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"Carlos II, lo confiesan los grandes de España, porqué los

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que se hallaron presentes me lo dijeron: lo confiesa toda "la villa de Madrid, lo confiesa y afirma el duque de Moles : "lo confiesan las cartas que se enviaron al Señor Emperador; para que con providencia y seguridad enviara al archiduque "de Austria á España, que no se ejecutó por no dar ocasion "á las tiranías de Francia: lo confiesan los mismos franceses; porqué toda la Francia da las gracias de este "llamamiento del duque de Anjou, no á Don Carlos II "de quien hablan indecentemente, sinó es al cardenal de "Toledo. Sabe ser esto así Luis XIV, y lo sabía con mucho tiempo, y á esta causa aplicó sus militares á las fronteras "de España, para que con el recelo de los españoles por no “tolerar algun estrago, violentos llevarán su nieto á España; "y de ser esto cierto, está cierto todo el orbe."

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A estas dudas y sospechas dió motivo la conducta imprudente y desacordada del partido vencedor, que ciego de ambicion y arrojo, atropelló hasta las reglas mas comunes de la discrecion y el decoro. Basta leer lo que refiere el mismo marques de San Felipe en sus Comentarios, sobre el modo de otorgar el testamento Carlos II, para ver cuan justificadas estaban todas las desconfianzas que escitó aquel estraño proceder, en medio de la agitacion y conflicto de pasiones é intereses que se chocaban entónces respecto de un negocio tan importante, tan grave y de tan estraordinaria trascendencia. Si el testamento era cerrado, como lo indican las firmas de los testigos en la cubierta, parece que el secretario del despacho Don Antonio de Ubilla, como notario habilitado para el caso, era la única persona que debía intervenir para estender en forma lo que el rey le ordenase por sí mismo sin sugestion agena; puesto que despues de tantas consultas como habían precedido, no podía ménos de tener el ánimo formado antes de aquel momento. El cardenal Portocarrero

y Don Manuel Arias, que se encerraron con el moribundo príncipe (apartando á los circunstantes, ménos al cardenal Portocarrero y Don Manuel Arias, dice San Felipe), siendo ambos á un mismo tiempo, gefes del gobierno y de la faccion que promovía los intereses de uno de los pretendientes, no podían ménos de escitar contra sí vehementes sospechas; y la delicadeza, cuando no otras consideraciones, exigía que, como ellos, asistiesen otras personas de opinion distinta, ó que estuvieran indiferentes en la cuestion de partido, para alejar todo recelo y duda acerca de la libertad del rey. El secretario del despacho Don Antonio de Ubilla, aunqué dice San Felipe que no era para los gefes de la bandería dominante de la mayor confianza, no bastaba para alejar temores y desconfianzas, siendo aquel ministro un cortesano que servía á todos los partidos. Y aunqué se supone tambien, que mas adelante negó que hubiese intervenido fraude en el testamento, cuando se quedó en Madrid á la entrada del archiduque, esta circunstancia nada prueba en el caso presente. Las impresiones y sospechas del público se originaron en la conducta temeraria del cardenal y demas gefes de la faccion en el acto de otorgar el testamento; acto, en el cual era necesario haber procedido, no solo con la legalidad de fórmula, suficiente en casos comunes y ordinarios, sinó con la mayor escrupulosidad y delicadeza, á fin de quitar todo pretesto á las dudas y cavilaciones de los partidos. La falta de esta circunspeccion dió motivo á las sospechas y disgustos que al fin sumieron el reino en una sangrienta guerra. Esta calamidad ya no se reparaba con que el secretario del despacho, Don Antonio de Ubilla, confesase ó negase despues el fraude que se había sospechado, y que fué, en mucha parte, causa de la guerra. Lo que es cierto es, que la opinion del público entonces le envolvió á él tambien, como cómplice de la impostura; pues su presencia como notario no evitó la

desconfianza con que se miró aquel acto en todo el reino. La penetracion y esperiencia de ministro debían hacerle preveer, que siendo él quien estendía el testamento, se cargaba con la inmensa responsabilidad de servir de testimonio de la legalidad de una disposicion de que estaban pendientes tantos y tan grandes intereses; y era, cuando ménos, una presuncion muy reprensible en un funcionario público suponer que la opinion de integridad y fortaleza que gozase, fuese capaz por sí sola de contrarrestar el torrente de resentimientos y pasiones que iba á concitar contra sí; especialmente cuando se reflexionase sobre el carácter del cardenal Portocarrero y Don Manuel de Arias, únicos que podían deponer de su pureza y fidelidad. El que sostuviese la legalidad del testamento en presencia del archiduque mas adelante, podrá ser favorable á su reputacion privada de persona de probidad, mas no á su circunspeccion y prudencia como hombre de estado, que es el punto mas esencial en esta cuestion; para no hablar aquí del interes que tenía de no envilecerse para siempre á los ojos de aquel príncipe, confesando una prevaricacion imperdonable en un funcionario de su categoría. De estas y otras muchas reflexiones que se podían hacer sobre el caso, resulta, no solo la temeraria conducta del partido que, atropellando todas las consideraciones de justicia y de política, impidió que se consultase á la nacion, y se buscase en su consentimiento la legalidad y la fuerza de una decision tan importante; sinó tambien la urgente necesidad de poner término á semejantes escándalos, tomando todas las precauciones para que no se volviesen á repetir en lo sucesivo. La prudencia y sabiduría con que lo había conseguido la reforma constitucional aparecerá mas adelante, y en las disposiciones adoptadas al intento se verá tambien, que se procedió en todo con la debida consideracion á casos prácticos y recientes dentro de España.

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El autor de donde se han sacado los dos pasages que anteceden, pertenecía al partido celoso y patríotico que se esforzo, en el reinado de Carlos II, para evitar la catástrofe que sobrevino á su muerte. Para ello este escritor, siguiendo el ejemplo de otros contemporáneos, presentó á aquel príncipe diferentes planes de reforma en los principales ramos de la legislacion y administracion pública, habiéndose dirigido despues á la Junta magna, como lo hicieron muchas personas de luces y amantes de su patria en aquella triste época. Desengañado, como todos los demas, de lo infructuoso que era esperar ningun remedio del gobierno de aquel príncipe, parece que convirtió su atencion y su celo á sugerir sus pensamientos y sus ideas á los ministros de Felipe V, viendo ya á este monarca en posesion de la corona. Convencido á poco tiempo de que el nuevo gobierno seguía una senda equivocada, y que cada dia enagenaba mas los ánimos con sus desaciertos, determinó abandonar los negocios públicos, y consagrarse asuntos privados de su religion, emprendiendo para ello un viage á Roma. Sus amigos y conocidos en Madrid le estrecharon á que pasase por Paris, á fin de que con sus consejos y reflexiones pudiese influir en el ánimo de los ministros de Luis XIV, si lograba acceso á ellos, para que este príncipe desviara á su nieto del precipicio á que corría con la errada política que seguía en España. Despues de muchas dificultades y dilaciones, consiguió entrar en comunicacion con algunos personages de la corte, pero á poco tiempo penetró que el mal no tenía su orígen donde él y sus amigos en España habían creido. El gabinete de Versalles dirigía totalmente el gobierno de Madrid, y le sugería todas las máximas de política y administracion que este seguía. Mas este descubrimiento vino tarde, pues ya se había abierto incautamente con algunas personas que servían de intermedio para entenderse con los ministros franceses, y aun había

presentado á estos varios apuntes y memorias, en que esponía sus ideas acerca del régimen que se debía adoptar en España. Por fin, convencido de la inutilidad de insistir en su propósito, resolvió proseguir su viage á Roma; pero halló que se habían dado órdenes, no solo de estorvárselo, sinó de obligarle á que se volviese á España, aunqué para ello fuese necesario usar de violencia. Entónces conoció el peligro que corría, y habiéndose disfrazado, atravesó con mucha dificultad á España, y se dirigió á Portugal, donde se embarcó, y pasando por Malta, Sicilia, y Venecia llegó por último á Viena donde se declaró abiertamente por el partido austriaco. En esta corte reunió los papeles que le habían quedado, y con lo que ademas conservaba en la memoria sobre varios de sus escritos anteriores; formó su obra que dedicó al emperador Leopoldo I. Aunqué difusa y falta de método y crítica, de estilo desaliñado y algunas veces obscuro, contiene, como se ha indicado al principio de esta nota, muchas noticias preciosas para la historia de la época, sobre todo en la escasez que hay de memorias nacionales. Propone reformas sobre legislacion y varios ramos de la administracion pública, algunas muy atrevidas para aquel tiempo. Atendiendo á sus relaciones con muchas personas de influjo y autoridad entónces, es preciso creer que conocía las opiniones y modo de pensar de gran número de ellas en todas clases y situaciones. Su misma profesion de Religioso le proporcionaba ocasion de tratarlas con intimidad y confianza. Segun lo que él mismo dice, había sido guardian del real convento de Santa Lucía del Monte de Nápoles. Era hermano de Don Juan de la Bastida, que había sido muchos años confesor del marques de Villena, despues su contador mayor, y cuando este caballero pasó á Cataluña y á Navarra le asistió en el ejercicio de mayordomo mayor. Y hablando del carácter del marques de Villena añade, "Y yo con los favores que me ha hecho, le

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