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mismo anduviesen siempre en la casa del Rey tres alcaldes de León, de los cuales uno fuera caballero y supiese bien el Fuero del libro (el FUERO REAL) y la costumbre antigua. Que hubiese, á más de estos alcaldes, tres jueces entendidos y conocedores de los Fueros, para oir las alzadas; que cuando estos alcaldes discordasen en sus sentencias, llamasen á algunos otros de los ordinarios; y discordando también éstos, se diese cuenta al Rey. Esta organización era para los reinos de León, Toledo, Extremadura y Andalucía. En Castilla debía seguirse el orden de apelaciones antes expuesto.

Fué este conjunto de disposiciones un gran paso hacia la unidad y el orden, tan necesario entonces en medio del desconcierto de las funciones judiciales. Marcáronse también las obligaciones de los abogados (voceros), estableciendo que hubiese dos exclusivamente dedicados á los pobres (1). Acordó el Rey destinar para el despacho de los pleitos tres días á la semana, mandando que no se le estorbara en esta ocupación hasta la hora de comer.

Tal fué por mucho tiempo la Real Audiencia, que no debe confundirse con el Consejo del Rey, compuesto desde tiempos antiguos de los Prelados y señores de la corte, y del que hablaremos en otro lugar. Pero lo dispuesto por D. Alonso no se cumplió como era de desear en tiempo de sus sucesores, especialmente respecto á la asistencia del Rey á las sesiones del Tribunal. Así se ve que D. Fernando IV, á petición de las Cortes de Valladolid de 1307, acordó asistir los viernes; y que D. Alonso XI, en las de Madrid de 1329, señaló los lunes para las peticiones y asuntos gubernativos, y los viernes para lo criminal.

D. Enrique III dió nueva forma á la Audiencia, y con ella vida propia. Según su reglamento, promulgado en las Cortes de Toro de 1371, constaba de siete oidores, tres de ellos Obispos y los demás letrados: despachaba los lunes, miércoles y viernes en el palacio del Rey los oidores debían fallar los pleitos de plano, sin escritos, y no había alzada de las provi

(1) "Que tome el Rey dos abogados, que sean omes buenos é que teman á Dios é >>sus almas, é que otro pleito ninguno non tengan sinon de los pobres, et que les faga el >>Rey porque lo puedan facer.>>

dencias que dictasen. Había otros ocho alcaldes de corte, dos de Castilla, dos de León, uno de Toledo, dos de Extremadura y uno de Andulucía, para los pleitos correspondientes á las provincias respectivas; y otros dos para el rastro de la corte, uno de hijos-dalgo y otro de alzadas.

Tanto en las Cortes de Valladolid de 1383 como en las de Briviesca de 1387, introdujo D. Juan I grandes novedades en la Audiencia, añadiéndole un oidor de la clase de seglares, creando el oficio de procurador fiscal, y disponiendo que no firmase el Rey las cédulas y provisiones, ni interviniese en el conocimiento de los negocios civiles ó criminales, salvo en los recursos de injusticia notoria y segunda suplicación. Dispuso que residiese la Audiencia tres meses en Medina del Campo, tres en Olmedo, tres en Madrid y tres en Alcalá de Henares. Dos años después, notándose los perjuicios que se seguían de la traslación de la Audiencia de unos á otros lugares, dispuso el mismo D. Juan que se fijase en Segovia, y aumentó el número de los oidores hasta diez y seis, seis Obispos y diez letrados, debiendo estar permanentes en el Tribunal, exentos de toda comisión ó encargo, un Obispo y cuatro letrados por lo menos; y reprodujo lo ordenado en las Cortes de Briviesca, de que no asistiese el Rey á la Audiencia y delegase su autoridad en ella. Aunque veinte años después, en la minoridad de D. Juan II, que comenzó en 1407, se fraccionó el Tribunal, quedando la mitad en Segovia y pasando la otra mitad á Andalucía con el regente D. Fernando, no por esto se dividió en realidad, siendo el fraccionamiento transitorio, y sólo mientras las circunstancias lo requerían.

Dióle D. Juan II nuevas Ordenanzas en 1436, y accediendo á una petición de las Cortes de Valladolid, dispuso en 1442 que la Audiencia fijase allí su asiento. Tanto este Tribunal como los demás de su clase que se fueron creando en otros puntos, adquirieron desde entonces el carácter de Audiencias territoriales, y de esto trataremos en su lugar, porque la fundación de Audiencias, que fué desenvolviendo la institución creada por D. Enrique III en 1371, no corresponde á este período de nuestra Historia.

II. Otra de las instituciones nacidas en esta época es el Consejo Real, fundado en tiempo de D. Juan I. Pero como el

Consejo no se estableció definitivamente hasta los Reyes Católicos, reservamos también este punto para el siguiente período.

III. Al comenzar el presente empieza á hacerse sensible la influencia de los juristas, que contribuyó poderosamente á robustecer la monarquía y á dar á esta altísima institución vida y preponderancia en el Estado.

En el cap. x dijimos ya que el Derecho romano había renacido en España en el siglo XII, ejerciendo visible influencia en Cataluña, donde primeramente se introdujo la afición á su estudio. Esta afición é influencia fueron creciendo en el siglo XIII, y es fácil imaginar la parte que los jurisconsultos tomarían en las empresas políticas y legislativas de San Fernando y don Alonso el Sabio, teniendo en cuenta que en el Derecho romano predominan la unidad en la legislación y lo absoluto é ilimitado en la potestad real, no habiendo conocido nunca aquel pueblo, señor del universo, la pluralidad de las leyes ni la monarquía limitada por cuerpos deliberantes. No sin razón, pues, se considera á los juristas como el espíritu que alentó los propósitos y las tareas de los dos reyes, encaminados á la formación de Códigos generales; tareas que tan gratas debían ser al que, como D. Alonso el Sabio, á más de estar versado en toda clase de ciencias, conocía muy bien el Derecho romano y el canónico. Tenían, por otra parte, los juristas participación activa y principal en los tribunales de la corte y en los consejos de los Reyes, merced á lo cual prevalecieron en la práctica las doctrinas que profesaban; y, á semejanza de los célebres jurisconsultos romanos del tiempo de la república, que se hicieron indispensables con la introducción de la jurisprudencia formularia, introdujeron también en España procedimientos que requería su ministerio. Esta preponderancia, repetimos, fué favorable á la monarquía; á ella se debió que admitiesen los pueblos para su gobierno funcionarios nombrados por el Rey, y que las apelaciones se elevasen á la corte, saliendo de los consejos y de los tribunales locales.

IV. Mencionaremos, al lado de los juristas, que eran entonces, como siempre han sido, la aristocracia del saber y del gobierno, á la aristocracia de la sangre y de las riquezas, que también alcanzó en el siglo XIII, y siguió alcanzando en los posteriores, grande influencia y valimiento; y á la que tanto

han maltratado nuestros historiadores antiguos y modernos, haciendo coro unos á otros, y copiándose por rutina, sin reparar que ella fué la que en los aciagos tiempos á que nos referimos mantuvo vivo el sentimiento del honor y de la independencia de la patria; y la que, puesta al frente de los pueblos, y guiándolos al combate durante ocho siglos, derrotó á la morisma y la exterminó del suelo de España. Cierto es que la nobleza castellana fué ambiciosa y turbulenta. Pero, ¿qué mucho que lo fuese en la situación anárquica que se creó en España durante la reconquista? Cierto es que sus derechos eran exorbitantes, y que en el uso de ellos se llegó más de una vez hasta el abuso. Pero, ¿ qué mucho que así sucediese, cuando, por otra parte, se concedían á los pueblos privilegios que más de una vez hemos calificado de monstruosos? Aun con todos sus vicios y defectos, con todas sus exageraciones y turbulencias, dice un hombre eminente, cuyo ilustrado juicio se ha sobrepuesto en esta y otras cuestiones á la opinión predominante y rutinariamente aceptada, «ábranse nuestras historias; véase dónde residió por espacio de muchos siglos la vida y el calor social, y los elementos de la civilización, del saber y del progreso; véase quién mandaba nuestros ejércitos, dominaba en nuestros consejos y gobernaba nuestras dilatadas y numerosas posesiones; véase, en fin, de qué filas salían los Bernardos, Cides, Fernán Gonzalez, Castros, Laras, Leyvas, Córdobas y Albas, y cotejando la época de la decadencia y la desaparición de esta importante clase con la del poder y decadencia de la monarquía, tal vez se habrá abierto ancho campo á graves y profundas consideraciones (1).»

V. Sobre la condición de las clases populares hicimos largas indicaciones en el cap. vII, y esto nos dispensa de entrar en nuevos pormenores; pero habiendo dejado allí pendiente la materia de behetrías para continuarla aquí, vamos á reseñar las vicisitudes de esta institución en el presente período de nuestra historia.

Fué D. Pedro el Justiciero el primero de los reyes que tra- · bajaron por la abolición de las behetrías. Le secundó en este

(1) D. Pedro José Pidal: Adiciones al FUERO VIEJO DE CASTILLA.-Colección de Códigos españoles, tomo 1, pág. 252.

propósito D. Enrique II, pero sin éxito; y á pesar de sus esfuerzos en las Cortes de Valladolid de 1351 y de Toro de 1371, las behetrías, como dice D. Pedro López de Ayala en su crónica del Rey D. Pedro, non se parecieron é fincaron como primero estaban.

Mayor fortuna alcanzó D. Juan II en este intento. Verdad es que hubo de su parte sagacidad y tacto político. Por real cédula, fechada en Valladolid á 22 de Abril de 1454, prohibió á los fijos-dalgo, caballeros ó dueñas del estado noble vivir en las behetrías, ó tener en ellas casa ó heredad; fundándose en que así convenía á la tranquilidad de los pueblos, y en que así podría el Monarca servirse mejor de los galeotes para sus armadas. Cierto es que esta disposición no tuvo cumplido efecto así resulta de un memorial que la ciudad de Burgos dirigió al rey D. Carlos I ó D. Felipe II. Pero como la disposición de D. Juan II había reducido los pueblos de behetría á ser mansión de labradores y pecheros, perdió el nombre de behetría su prestigio, y temían los nobles residir en ellas por no parecer rebajados; con tanto mayor motivo, cuanto que más de una vez se dió el caso de disputar la nobleza á un hidalgo por residir en pueblo de behetría.

¿Qué derechos tenían en ellos el monarca y los señores, y cuáles eran los deberes de los vecinos respecto á unos y otros? Lo diremos brevemente.

Estos señoríos se entendieron siempre, como indicamos ya en el cap. VII, sin perjuicio de la autoridad real, centro de la unidad nacional y suprema dominadora en todas las épocas de nuestra historia. Y este principio es el fundamento de la autorización que, pasados los tiempos de anarquía, se hizo necesaria para la erección y constitución de las behetrías (1); en las cuales tenía el Rey la alta justicia, que en parte ejercieron después los señores, y percibía ciertos tributos, consistentes por lo general en servicios y moneda.

Para ser elegido señor de behetría era necesario ser natural

(1) Los doctores Asso y Manuel mencionan, en sus notas al FUERO VIEJO de CastiLLA, una de D. Alonso VI, dada en la Era de 1107, en que, à ruegos del Cid, concede behetría del lugar de Cordovilla al monasterio de Santa Maria la Real de Aguilar del Campo; y otra de D. Sancho el Deseado, Era de 1192, en que se estableció behetria sobre los lugares de la iglesia de Palencia.

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