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CAPÍTULO XIX.

Ideas y teorías consignadas por el derecho colonial. — Exageraciones con que los tratadistas y corifeos de este derecho intentan se haga aplicación de aquéllas en los Estados modernos.-Conducta observada por los gobiernos de Europa.-Aplicación de los principios del derecho internacional y del colonial á los territorios lejanos y á las colonias de Ultramar.-Las conferencias de Berlin.-La cuestión de las islas Carolinas.

Pero no es solamente en lo relativo á las dos cuestiones, que sirven de base fundamental á las teorías del derecho colonial, la autonomía y la separación, en lo que este derecho suele distinguirse por los conceptos extraños que vierte. Todo él está sembrado de proposiciones sin concierto, de razonamientos insustanciales y de conclusiones puramente fantásticas, sin más realidad que la que pueden tener ciertos y caracterizados rasgos del ingenio humano.

Si nos detuviéramos á hacer el análisis de todos ellos, ó de la mayor parte, sobre ser enojoso para nuestros lectores, sería también innecesario, porque además de la difusión y contradicción con que suelen hallarse expuestos por los escritores clásicos de este sistema, carecen de la novedad que haría de la exposición de este derecho una obra maestra de retórica y de poética, propia más bien de las aficiones infantiles, que de las ocupaciones de un hombre formal y grave.

Lo haremos solamente de aquellos conceptos, pocos, porque no está dotado de gran fecundidad el asunto, pero bastantes para convencernos de que la manera de discurrir que tienen los autores ó fautores de esta clase

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de derecho, puede ser causa de hondas perturbaciones mentales en los que no se hallan adiestrados en esta clase de estudios, y más profundas alteraciones todavía en la manera de entenderse los principios generadores del derecho, que suelen ser aplicados al gobierno de los pueblos y de las sociedades.

Afírmase, con verdadero aplomo, que la metrópoli y sus colonias no forman más que un solo Estado, un solo país; pero que la primera es la residencia del gobierno, y las segundas tienen sólo una situación subordinada. La nación soberana es la metrópoli: la colonia depende, en sus relaciones esenciales, del Estado principal, cuyos destinos comparte. Al Gobierno central pertenece exclusivamente, entre otras atribuciones, la política general; sólo él tiene la alta inspección en todo, y dispone del ejército y de la armada. Esto coloca en una situación un poco humillante á la colonia, situación que se explica por su debilidad y por la necesidad que tiene de protección (1).

Desde el primer momento se observa que los términos sobre que descansan las conclusiones anteriores, que hemos copiado textualmente, adolecen del grave defecto de producir cierta confusión en el entendimiento del lector, que hace esfuerzos inútiles para explicárselo con claridad. Parece que de la metrópoli y de la colonia se hace un todo compacto y homogéneo, constituyendo la nación, y que con ésta se compara después á la colonia, que no pasa de ser más que una población, una ciudad, una región más ó ménos extensa, una provincia ó un condado, y que de ésta solamente, de la colonia, se hace distinguir la inferioridad, la subordinación, la situación humillante en que se encuentra con relación á la metrópoli, al Gobierno central.

Pero á nosotros, y con nosotros á cuantos se detengan someramente á meditar sobre las conclusiones colonia

listas á que nos referimos, se nos ofrece desde luego la duda de si están ó no están perfectamente aplicados en

(1) Bluntschli: obra antes citada.

tre sí los términos de esta cuestión. Porque dentro de la metrópoli misma, en el territorio que sirve de principal núcleo al Estado en metrópoli constituído, existen puntos, poblaciones, países, territorios, de tal manera distintos y diferentes entre sí, y todos ellos de tal modo y con tal concierto subordinados al Gobierno central, es decir, á la capital del Estado, á la corte, en fin, que no puede caber semejanza mayor en cuanto á esta subordinación, entre las diferentes provincias que constituyen la llamada metrópoli, y entre las colonias, cuya personalidad política, llamémosla así, se destaca escueta y árida en el derecho colonial, sin más fundamento que el haberlo así ideado la imaginación.

No puede existir ciudad alguna, por ilustrada, populosa y espléndida que sea, dentro de cualquiera nación, que pueda legítimamente competir con la que encierra en sí el Gobierno supremo, los altos poderes del Estado, la representación genuina y necesaria de la nación en su totalidad. Todas las capitales de provincia, de departamento ó de condado se encuentran en una perfecta subordinación, tienen una inferioridad política, civil y social y hasta intelectual marcadas, comparadas con la capital de la nación, sin que por ello se encuentren humilladas ni desdeñadas, ni vilipendiadas por el poder, ni por los ciudadanos.

Las colonias, pues, no pueden aspirar á hallarse en condiciones mejores, ni más brillantes, ni más afortunadas que lo están y deben estarlo natural y lógicamente las diversas provincias de la nación, con esa misma capital, residencia del Gobierno supremo central. De la misma manera que las colonias se encuentran y deben encontrarse subordinadas á la capitalidad de la nación ó del Estado principal, cuyos destinos comparten y con el que forman un solo país, así las distintas poblaciones, regiones habitadas ó distritos organizados dentro de ellas, política y civilmente, tendrán que hallarse sometidas y dependientes de la capital de la colonia. Esto no se puede discutir, ni se puede seriamente negar.

Pero además de esto, y tratándose de las colonias clasificadas de iguales, que son las formadas exclusivamente

por emigrantes de la metrópoli, sin mezcla alguna de otras razas; además de lo que dejamos expuesto, los autores del derecho colonial proceden, en nuestro concepto, con alguna precipitación, cuando menos, cuando establecen una distinción verdaderamente denigrante para los ciudadanos de la metrópoli y de la colonia en general. Uno de los deberes, dicen, que se imponen al Gobierno central es el de proteger á la colonia contra la avaricia y la explotación de los ciudadanos de la metrópoli. Pues si los ciudadanos de la colonia, decimos nosotros, son los mismos ciudadanos de la metrópoli, pues tienen la misma procedencia y el mismo origen, sin más diferencia que la distancia y el lugar de su residencia, no es concebible, moral ni lógicamente, que la distancia y la diferencia de país tan sólo, den causa á una perversión moral tan marcada por parte de los que permanecen residiendo en la metrópoli y á un abatimiento político y moral tan notable por parte de los que se trasladaron á país lejano para fundar la colonia. Los unos explotando nada honrosamente á los otros, y los otros sufriendo resignados las vejaciones y los excesos de la avaricia de aquéllos. Pura y simple fantasía colonialista.

Cuando se trata de las colonias desiguales, que son las formadas por emigrantes de la metrópoli en contacto más o menos directo é íntimo con las razas pobladoras del país donde aquéllos fundan la colonia, el derecho colonial nos ofrece un cuadro de un colorido no menos extraño, sorprendente é ideal. Para los expositores de este derecho esta clase de colonias no son tales colonias, sino que, por la distancia, por su distinta civilización y la inferioridad de sus razas, se ha preferido considerarlas como dependencias, ó como Estados en cierto modo distintos, sometidos á un régimen y á una legislación especiales, pero dominadas en todos conceptos por la metrópoli. Las diferencias tan marcadas-añadenentre las metrópolis europeas y las colonias de Ultramar, hacen mas difícil una buena inteligencia, porque los dominadores difícilmente se dan cuenta de las necesidades de sus súbditos, ni éstos de las benévolas disposiciones de aquéllos. Es, pues, necesario para que la situa

ción sea soportable, que la metrópoli sea muy superior á la colonia, no sólo por las armas, sino por la inteligencia y por el carácter. Porque la inferioridad manifiesta de la civilización de la colonia hace casi indispensable un poder algo despótico; habiendo un despotismo legitimo, que es el bienhechor, y otro despotismo injusto, que es el opresor (1).

Las logomaquias de que se halla profusamente sembrada la exposición de esta parte del derecho colonial, y eso que la tomamos del escritor de más clara inteligencia entre sus expositores, dejan el ánimo suspenso al contemplar la serenidad con que se enuncian semejantes afirmaciones. Aparte de lo relativo á la mayor ó menor dependencia ó inferioridad de esta suerte de colonias desiguales, comparadas con las iguales, hacia la metrópoli, respecto de lo cual hemos emitido ya nuestra opinión, creemos se desatienden los más elocuentes ejemplos que Europa misma nos ofrece desde tiempo. inmemorial.

Todas las naciones de Europa, principalmente las que hoy se encuentran en el apogeo de su poder y grandeza, han venido formándose y constituyéndose por la aglomeración de pueblos y de razas distintas, algunas de ellas de una civilización tan rudimentaria, que hasta no podría designársela con el dictado colonista de desigual. En esta aglomeración de distintas y aun enemigas razas no ha ejercido influencia decisiva alguna la superioridad intelectual de una de ellas, ni la fortaleza de carácter, ni el impetuoso y violento impulso de despotismo alguno, bien hechor ni opresor. Han sido aglomeradas por la influencia del cristianismo nada más. Así es que, enunciar la idea de existir un despotismo con el carácter de legítimo, que pueden aplicar las naciones civilizadas de Europa sobre las razas habitadoras de los países que sus ciudadanos pasan á colonizar, es ponerse en desacuerdo con el espíritu ampliamente liberal que predomina hoy en Europa. Para nosotros los españoles, en el

(1) Bluntschli: obra citada.

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