Imágenes de páginas
PDF
EPUB

para todos los españoles en los juicios comunes, civiles y criminales, de lo cual parecía deducirse que se decretaba el desafuero de los eclesiásticos; y como esto lo impugnase la Corte romana, se modificó, consignando que los eclesiásticos y los militares seguirían disfrutando de su fuero especial en los términos que prescribiesen las leyes. El art. 11 declaraba que la religión de la nación española era la católica, apostólica, romana, y que el Estado se obligaba á mantener el culto y sus ministros. La Santa Sede hubiera preferido se aceptase la redacción que este artículo tenía en el Código de 1812; pero de no prevalecer esta última, consideraba la del proyecto muy superior á la de la Constitución de 1837. Es decir, que sin mostrarse satisfecha, ni mucho menos, de la obra del Gobierno, constituía ésta para la Corte pontificia una importante victoria cuyas consecuencias se hicieron sentir bien pronto.

En efecto, terminada el 4 de Diciembre la discusión en el Congreso, con lo cual quedaba prejuzgado el desenlace de los trabajos parlamentarios, decidióse la Santa Sede á acortar la distancia á que se había man. tenido hasta entonces del Gobierno español, y el 7 de Enero de 1845 entregó á Castillo y Ayensa el mismo Secretario de Estado, Cardenal Lambruschini, una Nota en la que se contenían las Bases preliminares para abrir formalmente las negociaciones, cuyas Bases eran: 1.a, que se declarase, como se hizo en Francia por Luis XVIII, que por el juramento de la Constitución nadie podía considerarse obligado á cosa alguna contraria á las leyes de Dios y de la Iglesia; 2.3, que se consintiese á Su Santidad nombrar inmediatamente Vicarios apostólicos para regularizar la administración canónica de algunas iglesias donde no la había ó era dudosa, mientras no se procedía á la pro

visión de las Sedes vacantes; 3., que se reconociese oficialmente el derecho de propiedad de la Iglesia y no se retardase la restitución á ésta de lo que quedaba de sus despojos; 4.", que se asegurase al clero una dotación que le bastase para mantenerse y para las necesidades del culto, decorosa é independiente, sin ponerle en la condición de los empleados civiles, dependientes como éstos del Tesoro público, pero sin que pudiera entenderse que el Santo Padre sancionaba con autoridad apostólica la enajenación de los bienes vendidos; 5., que no insistiese el Gobierno en la promoción de aquellas personas que Su Santidad considerase indignas del Episcopado; 6.3, que se garantizase la libertad eclesiástica de los Prelados en todo lo tocante al ministerio pastoral, como colación de beneficios, gobierno de los Seminarios, conferir órdenes sagradas, corregir y castigar á los clérigos, etc.; y 7.a, que el Gobierno español preparase desde luego el camino para el futuro restablecimiento de las Órdenes religiosas. El cumplimiento de las tres primeras Bases había de considerarse como riguroso preliminar de las negociaciones.

Consideró Castillo que la Nota del Cardenal Lambruschini envolvía un reconocimiento mutuo por parte de ambos Gobiernos: razón tenía para decir que después de esto «el Papa no podía dejar de reconocer á una Reina á cuyo Gobierno se dirigía para arreglar los asuntos eclesiásticos de su Reino», mucho más cuando en dicho documento se hacía constar que abrigaba el Sumo Pontifice una plena confianza en que no encontrarán (las Bases) ninguna dificultad cerca de una Augusta Señora que tiene por su mayor gloria el reinar en una nación tan católica como lo fué constantemente la España; pero aquel juicio parecía algún tanto prematuro si se tenía en cuenta la reserva for

mal estampada en el comienzo de la Nota, de que <el Santo Padre, por el hecho de tratar, no dejaba aquella actitud que tuvo por conveniente tomar en las deplorables disensiones del reino de España á la muerte de Fernando VII», reserva que, en último resultado, hacía depender el reconocimiento de la aceptación de las Bases.

No obstante esto, Castillo, sin consultar al Gobierno, se decidió á abrir la negociación; pero fueron inútiles cuantas gestiones hizo en el discurso de muchos días para que le admitiesen la plenipotencia; y aunque bajo su responsabilidad aceptó las condiciones fijadas por la Santa Sede, el Cardenal Lambruschini exigió la aceptación terminante y formal del Gobierno español, por lo cual nuestro Ministro resolvió venir á Madrid á traer en persona las Bases. Desconfiaba de su jefe, el Sr. Martínez de la Rosa, al que calificaba de insustancial, ligero é ignorante en materias eclesiásticas, y debía desconfiar, sobre todo, aunque en su soberbia no lo confesase, de que el Gobierno español pudiese aceptar su obra, es decir, la obra de la Corte romana, que él, sin autorización y sin discutirla, había aceptado con extremada facilidad. No se equivocó: los dos Ministros que principalmente estaban llamados á juzgar las pretensiones de la Corte romana entendieron que las Bases entrañaban gravísimas dificultades y eran de casi imposible ejecución. Acudió al Presidente «para oponer á la indecisión de sus meticulosos compañeros la energía de su carácter y la sed insaciable de gloria que siempre le ha devorado; y el General Narváez reunió el Consejo para tratar de tan grave asunto. El mismo Castillo, autorizado al efecto, expuso y defendió su obra en el seno del Gobierno; pero á la opinión de los Ministros de Estado y Gracia y Justicia se unió la del de Hacienda, y

sólo el de Gobernación, Sr. Pidal, se mostró dispuesto á aceptar la obra de la Curia romana. Narváez se hallaba indeciso, y para decidirle no vaciló Castillo en redactar un despacho que fechó en Roma, aunque claro es que estaba escrito en Madrid, prometiendo la sanación de las ventas de bienes del clero, y como esto no bastase, ofreció que á los quince días de regresar á su puesto enviaría una Nota oficial del Secretario de Estado consignando la promesa del saneamiento.

Con esto se decidió Narváez; las Bases fueron aprobadas; regresó Castillo á Roma; obtuvo del Cardenal Lambruschini la Nota referente á la sanación; hizo él, á su vez, la declaración relativa al juramento, y tras breve negociación, firmó el 27 de Abril de 1845 un Concordato fundado en las citadas bases. Al día siguiente escribió al Sr. Martínez de la Rosa dándole cuenta de lo convenido. Todos los artículos-consignó el señor Castillo en su carta-son, como digo de oficio, Ó conformes ó de ninguna manera contrarios á mis instrucciones y á lo ya concertado de antemano. El primero es la simple enunciación de la unidad de religión en España. En el segundo se establece provisionalmente respecto de los territorios eclesiásticos exentos, para el caso de necesidad, lo mismo que acaba de hacerse respecto de los Gobiernos eclesiásticos dudosos ó ilegítimos. En el tercero y cuarto se habla del arreglo de Seminarios conciliares. En el quinto, de las atribuciones y derechos de los Prelados. En este artículo se confirma el Breve de creación del Tribunal de la Rota y el famoso é interesante Concordato de 1753. En el sexto se pide y ofrece el patrocinio Real en favor de los Obispos para que sean tratados como corresponde. En el séptimo se expresa que S. M. cuidará de acrecentar en tiempo y lugar

oportuno, según se pueda, algunas Órdenes religiosas (1). El octavo contiene la devolución á la Iglesia de los bienes no vendidos y la manera provisoria de administrarlos. En el noveno va la promesa de dotar competentemente al clero. En el décimo la saneación de los bienes vendidos, que se hará por medio de un Breve especial.>

Mientras el Sr. Castillo llevaba á cabo estas negociaciones, discutióse en las Cámaras la ley de dotación del culto y clero, fijando para esta atención la suma de 159 millones de reales, aunque de un modo provisional y transitorio. Más que la cantidad se discutió la calidad de la dotación; esto es, si la dotación había de ser considerada como paga ó salario, en cuyo caso la Iglesia quedaba dependiente del Estado, y sus ministros eran como empleados asalariados por él; ó como indemnización ó renta, que era lo que, según los ultramontanos, exigía la independencia de la Iglesia. Esto último lo sostuvo el Sr. Peña Aguayo, y lo primero D. Alejando Llorente; pero el proyecto fué aprobado como se había presentado.

La primera impresión del Gobierno cuando recibió la noticia de haberse firmado el Concordato fué favorable, y Martínez de la Rosa se apresuró á manifestar á Castillo y Ayensa su satisfacción por la activi

(1) El texto del art. 7.o, que interesa conocer para poder juzgar del alcance de lo que después se hizo, dice asi:

«Art. 7. Se conservarán todos los conventos de religiosas que ahora existen y los pocos de religiosos que restan en los dominios de España, y además, considerando S. M. las ventajas de que son deudores á las Ordenes religiosas la Iglesia y el pueblo de España, y deseando mostrar su pronta deferencia a la Santa Sede, procurará, de concierto con la misma Sede Apostólica, que se restablezcan algunos nuevos conventos de religiosos con dotación conveniente, en el tiempo y lugar oportuno.»

« AnteriorContinuar »