dentro de tres dias volvieron los soldados alegres al lugar de do salieron. En aquel puesto fortificaron sus reales con foso y trinchea por entonces. Pasaron alarde diez mil de á caballo y cuarenta mil infantes, la flor de España, juntada con grande cuidado, gente de mucho esfuerzo y valor. En la ciudad asimismo se hallaba gran número de gente de á pié y de á caballo, soldados de grande experiencia en las armas, todos los que escaparan de las guerras pasadas. La muchedumbre de los ciudadanos poco podian prestar, gente que conrunmente bravean y se muestran feroces en tiempo de paz, mas en el peligro y á las puñadas cobardes. La ciudad de Granada por su sitio, grandeza, fortificacion, murallas y baluartes parecia ser inexpugnable. Por la parte de poniente se extiende una vega como de quince leguas de ruedo, muy apacible y muy fértil, así de sí misma, como por la mucha sangre que en ella

se derramara por espacio de muchos años, que la engrasaba á fuer de letame, y por regarse con treinta y seis fuentes que brotan de aquellos montes cercanos, mas fresca y provechosa de lo que fácilmente se podria encarecer. Por la parte de levante se empina la sierra de Elvira, en que antiguamente estuvo asentada la ciudad de Illiberris, como lo da á entender el mismo nombre de Elvira; la Sierra Nevada cae á la banda de mediodía, que con sus cordilleras trabadas entre si llega hasta el mar Mediterráneo; sus laderas y haldas no son muy ásperas, y así están muy cultivadas y pobladas de gentes y casas. La ciudad está asentada parte en llano, y parte sobre dos collados, entre los cuales pasa el rio Darro, que al salir de la ciudad se mezcla y deja su agua y su nombre en Jenil, rio que corre por medio de la vega y la baña por el largo. Las murallas son muy fuertes con mil y treinta torres á trechos, muy de ver por su muchedumbre y buena estofa. Antiguamente tenia siete puertas; al presente doce. No se puede sitiar por todas partes por ser muy ancha y los lugares muy desiguales. Por la parte de la vega, que es lo llano de la ciudad y por do la subida es muy fácil, está fortificada con torres y baluartes. En aquella parte está la iglesia mayor, mezquita en tiempo de moros de fábrica grosera, al presente de obra muy prima, edificada en el mismo sitio. Por su majestad y grandeza muy venerada de los pueblos comarcanos, señalada é ilustre, no tanto por sus riquezas, cuanto por el gran número y bondad de los ministros que tiene. Cerca deste templo está la plaza de Bivarrambla y mercado, ancho docientos piés, y tres tanto mas largo; los edificios que la cercan tirados á cordel, las tiendas y oficinas cosa muy hermosa de ver, la calle del Zacatin, la Alcaicería. De dos castillos que tiene la ciudad, el mas principal está entre levante y mediodía, cercado de su propia muralla y puesto sobre los demás edificios; llámase el Alhambra, que quiere decir roja, del color que la tierra por allí tiene, y es tan grande, que parece una ciudad. Allí la casa Real y monasterio de San Francisco, sepultura del marqués❘ don lùigo de Mendoza, primer alcaide y general. Las zanjas deste castillo abrió el rey Mahomad, llamado Mir; prosiguieron la obra los reyes siguientes; acabóla de todo punto el rey Juzef, por sobrenombre Bulhagix, como se entiende por una letra que se lee en arábigo sobre la puerta de aquel castillo en una piedra de mármol, que dice se acabó aquella obra en tiempo de aquel Rey, año de los moros 747, conforme á nuestra cuenta el año del Señor de 1346. Este mismo Rey hizo la muralla del Albaicin, que está en frente deste castillo. El gasto fué tal, que por no parecer á la gente bastaban sus rentas y tesoros, corrió fama que se ayudó del arte del alquimia para proveerse de oro y plata. Entre estos dos castillos del Alhambra y del Albaicin está puesto lo demás de la ciudad, el arrabal de la Churra y calle de los Gomeles por la parte del Alhambra; por la opuesta la calle de Elvira y la ladera de Zenete, de mala traza lo mas; las calles angostas y torcidas, por la poca curiosidad y primor que tenian los moros en edificar. Fuera de la ciudad el Hospital Real y San Jerónimo, sumptuoso sepulcro del gran capitan Gonzalo Fernandez. Refieren tenia sesenta mil casas, número descomunal que

apenas se puede creer. Lo que pone mas maravilla es lo que los embajadores de don Jaime el Segundo, rey de Aragon, se halla certificaron al pontífice Clemente V en el concilio de Viena, es á saber, que de docientas mil almas que á la sazon moraban en Granada, apenas se hallaban quinientos que fuesen hijos y nietos de moros. En particular decian tenia cincuenta mil renegados y treinta mil cautivos cristianos. De presente sin duda hay en aquella ciudad veinte y tres parroquias y colaciones. Del número de vecinos por la grande variedad no hay que tratar, mayormente que en esto siempre la gente se alarga. Tambien es cierto que en tiempo de los reyes moros las rentas reales que se recogian de aquella ciudad y de todo el reino llegaban á setecientos mil ducados, gran suma para aquel tiempo, pero creible á causa de los tributos é imposiciones intolerables. Todos pagaban al rey la setena parte de lo que cogian y de sus ganados. Del moro que moria sin hijos, el rey era su heredero; del que los dejaba, entraba á la parte de la herencia y llevaba tanto como cualquiera dellos. Este era el estado y disposiciones en que se hallaban las cosas de Granada. El cerco entendian iria á la larga; así la Reina con sus hijos vino á los reales, ca el rey don Fernando venia resuelto de poner el postrer esfuerzo y no desistir de la empresa hasta sujetar aquella ciudad. Con este intento hacia de ordinario talar los campos á fin que los de la ciudad no tuviesen cómo se proveer de vituallas; y en el lugar en que se asentaron los reales hizo edificar una villa fuerte, que hasta hoy se llama de Santa Fe. La presteza con que la obra se hizo fué grande, y todo se acabó muy en breve. Dentro de las murallas tenian sus tiendas y alojamientos repartidos por su órden, sus cuarteles con sus calles y plazas á cierta distancia con una traza admirable. En el mismo tiempo diversas bandas de gente que se enviaban á robar, muchas veces escaramuzaban con los moros que salian contra ellos de la ciudad. En una refriega pasaron tan adelante, que ganaron á los moros la artillería, prendieron á muchos, y forzaron á los demás á meterse en la ciudad. El denuedo de los cristianos fué tal, que se arriscaron á llegar á la muralla de mas cerca que antes solian y apoderarse de dos torres que servian á los contrarios de atalayas y de baluartes por tener en ellas puesta gente de guarnicion. El alegría que por estos sucesos recibieron los del Rey se hobiera de destemplar por un accidente no pensado. Fué así, que á 10 de julio, de noche, en la tienda del Rey se emprendió fuego, que puso á todos en gran turbacion por el miedo que tenian de mayor mal. Los alojamientos por la mayor parte eran de enramadas, que por estar secas corrian peligro de quemarse, la Reina acaso se descuidó en dejar una candela sin apagar; así, la tienda del Rey como las que le caian cerca comenzaron de tal manera á abrasarse, que no se podia remediar. El Rey sospechó no fuese algun engaño y ardid de los enemigos que se querian aprovechar de aquella ocasion. En los ánimos sospechosos aun lo imposible parece fácil. Salió en público desnudo embrazada una rodela y su espada. Para prevenir que los moros con tan buena ocasion no acometiesen los reales, el marqués de Cádiz se adelantó con parte de la caballería, y estuvo toda la noche alerta en un puesto por do los mo

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ros habian forzosamente de pasar. La turbacion y ruido fué mayor que el peligro y que el daño; así, el dia siguiente volvieron á las talas. Los dias adelante asimismo diversas compañías fueron á los montes á robar. No dejaban reposar á los enemigos, ni les quedaba cosa segura, si bien en todas partes se defendian valientemente, irritados con la desesperacion, que es muy fuerte arma. La cuita de los moros por todo esto era grande, tanto, que cansados con tantos males, y visto que nunca aflojaban, se inclinaron á tratar de partido. Bulcacin Mulch, gobernador y alcaide de la ciudad, salió á los reales á tratar de los conciertos y capitular. Señaló el Rey para platicar sobre ello á Gonzalo Fernandez de Córdoba, que despues fué gran capitan, y á Hernando de Zafra, su secretario. Ventilado el negocio algunos dias, finalmente fueron de acuerdo y pusieron por escrito estas capitulaciones, que se juraron por ambas partes á 25 de noviembre. Dentro de sesenta dias los moros entreguen los dos castillos, las torres y puertas de la ciudad. Hagan homenaje al rey don Fernando, y juren de estar á su obediencia y guardalle toda lealtad. A todos los cristianos cautivos pongan en libertad sin algun rescate. Entre tanto que estas condiciones se cumplen, dén en rehenes dentro de doce dias quinientos hijos de los ciudadanos moros mas principales. Quédense con sus heredades, armas y caballos; entreguen solamente la artillería. Tengan sus mezquitas y libertad de ejercitar las ceremonias de su ley. Sean gobernados conforme á sus leyes, y para esto se les señalarán. de su misma nacion personas con cuya asistencia y por cuyo consejo los gobernadores puestos de parte del Rey harán justicia á los moros. Los tributos de presente por espacio de tres años se quiten en gran parte, y para adelante no se impongan mayores de lo que acostumbraban de pagar á sus reyes. Los que quisieren pasar á Africa puedan vender sus bienes, y sin fraude ni engaño se les hayan de dar para el pasaje naves en los puertos que ellos mismos nombraren. Concertaron otrosí que á Boabdil restituyesen su hijo y los demás rehenes que el tiempo pasado dió al Rey, pues entregada la ciudad y cumplido todo lo al del asiento, no era necesaria otra prenda ni seguridad. En cumplimiento los trajeron del castillo de Moclin en que los tenian para se los entregar. Hobo la iglesia de Pamplona á los 12 de setiembre César Borgia, por muerte de don Alonso Carrillo, su prelado.

CAPITULO XVII.

De un alboroto que se levantó en la ciudad.

Concertóse la entrega de Granada con las capitulaciones que acabamos de contar; lo cual todo puso en cuentos de desbaratarse cierta ocasion que avino, ni muy ligera ni muy grande. El vulgo, y mas de los moros, es de muy poca fe y lealtad, mudable, amigo de alborotos, enemigo de la paz y del sosiego, finalmente poco basta para alteralle. Un cierto moro, cuyo nombre no se refiere, como si estuviera frenético y fuera de sí, con palabras alborotadas no cesaba de persuadir al pueblo que tomase las armas. Decia que debajo de capa de amistad y de mirar por ellos les tramaban trai

cion, engaño y asechanzas. Que Boahdil y los principales de la ciudad solo tenian nombre de moros, que de corazon favorecian á los contrarios. «Yugo de perpetua esclavonía es el que ponen sobre vos y sobre vuestros cuellos; mirad bien lo que haceis, catad que os engañan y se burlan de vos. Que si es cosa pesada sufrir las miserias, cuitas y peligros presentes, mayor mengua será por no sufrir un poco de tiempo los trabajos trocar los menores y breves males con los que han de durar para siempre y son mas pesados. Mas ¿qué seguridad dan que nos guardarán lo que prometen y la palabra? No trato de los bienes que con la misma vanidad dicen nos los dejarán, como si los nuevos ciudadanos se hobiesen de sustentar de otras heredades. ¿Por ventura ignorais cuánta sed tienen de vuestra sangre? ¿Dejarán de vengar los padres y parientes que en gran parte han perdido en el discurso destas guerras? No quiero tratar de lo pasado; un año ha que nos tienen cercados, y si nos han aquejado, ellos no han sufrido menores daños. Muchas veces han quedado tendidos en el campo, y no menos han estado ellos cercados dentro de sus estancias que nos en la ciudad, y aun para defenderse han tenido necesidad de edificar un nuevo pueblo. Serian insensibles y de piedra si entregada la ciudad no hiciesen las exequias de sus muertos con derramar vuestra sangre, de que están muy sedientos á manera de fieras muy bravas. La verdad es que no somos hombres, y si lo somos, sufrámonos un poco, que Dios nos ayudará y nuestro profeta Mahoma. Las profecías antiguas y las estrellas nos favorecen, pero si mostramos esfuerzo; que contra los cobardes las piedras se levantan. Si decís que hay falta de mantenimiento, con repartille por tasa y hacer cala y cata de lo que los particulares tienen escondido, nos podemos entretener muchos dias, y acabadas todas las vituallas, ¿qué inconveniente hay que nos sustentemos de los cuerpos y carne de la gente flaca que no son á propósito para pelear? Diréis seria cosa nueva, grande y espantable maldad. Respondo que si no tuviésemos ejemplo de los antiguos que se valieron desto en semejante peligro, yo juzgaria seria muy bueno dar principio y abrir camino para que nuestros descendientes en otro tal aprieto nos imitasen. Mi resolucion es que si no podemos evitar ni excusar la muerte, excusemos siquiera los tormentos y afrentas que nos amenazan. Yo á lo menos no veré tomar, saquear y poner á fuego y á sangre mi patria, ser arrebatadas las madres, las doncellas, los niños para ser esclavos y para otras deshonestidades. Que si os contenta esto mismo, sed hombres, tomad las armas, desbaratad este mal concierto. No debeis usar de recato ni dilacion, donde el detenerse es mas perjudicial que el resolverse y arrojarse.»> Predicaba estas cosas con ojos encendidos, con rostro espantable y á gritos por las calles y plazas, con que amotinó veinte mil hombres, que tomaron las armas y andaban como locos y rabiosos. No se sabia la causa del daño ni lo que pretendian, que hacia mas dificultoso el remedio. Boabdil, llamado el rey Chiquito, por no tener ya autoridad ninguna y temer en tan gran revuelta no le perdiesen el respeto, se estuvo dentro del Alhambra. La muchedumbre y canalla tiene las aco

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