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biéramos podido obcecarnos hasta tocar á rebato contra tantas cosas santas, y entregarnos á tan ruidosas declamaciones, sólo porque, en su natural y legítima aspiración á la unidad, la Santa Sede hubiese preferido el rito general de la Iglesia al especial de España, y formado empeño en el cambio que se operó con tal motivo. Precisamente es esto lo más conforme al espíritu que desde los primeros tiempos ha animado á la Iglesia de Jesucristo, la cual, sobreponiéndose á las diferencias de nacionalidad, ha aspirado siempre á la universalidad á que la destinó su Fundador divino. Y cuando vemos que uno de los caracteres más distintivos de las iglesias protestantes y cismáticas es el apellidarse nacionales, ínterin la Iglesia de Jesucristo se apellida Católica, es decir, universal, ¿iríamos nosotros á impugnar lo que hallamos tan en consonancia con su espíritu, y á censurar que en España sustituyese la Santa Sede al ritual español el de la Iglesia católica apostólica romana?

Otras alteraciones se hicieron en la constitución religiosa y política de España con posterioridad á la muerte de San Fernando; pero de ellas trataremos en el siguiente período de esta HISTORIA.

VI. Al examinar la constitución política, debemos observar ante todo que, como más arriba indicamos, la nación no formaba un solo reino, ni estaba gobernada por un solo monarca, sino que se hallaba fraccionada en mil pedazos á consecuencia de la invasión sarracena. Así vemos ir naciendo, unos en pos de otros, diversos reinos que van levantándose entre los escombros de la derruída monarquía gótica: tales son, el reino de Asturias, el más importante de todos por su antigüedad, y el más fácil de estudiar por lo clara que se nos presenta su historia; el de León, inaugurado á principios del siglo x, en que Ordoño II, al suceder á su hermano D. García, toma el título de este reino; el de Galicia, cuyo origen se debe á don Alonso el Casto, que, desmembrándolo del suyo, lo dió á su sobrino D. Ramiro hacia el año 835; el de Navarra, erigido en la persona de García Jiménez desde los primeros tiempos de la reconquista, si bien hay quien retrasa un siglo su fundación, dilatándola hasta el 824; el de Sobrarbe, que puede considerarse contemporáneo al anterior; el de Rivagorza, que ya durante la monarquía gótica existía con el título de condado, y

aparece después con el de reino; el de Aragón, que probablemente nació con Íñigo Arista, hijo y sucesor de García Jiménez, muerto el año 758; el Condado de Castilla, que, aunque constituído y unificado bajo el conde Fernán González en el primer tercio del siglo x, existía ya desde antes, compuesto de muchos otros; y el condado de Barcelona, erigido á principios del siglo Ix, cuando los barceloneses, á fin de libertarse de los árabes, se pusieron bajo la protección de Carlo-Magno.

No entra en el plan de nuestra obra reseñar las vicisitudes de estos reinos hasta la época de su refundición en uno solo: asunto es este más propio de la historia constitucional y polítiça que de la historia legal. Baste á nuestro propósito decir que en los principales de ellos, que eran los de León y de Castilla, la corona continuó siendo á la vez hereditaria y electiva, como lo había sido en tiempo de los godos. Los Obispos y grandes elegían, luego de fallecido el monarca, al que había de sucederle en el trono, recayendo generalmente la elección en la familia del difunto; pero no había ley de sucesión á la corona, ni estaba admitido como principio inconcuso el de la primogenitura. Se respetó, sin embargo, en muchos casos, sobre todo en los siglos XI y XII, en que había ido prevaleciendo la sucesión hereditaria. Á ello había contribuído la práctica introducida por los Reyes de asociar al gobierno á sus hijos ó parientes, ó procurar que se les designase de antemano para sucederles, asegurándoles de este modo la posesión de la corona (1).

La autoridad real continuaba en la plenitud de sus funciones, salvas las desmembraciones que el estado de guerra había producido en ella. El Rey mandaba los ejércitos, administraba justicia, y se posesionaba como dueño y señor de los territorios ganados á los infieles.

El oficio palatino, que en tiempo de los godos se llamó curia, luego cohorte, y por último corte, se componía de los grandes y nobles, que continuaron recibiendo la denominación

(1) Así lo hizo Adosinda, mujer de D. Silo, con su sobrino D. Alonso. El Rey Casto llamó ȧ Cortes para que en ellas se declarase sucesor à su primo D. Ramiro. Ordoño I fué asociado al gobierno y reconocido en vida de su padre. Fernando el Grande dió parte en el gobierno á sus tres hijos, y consta por repetidas memorias que reinaban con él. Por estos medios indirectos se fué insensiblemente arraigando la costumbre de la sucesión hereditaria, que pasó después á ser ley fundamental del reino.

de comites. Los más notahles entre los empleos de palacio eran el de mayordomo y el de armigero (armiger Regis), que era el jefe de las fuerzas de la real casa, y llevaba las armas del rey cuando salía á campaña.

VII. Aunque la situación de las clases populares se había modificado, no es posible decir que en absoluto se hubiese mejorado. Estaban sometidos los hombres del pueblo á cuatro especies de señorío, conocidos en León y Castilla con los nombres de Realengo, en que los vasallos no reconocían otro señor que el rey; Abadengo, en que ejercían la jurisdicción los abades ó prelados; Solariego, el de los señores sobre los colonos que habitaban sus tierras y las labraban pagando la renta denominada infurción; y Behetría, en que los vasallos podían mudar de señor cuando quisieran. Acerca de este último, especialísimo por su carácter y muy señalado en nuestra historia, vamos a dar aquí algunas noticias.

Toma su origen la voz behetría de la latina benefactoria, que más tarde se pronunció benefactria, y fué sucesivamente convirtiéndose en benfetria y behetria; señorío en que el vasallo elegía por jefe á la persona de su agrado, ya entre los de un mismo linaje, ya sin limitación alguna, ó de mar á mar, como entonces se decía. Fué el fin de esta institución el de procurarse los vecinos del pueblo en el señor, quien los amparase y protegiese cuando necesitasen de ayuda; yeste carácter lo prueba, entre otros documentos, una disposición del fuero de Castrojeriz, que, recomendándola á los vecinos, les dice: Habeant signorem qui BENEFECERIT illos. En esto se diferenciaba del realengo, del abadengo y del solariego, menos favorable á los derechos de los vasallos. No se infiera, sin embargo, de lo dicho que las behetrías eran como una república independiente del dominio de la corona. La autoridad real ha tenido siempre en España supremacía absoluta sobre las clases todas del Estado, y la persona del Rey ha sido constantemente el centro de unidad y la fuente de toda jurisdicción y señorío.

Dió motivo á la institución de las behetrías la confusión y desconcierto que produjo en España la invasión sarracena, cuando, caído á tierra el poder de los monarcas godos, quedaron los pueblos indefensos, teniendo que buscar su salvación en la protección de los poderosos.

Conociéronse en un principio dos clases de behetría: la individual ó de personas, y la de villas y ciudades. De la primera apenas hacen mención nuestros historiadores antiguos, aunque sí las leyes. Mejor conocida y estudiada la segunda, se la ha distinguido en las dos clases de mar á mar y de linaje. La behetría de personas era un contrato, generalmente consignado en escritura, por el cual un individuo reconocía el señorío de otro sobre su persona y familia, quedando obligado el último a proteger y amparar al primero. La behetría de villas y ciudades era el mismo señorío ejercido sobre las poblaciones, el cual recibía los varios nombres indicados, según que por el pacto de su constitución se permitía á los habitantes elegir señor á quien quisiesen sin restricción alguna, ó estaban obligados á hacerlo entre los de un linaje. La behetría de mar ú mar era la más ventajosa, y la que más libertad daba á los protegidos. Así, en 1132, los vecinos de Brimeda, en el reino de León, se hicieron vasallos de la iglesia de Astorga, dejando la protección de otros señores, porque no les favorecían ni amparaban, aunque se habían acogido á ella abandonando la de la misma iglesia, á que antes habían estado sometidos. Esta escritura de vasallaje se encuentra en la iglesia de Astorga.

Pero las behetrías de linaje, ó entre parientes, fueron las más numerosas, llegándose hasta estipular en ellas la división del señorío entre los herederos del difunto, lo que dió causa á rivalidades y desa venencias entre los señores, que redundaron en daño de la tranquilidad pública. Llamóse devisa á cada una de las partes de la behetría así dividida, y deviseros á los poseedores del señorío.

La constitución de las behetrías variaba mucho, así en las reglas por que se regían, como en los servicios y tributos que se prestaban. No entraremos en estos pormenores. Además, las behetrías de linaje, merced á las continuas divisiones y subdivisiones de las herencias, pudieron muy bien quedar reducidas á behetrías de personas. Esta institución fué perdiendo importancia á medida que se conquistaron de los moros los pueblos de que se habían apoderado; y aunque se la ve todavía en los siglos XIII y XIV, no queremos hablar de sus vicisitudes posteriores, que reservamos para el lugar oportuno.

Si no tan interesante como el de la behetría, lo es también,

sin embargo, el conocimiento del solariego. Bueno será decir, ante todo, que la condición de los solariegos en España no ha sido bien apreciada por nuestros historiadores, ni era tan dura como ellos han creído. Basta, para conocerlo así, leer los fueros de los siglos XI al XIII, entre otros el de LEÓN, que por lo notable citamos en primer término (1). Dispone que no se obligue al solariego á vender su casa, ni dejar las labores ó mejoras que en ella hubiere hecho, y si por su libre voluntad la vendiese, tasen previamente las labores dos cristianos y dos judíos, y sea preferido el señor por el tanto, pudiendo el solariego, si el señor no reclamase su derecho, vender á quien fuere de su agrado. No conviniéndole permanecer en la localidad, podía abandonar el solar y trasladarse á otra; si bien perdía, además del solar, la mitad de sus bienes como castigo del abandono é indemnización de perjuicios. Bien claramente lo expresa el artículo x1 (2).

Esta libertad de los solariegos para abandonar las tierras que labraban, está consignada en tantos fueros, que no es posible abrigar duda acerca de ella (3). Por donde se verá que la opinión de que los solariegos eran como unos siervos adscritos al terreno, que se enajenaban con él, y se diferenciaban poco de los esclavos, está desmentida por nuestra legislación foral, reflejo de las costumbres de su época. Cierto es que esta opinión tiene por fundamento una ley del FUERO VIEJO (4), en que se lee: «Esto es fuero de Castilla: que á todo solariego puede el »señor tomarle el cuerpo é todo cuanto en el mundo ovier; é I non puede por esto decir á fuero (quejarse) ante ninguno. >>

(1) De él hablaremos en el capítulo inmediato.

(2) Si vero in ea habitare noluerit, vadat liber ubi voluerit cum cavallo et attondo so (sus alhajas o bienes muebles y semovientes), dimissa integra haereditate et bonorum suorum medietate.

(3) El Fuero de Yanguas, dado por sus señores en 1145, dice: Homo qui habuerit rancuram in Anguas, vendat domos suas et haereditatem suam, et vadat se ubi voherit.

El Fuero dado à Oña por el Abad del monasterio, y confirmado por D. Alfonso VIII en 1190, dice: Si aliquis vicinus Honiae inter vos habitare noluerit, et voluerit vendere nnia quae habet, concedimus ut vendat quicumque voluerit qui sub dominio sit niae, et eat liber ubicumque voluerit.

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os fueros que dió à Pozuelos el Abad de Sahagun el año 1197, dicen: Si aliquis pro el pro rixa domini sui, voluerit recedere de villa, levet omnia sua mobilia usque ronjem dies: domum suam, si voluerit vendere, vendat domino suo si comparare Nc Si noluerit, vendat illi qui sit vasallus et simile forum faciat.

(4)

eremos multiplicar las citas; pero hay documentos análogos del siglo XIIL 1.2, tit. vn, lib. 1.

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