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de la estimación de todos sus conciudadanos. En circunstancias ordinarias ninguna dificultad tendría S. M. en complacer al Santo Padre en este punto; mas cuando se trata de opiniones, y opiniones enlazadas con los asuntos políticos del Reino, es el deber de S. M. sostener su nombramiento.

>El Sr. Villanueva, como diputado á Cortes, mereció el aprecio universal; como eclesiástico y escritor, merece asimismo el de los fieles y los doctos. Si sus doctrinas son miradas en Roma con otros ojos que en España, es por efecto de las diferentes pretensiones ó política que observan varias Cortes en materias que ninguna relación tienen con el dogma.

>Acceder á las pretensiones de la Santa Sede de que se nombre otro Ministro, sería condenar tácitamente las doctrinas del Sr. Villanueva, y confesar que un diputado á Cortes es responsable de sus opiniones á un Príncipe extranjero.

»S. M. es demasiado constante en sus principios para desmentirlos de este modo, y así, supuesto que Su Santidad no quiere admitir al Sr. Villanueva por su Ministro Plenipotenciario, se ha visto en la dura necesidad de resolver por su parte que V. E. se retire de los Estados de su Monarquía, para lo cual le envío de Real orden los pasaportes necesarios.

>Esta determinación de S. M. no altera en nada sus sentimientos de adhesión al Santo Padre y á la Iglesia, ni tiende á interrumpir las relaciones que existen entre las dos Cortes, y como está seguro de su proceder y de sus rectas intenciones, no será responsable de los males que puedan resultar de semejante resolución, en que no se mezclan otros intereses que los de la política..

Tuviese ó no razón la Corte de Roma para no aceptar el nombramiento del Sr. Villanueva, es lo cierto

que estaba en su derecho al rechazarlo, y que la comunicación del Ministro de Estado al Nuncio y la medida adoptada con éste eran completamente extemporáneas. De aquí que Monseñor Giustiniani contestase protestando contra una violación manifiesta del derecho de gentes reconocido universalmente, y sosteniendo, con numerosas citas de los tratadistas de la ciencia internacional, el derecho que tiene cada Soberano para no admitir un Ministro á quien cree no poder otorgar su confianza (1). Como el mismo día en que se escribió la Nota del Ministro se trató de este asunto en las Cortes, el Nuncio hizo alusión á esto en los siguientes términos:

«El Nuncio Apostólico, después de haber escrito la presente Nota, ha visto hoy con dolor, y con no menos grave sorpresa, las públicas, calumniosas é injustas recriminaciones que le hizo ayer en las Cortes el Sr. Ministro de Gracia y Justicia en un discurso que aumenta y hace más cruel la ofensa que se hace al Santo Padre (en cuyo nombre y por cuyas expresas órdenes ha obrado siempre el infrascrito), que parece dirigido únicamente á excitar contra él las pasiones, y á que no desciende á responder por no faltar á la propia dignidad, y por hallarlo opuesto á las comunicaciones oficiales y á las reglas diplomáticas.>

Razón tenía el Nuncio para expresarse en estos términos, porque el acto que realizó el Ministro de Gracia y Justicia era incalificable por la torpeza que revelaba.

Motu proprio, sin excitaciones extrañas, sin que ningún diputado le preguntase acerca de ello, el Ministro de Estado, en la citada sesión del 23 de Enero de 1823,

(1) Nota del Nuncio al Ministro de Estado; fecha, 24 de

Enero de 1823.

dió cuenta de que habiendo sido nombrado Representante del Gobierno cerca de Su Santidad el presbítero Sr. Villanueva, éste se vió detenido en Turín por un aviso del Santo Padre, diciéndole que no se le permitía pasar adelante hasta que el Gobierno español hiciese la elección de otra persona; que el Cardenal Consalvi había tratado de justificar esa determinación manifestando que las opiniones del Sr. Villanueva, expresadas en sus escritos, particularmente en las Cartas de D. Roque Leal, y como diputado á Cortes, eran subversivas y contrarias á la Santa Sede; y que en virtud de esto se habían entregado los pasaportes al Nuncio. Esto, aun partiendo de un concepto equivocado, no era vituperable; pero á continuación el Ministro de Gracia y Justicia, queriendo defender la conducta del Gobierno, dirigió rudos ataques al Nuncio.

«El Nuncio de S. S.-dijo-desde los principios de nuestra feliz revolución ha declarado una guerra abierta á las reformas que han sido necesarias en el estado político del clero, y no ha perdonado ninguna de aquellas medidas que ha creído convenientes para oponerse á las resoluciones que en su opinión gratuita fuesen contrarias á la Santa Sede.-Las consecuencias que han resultado de los escrúpulos de esta opinión las sabe el Gobierno y quizá la Nación entera; y ciertamente que no nacen del espíritu de humildad y mansedumbre que debería animar al R. Nuncio. No

diré

que él sea el tizón de la discordia; pero hasta cierto punto el Gobierno tiene motivos para creerlo así.>> Si se buscaba la ruptura con Roma, el pretexto estuvo mal elegido. ¿No consultaba la Santa Sede con el Gobierno español, siempre que trataba de variar de Nuncio, el nombre del sucesor? ¿No tenía aquélla, como éste, el derecho de decir que tal ó cual sujeto no era persona grata? Si el Nuncio había protestado de las

medidas adoptadas por el Gobierno en materias eclesiásticas, ¿no estaba perfectamente en sus atribuciones el hacerlo? ¿Había derecho para expresarse como lo hizo el Ministro de Gracia y Justicia?

Á la Nota de Monseñor Giustiniani quiso replicar el General San Miguel; pero la réplica quedó sin curso, porque el Nuncio se apresuró á salir de Madrid.

De este modo quedaron nuevamente interrumpidas las relaciones entre España y la Santa Sede. La ocasión no podía ser menos oportuna, porque precisamente en aquellos momentos parecía próxima á resolverse una cuestión que preocupaba mucho á los Gobiernos de las naciones católicas, y que hacía ocho años era motivo de negociaciones por parte del Gabinete de Madrid; nos referimos á la sucesión de Pío VII.

En efecto, ya en 1814, temiéndose el próximo fallecimiento del Papa, se habían enviado instrucciones á nuestro Embajador en Roma, indicándole la preferencia de la Corte de Madrid por los Cardenales Mattei y Di Pietro. Desvanecido el peligro, no volvió á hablarse por entonces de la reunión del Cónclave; pero á mediados de 1817, con motivo del alarmante estado de Pío VII, envió Vargas Laguna un extenso despacho (1), haciendo un detenido estudio de la composición del Colegio cardenalicio, exponiendo las condiciones de cada uno de los Cardenales, distinguiendo entre éstos los llamados rojos, porque habían secundado los deseos de Napoleón y se les permitió usar las insignias de su dignidad, de los titulados negros, que se vieron privados de sus distintivos por contrariar la política de aquél, y apuntando, finalmente, la conducta

(1) Despacho de D. Antonio Vargas Laguna, Embajador de S. M. en Roma, á D. José Pizarro, primer Secretario de Estado; fecha, Roma 30 de Junio de 1817.

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que convenía observar y la necesidad de oponerse á la elección de Consalvi, Sommaglia, Caselli, Brancadoro y Oppizzoni. Conforme con estas indicacionas el Gobierno, se ordenó al Embajador que, llegado el caso, diese la exclusiva á dichos Cardenales, y sobre todo á Gravina (1), y se designó á los Cardenales Gardoqui, Bardaxí y De Gregorio para representar á España en el Conclave, gestionándose al propio tiempo un acuerdo con las Cortes de los Borbones y con la de Viena, acuerdo que se estimó seguro respecto á las primeras y muy probable en cuanto á la última, pues Austria no mostraba interés especial por ningún candidato.

El movimiento revolucionario de 1820 y la restauración en España del sistema constitucional influyeron grandemente en el estado de las cosas. Las instrucciones que en 1822 se enviaron á nuestro Representante en Roma no dejan lugar á duda. «El restablecimiento de la Constitución-se le decía (2),-las reformas consiguientes, el estado de oscilación en las opiniones que produce toda mudanza política, y la necesidad de plantear un arreglo definitivo en varios puntos, más o menos enlazados con materias eclesiásticas, son otras tantas causas que hacen de sumo interés para la España el que el individuo destinado al Pontificado esté dotado de la necesaria ilustración, para no confundir los derechos del Primado de la Iglesia con las exageradas opiniones, nacidas á su sombra, y bastante conocedor del espíritu del siglo, para no producir un mal grave al Estado, no menos que á la Iglesia, con pretensiones infundadas ó una

(1) El Cardenal Gravina habia desempeñado, como queda dicho, la Nunciatura en España durante algunos años, en los reinados de Carlos IV y Fernando VII.

(2) R. O. de 29 de Abril de 1822, dirigida al Encargado de Negocios de España en Roma, D. José Narciso Aparici.

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