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de asaltar la Embajada española cerca del Pontífice. La Santa Sede, en efecto, no sólo puso en libertad á tres de los principales amotinados, que habían sido presos, sino que dirigió una nota al Cardenal Aquaviva, Plenipotenciario de Felipe V, para que hiciese salir á los pocos soldados que se hallaban en la capital, y dilató dar satisfacciones con pretextos más ó menos admisibles. Irritados, así Felipe V como el Rey de las Dos Sicilias, ordenaron al Nuncio de Su Santidad en Nápoles que no se presentase más en aquella Corte; se mandó á los Cardenales Aquaviva y Belluga, protectores de España y Nápoles, que saliesen de Roma; se hizo que el Internuncio en Madrid se retirase á su Obispado de Ávila; se prohibió la entrada en el Reino al nuevo Nuncio, Valentino Gonzaga, Arzobispo de Nicea, que tuvo que detenerse en Bayona; se cerró la nunciatura y se publicaron varios decretos suspendiendo todo género de comunicación civil y eclesiástica entre España y la Corte pontificia. Además se nombró (8 de Agosto) una Junta compuesta de Ministros del Consejo y Maestros en teología, presidida por el Obispo de Málaga Fray Gaspar de Molina, encargada de preparar las instrucciones que debían darse para negociar un Concordato en el cual se pusiese coto á los abusos denunciados, y estudiar las medidas que deberían adoptarse en el caso de que Roma se negase á aquel convenio. La Junta cumplió su cometido elevando al Gobierno dos consultas (26 de Septiembre), en las cuales propuso que el Memorial de Chumacero y Pimentel y el Concordato del Marqués de la Compuesta sirviesen de base, con las alteraciones que señalaba, á las peticiones que debían dirigirse á Su Santidad, y se reservaba indicar lo que debería hacerse en el caso de no llegarse á un acuerdo con la Santa Sede.

Dos Breves, expedidos por Clemente XII en 29 de Septiembre y 13 de Octubre, á excitación, según parece, de cierto abate romano, D. Alejandro Guicioli, que ejercía en Madrid funciones de agente secreto del Gobierno Pontificio, dieron lugar á que se agriasen más y más las relaciones entre ambas potestades. Prescribíase en aquéllos á los Obispos españoles que no cumpliesen las órdenes reales sobre interdicción, patronato y otros puntos relacionados con la jurisdicción eclesiástica, declarando que aquéllas eran nulas, írritas y atentatorias; y Felipe V, de acuerdo con la Junta de teólogos, expidió el 24 de Octubre dos decretos mandando recoger los ejemplares de dichos Breves y recordando á los Prelados la obligación en que estaban de obedecer los preceptos de la autoridad civil.

Intimidado el Pontífice ante la actitud de los Monarcas de España y las Dos Sicilias, nombró una Junta de diez Cardenales para arreglar esas diferencias, y dió poderes á Spinelli, Arzobispo de Nápoles, para que negociase con Aquaviva y Belluga, que se habían retirado á dicha capital. Mientras vivió Patiño, la firmeza y energía de este Ministro permitían creer que no habría arreglo sino cediendo la Corte pontificia; pero muerto aquél el 5 de Noviembre de 1736, siendo su sucesor D. Sebastián de la Quadra, hombre débil é irresoluto, esperando el capelo el Gobernador del Consejo, Fray Gabriel de Molina, y ansiando la reconciliación los mismos Cardenales Aquaviva y Belluga, la negociación cambió por completo de aspecto.

Había solicitado la Corte de Madrid que la Pontificia diese al Infante Don Carlos la investidura del reino de Nápoles, que ya poseía; que se otorgase á España una satisfacción por los sucesos de Roma, Veletri y Ostia, y que se pactase un Concordato comprensivo de todos los puntos de reforma pedidos en el Memorial de Chu

macero y en el arreglo del Marqués de la Compuesta; y aunque la Corte romana no se negaba á lo de la investidura, quería se considerase esto como una satisfacción, que el Nuncio fuese desde luego recibido, y que se restableciese en sus funciones al Tribunal de la Nunciatura, eludiendo el contraer compromiso alguno acerca de la reforma eclesiástica. En vida de Patiño acaso no se hubiese transigido; pero faltando aquél, existiendo corrientes de conciliación entre los gobernantes, y estimándose próxima, por la edad y achaques del Papa, la elección de nuevo Pontífice, se aceptó otro dictamen del Gobernador del Consejo (28 de Junio de 1737) proponiendo varias reformas en el proyecto de arreglo, y con sujeción á aquél se enviaron instrucciones á Aquaviva, el cual ultimó la negociación y firmó el Concordato en 26 de Septiembre de dicho año, restableciéndose así las relaciones oficiales, aunque no la conveniente cordialidad entre ambas potestades.

El Concordato de 1737 fué recibido con disgusto en España, no sólo porque el art. 23 dejaba sin resolver la cuestión del Patronato Real, sino porque se estimaron algunas de sus disposiciones contrarias á los concilios, leyes y costumbres de la Monarquía. De aquí que el Consejo real no diese á ese pacto otro curso que pasarlo al examen de los Fiscales, sin enviarlo á las Chancillerías, Audiencias y otros Tribunales; es decir, que en realidad, no se puso en vigor porque, según opinaban ilustres jurisconsultos, perjudicaba á los derechos de la Corte de España, toda vez que por él, escribía D. Gregorio Mayáns, «se quería sujetar á un compromiso un derecho indubitable del Rey Católico, como lo es el de su Patronato real en los casos ciertos y notorios de fundación, edificación, dotación ó conquista; cosa que ningún Monarca debe hacer, sino en

caso de obligarle alguna fuerza superior á que no puede resistir».

Conformes en la oposición al Concordato y en la necesidad de anularlo, dividiéronse, sin embargo, los teólogos, canonistas y jurisconsultos españoles en cuanto á los procedimientos que se debían emplear. Algunos, bajo la influencia de exageraciones regalistas que habían sustituído á las exageraciones ultramontanas, pretendían que el Rey se declarase patrono universal é hiciese por sí la reforma; pero otros, más prudentes, deseaban que se buscase el remedio negociando nuevamente con el Pontífice; y aunque las distintas comisiones mixtas que se habían nombrado, en virtud del citado art. 23 del Concordato, no habían logrado llegar á un acuerdo, prevaleció el temperamento de concordia.

Carvajal, que á la sazón desempeñaba la Secretaría de Estado, consultó con los hombres que más se distinguían por sus conocimientos en materia de regalías, como los camaristas Marqués de los Llanos y D. Blas Jover y Alcázar, el abad de la Trinidad de Orense, auditor de la Rota, y el canónigo de Zaragoza, D. Jacinto de la Torre. En las juntas que éstos celebraron en casa del Ministro se acordaron las bases de un arreglo con el Papa, y se discutieron las contestaciones que debían darse al Nuncio. Pero éste, que lo era el Arzobispo de Neocesarea, no resultó muy á propósito ni por su carácter ni por sus tendencias, para llevar á feliz término la negociación, pues se empeñó en defender derechos pontificios que pugnaban radicalmente con las ideas dominantes en España, por lo cual nada se adelantaba, y las conferencias amenazaban no concluir nunca ni dar resultado alguno, decidiendo esto á trasladar las negociaciones á Roma, enviando al efecto el Ministro Carvajal minuciosas y notables instrucciones

al Embajador de España cerca del Vaticano, Cardenal Portocarrero.

Las instrucciones, que revelaban un gran conocimiento de la materia, comprendían un plan completo de reformas, el cual era tan extenso y tan radical, que no sólo cercenaba las facultades de la Santa Sede, sino que privaba al Erario pontificio de cuantiosos recursos. Ocupaba entonces la silla de San Pedro Benedicto XIV y era su Secretario de Estado el Cardenal Valentí de Gonzaga, antiguo Nuncio en Madrid. Docto y despreocupado el Papa, y conocedor Gonzaga de las condiciones de la Corte de Madrid, las circunstancias no podían ser más favorables. Así y todo, la Curia romana, que se veía privada de recursos de aprobarse la proposición de Carvajal, no creyó posible aceptar ésta, y entre ambas potestades mediaron réplicas que hicieron temer se llegase á un rompimiento.

Al propio tiempo que Carvajal y Portocarrero apoyaban oficialmente las conclusiones de la Corte de Madrid, el Marqués de la Ensenada, que sostenía correspondencia con el Cardenal Gonzaga desde que éste dejó la Nunciatura, se puso de acuerdo con el confesor del Rey, el jesuíta Ravago, y valiéndose del eclesiástico D. Manuel Ventura de Figueroa, nombrado para este objeto auditor de la Rota, entabló una negociación especial con la Santa Sede. Al efecto, Figueroa marchó á Roma en Julio de 1750, con orden de no escasear los recursos pecuniarios; y no sin largas gestiones, alegando que si no se cedía en la cuestión del Patronato lo tomaría de hecho el Monarca como prerrogativa legítima é indisputable, y ofreciendo que Fernando VI entregaría un capital cuya renta equivaliese á los productos que obtenían la Curia y Dataría, logró que transigiese Benedicto XIV y que se firmase el Concordato de 11 de Enero de 1753, cuyo análisis no

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