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CAPÍTULO PRIMERO

Estado de las relaciones entre España y la Santa Sede al comenzar el siglo XIX.-Antecedentes; el Concordato de 1717, el de 1737 y el de 1753; génesis, significación y consecuencias de estos Pactos.

Al iniciarse el siglo XIX acababa de morir en Valença, á los ochenta y un años de edad, y después de cuatro y medio de Pontificado y de uno y medio de cautiverio, el Papa Pío VI (Cardenal Juan Ángel Braschi), y había sido elegido para ocupar el Trono Pontificio el Cardenal Bernabé Chiaramonte, que tomó el nombre de Pio VII y confió la Secretaría de Estado al Cardenal Consalvi; ocupaba el Trono español el débil Carlos IV, era Ministro de Estado D. Pedro Cevallos (1), desempeñaba la Nunciatura en Madrid el Arzobispo de Pirgi D. Felipe Casoni (2), y representaba á España en Roma D. Pedro Gómez Labrador.

Las relaciones entre la Santa Sede y el Gobierno es

(1) D. Pedro Cevallos Guerra, Plenipotenciario que había sido cerca del Rey de las Dos Sicilias, fué nombrado Secretario de Estado, en reemplazo de Saavedra, en 13 de Diciembre de 1800.

Estaba casado con D.a Josefa Álvarez Pelliza, prima hermana de D. Manuel Godoy.

(2) Monseñor Casoni habia sido nombrado Nuncio en Madrid á fines de 1794.

pañol hallábanse reguladas por el Concordato de 1753, que negoció felizmente, bajo la dirección del ilustre Ministro D. José de Carvajal y de Lancaster (1), el Embajador en Roma, Cardenal Portocarrero, auxiliado por el Auditor de la Rota D. Manuel Ventura de Figueroa; Concordato del que dijo Mayáns y Ciscar, <que las ventajas que de él resultaban á la Monarquía española eran tantas y tan extraordinarias, que si antes alguno las hubiera expresado, se hubiera creído ciertamente que dejaba lisonjearse su fantasía con ideas vanísimas».

Había sido, efectivamente, este Concordato un triun. fo para sus negociadores, pues en él quedó resuelta la cuestión del Patronato de la Corona, que ya antes hubieron de analizar y concretar D. Melchor de Macanaz en su famoso pedimento de los cincuenta y cinco párrafos y el Abad de Vivanco en su Memorial; pero así y todo, no puso fin ese pacto á los motivos de discordia que existían entre ambas Cortes, y prueba de ello es que no tardó en plantearse una vez más la cuestión de las facultades del Nuncio.

La escuela ultramontana no ha sido, en realidad, una escuela española. Por esto nuestros Monarcas, aun aquellos tan sinceramente católicos, mejor dicho, tan notoriamente devotos como Felipe II, Felipe III y Felipe IV, dieron oídos á las reclamaciones de los pueblos y procuraron, cual más, cual menos, según su temperamento y según sus circunstancias, dejar á

(1) El ilustre Carvajal, al que debió España la paz que disfrutó durante el reinado de Fernando VI, consultó con los hombres que más se distinguían por sus conocimientos en materia de regalias, como los camaristas Marqués de los Llanos y D. Blas Jover y Alcázar, el Abad de la Trinidad de Orense, Auditor de la Rota, y el Canónigo de Zaragoza, don Jacinto de la Torre.

salvo las prerrogativas del poder civil y poner coto á las crecientes invasiones y á las irritantes exigencias de la Curia romana. Con esto no hicieron, después de todo, otra cosa que atemperarse á la tradición, pues ya Alfonso XI, al regular en 1328 y 1348 el Patronato Real, decía que costumbre antigua es en España que los Reyes de Castilla consientan las elecciones que se han de hacer de los Obispos y Perlados, porque los Reyes son Patrones de las Iglesias; y costumbre antigua fué siempre, y es guardada en España, que quando algún Perlado ó Obispo finare, que los Canónigos é otros qualesquier, á quienes de Derecho y costumbre pertenece la elección, deben luego hacer saber al Rey, por mensajero cierto, la muerte del tal Perlado ó Obispo que finó; é antes de esto no puedan, ni deben elegir el tal Perlado ó Obispo; é otrosi, desque el tal Perlado ó Obispo fuere elegido como debe, y confirmado, fué y es costumbre antigua, que antes que haya de aprehender posesión de la Iglesia, deben venir por sus personas á hacer reverencia al Rey». Enrique II consignaba en Burgos, en 1373, que «todo lo que tienen y poseen (los Monasterios y Abadengos) fué dado por limosnas de los Reyes nuestros antecesores, y porque son tenudos los Religiosos, ó quien las dichas limosnas fueron dadas, de rogar á Dios por los dichos nuestros antecesores», y los Reyes Católicos declaraban que la Real preeminencia era «derecho ganado por los Reyes por respecto de la conquista que hicieron de esta tierra». Felipe II creó, por Real Cédula de 6 de Enero 1588, el Supremo Consejo de la Cámara para que cono ciese de los negocios peculiares al Patronato; y en tiempo de Felipe III, no sólo se envió á Roma la embajada de Chumacero y Pimentel, sino que el Consejo de la Cámara, con los datos reunidos por D. Martín de Córdoba y D. Jerónimo Chirivoga,

llevó a cabo, no sin dar lugar á protestas del Nuncio, múltiples reivindicaciones en favor de la Corona.

Durante el reinado de Felipe V, la escuela regalista, buena ó mala-ahora exponemos hechos, no emitimos juicio, pero evidentemente más española que la ultramontana, cobró grandes vuelos, llegando á su apogeo en la época de Carlos III; y en tiempo de Doña Isabel II apareció aquélla supeditada á un interés político del momento, al propósito de conseguir el reconocimiento de la Reina por la Santa Sede.

Obra de ese escuela fueron los Concordatos, que, sean ó no pactos internacionales perfectos, inauguran un régimen de transacción, cuyo desarrollo conviene exponer, siquiera ligeramente, como antecedente necesario de las relaciones entre España y la Santa Sede durante el siglo XIX.

El primero de los Concordatos es el de 1717, cuya génesis es tan interesante como instructiva.

Clemente XI, que como Francisco Albani, siendo Cardenal, y en vista de los documentos enviados á Roma, había declarado con los Cardenales Espada y Panciatici ser llamado á esta corona el delfín de Francia, una vez que ocupó el solio Pontificio reconoció al Archiduque Carlos por Rey de España. Felipe V, aunque ofendido por esta inconsecuencia, no deliberó nada dice el Marqués de San Felipe (1)-antes de oir al Consejo de Estado, á los Consejeros del Gabinete, y á algunos Ministros del Consejo Real de Castilla. Y para asegurar más su conciencia mandó que el P. Robinet, de la Compañía de Jesús, su confesor, juntase los Teólogos más acreditados, y que diesen su dictamen sobre si podía desterrar de los Reinos de España al Nuncio y prohibir su Tribunal.

(1) Memorias del Marqués de San Felipe, lib. X.

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