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del edicto de Nantes, que hallándose establecida la libertad de cultos ó la tolerancia, se hubiese deshecho ese estado de cosas, recordó que á la sombra de la Constitución de 1869 se había pactado en tres Tratados la absoluta libertad de cultos, creado un derecho civil, y establecido una legislación penal por la que habían sido castigados cuantos atentaron contra dicha libertad; de modo que existía la posesión, había derechos adquiridos.

Negó que en virtud del art. 11 fuera á secularizarse el Poder. ¿Estaba secularizado el Estado español -dijo-cuando las leyes del Fuero Real y las de Partida protegian y defendían el culto de los judíos y de los moros?>

El Sr. Benavides consumió el tercer turno en contra, pronunciando un largo discurso, al que contestó el señor Rodríguez Vaamonde. Algunas frases de aquél hicieron que el Sr. Cánovas evidenciara que el Sr. Benavides había abogado y defendido, como Embajador de España en el Vaticano, lo mismo que impugnaba.

Por fin, el 16 de Junio quedó aprobado el art. 11 por 113 votos contra 40. De éstos, diez eran de radicales y constitucionales, cuyos votos, según declaró más tarde el Sr. Mazo, no podían sumarse con los 30 restantes, toda vez que sus puntos de vista eran totalmente distintos.

Como antes en el Congreso, una vez votado el artículo 11 y salvado así el gran obstáculo con que luchaba la aprobación del dictamen, el debate se deslizó en el Senado rápidamente, y seis días después, el 22 de Junio, quedó aprobado definitivamente por 130 votos contra 11 el proyecto constitucional.

CAPÍTULO XIX

Interpretación y aplicación del art. 11.-Actitud de la Santa Sede.-Circular de 5 de Septiembre de 1876.-Incidente en Mahon; Real orden de 23 de Octubre de 1876.--Incidente de Iznatoraf; Real orden de 21 de Octubre de 1877.-Cambio de Nuncio; nombramiento de Monseñor Cattani.-Cuestiones pendientes entre España y la Santa Sede.

La aprobación del art. 11 significaba el vencimiento del moderantismo intransigente y la afirmación de la existencia del partido liberal conservador, y libró á la Restauración, mediante aquella fórmula que, huyendo de todo radicalismo, respetaba las creencias del pueblo español, de uno de los mayores peligros que le amenazaban.

Grande, inmenso fué el servicio prestado por el señor Cánovas, á fuerza de talento, de perseverancia y de habilidad, no sólo á la Monarquía restaurada, sino al país todo; pero la meritoria labor del insigne estadista no terminó con la promulgación del Código fundamental, porque la interpretación y aplicación del artículo 11 constituyó un grave problema que puso prueba las dotes del jefe del Gobierno.

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Afortunadamente, la Santa Sede, una vez promulgada la Constitución, no se colocó en la actitud intransigente que algunos esperaban, sino que, por el contrario, adoptó temperamentos de moderación que fa

cilitaron la labor gubernamental. Verdad es que, como era lógico y natural, protestó altamente delante de Dios, del Episcopado y de toda la católica España contra toda innovación ofensiva á los sagrados derechos de la Iglesia, contra toda violación del Concordato y contra todas las consecuencias que pueden temerse del infausto principio de la libertad ó tolerancia de cultos heterodoxos» (1); pero no lo es menos que recogiendo las declaraciones hechas por los Ministros durante la discusión, acerca del sentido y del alcance del art. 11, y estimando que constituían un verdadero compromiso contraído por el Gobierno con la Nación y con la Santa Sede, declaró que confiaba en que la conducta del Gabinete de Madrid evitaría al Pontífice el tener que adoptar otras resoluciones.

«Tiene, por tanto, la Santa Sede-dijo-motivos para creer que, no obstante la tolerancia religiosa, decretada por la nueva Constitución, en las leyes orgánicas sucesivas serán plenamente respetadas las prerrogativas de la Iglesia y la autoridad de los Obispos. Y, por consiguiente, al tenor de lo prescrito en el Concordato de 1851, la enseñanza en las Universidades, en los Colegios y en todas las Escuelas públicas y privadas será enteramente conforme á la doctrina de la Religión católica; y los Prelados diocesanos podrán libremente vigilar sobre la pureza de la fe y de las costumbres, y sobre la educación religiosa de la juventud, sin encontrar obstáculo alguno en el ejercicio de este santo deber. Se asegurará además á los mismos Prelados plena libertad en el uso de sus facultades y en las funciones propias del oficio pastoral; y aun el Gobierno mismo les ayudará con toda eficacia y les prestará la fuerza

(1) Nota del Cardenal Secretario de Estado al Embajador de S. M.; fecha, 16 de Agosto de 1876.

del brazo secular, para resistir y oponerse á la maldad de los hombres interesados en pervertir las almas y en corromper las costumbres de los fieles y para impedir la impresión, introducción y circulación de libros impíos y nocivos á la fe y á la buena moral.

>Entre tanto, el Santo Padre se complace en confortarse con la esperanza de que S. M., acordándose de la fe y de la piedad que recibió en herencia de sus Augustos predecesores, tratará de corresponder al título de católica que ha sido siempre uno de los más gloriosos para los Soberanos españoles, y que haciendo justicia á las razonables demandas de la Santa Sede, querrá impedir los graves males de que se halla amenazada la Religión de sus súbditos, y favorecer con toda eficacia la causa de la Iglesia, la cual es inseparable de la seguridad de los Tronos y de la prosperidad de las Naciones. Su Santidad confía en que los actos sucesivos del Gobierno de Madrid, respondiendo á sus declaraciones recientes, no pondrán á la Santa Sede en la dolorosa necesidad de tomar aquellas providencias bastantes á mantener su dignidad y los intereses de la Iglesia española.»

Á esta actitud mesurada y discreta respondió la conducta del Gobierno, el cual tuvo bien pronto ocasión de intervenir con resoluciones que fijaban el sentido y el alcance que daba al art. 11, de acuerdo con las manifestaciones que había hecho en las Cámaras; por cierto que aquéllas, tergiversadas por la prensa, no sólo sirvieron de arma de oposición á los partidos extremos, sino que hicieron preciso que se cruzaran en el terreno diplomático algunas explicaciones.

Se dijo que se había prohibido la venta de las biblias, el canto de himnos en el interior de los templos, los anuncios en la parte exterior de éstos, y la apertura de las puertas durante las ceremonias religiosas:

en tal aserto bubo exageración en una parte, y notoria inexactitud en otra.

No se prohibió la venta de las biblias; lo que se prohibió fué el anuncio de la venta en las calles públicas á gritos, y esto por dos razones: porque tal anuncio á gritos en las calles estimó el Gobierno que constituía una manifestación pública prohibida por el párrafo 3.o del art. 11; y porque en materia de anuncio de libros, folletos y periódicos á gritos por las calles, todo Gobierno tiene indiscutible derecho de permitirlo ó prohibirlo, según las circunstancias y como asunto de orden público.

Tampoco prohibió el canto de los himnos dentro de los templos á las horas regulares en que se celebran los cultos, sino la gritería que armaban en uno protestante á las diez de la noche; y esto en virtud de queja de los vecinos, cuyo descanso se interrumpía por aquel medio. El Gobierno entendió que esa prohibición podía adoptarla, no sólo respecto de los cultos disidentes, sino tratándose del católico, no obstante ser éste el único reconocido, profesado y protegido por el Estado, porque si los individuos pertenecientes á religión distinta de la católica tenían derecho á celebrar su culto dentro del templo ó edificio á este objeto destinado, los vecinos le tenían también á que, cuando menos de noche, se respetase su derecho á la tranquilidad y al descanso dentro del hogar.

Á la especie de que se prohibía tener abiertas las puertas de un templo protestante mientras se celebraban las ceremonias del culto dió pretexto un jesuíta español apóstata, el cual, en San Fernando, hizo construir unos tabiques ó empalizadas unidas al templo dejando un espacio abierto, de manera que venía á ser como si se hubiese convertido la vía pública en capilla protestante, pues nadie podía pasar por aquélla sin ver

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