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ocultaban por no ser curiales, se les confiscaban los bienes. En compensación de tantas cargas tenían sólo algunos honores, la exención de tortura en casos ordinarios, el privilegio de recibir alimentos en caso de indigencia, y otros, verdaderamente insignificantes, comparados con los gravámenes del cargo, que abolió León el Filósofo por una de sus constituciones.

Aunque no son unánimes los pareceres acerca de la denominación que se daba á los censores, eran sus funciones iguales á las que ejercían los de Roma. Mencionaremos, por último, á los defensores de las ciudades, funcionarios nombrados por el pueblo para velar por los intereses del procomún, aun cuando hubiese que oponerse á los actos del gobierno. Ejercían jurisdicción civil en primera instancia hasta 300 sueldos; en lo criminal, se limitaba su autoridad á la represión y castigo de las faltas leves.

IV. Digamos algo ahora de la manera cómo se administraba justicia en las provincias de Roma, y por consiguiente en la España romana.

Regíanse los municipios, colonias y ciudades libres ó federadas por sus leyes y magistrados, según las condiciones con que habían sido constituídas. De estas, por tanto, nada nos proponemos decir; pero como las ciudades tributarias, que eran la mayor parte, no gozaban de aquellos privilegios, caían bajo la jurisdicción de los gobernadores, y á ellas se refiere lo

que vamos á exponer.

Era la base principal de la legislación en cada provincia la Formula ó cuerpo de leyes que redactaba para ella una comisión del Senado, compuesta, por lo general, de diez individuos, que la visitaban con tal objeto. Appiano da noticia de la comivino á España para constituirla hacia los años 132 antes de C. (1). La fórmula contenía todo lo necesario para la gobernación de la provincia. Desgraciadamente no ha llegado hasta nosotros la redactada para España.

sión

que

Debían, pues, los gobernadores atenerse, en primer lugar, esta fórmula; luego á las leyes especiales que de vez en

cuando dictaba Roma para las provincias; por último, al Edicto

(1)

tus,

Romani, de more, ad eos Hispaniae populos quos recens Scipio et antea Bruvel in deditionem acceperant, vel vi subegerant, decem senatores qui rebus

constituendis et pacificandis vacarent, miserunt.

que publicaban al tomar posesión de su cargo, á semejanza, de lo que hacían los pretores en Roma. No podía el gobernador fallar contra el derecho establecido en la Fórmula, ó, á falta de ésta, en su Edicto. Circulábase profusamente este Edicto, sobre todo en los conventos jurídicos, á los que avisaba de antemano el gobernador la época en que los visitaría para administrar justicia. Adoptaba á veces el nuevo gobernador el Edicto de su predecesor, y entonces se llamaba éste traslaticio.

Reunían los gobernadores en su persona el imperio y la potestad, ó sea el mando del ejército y la facultad de administrar justicia. La jurisdicción se distinguía en doméstica ó privada, y pública ó popular, según la ejercía en su domicilio, solo y sin aparato de autoridad, ó en la Basílica, y rodeado de los jueces y funcionarios de la administración de justicia. En el primer caso, no tenían más garantía las decisiones del gobernador que el sello de su anillo, y de esta manera sólo debieron fallarse los negocios de corta entidad.

Dividíase la jurisdicción pública en civil y criminal. La civil era delegable: la criminal, no.

De una de dos maneras se resolvían los negocios civiles; ó por el gobernador solo, sin intervención de jueces, como en las manumisiones, posesiones y nombramientos de tutores, y esto se llamaba de plano cognoscere; ó con intervención de jueces y recuperadores. Denominábase juez al que ejercía funciones permanentes de tal, y recuperator al que el gobernador nombraba para determinados negocios. La autoridad del juez era más general; la del recuperator era preferente para ciertos asuntos, como los interdictos y los relativos á los labradores, campos y granos. De los recuperatores se reunían tres á lo menos para cualquier negocio; los jueces despachaban por sí sólo los de su competencia.

Los criminales los decidía el gobernador, formando con los jueces un jurado. Presentada por el acusador la demanda, se señalaba día para el juicio, y se citaba al reo, al acusador y á los testigos; oídos éstos y los defensores, el gobernador oía á los jueces, y decidía. Las multas, la prisión, los azotes, el talión, la ignominia, el destierro y la muerte, eran las penas que se imponían.

Las sentencias se pronunciaban de dos modos: ó por el go

bernador, oídos los jueces en los casos graves no previstos en la ley; ó por el juez, en virtud de la autorización que le había dado el gobernador para que fallase al tenor de cierta fórmula, tal como: si paret, condemna: si aparece que debe Fulano tal cantidad ó ha hecho tal ó cuál cosa, condénale. Hallaba el juez á veces que el negocio era difícil, no se atrevía á fallarlo, y lo declaraba así con juramento: jurabat sibi non liquere: entonces el gobernador nombraba otro juez, ó reservaba para sí aquel negocio.

También estaba en uso el juicio arbitral, nombrándose los árbitros por las partes, ó por el gobernador á instancia de ellas, y estipulándose una pena para el que rechazase la sentencia. Era la jurisdicción arbitral equitativa y conciliadora: á cada litigante concedía una parte de su derecho y le negaba otra, si así era justo. Esta composición no cabía en la de los jueces ordinarios, los cuales habían de conceder ó negar cuanto pedía el demandante.

por

Los días en que el gobernador daba audiencia, se llamaban fastos ó dies sessionum; aquellos en que no daba audiencia estar consagrados al culto, se llamaban nefastos; los días de media fiesta, en que se podían reunir los tribunales algunas horas, destinándose otras á las solemnidades religiosas, se llamaban intercissi

Para atender mejor al desempeño de sus funciones, el gobernador solía delegar en el primer teniente ó en el cuestor las facultades jurisdiccionales propias de la potestad.

Á las ciudades estipendiarias debe entenderse aplicado lo que hemos dicho acerca de la administración de justicia. En los municipios, colonias y otras ciudades más o menos privilegiadas, habría sin duda alguna las modificaciones anejas á los privilegios de que gozaban, y de ellas no vamos á hablar aquí. Sabemos ya, con lo dicho, cómo se administraba justicia en la gran mayoría de las poblaciones de España: y esto basta para el

les

Para obras más extensas ó para trabajos que puedan intere

sar á determinadas localidades, y tiendan á fijar la naturaleza de sus leyes y la extensión de sus derechos. La materia es vasta, y se presta á grandes estudios y á investigaciones profundas.

Sobre el estado de la legislación romana en este período,

puede verse lo que decimos al tratar en el siguiente del BREVIARIO DE ANIANO, lo cual debe considerarse como complemento de este capítulo.

V. No lo terminaremos sin consagrar un recuerdo á nuestras más puras y legítimas glorias, á los memorables hechos que la historia de la Iglesia de España registra ya en los primeros albores de su existencia, y á las piadosas tradiciones que de allí toman origen.

Tuvo España la dicha de que viniese á evangelizarla el Apóstol Santiago (año 38 de J. C.), y el más señalado aún de que, estando el Apóstol en Zaragoza, le visitase la Virgen Santísima cuando aún vivía en carne mortal, siendo el histórico y venerando templo del Pilar de Zaragoza el testimonio imperecedero de aquellos hechos. Vino también á España el Apóstol San Pablo, como consta por su propio testimonio, y predicó en Tarragona y en varios otros territorios de los ilérgetes, oscenses, celtíberos y verones. Más adelante vinieron también á predicar el Evangelio en la parte meridional de España siete varones apostólicos, enviados por San Pedro y San Pablo, cuyos nombres son conocidos (1), como lo es la parte de España en que ejerció cada uno de ellos su ministerio.

El número de los cristianos era tan considerable, que asombraba á los gentiles. La fe se había extendido ya por toda España al fin del siglo II, y á mediados del I había iglesias establecidas en puntos, tan distantes entre sí como Zaragoza, León y Mérida. No dejó la crueldad pagana llegar hasta nosotros las actas de los primeros mártires; pero conocemos las de otros héroes del cristianismo en los siglos III y IV. Á mediados ó fines del primero pertenece el martirio de San Fructuoso, Obispo de Tarragona, y de sus diáconos Augurio y Eulogio; de los Santos Luciano y Marciano, mártires de Vich; del ilustre San Lorenzo, martirizado en Roma; de las Santas Justa y Rufina, mártires en Sevilla; del centurión San Marcelo y sus doce hijos, mártires en León; de San Acisclo y Santa Victoria, en Córdoba; de San Emeterio y San Celedonio, en Calahorra. Á los primeros años del siglo Iv, en que vino Daciano á impulsar la persecución, corresponde el martirio de la

(1) Llamábanse Torcuato, Ctesifonde, Segundo, Indalecio, Cecilio, Esicio y Eufrasio.

virgen Santa Eulalia; el de los jóvenes africanos Félix y Cucufate; de San Narciso y otros mártires de Gerona; y los de San Severo, Obispo de Barcelona; San Valerio, Santa Engracia y los innumerables mártires de Zaragoza; San Lamberto, los mártires de Ágreda, el diácono San Vicente, los Santos niños Justo y Pástor, en Alcalá; Santa Leocadia, en Toledo; los Santos Vicente, Sabina y Cristeta, en Ávila, y otros que no mencionamos. Cábele en esta parte á la Iglesia de España un honor inmenso: el de que sus mártires figuren entre los primeros de la cristiandad: y aún se conservan, como vivo recuerdo de tanto heroismo, las criptas de Zaragoza, de Alcalá, de Toledo y de Ávila, donde se guardan los restos de Santa Engracia y sus compañeros de martirio, Santa Leocadia, los Santos Justo y Pastor y los mártires avileses.

Como la buena semilla había fructificado mucho al concluir el siglo í ó al comenzar el iv (año 300 al 301), se reunía ya en Iliberri (Granada) un concilio de diez y nueve Obispos, cuatro de la provincia Tarraconense, cuatro de la Lusitania y el resto de la Bética, estando en él representadas por presbíteros otras Iglesias cuyos Obispos no asistieron. Del total de estas, que fué de treinta y dos, y de los datos conocidos acerca de la existencia de otras muchas, se deduce que era considerable en aquella sazón el número de las diócesis en España.

Hubo Concilios anteriores al de Iliberri; pero sus actas no han llegado hasta nosotros. Á las reuniones del Obispo con su clero se denominaba conventus clericorum: en ellas se trataban los negocios de cada parroquia ú obispado.

Constaba la jerarquía eclesiástica, á mediados del siglo III, de Obispos, presbíteros, diáconos y ministros: los cánones del Concilio de Iliberri hablan de vírgenes consagradas á Dios, y distinguen entre los legos á los bautizados y á los catecúmenos. Tenía la Iglesia de España en su demarcación parte del litoral de África, por la agregación de la Tingitania à la Bética: y así se conservó hasta que Constantino hizo de ella otra provincia.

I

rrecusables son los testimonios de la sumisión en que

desde un principio estuvo la Iglesia de España respecto á la Santa Sede, al fin como fundada por los Apóstoles y sus discípulos; á lo que contribuía asimismo lo fáciles y frecuentes que eran entonces las comunicaciones con Roma. Cuando Mar

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