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era de rey, sino de buey. Cuéntanse muchas gracias, donaires y dichos agudos deste Príncipe para nuestra de su grande ingenio, elegante, presto y levantado; mas no me pareció referillos aquí. Poco antes de su muerte se vió un cometa entre Cancro y Leon con la cola que tenia la largura de dos signos ó de sesenta grados, cosa prodigiosa, y que, segun se tiene comunmente, amenaza á las cabezas de grandes príncipes. Otorgó su testamento un dia antes de su muerte. En él nombró á don Juan, su hermano, rey que era de Navarra, por su sucesor en el reino de Aragon; el de Nápoles como ganado por la espada mandó á su hijo don Fernando, ocasion en lo de adelante de grandes alteraciones y guerras. De la Reina, su mujer, no hizo mencion alguna. Hobo fama, y así lo atestiguan graves autores, que trató de repudialia y de casarse con una su combleza, llamada Lucrecia Alania. Hállase una carta del pontífice Calixto toda de su mano para la Reina, en que dice que le debia mas que á su madre, pero que no conviene se sepa cosa tan grande. Que Lucrecia vino á Roma con acompañamiento real, pero que no alcanzó lo que principalmente deseaba y esperaba, porque no quiso ser juntamente con ellos castigado por tan grave maldad. El mayor vicio que se puede tachar en el rey don Alonso fué este de la incontinencia y poca honestidad. Verdad es que dió muestras de penitencia en que á la muerte confesó sus pecados con grande humildad, y recibió los demás sacramentos á fuer de buen cristiano. Mandó otrosi que su cuerpo sin túmulo alguno, sino en lo llano y á la misma puerta de la iglesia, fuese enterrado en Poblete, entierro de sus antepasados, que fué señal de modestia y humildad. Falleció por el mismo tiempo don Alonso de Cartagena, obispo de Búrgos, cuyas andan algunas obras, como de suso se dijo; una breve historia en latin de los reyes de España, que intituló Anacefaleosis, sin los demás libros suyos, que la Valeriana refiere por menudo, y aquí no se cuentan. Por su muerte en su lugar fué puesto don Luis de Acuña.

CAPITULO XIX.

Del pontifice Pio II.

Con la muerte del rey don Alonso se acabó la paz y sosiego de Italia; las fuerzas otrosí del reino de Nápoles fueron trabajadas, que parecia estar fortificadas contra todos los vaivenes de la fortuna. Una nueva y cruelísima guerra que se emprendió en aquella parte lo puso todo en condicion de perderse; con cuyo suceso, mas verdaderamente se ganó de nuevo que se conservó lo ganado. Tenia el rey don Fernando de Nápoles ingenio levantado, cultivado con los estudios de derechos, y era no menos ejercitado en las armas, dos ayudas muy a propósito para gobernar su reino en guerra y en paz. No reconocia ventaja á ninguno en Juchar, saltar, tirar ni en hacer mal á un caballo. Sabia sufrir los calores, el frio, la hambre, el trabajo. Era muy cortés y modesto; á todos recogia muy bien, á ninguno desabria, y á todos hablaba con benignidad. Todas estas grandes virtudes no fueron parte para que no fuese aborrecido de los barones del reino, que conforme á la costumbre natural de los hombres deseaban

mudanza en el estado. Cuanto á lo primero, don Carlos, príncipe de Viana, fué inducido por muchos á pretender aquel reino como á él debido por las leyes. Decian que don Fernando era hijo bastardo, que no fué nombrado y jurado por votos libres del reino, antes por fuerza y miedo fueron los naturales forzados á dar consentimiento. Daba él de buena gana oido á estas invenciones, y mas le faltaban las fuerzas que la voluntad para intentar de apoderarse de aquel reino. Algunos se le ofrecian, pero no se fiaba, por ver que es cosa mas fácil prometer que cumplir, especial en semejantes materias. No pudieron estos tratos estar secretos. Recelóse del nuevo Rey, y así determinó en ciertas naves de pasar á Sicilia para esperar allí qué término aquellos negocios tomarian. En el tiempo que andavo desterrado por aquellas partes tuvo en una mujer baja, llamada Capa, dos hijos, que se dijeron, el uno don Felipe, y el otro don Juan; demás destos en María Armendaria, mujer que fué de Francisco de Barbastro, una hija, que se llamó doña Ana, y casó con don Luis de la Cerda, primer duque de Medinaceli. Sin embargo de los tratos dichos, doce mil ducados de pension que el rey don Alonso dejó en su testamento cada un año á este Principe desterrado, su hijo el rey don Fernando mandó se le pagasen. Con la ida del príncipe don Cárlos á Sicilia no se sosegaron los señores de Nápoles, antes el prín cipe de Taranto y el marqués de Cotron enviaron á solicitar á don Juan, el nuevo rey de Aragon, para que viniese á tomar aquel reino. El fué mas recatado; que contento con lo seguro y con las riquezas de España, no hizo mucho caso de las que tan léjos le caian. Partió de Tudela, y sabida la muerte de su hermano, llegado á Zaragoza por el mes de julio, tomó posesion del reino de Aragon, no como vicario y teniente, que ya lo era, sino como propietario y señor. La tempestad que de parte del pontifice Calixto, de quien menos se temia, se levantó fué mayor. Decia que no se debia dar aquel reino feudatario de la Iglesia romana á un bastardo, y pretendia que por el mismo caso recayó en su poder y de la Silla Apostólica. Sospechábase que eran colores y que buscaba nuevos estados para don Pedro de Borgia, que habia nombrado por duque de Espoleto, ciudad en la Umbria; ambicion fuera de propósito y poco decente á un viejo que estaba en lo postrero de su edad olvidado del lugar de que Dios le levantó. Parecia con esto que Italia se abrasaria en guerra; temian todos no se renovasen los males pasados. Deseaba el rey don Fernando aplacar el ánimo apasionado del Pontífice y ganalle; con este intento le escribió una carta deste tenor y sustancia: «Estos dias en lo mas recio del dolor y » de mi trabajo avisé á vuestra Santidad la muerte de >> mi padre; fué breve la carta como escrita entre las » lágrimas. Al presente, sosegado algun tanto el lloro, » me pareció avisar que mi padre un dia antes de su » muerte me encargó y mandó ninguna cosa en la tierra >> estimase en mas que vuestra gracia y autoridad; con >> la santa Iglesia no tuviese debates, aun cuando yo fue>>se el agraviado, que pocas veces suceden bien seme»jantes desacatos. A estos consejos muy saludables, » para sentirme mas obligado se allegan los beneficios » y regalos que tengo recebidos, ca no me puedo olvi

»dar que desde los primeros años tuve à vuestra San»tidad por maestro y guia; que nos embarcamos jun»tos en España, y en la misma nave llegamos á las >> riberas de Italia, no sin providencia de Dios, que tenia » determinado para el uno el sumo pontificado, y para >>mí un nuevo reino y muestra muy clara de nuestra » felicidad y de la concordia muy firme de nuestros >> ánimos. Así pues, deseo ser hasta la muerte de á quien >> desde niño me entregué, y que me reciba por hijo, »ó mas aína que, pues me tiene ya recebido por tal, me >>trate con amor y regalo de padre, que yo confio en >> Dios en mí no habrá falta de agradecimiento ni de >> respeto debido á obligaciones tan grandes. De Nápo»les, 1.o de julio.» No se movió el Pontífice en alguna manera por esta carta y promesas, antes comenzó á solicitar los príncipes y ciudades de Italia para que tomasen las armas; grandes alteraciónes y práticas, que todas se deshicieron con su muerte. Falleció á 6 de agosto, muy á propósito y buena sazon para las cosas de Nápoles. Fué puesto en su lugar Eneas Silvio, natural de Sena, del linaje de los Picolominis, que cumplió muy bien con el nombre de Pio II que tomó en restituir la paz de Italia y en la diligencia que usó para renovar la guerra contra los turcos. Nombró por rey de Nápoles á don Fernando; solamente añadió esta cortapisa, que no fuese visto por tanto perjudicar á ninguna otra persona. Convocó concilio general de obispos y príncipes de todo el orbe cristiano para la ciudad de Mantua con intento de tratar de la empresa contra los turcos. No se sosegaron por esto las voluntades de los neapolitanos ya una vez alterados. Los calabreses tomaron las armas, y Juan, duque de Lorena, con una armada de veinte y tres galeras, llamado de Génova, do á la sazon se hallaba, aportó á la ribera de Nápoles. El principal atizador deste fuego era Antonio Centellas, marqués de Girachi y Cotron, que pretendia con aquella nueva rebelion vengar en el hijo los agravios recebidos del rey don Alonso, su padre, sin reparar por satisfacerse de anteponer el señorio de franceses al de España, si bien su descendencia y alcuña de su casa era de Aragon; tanto pudo en su ánimo la indignacion y la rabia que le hacia despeñar. Fueron estas alteraciones grandes y de mucho tiempo, y seria cosa muy larga declarar por menudo todo lo que en ellas pasó. Dejadas pues estas cosas, volverémos á España con el órden y brevedad que llevamos. En Castilla el rey don Enrique levantaba hombres bajos á lugares altos y dignidades; á Miguel Lúcas de Iranzu, natural de Belinonte, villa de la Mancha, muy privado suyo, nombró por condestable, y le hizo demás desto merced de la villa de Agreda y de los castillos de Veraton y Bozinediano. A Gomez de Solís, su mayordomo, que se llamó Cáceres del nombre de su patria, los caballeros de Alcántara á contemplacion del Rey le nombraron por maestre de aquella órden en lugar de don Gutierre de Sotomayor. A los hermanos destos dos dió el Rey nuevos estados. A Juan de Valenzuela el priorado de San Juan. Pretendia con esto oponer, así estos hombres como otros de la misma estofa, á los grandes que tenia ofendidos, y con subir unos abajar á los demás; artificio errado, y cuyo suceso no fué bueno. El mismo Rey en Madrid, do era su or

dinaria residencia, no atendia á otra cosa sino á darse a placeres, sin cuidado alguno del gobierno, para el cual no era bastante. Su descuido demasiado le hizo despeñarse en todos los males, de que da clara muestra la costumbre que tenia de firmar las provisiones que le traian, sin saber ni mirar lo que contenian. Estaba siempre sujeto al gobierno de otro, que fué gravísima mengua y daño, y lo 'será siempre. Las rentas reales no bastaban para los grandes gastos de su casa y para lo que derramaba. Avisóle desto en cierta ocasion Diego Arias, su tesorero mayor. Díjole parecia debia reformar el número de los criados, pues muchos consumian sus rentas con salarios que llevaban, sin ser de provecho alguno ni servir los oficios á que eran nombrados. Este consejo no agradó al Rey; así, luego que acabó de hablar, le respondió desta manera: «Yo tambien si fuese Arias tendria mas cuenta con el dinero que con la benignidad. Vos hablais como quien sois; yo haré lo que á rey conviene, sin tener algun miedo de la pobreza ni ponerme en necesidad de inventar nuevas imposiciones. El oficio de los reyes es dar y derramar y medir su señorío, no con su particular, sino enderezar su poder al bien comun de muchos, que es el verdadero fruto de las riquezas; á unos damos porque son provechosos, á otros porque no sean malos.» Palabras y razones dignas de un gran príncipe, si lo demás conformara y no desdijera tanto de la razon. Verdad es que con aquella su condicion popular ganó las voluntades del pueblo de tal manera, que en ningun tiempo estuvo mas obediente á su príncipe; por el contrario, se desabrió la mayor parte de los nobles. Quitaron á Juan de Luna el gobierno de la ciudad de Soria y le echaron preso; todo esto por maña de don Juan Pacheco, que pretendia por este camino para su hijo don Diego una nieta de don Alvaro de Luna, que dejó don Juan de Luna, su hijo, ya difunto, y al presente estaba en poder de aquel gobernador de Soria por ser pariente y su mujer tia de la doncella. Pretendia con aquel casamiento, por ser aquella señora heredera del condado de Santistéban, juntar aquel estado, como lo hizo, con el suyo. Asimismo con la revuelta de los tiempos el adelantado de Murcia Alonso Fajardo se apoderó de Cartagena y de Lorca y de otros castillos en aquella comarca. Envió el Rey contra él á Gonzalo de Saavedra, que no solo le echó de aquellas plazas, sino aun le despojó de los pueblos paternos, y tuvo por grande dicha quedar con la vida. Falleció á la misma sazon el marqués de Santillana. Dejó estos hijos: don Diego, que le sucedió, don Pedro, que era entonces obispo de Calahorra, don Iñigo, don Lorenzo y don Juan y otros, de quien descienden linajes y casas en Castilla muy nobles. Tambien la Reina viuda de Aragon falleció en Valencia á 4 de setiembre; su cuerpo enterraron en la Trinidad, monasterio de monjas de aquella ciudad. El entierro ni fué muy ordinario ni muy solemne. El premio de sus merecimientos en el cielo y la fama de sus virtudes en la tierra durarán para siempre. Poco adelante el rey de Portugal con una gruesa armada que apercibió ganó en Africa de los moros, á 18 de octubre, dia miércoles, fiesta de san Lúcas, un pueblo llamado Alcázar, cerca de Ceuta. Acompañáronle en esta jornada don Fernando, su her

mano, duque de Viseo, y don Enrique, su tio. Duarte de Meneses quedó para el gobierno y defensa de aquella plaza, el cual con grande ánimo sufrió por tres veces grande morisma que despues de partido el Rey acudieron, y con encuentros que con ellos tuvo quebrantó su avilenteza y atrevimiento; caudillo en aquel tiempo señalado y guerrero sin par. De Sicilia envió don Cárlos, príncipe de Viana, embajadores á su padre para ofrecer, si le recebia en su gracia, se pondria en sus manos y le seria hijo obediente; que le suplicaba perdonase los yerros de su mocedad como rey y como padre. No eran llanas estas ofertas. En el mismo tiempo solicitaba al rey de Francia y á Francisco, duque de Bretaña, hiciesen con él liga; liviandad de mozo y muestra del intento que tenia de cobrar por las armas lo que su padre no le diese. Esto junto con recelarse de los sicilianos, que le mostraban grande aficion, no le alzasen por su rey, hizo que su padre le otorgó el perdon que pedia; con que á su llamado llegó á las riberas de España por principio del año 1459. Desde allí pasó á Mallorca para entretenerse y esperar lo que su padre le ordenaba; no tenia ni mucha esperanza ni ninguna que le entregaria el reino de su madre. La muerte, que le estaba muy cerca, como suele, desbarató todas sus trazas. Los trabajos continuados hacen despeñar á los que los padecen, y á veces los sacan de juicio. Pedia por sus embajadores, que eran personas principales, que su padre le perdonase á él y á los suyos y pusiese en libertad al condestable de Navarra don Luis de Biamonte, con los demás que le dió los años pasados en rehenes. Que le hiciese jurar por príncipe y heredero y le diese libertad y licencia para residir en cualquier lugar y ciudad que quisiese fuera de la corte. Que sus estados de Viana y de Gandía acudiesen á él con las rentas, y no se las tuviese embargadas. Debajo desto ofrecia de quitar las guarniciones de las ciudades y castillos que por él se tenian en Navarra. Llevaba muy mal que su hermana doña Leonor, mujer del conde de Fox, estuviese puesta y encargada del gobierno de aquel reino, y así pedia tambien se mudase esto. Gastóse mucho tiempo en consultar; al fin ni todo lo que pedia le otorgaron, ni aun lo que le prometieron se lo cumplieron con llaneza. Decíase y creia el pueblo que todo procedia de la Reina, que como madrastra aborrecia al Príncipe y procuraba su muerte, por temer y recelarse no le iria bien á ella ni á sus hijos si el príncipe don Carlos llegase á suceder en los reinos de su padre.

CAPITULO XX.

De ciertos pronósticos que se vieron en Castilla.

La semilla de grandes alteraciones que en Castilla todavía duraba en breve brotó y llegó á rompimiento. El Rey, demás de su poco órden, se daba á locos amores sin tiento, y sin tener cuidado del gobierno. Primero estuvo aficionado á Catalina de Sandoval, la cual dejó porque consintió que otro caballero la sirviese; sin embargo, poco despues la hizo abadesa en Toledo del monasterio de monjas de San Pedro de las Dueñas, que estuvo en el sitio que hoy es el hospital de Santa Cruz. El color era que tenian necesidad de ser reforma

das; buen título, pero mala traza, pues no era para esto á propósito la amiga del Rey; á su enamorado Alonso de Córdoba hizo cortar la cabeza en Medina del Campo. En lugar de Catalina de Sandoval entró doña Guiomar, con quien ninguna, fuera de la Reina, se igualaba en apostura, de que entre las dos resultaron competencias. A la dama favorecia don Alonso de Fonseca, que ya era arzobispo de Sevilla; á la Reina el marqués de Villena. Con esto toda la gente de palacio se dividió en dos bandos, y la criada se ensoberbecia y engreia contra su ama. Llegaron á malas palabras y riñas, dijéronse baldones y afrentas, sin que ninguna dellas pusiese nada de su casa. Llegó el negocio á que la Reina un dia puso las manos con cierta ocasion en la dama y la mesó malamente, cosa que el Rey sintió mucho y hizo demonstracion dello. Añadióse otra torpeza nueva, y fué que don Beltran de la Cueva, mayordomo de la casa real y muy querido del Rey, á quien el Rey diera riquezas y estado, halló entrada á la familiaridad de la Reina sin tener ningun respeto á la majestad ni á la fama. El pueblo, que de ordinario se inclina á creer lo peor y á nadie perdona, echaba á mala parte esta conversacion y trato; algunos tambien se persuadian que el Rey lo sabia y consentia para encubrir la falta que tenia de ser impotente; torpeza increible y afrenta. Puédese sospechar que gran parte desta fábula, se forjó en gracia de los reyes don Fernando y doña Isabel cuando el tiempo adelante reinaron; y que le dió probabilidad la flojedad grande y descuido deste príncipe don Enrique, junto con el poco recato de la Reina y su soltura. Los años adelante creció esta fama cuando por la venida de un embajador de Bretaña, don Beltran, en un torneo que se hizo entre Madrid y el Pardo fué mantenedor, y acabado el torneo, hizo un banquete mas esplendido y abundante que ningun particular le pudiera dar. De que recibió tanto contento el rey don Enrique, que en el mismo lugar en que hicieron el torneo, mandó para memoria edificar un monasterio de frailes jerónimos, del cual sitio por ser malsano se pasó al en que de presente está cerca de Madrid. A ejemplo de los príncipes, el pueblo y gente menuda se ocupaba en deshonestidades sin poner tasa ni á los deleites ni á las galas. Los nobles sin ningun temor del Rey se hermanaban entre sí, quién por sus particulares intereses, quién con deseo de poner remedio á males y afrentas tan grandes. Hobo en un mismo tiempo muchas señales que pronosticaban, como se entendia, los males que por estas causas amenazaban. Estas fueron una grande llama que se vió en el cielo, que dividiéndose en dos partes, la una discurrió hácia levante y se deshizo, la otra duró por un espacio. Item, en el distrito de Búrgos y de Valladolid cayeron piedras muy grandes, que hicieron grande estrago en los ganados. En Peñalver, pueblo del Alçarria, en el reino de Toledo, se dice que un infante de tres años anunció los males y trabajos que se aparejaban si no hacian penitencia y se enmendaban. Entre los leones del Rey en Segovia hobo una grande carnicería, en que los leones menores mataron al mayor y comieron alguna parte dél; cosa extraordinaria asaz. No faltó gente que pensase y aun dijese, por ser aquella bestia rey de los otros animales, que en aquello sé pronosti¬

caba que el Rey seria trabajado de sus grandes. El pueblo, atemorizado con todas estas señales y pronósticos, hacia procesiones y votos para aplacar la saña de Dios. Lo que importa mas, las costumbres no se mejoraron en nada; en especial era grande la disolucion de los eclesiásticos; á la verdad se halla que por este tiempo don Rodrigo de Luna, arzobispo de Santiago, de las mismas bodas y fiestas arrebató una moza que se velaba, para usar della mal; grande maldad y causa de alborotarse los naturales debajo de la conducta de don Luis

Osorio, hijo del conde de Trastamara. En enmienda de caso tan atroz despojaron aquel hombre facinoroso y malvado de su silla y de todos sus bienes. Su fin fué conforme á su vida y á sus pasos; lo que le quedó de la vida pasó en pobreza y torpezas, aborrecido de todos por sus vicios y infame por aquel exceso tan feo. Desta forma en breve penó el breve gusto que tomó de aquella maldad con gravísimos y perpetuos males, con que por justo juicio de Dios fué, como lo tenia bien merecido, rigurosamente castigado.

LIBRO VIGÉSIMOTERCIO.

CAPITULO PRIMERO.

Del concilio de Mantua.

LAS cosas ya dichas pasaban en España en sazon que el pontífice Pio enderezaba su camino para la ciudad de Mantua, do á su llamado de cada dia acudian prelados y príncipes en gran número. De España enviaron por embajadores para asistir en el Concilio el rey de Castilla á Iñigo Lopez de Mendoza, señor de Tendilla; el rey de Aragon á don Juan Melguerite, obispo de Elna, en el condado de Ruisellon, y á su mayordomo Pedro Peralta. Solicitaba el Pontífice los de cerca y los de léjos para juntar sus fuerzas contra el comun enemigo. David, emperador de Trapisonda, ciudad muy antigua y que está asentada á la ribera del mar mayor que llaman Ponto Euxino, y Usumcasam, rey de Armenia, y Georgio, que se intitulaba rey de Persia, prometian, por ser ellos los que estaban los mas cerca del peligro, de ayudar á esta empresa con grandes huestes de á caballo y de á pié, y por mar con una gruesa armada. El Padre Santo no se aseguraba mucho que tendrian efecto estas promesas. De las naciones y provincias del occidente se podia esperar poca ayuda, por las diferencias domésticas y civiles que en Italia, Francia y España prevalecian, por cuyo respeto y en su comparacion no hacian mucho caso de la causa comun del nombre cristiano. Es así, que el desacato de la religion y daño público causa poco sentimiento si punza el deseo de vengar los particulares agravios. Sin embargo de todas estas dificultades, no desmayó el Pontífice; antes determinado de proballo todo y hacer lo que en su mano fuese, en una junta muy grande de los que concurrieron al Concilio de todo el mundo hizo un razonamiento muy á propósito del tiempo, cosa á él fácil por ser persona muy elocuente y que desde su primera edad profesó la retórica y arte del bien hablar. Declaró con lágrimas la caida de aquel nobilísimo imperio de Grecia, tantos reinos oprimidos, tantas provincias quitadas á los cristianos, donde Cristo, hijo de Dios, por tantos siglos fué santísimamente acatado, de donde gran número de varones santísimos y eruditísimos salieron,

allí prevalecia la impiedad y supersticion de Malioma. «Si va á decir verdad, no por otra causa sino por habellos nosotros desamparado se ha recebido este daño y esta llaga tan grande. A lo menos ahora conservad estas reliquias medio muertas de cristianos. Si la afrenta pública no basta á moveros, el peligro que cada uno corre le debe despertar á tomar las armas. Conviene que todos nos juntemos en uno para que cada cual por sí, si nos descuidamos, no seamos robados, escarnecidos y muertos. Tenemos un enemigo espantable y que por tantas victorias se ha hecho mas insolente; si vence, sabe ejecutar la victoria y sigue su fortuna con gran ferocidad; si es vencido, renueva la guerra contra los vencedores no con menos brio que antes, tanto mas nos debemos despertar. No podrá ser bastante contra las fuerzas de los nuestros si se juntan en uno, mayormente que Dios, al cual tenemos airado por nuestras ordinarias diferencias, á los que fueren concordes será favorable. Poned los ojos en los antiguos caudillos y en las grandes victorias que en la Suria los nuestros unidos y conformes ganaron contra los bárbaros. Los que somos fuertes y diestros para las diferencias civiles y domésticas, ¿por ventura serémos cobardes y descuidados para no acudir al peligro comun y vengar la afrenta de la religion cristiana? ¿Hay alguno que se ofrezca por caudillo para esta guerra sagrada? Hay quien lleve delante en sus hombros el estandarte de la cruz de Cristo, hijo de Dios, para que le sigan los demás? Hay quien quiera ser soldado de Cristo? Ofrezcámonos por capitanes, que no faltarán varones fuertes y diestros y soldados muy nobles que se conformen en su valor y esfuerzo y parezcan á sus antepasados. Determinado estoy, si todos faltaren, ofrecerme por alférez y caudillo en esta tan santa guerra. Yo con la cruz entraré y romperé por medio de las haces y huestes de los enemigos, y con nuestra sangre, si no se ganare la victoria, por lo menos aplacaré la ira de Dios y inflamaré con mi ejemplo vuestros ánimos para hacer lo mismo; que resuelto estoy de hacer este postrero esfuerzo y servicio á Cristo y á la Iglesia, á quien debo todo lo que soy y lo que puedo, «Movíanse los que se hallaron presentes

con el razonamiento del Pontífice; más los embajadores de los príncipes gastaban el tiempo en sus particuares contiendas y controversias, y así todo este esberzo salió vano. En especial Juan, duque de Lorena, bijo de Renato, duque de Anjou, se quejaba mucho que el Papa hobiese confirmado el reino de Nápoles y dado la investidura de aquel estado á don Fernando, su enemigo. A causa destos debates no se pudo en la principal empresa pasar adelante; de palabra solamente se cecretó la guerra sagrada. El Papa asimismo publicó unabula en que, al contrario de lo que sintió en conformidad de los padres de Basilea antes que fuese papa, ploveyó que ninguno pudiese apelar de la sentencia del romano Pontífice para el concilio general; con esto se disolvió el Concilio el octavo mes despues que se abró. Los embajadores de Aragon, despedido el Concili, fueron á Nápoles á dar el parabien del nuevo reino alrey don Fernando. Iñigo Lopez de Mendoza alcanzó del Pontífice un jubileo para los que acudiesen con ciertalimosna; del dinero edificó en su villa de Tendilla un principal monasterio de frailes isidros con advocacion de Santa Ana. En este comedio á su hermano don Diego e Mendoza quitaron la ciudad de Guadalajara, de que sin bastante título se apoderara. El comendador Juan Fernandez Galindo, caudillo de fama, con seiscientos caballos que el Rey le dió, la tomó de sobresalto Agraviáronse desto los demás grandes; ocasion de nuevos desabrimientos y de que se ligasen entre sí de nuevo en deservicio de su Rey. El almirante don Fadrique atizaba los desgustos; convidó á su yerno el rey de Aragon para se juntar con los grandes desgustados y alteados y mover guerra á Castilla. Entraban en este acurdo el arzobispo de Toledo y don Pedro Giron, mastre de Calatrava, y los Manriques, linaje poderoso e riquezas y aliados, y ahora de nuevo se les ayuntaro los Mendozas por estar irritados con este nuevo, que llamaban agravio. El color y voz que tomaron era haesto, es á saber, reformar el estado de las cosas, estragado sin duda en muchas maneras. Estos intentos y tatos no podian estar secretos; don Alonso de Fonseci, arzobispo de Sevilla, dió aviso de lo que pasaba al reydon Enrique. El premio que le dieron por este aviso fué la iglesia de Santiago, que á la sazon vacó por muerte de don Rodrigo de Luna, y se dió á un pariente suyo, llamado tambien don Alonso de Fonseca, dean que era de Sevilla. Estaba apoderado de los derechos de aquella iglesia, como poco antes queda dicho, don Luis Osorio, confiado en el poder de don Pedro, su padre, conde de Trastamara. Era menester para reprimile persona de autoridad; por esto los dos arzobispos permutaron sus iglesias, y con consentimiento del Rey donAlonso de Fonseca, el mas viejo, pasó de Sevilla á ser arzobispo de Santiago. La iglesia de Pamplona por muerte de don Martin de Peralta se encomendó al cardena Besarion, griego de nacion, persona de grande erudrion y de vida muy santa, para que, sin embargo de esar ausente, la gobernase y gozase de la renta de aquelh dignidad y obispado..

CAPITULO II.

Cómo Scanderberquio pasó en Italia.

Las alteraciones de Nápoles eran las que principalmente entretenian los intentos del pontífice Pio, que de noche y de dia no pensaba sino en cómo daria principio á la guerra sagrada contra los turcos. El fuego se emprendia de nuevo entre Juan, hijo de Renato, y el nuevo rey don Fernando; las voluntades de Italia estaban divididas entre los dos, y la mayor parte de la nobleza neapolitana, cansada del señorío de Aragon, se inclinaba á los angevinos. ¿Con qué esperanza? Con qué fuerzas? El ciego ímpetu de sus corazones hizo que antepusiesen lo dudoso á lo cierto. El primero que tomó las armas fué Antonio Centellas, marqués de Croton. Con la mudanza de los tiempos alcanzara la libertad, y ardia en deseo de vengarse; mas el Rey ganó por la mano, desbarató sus intentos, y púsole de nuevo en prision con gran presteza. Quedaba Martin Marciano, duque de Sesa, que sin respeto del deudo que tenia con el Rey, ca estaba casado con doña Leonor, su hermana, se hizo caudillo de los rebeldes. Fué grande este daño: muchos movidos por su ejemplo se juntaron con esta parcialidad, y entre ellos el príncipe de Taranto, primero de secreto y despues descubiertamente, y con él Antonio Caldora y Juan Paulo, duque de Sora; el número de los nobles de menor cuantía no se puede contar. Francisco Esforcia, duque de Milan, en el tiempo que se celebraba el concilio de Mantua, do vino en persona, aconsejó al Pontífice hiciese liga con el rey don Fernando; que echados los franceses de Italia, se allanaria todo lo demás que impedia el poner en ejecucion la guerra contra los turcos. Al Pontífice pareció bien este consejo, mas no era fácil ejecutalle á causa que el rey don Fernando, cercado dentro de Barleta, ciudad de la Pulla, se hallaba sin fuerzas bastantes para defenderse en aquel trauce y peligro que de repente le sobrevino. Estaba muy lejos y el enemigo apoderado de los pasos; por esto no podia el Pontífice envialle socorro por tierra. Determinó despachar sus embajadores al Epiro ó Albania para llamar en ayuda del Rey á Georgio Scanderberquio, que era en aquel tiempo, por las muchas victorias que ganara de los turcos, capitan muy esclarecido. El, sabida la volundad del Pontífice y movido por los ruegos del rey de Nápoles, que envió por su parte á pedir le asistiese, no le pareció dejar pasar ocasion tan buena de servir á la religion cristiana y mostrar su buen deseo. Envió delante á Coico Strofio, pariente suyo, acompañado de quinientos caballos albaneses. El mismo se aprestaba con intento de ir en persona á aquella empresa; para hacello le daban lugar las treguas que tenia asentadas con los turcos por tiempo de un año. Juntada pues una armada, pasó á Ragusa, ciudad que se entiende llamaron los antiguos Epidauro. Desde allí aportó á Barleta, por ser la travesía del mar muy breve. Fué su venida tan á propósito, que los enemigos no se atrevieron á aguardar, antes sin dilacion, alzado el cerco, se fueron de allí bien léjos. Con este socorro don Fernando, y con gentes que todavía le vinieron de parte del Pontífice y del duque de Milan, despues de

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