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estando representados otros siete, se presentó con su corte Sisenando, y, postrado en tierra, pidió á los Padres que intercediesen con Dios por él. Si pública fué la culpa que había cometido usurpando la corona, pública y solemne fué la reparación. Aquel acto de humildad, tan infrecuente en las testas coronadas, no impidió, sin embargo, que, aceptándolo el Concilio, reprendiese la usurpación y anatematizase el hecho, como cumplía al espíritu digno y elevado, al par que conciliador y prudente, que preside á las decisiones de la Iglesia.

Con este mismo espíritu se trató de la elección de los Reyes Ꭹ del modo de hacerla, estableciendo penas para garantir sus derechos. Tratáronse asimismo con sabiduría y acierto varios puntos de disciplina. El canon 19 recopila la disciplina de la Iglesia sobre nombramiento de Obispos; el 24 contiene sabias disposiciones para formar á los sacerdotes en su menor edad; el 30 prohibe á los eclesiásticos, próximos á las fronteras, tratar con los extranjeros cosa alguna en perjuicio del Estado; del 31 al 57 se establecen los derechos de los Obispos y su inspección sobre los clérigos y monjes; y los restantes (57 al 67) dictan disposiciones contra los judíos, mandando, sin embargo, que no se les violente para convertirlos.

Elegido Chintila para ocupar el trono, hizo celebrar en Toledo (año 636) el concilio quinto de este nombre. No era otro su objeto sino el de asegurarse en el trono, que sólo la influencia de la Iglesia podía entonces poner á cubierto de atentados. Veintidos Obispos, y dos más representados por presbíteros, se reunieron en él, cumpliéndose una vez más la misión á que en aquellos tiempos estaban llamados los Concilios, la de dar fuerza á la autoridad constituída. Por eso versan sobre la estabilidad del poder real la mayor parte de sus decisiones; y excepto el canon primero, que ordena unas letanías públicas para que el pueblo implore la clemencia divina, tratan los demás de la obediencia al monarca, recomendada ya por el Toledano tercero; de las dotes necesarias para gobernar, y de la manera de constituir al monarca legítimo, prohibiéndose las usurpaciones y los medios ilícitos. El canon octavo y último reserva al Rey la facultad de indultar á los delincuentes.

En el Concilio Toledano sexto (638) se renovaron las disposiciones del anterior para poner la corona á salvo de usur

paciones. Se procuró también la paz de la Iglesia, estableciendo que al subir al trono jurase el monarca respetar la Religión católica y no consentir ataques contra ella. Tratan los demás cánones de las iglesias, de los clérigos y de los monjes.

En el Concilio Toledano séptimo (646), apenas se hizo más sino reproducir disposiciones anteriores. Dictáronse contra los traidores al Rey ó á la patria severas leyes, dando además nueva fuerza al canon de Braga sobre los derechos de visita de los Obispos de Galicia. Asistieron treinta Obispos, y estaban representados otros once. No consta que asistiese el Rey ni los próceres; ni aparecen sus firmas al pié de las actas.

Más notable el Concilio Toledano octavo, que convocó Recesvinto (691), formáronlo cincuenta y dos Obispos, decidiéndose puntos importantes de disciplina y de gobierno. Dispúsose que por muerte del monarca elijan los Prelados y señores su sucesor donde falleciese, y que no pasasen á los hijos los bienes adquiridos por los Reyes, sino que cediesen en beneficio de la corona. Un decreto final, dado en nombre del príncipe, pinta con vivos colores las tiranías de los reinados anteriores, exhortando á los Reyes á procurar el bien de sus pueblos, á gobernarlos con sabiduría, y á refrenar la ambición. Vióse en este Concilio por vez primera firmar á los Abades con los Obispos y sus representantes; como también las firmas de los condes palatinos, en cuyos títulos se ve la ostentación que desplegaba la majestad real.

De los Concilios noveno y décimo de Toledo es poco lo que bajo el punto de vista en que aquí los consideramos podríamos decir. Más importante fué el duodécimo, porque á su fallo se sometió la deposición de Wamba y la elevación al trono de Ervigio. Eu vista de los documentos que probaban, tanto hallarse constituído Ervigio en el trono, como haber abdicado Wamba en su favor, retirándose á un monasterio, se declaró á Ervigio monarca legítimo. Dispuso el canon tercero que los delincuentes por desobediencia al Rey ó por infidelidad a la patria, fuesen recibidos en la comunión de la Iglesia si el Rey los perdonaba. Inspirándose el canon séptimo en un espíritu de prudencia y de templanza, dejó sin efecto una disposición de Wamba, por la que declaraba infames á los nobles que, llamados, no se presentasen á la guerra.

IV. Dados á conocer los principales Concilios de la época goda, digamos algo sobre el carácter de estas Asambleas, y expongamos nuestro juicio sobre ellas y sobre su influencia en aquella monarquía. De la que ejercieron en la legislación, trataremos en el capítulo vi, al indicar los Concilios que se ocuparon en el FUERO-JUZGO.

Miran algunos escritores los Concilios de Toledo como el origen y fundamento de nuestras antiguas Cortes. La asistencia del Rey y los magnates, las suscriciones de unos y otros, la del Rey confirmando sus cánones y las decisiones de los Obispos en materias políticas, dieron origen á esta opinión, que estuvo muy en boga el siglo anterior.

Pero los Concilios de la época goda no encierran, como otros del siglo XI, el germen de las Asambleas nacionales. Fácil es convencerse de ello al ver que la asistencia de los próceres comienza en el toledano octavo, y eso más bien por comisión de los Reyes que por derecho propio; que su voto era, cuando más, consultivo; y que el asentimiento del pueblo, de que en algunas resoluciones se habla, omni populo assentiente, solo significaba que la ley era bien recibida. Ni es menos evidente que si los Obispos trataban de la constitución y gobierno del Estado, no lo hacían invadiendo el terreno político, ni arrogándose la representación del país, sino en la esfera de su ministerio religioso, y añadiendo su sanción á la del Rey (1).

V. ¿Qué juicio debemos formar de estos Concilios y de su

(1) Daremos a conocer la forma de la celebración de los Concilios, en la que hay mucho que notar. Antes de la conversión de Recaredo, los convocaba el metropolitano: después los convocaba el Rey, y así lo expresaban los Padres, conformándose à la práctica de la Iglesia, pues el primer Concilio de Nicea lo convocó Constantino.

Reuníase el Concilio en la iglesia, de la que al amanecer se hacía salir à los fieles que allí estaban desde los maitines de media noche; y se cerraban todas sus puertas, menos una. Entraban los Obispos juntos, y se sentaban en sillas colocadas en círculo: á su lado estaban en pié los diáconos; detrás estaban los presbiteros invitados al acto, y luego los seglares à quienes se concedía este honor. Decia el arcediano: «Orad;>> y prosternándose en tierra, oraban todos largo rato. Luego decía otra oración el metropolitano de más edad, y aun solían decirlas los demás metropolitanos presentes. En la primera se invocanan las luces del Espíritu Santo para que iluminase las decisiones del Concilio, y no se separasen del camino de la verdad los que en nombre de Dios estaban congregados. Un diácono leía los capítulos del Concilio Calcedonense y otros que trataban de la celebración de los Sinodos. Cerraba este preliminar la palabra del metropolitano, que exhortaba à los Padres á deliberar con rectitud y discutir con libertad. Entraba luego el Rey, seguido de su corte; oraba en el altar mayor, y volviéndose al Concilio, hablaba postrado en tierra; alzábase después, se encomendaba á los sacerdotes, y entregaba la Memoria (tomus) en que protestaba de su fe é indicaba los asuntos en que deseaba que se ocupase el Concilio. Retirábase después de recibir labendición del me

influencia en los destinos de la monarquía goda? Ociosa pu-. diera parecer esta pregunta, después de lo que hemos dicho; y de ociosa, y aun de impertinente, la calificariamos nosotros, si los Concilios de Toledo hubiesen sido siempre juzgados con la justicia que les es debida. Pero pues ello no ha sido así, nuestra pregunta está en su lugar, y merece contestación razonada.

Permítasenos observar, ante todo, que el juicio de los Concilios de Toledo se desprende naturalmente de la exposición que precede. Basta, en efecto, trasladarse con la imaginación á la España de aquellos tiempos, para admirar el grandioso espectáculo que esta nación, dirigida en sus más arduos negocios por la sabiduría de sus Prelados, ofrecía al resto del mundo, inferior á ella en civilización y cultura. La luz que sobre nuestra historia reflejan las asambleas conciliares brilla con harto esplendor á través de los siglos para que pudiera ocultarse á nuestros ojos; y no es posible ni aun concebir siquiera que, católicos y españoles nosotros, nos atreviésemos á oscurecer y á empañar una gloria que enaltecen protestantes y extranjeros. No damos por cierto á las apreciaciones de éstos más valor del que tienen. No habemos menester de su testimonio, ni está pendiente nuestro juicio de su palabra, en hechos que por nosotros mismos podemos apreciar fácilmente; pero tampoco debemos recusar sus dichos, ó menospreciar sus elogios, cuando la escasa benevolencia de sus autores hacia el objeto que los motiva los hace más dignos de estimación en este caso. Oigamos, pues, al protestante y presbiteriano Gibbon: «<Los Obispos de España, dice, hicieron respetar y conservaron la paz de los pueblos; la regularidad de la disciplina introdujo la tranquilidad, el orden y la estabilidad en el gobierno del Estado.... Los Concilios nacionales de Toledo, en que la política episcopal dirigía y templaba el espíritu indomable y feroz de los bárbaros, establecieron algunas leyes sabias, igualmente ventajosas á los Reyes que á los vasallos.>>

Oigamos á otro protestante, M. Guizot, hablando del clero godo en su Historia general de la civilización de Europa: «En

tropolitano, y entonces se abría la puerta para que entrase el pueblo á oir la doctrina. Á esto seguían tres días de rogaciones, después de las cuales se comenzaba a deliberar. Cuando terminaba el Concilio, lo firmaban los Padres por el orden en que estaban sentados, que era el de la antigüedad de su ordenación; daban gracias a Dios, aclamaban al príncipe, y recibian la bendición del metropolitano.

España, dice, es otra fuerza, es la fuerza de la Iglesia, la que emprende restaurar la civilización. En vez de las antiguas asambleas germánicas y de las reuniones de los guerreros, son los Concilios toledanos los que surgen y echan raíces; y si bien concurren á ellos los altos señores del Estado, son siempre los eclesiásticos los que tienen su dirección y primacía.» Aquí hace un elogio del FUERO-JUZGO, y luego añade: «<La legislación visigoda lleva y ofrece en su conjunto el carácter erudito, sistemático y social, descubriéndose en ella la mano del mismo clero que prevalecía en los Concilios toledanos y que influía tan poderosamente en el gobierno de la nación.»

Si así se expresan Gibbon y Guizot, no guiando su pluma el celo por la religión católica ni el amor á nuestra patria, puede inferirse lo que hubieran escrito á hallarse inspirados por tales sentimientos, y la alta estima en que debemos tener á ese ilustre clero, al cual tributan un homenaje de respeto hasta los que se encuentran fuera de la Iglesia.

Y ciertamente era elevada y noble la misión del Episcopado español en aquellos tiempos. Colocados entre el trono y el pueblo desde que los monarcas se convirtieron al Catolicismo, si defendían á los Reyes contra el puñal de los asesinos, también protegían á los súbditos contra las demasías de los Reyes. En el Concilio cuarto de Toledo, San Isidoro hace llegar á oídos del Monarca palabras bien severas sobre el modo de gobernar á los pueblos (1). Llevado del mismo espíritu el Toledano octavo, ordena, para impedir las adquisiciones ilegítimas de los Reyes, que lo que el Rey adquiere cede en beneficio de la corona, y no de su familia. Y añade el Concilio: «Al Rey lo hace la ley, no su persona.» Palabras que revelan un

(1) Después de reprobar y condenar enérgicamente la desobediencia y la rebelión contra el monarca, dice el canon 75 lo siguiente, que es en extremo notable:

«Te quoque praesentem Regem, futurosque sequentium aetatum Principes, humilitate qua debemus deposcimus, un moderati et mites erga subjectos existentes, cum justitia et pietate populos a Deo vobis creditos regatis, bonamque vicissitudinem, qui vos constituit largitori Christo respondeatis: regnantes cum humilitate cordis, cum studio bonae actionis.... Sane de futuris Regibus hanc sententiam promulgamus, ut si quis ex eis contra reverentiam legum superba dominatione et fastu regio in flagitiis et facinore, sive cupiditate crudelissimam potestatem in populis exsecuerit, anathematis sententia a Christo Domino condemnetur, et habeat a Deo separationem atque judicium propter quod presumpserit prava agere et in perniciem regnum convertere.>>

Nada puede decirse más digno, más discreto ni más enérgico.

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