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con una imagen de plomo en él cosida, ocasion de mofas y remoquetes; los españoles echaban aquel traje á poquedad y avaricia. Desta manera se acabó la junta, sin que della resultase otro provecho mas de conjuraciones y monipodios que entre los unos y otros grandes se forjaron, por las cuales yo mismo vi al rey don Enrique envuelto en grandes trabajos y afanes, que se continuaron hasta su muerte, desamparado de sus vasallos y puesto en un estado miserable.» Hasta aquí son palabras de Filipe de Comines; lo demás que dice se deja por abreviar. Este año, á los 12 de noviembre, pasó desta vida á la eterna el santo fray Diego en el su monasterio de franciscos de Alcalá de Henares, que fundó don Alonso Carrillo, arzobispo de Toledo. Fué natural de San Nicolás, diócesi de Sevilla. Su vida tal, y los milagros que Dios por él hizo tantos, que el papa Sixto V le canonizó á los 2 de julio, año del Señor de 1588.

CAPITULO VI.

Los catalanes llamaron en su ayuda á don Pedro, condestable de Portugal.

Halláronse presentes á la junta destos príncipes dos embajadores de Barcelona, llamados el uno Cardona, y el otro Copones. Quejáronse al de Castilla que se hacia agravio á su nacion en desamparallos contra lo que tenian capitulado. Estas quejas no fueron de efecto alguno; las orejas destos príncipes estaban cerradas á sus ruegos por respetos que mas á ellos les importaban. En Tolosa, pueblo de Guipúzcoa, el comun del pueblo mató, á 6 de mayo, á un judío, llamado Gaon. Fué la ocasion que por estar el Rey cerca, entre tanto que se entretenia en Fuente-Rabía, comenzó el judío á cobrar cierta imposicion, que se llamaba el pedido, sobre que antiguamente hobo grandes alteraciones entre los de aquella nacion, y al presente llevaban mal que se les quebrantasen sus privilegios y libertades. No se castigó este delito y esta muerte, antes poco despues en Segovia, do se fué el rey don Enrique, hobo entre dos frailes y se encendió una grave reyerta. El uno afirmaba en sus sermones que muchos cristianos se volvian judíos, en que pretendia tachar el libre trato que con los de aquella nacion y con los moros se tenia; y era así, que muchos de aquellas naciones, enemigos de Cristo, libremente andaban en la casa real y por toda la provincia. El otro fraile lo negaba todo, mas en gracia de los príncipes, como yo creo, que por ser así verdad. Nunca sin duda en España se vió mayor estrago de costumbres ni corrieron tiempos mas miserables. En particular el pueblo en Sevilla andaba muy alborotado en gran manera, á causa que don Alonso de Fonseca, el mas viejo, pedia que le fuese restituida aquella iglesia, que diera los años pasados en confianza á su pariente, llamado tambien don Alonso de Fonseca. Alegaba que así estaba establecido por los derechos y recebido por la costumbre, y que así lo mandaba el Padre Santo. El pueblo y la nobleza, divididos en parcialidades, unos favorecian al pretensor, otros al contrario; de que resultaban alteraciones y corria riesgo no viniesen á las manos. Acudió á grandes jornadas el rey don Enrique, y con su venida entregó la iglesia á don Alonso de Fonseca, el mas viejo, y pagaron con las cabezas y con la

vida seis personas que fueron los principales movedores de aquel motin y alboroto. El rey de Portugal á la sazon con una gruesa armada volvió á Africa; iban en su compañía don Fernando, su hermano, y don Pedro, su primo, que era condestable de Portugal. Los catalanes, desamparados de la ayuda de Castilla y visto que los franceses é italianos los tenian prevenidos por el rey de Aragon, acordaron, lo que solo les faltaba y quedaba, llamar socorros de mas léjos; con este acuerdo enviaron á convidar á don Pedro, condestable de Portugal, para que desde Ceuta viniese á tomar posesion de aquel principado, que decian le pertenecia por su madre, que era la hija mayor del conde de Urgel. En mal pleito ninguna cosa se deja de intentar. Parecíale al Condestable buena ocasion esta; hízose á la vela, llegó á la playa de Barcelona, y surgió en ella á 21 de enero, principio del año 1464. Allí sin dilacion fué llamado conde de Barcelona y rey de Aragon; acometimiento que por falta de fuerzas salió en vano, y la honra le acarreó la muerte, demás de otros daños que resultaron. Lo primero con la partida de don Pedro las fuerzas de Portugal se enflaquecieron en Africa, por donde de Tánger, que pretendian tomar, fueron con daño rechazados los fieles por los moros; y algunas entradas que se hicieron en los campos comarcanos no fueron de consideracion ni de algun efecto notable; solo junto al monte Benasa en un encuentro que tuvieron con los enemigos, el mismo rey de Portugal estuvo á gran riesgo de perderse con toda su gente. Duarte de Meneses, como quier que por defender á su Rey se metiese con grande ánimo entre los enemigos, fué muerto en la pelea y otros con él. El conde de Villareal defendió aquel dia la retaguardia, por lo cual mereció mucha loa por testimonio del mismo Rey, que despues de la pelea le dijo: « Hoy en vos solo ha quedado la fe.» El rey don Enrique desde Sevilla fué á Gibraltar; allí á su instancia y por sus ruegos aportó el rey de Portugal á la vuelta de Africa y de Ceuta. Estuvieron en aquel pueblo por espacio de ocho dias; despues dellos el de Portugal se volvió á su reino. El rey don Enrique por la parte de Ecija rompió por el reino de Granada, sin desistir de la empresa hasta tanto que le pagaron el tributo que tenian antes concertado, y le hicieron otros presentes de grande estima. Con esto por Jaen, do residia Miguel Iranzu, su condestable, por frontero, pasó el Rey de priesa á Madrid. Queria recebir y festejar otra vez al de Portugal, que, por voto que tenia hecho, se encaminaba para visitar á Guadalupe, casa de mucha devocion. Viéronse los dos reyes y habláronse en la Puente del Arzobispo, raya del reino de Toledo; hallóse presente la reina de Castilla, que en compañía de su marido iba para verse con su hermano el rey de Portugal. En esta junta se concertaron dos casamientos, uno del rey de Portugal con doña Isabel, hermana del rey don Enrique, y otro de doña Juana, su hija, con el príncipe

heredero de Portugal. Dilatáronse para otro tiempo las bodas, y al fin la tardanza hizo que no surtiesen efecto. Estaba del cielo determinado que los aragoneses, reino mas á propósito que el de Portugal, viniesen á la corona de Castilla, bien que no sin grandes y largas alteraciones de España; males que parece pronos

ticó un torbellino de vientos que en Sevilla se levantó, el mayor que la gente se acordaba, tanto, que llevó por cl aire un par de bueyes con su arado, y de la torre de San Agustin derribó y arrojó muy léjos una campana, arrancó otrosí de cuajo muchos árboles muy viejos, y los edificios en muchas partes quedaron maltratados. Viéronse en el cielo como huestes de hombres armados que peleaban entre sí, quier fuese verdadera representacion, quier engaño, como se puede pensar, pues refieren que solamente las vieron los niños de poca edad. Finalmente, tres águilas con los picos y uñas en el aire combatieron por largo espacio; el fin de aquella sangrienta pelea fué que cayeron todas en tierra muertas. Los hombres, movidos destos prodigios y señales, hacian rogativas, plegarias y votos para aplacar, si pudiesen, la ira del cielo que amenazaba y alcanzar el favor de Dios y de los santos.

CAPITULO VII.

De una conjuracion que hicieron los grandes de Castilla.

El rey don Enrique comenzaba á mirar con mala cara al arzobispo de Toledo y al marqués de Villena por entender que en las diferencias de Aragon no le sirvieron con toda lealtad; por esto ni le hicieron compañía cuando fué al Andalucía, ni se hallaron en la junta que tuvieron los reyes en la Puente del Arzobispo ; antes por temer que se les hiciese alguna fuerza, ó dallo así á entender, desde Madrid se fueron á Alcalá. Luego se

juntaron con ellos el almirante de Castilla y el linaje de

los Manriques y don Pedro Giron, maestre de Calatrava; allegáronseles poco despues los condes de Alba y de Plasencia por persuasion del marqués de Villena, que fué secretamente para esto á verse con ellos. El rey de Aragon asimismo por grandes promesas que le hicieron se arrimó á este partido. Estos fueron los principios y cimientos de una cruel tempestad que tuvo á toda España por mucho tiempo muy gravemente trabajada. Era necesario buscar algun buen color para hacer esta conjuracion. Pareció seria el mas á propósito pretender que la princesa doña Juana era habida de adulterio, y por tanto no podia ser heredera del reino. Procuraron para salir con este intento apoderarse de los infantes don Alonso y doña Isabel, hermanos del Rey, que residian en Maqueda con su madre, por parecelles á propósito para con este color revolvello todo. Verdad es que á instancia del Rey y con rehenes que le dieron para seguridad, el marqués de Villena don Juan Pacheco volvió á Madrid. Todo era fingido, y él iba apercebido de mentiras y engaños con que apartar á los demás grandes del Rey y de su servicio. Para este efecto le dió por consejo hiciese prender á don Alonso de Fonseca, arzobispo de Sevilla, que á menos desto él no podria andar en la corte seguramente. Despues que tuvo persuadido al Rey, con trato doble avisó á la parte del peligro en que cstaba. Dió él crédito á sus palabras, huyóse y ausentóse; traza con que forzosamente se hobo de pasar á los alterados. Con esto quedó mas soberbio don Juan Pacheco, en tanta manera, que estando la corte en Segovia al tiempo de los calores, cierto dia entró con hombres armados en el palacio real para apoderarse del Rey

y de sus hermanos. Pasó tan adelante este atrevimiento, que quebrantó las puertas del aposento real, y por no poder salir con su intento á causa que el Rey y don Beltran de la Cueva con aquel sobresalto se retiraron mas adentro en el palacio y en parte que era mas fuerte, determinó de noche, que fué nueva insolencia, llevar adelante su maldad. Ya era llegada la hora, y los sediciosos se aparejaban con sus armas para ejecutar lo que tenian acordado; mas el Rey y los suyos fueron avisados, con que las asechanzas no pasaron adelante. Estaba don Juan Pacheco, autor de todo esto, á la sazon en palacio; los mas persuadian al Rey y eran de parecer que le debian echar la mano y prenderle. Era tan grande el descuido del Rey, que antepuso una vana muestra de clemencia á su salud y vida. Decia que no era justo quebrantalle la seguridad que le diera, con que escapó entonces de aquel peligro y las cosas se empeoraron de cada dia mas, mayormente que por el mismo tiempo por bula del sumo Pontífice don Beltran de la Cueva fué nombrado por maestre de Santiago, cosa que al pueblo dió mucha pesadumbre por el agravio que se hacia al infante don Alonso en quitalle aquella dignidad. Las demasías de don Juan Pacheco no parecia se podian castigar mejor que con levantar por este medio á su contrario y competidor don Beltran. Intentó de nuevo el dicho marqués de Villena si podia salir con su pretension y con asechanzas y tratos apoderarse del Rey; con este deseño le hizo fuese á Villacastin para tener allí habla. Descubrióse tambien el engaño, y con esto se previn vino y remedió el daño. Desde Búrgos los conjurados, juntados al descubierto y quitada la máscara, escribieron al Rey de comun acuerdo una carta muy desacatada. Las principales cabezas y capítulos eran: que los moros andaban libres en su corte sin ser castigados por maldad alguna que cometiesen; que los cargos y magistrados se vendian; que el maestrazgo de Santiago injustamente y contra derecho se habia dado á don Beltran; la princesa doña Juana, como habida de adulterio, no debia ser jurada por heredera ; que si estas cosas se reformasen, de buena gana dejarian las armas prestos de hacer lo que su merced fuese. Recibió el Rey y leyó esta carta en Valladolid, sin que por ella mucho se alterase; ciega sin duda el entendimiento la divina venganza cuando no quiere que se emboten los filos de su espada. A la verdad este Príncipe tenia con los deleites feos y malos enflaquecidas las fuerzas del cuerpo y del alma. Hallóse presente don Lope de Barrientos, obispo de Cuenca, que pretendia con grande instancia se debia con las armas castigar aquel desacato; pero no aprovechó nada, dado que le protestaba, pues no queria seguir el consejo saludable que le daba, que vendria á ser el mas miserable y abatido rey que hobiese tenido España; que se arrepentiria tarde y sin provecho de la flojedad que de presente mostraba. Tratóse de nuevo de concierto, pues lo de la guerra no contentaba. Para esto entre Cabezon y Cigales, pueblos de Castilla la Vieja, don Juan Pacheco, ¿con qué cara, con qué vergüenza? en fin, en un campo abierto y raso habló por grande espacio con el rey don Enrique. Resultó de la habla que se concertaron y hicieron estas capitulaciones el infante don Alonso heredase el reino a tal que se casase con la pre

tensa princesa doña Juana; don Beltran renunciase el maestrazgo de Santiago; que se nombrasen cuatro jueces, dos por cada una de las partes, y por quinto fray Alonso de Oropesa, general que era de los jerónimos; lo que sobre las demás diferencias determinase la mayor parte destos jueces, aquello se ejecutase. Tomada esta resolucion, el infante don Alonso, que era de edad de once años, de Segovia fué traido á los reales del Rey. Allí le juraron todos por príncipe y heredero del reino ; quedó en poder de los grandes, de que resultaron nuevos daños. A don Beltran de la Cueva dió el Rey la villa de Alburquerque con título de duque, y juntamente le hicieron merced de Cuellar, Roa, Molina y Atienza, demás de ciertos juros que en el Andalucía le señalaron por cada un año en recompensa de la dignidad y maestrazgo que le quitaban. Los alterados señalaron por jueces árbitros á don Juan Pacheco y al conde de Plasencia. El Rey á Pero Hernandez de Velasco y Gonzalo de Saavedra, enemigos declarados de don Juan Pacheco. El arzobispo de Toledo y el almirante se reconciliaron con el Rey; la amistad duró poco, ó como decia el vulgo, fué invencion y querer temporizar. Andaban los cuatro jueces árbitros alterados, y entendíase que si Hegaban á pronunciar sentencia, dejarian á don Enrique solo el nombre de rey y le quitarian todo lo demás. Por esto mandó él de secreto al maestre de Alcántara y al conde de Medellin, personas de quien mucho se fiaba, que con las mas gentes que pudiesen se viniesen á él y desbaratasen aquellos intentos. Gonzalo de Saavedra, que era uno de los jueces, y Alvar Gomez, secretario del Rey, al cual hiciera merced en la comarca de Toledo de Maqueda y de Torrejon de Velasco y de San Silvestre, fueron por el Rey llamados. Pusiéronles algunos grandes temores, así á ellos como al maestre de Alcántara don Gomez de Solís y al conde de Medellin; avisáronlos que los querian prender y que sus malos tratos eran descubiertos; con esto les persuadieron se declarasen y públicamente con sus gentes se pasasen á los conjurados. El Rey, avisado de todo esto, puso tachas á los jueces árbitros y alegó que los tenia por sospechosos; mandó otrosí á Pedro Arias, ciudadano de Segovia, cuyo padre fué su contador mayor, que por fuerza se apoderase de Torrejon. Así lo hizo, y dejó aquella villa á los condes de Puñonrostro, sus descendientes. Pedro de Velasco se juntó tambien con los conjurados, dado que su padre el conde de Haro se quejaba mucho desta su liviandad, tanto, que ni con soldados ni con dineros le ayudaba, y le era forzoso andar entre los otros grandes muy desacompañado y desautorizado. Por este mismo tiempo, á 14 de agosto, falleció en Ancona, ciudad de la Marca, el papa Pio II. Pretendia, despues de convocados los príncipes de todo el mundo para tomar las armas contra los turcos, pasar el mar Adriático y ser caudillo en aquella guerra sagrada, que fué una grande determinacion; y con este intento, bien que doliente, se hizo llevar á aquella ciudad; atajóle la muerte y cortóle sus pasos. Duróle poco tiempo el pontificado, solo espacio de tres años; su renombre por sus virtudes y pensamientos altos y por sus letras será inmortal. Con su muerte todos aquellos apercebimientos se deshicieron. Pusieron en su lugar con gran

de presteza al cardenal Pedro Barbo, de nacion veneciano, á 30 del mismo mes de agosto, Llamóse Paulo II. Era de cuarenta y siete años cuando fué electo en lo mejor de su edad. Mostróse muy aficionado á las cosas de España, y así ayudó con su autoridad y diligencia al rey don Enrique en sus grandes trabajos.

CAPITULO VIII.

De las guerras de Aragon.

Con la venida á Barcelona de don Pedro, condestable de Portugal, los catalanes cobraron mas ánimno que conforme á las fuerzas que alcanzaban. Mayor era el miedo todavía que la esperanza, como de gente vencida contra los que muchas veces los maltrataron; la obstinacion de sus corazones era muy grande, que mas que todo los sustentaba. La ciudad de Lérida despues que por el Rey estuvo cercada largo tiempo y despues que le talaron y robaron los campos al derredor, finalmente fué forzada á entregarse. En muchas partes en un mismo tiempo la llama de la guerra se emprendia con daño de los pueblos y de los campos, rozas y labranzas; miserable estado de toda aquella provincia. El principal caudillo en esta guerra era don Juan, arzobispo de Zaragoza, que fué otro hijo bastardo del rey de Aragon, mas á propósito para las armas que para la mitra y roquete. Filipo, duque de Borgoña, por el contrario, envió á don Pedro una banda de borgoñones, ayuda de poco momento para negocio tan grande. Con su venida la gente y compañías de catalanes se juntaron en la villa de Manresa hasta en número de dos mil infantes y sobre seiscientos de á caballo. Estaba el conde de Prades por parte del rey de Aragon puesto sobre Cervera. El cerco se apretaba, y los cercados, forzados de la hambre y falta de otras cosas, trataban de rendirse. Para prevenir este daño y por la defensa determinó don Pedro de ir en persona á socorrellos. La gente del rey de Aragon, lo principal de su ejército y la fuerza so tenia á la raya de Navarra á propósito de sosegar las alteraciones de aquella nacion. Mandó el Rey á su hijo el príncipe don Fernando que con parte del ejército marchase á toda priesa para juntarse con el conde de Prades. Era don Fernando de muy tierna edad, tenia solos trece años; la necesidad forzó á que en aquella guerra comenzase su padre á valerse dél, y él á ejercitarse en las armas; por esto no tuvo tiempo para aprender las primeras letras bastantemente; sus mismas firmas muestran ser esto verdad. Llegaron los del condestable de Portugal á un lugar llamado los Prados del Rey con determinacion de dar la batalla; así lo avisaban las espías. El príncipe don Fernando, que cerca se hallaba, apercebidas todas las cosas y aparejadas, fué en busca del enemigo. Hizo alto en un ribazo, de do se veian los reales de los catalanes. El Portugués hizo al tanto, que se mejoró de lugar y trincheó los reales en un collado cercano. Parecia queria excusar la batalla, bien que ordenó sus haces en forma de pelear. En la avanguardia iba Pedro de Deza con espaldas de los borgoñones, que cerraban aquel escuadron. En el segundo escuadron iban por capitanes de los soldados navarros y castellanos Beltran y Juan Arinendarios. El cuidado

las armas. Tuvo este rey dos mujeres, la una mora de nacion, cuyo hijo fué Boabdil, que adelante se llamó el Rey Chiquito, la otra era cristiana renegada, por nombre Zoroira; della tuvo dos hijos, llamados el uno Cado, y el otro Nacre, los cuales en tiempo del rey don Fernando el Católico, cuando se ganó Granada, se volvieron cristianos; el mayor se llamó don Fernando, y el menor don Juan. Su madre al tanto, movida del ejemplo de sus dos hijos, se redujo á nuestra fe y se llamó doña Isabel. En tiempo deste rey Albohacen hobo por algun tiempo paz con los moros. Por frontero á la parte de Jaen estaba Iranzu, el condestable; por la parte de Ecija don Martin de Córdoba. Por el mismo tiempo don Fernando, rey de Nápoles, vencidos y desbaratados sus enemigos, así los de dentro como los de fuera, afirmaba su imperio en Italia. Despues que en una batalla muy señalada que se dió cerca de Sarno, en Tierra de Labor, quedó vencido, se rehizo de fuerzas, y ayudado de nuevos socorros del Papa y duque de Mi

de la retaguardia llevaba el mismo don Pedro de Portugal. Las gentes de don Fernando eran menos en número, que no pasaban de setecientos caballos y mil infantes. Ordenáronlas desta manera: la avanguardia se encomendó al conde de Prades; Hugon de Rocaberti, castellan de Amposta y Mateo Moncada fortificaban los costados; don Enrique, hijo del infante de Aragon don Enrique, quedó de respeto para socorrer donde fuese necesario; en el postrer escuadron iba el príncipe don Fernando, acompañado de muchos nobles. Bernardo Gascon, natural de Navarra, con la infantería de su cargo llevó órden de tomar la parte de la montaña para que no les pudiesen acometer por aquel lado. Antes que se diese la señal de pelear, el príncipe don Fernando armó caballeros algunas personas nobles. Comenzaron á pelear los adalides, que iban delante, con grande vocería que levantaron; cargaron los demás, y en breve espacio el primero y segundo escuadron de los portugueses fueron forzados á retirarse, y en fin, todos se desbarataron por el esfuerzo de los aragone-lan y de Scanderberquio, como arriba queda dicho, el ses. Con tanto, atemorizados los demás que pusieron en la retaguardia, en que se hallaba el mismo don Pedro de Portugal y la fuerza del ejército, poca resistencia pudieron hacer. Volvieron las espaldas y huyeron desapoderadamente, la gente de á pié por los montes cercanos, los de á caballo por los llanos. Don Pedro de Portugal se valió de maña para escapar; quitóse la sobreveste, y mezclado con los vencedores, el dia siguiente sin ser conocido se puso en

los cuales se dió la primera carga, casi todos quedaron en el campo; peleaban entre los primeros, y conforme á su costumbre tienen por cosa muy fea volver el pié atrás. De los demás muchos fueron presos, y entre ellos el conde de Pallas, principal atizador de toda esta guerra. Dióse esta batalla postrero dia de febrero del año 1465. La victoria fué tanto mas alegre, que de los aragoneses pocos quedaron heridos, ninguno muerto. Don Pedro de Portugal se volvió á Manresa. Beltran Armendario, sin embargo, fortificó con gente el lugar de Cervera, en que metió parte del ejército, bien que desbaratado, no con menor ánimo que si ganara la victoria. De allí pasó la fuerza de la guerra á la comarca de Ampúrias, en que llevaban siempre lo mejor los aragoneses, y los portugueses lo peor. Parecia que todas las cosas eran fáciles á los vencedores, tanto mas, que los alborotos de Navarra estaban casi acabados y los biamonteses reducidos á la obediencia del Rey con el perdon que otorgó á don Luis y & don Cárlos, hijos de don Luis, ya difunto, conde de Lerin y condestable de Navarra, y juntamente les fueron restituidos sus bienes, cargos y dignidades que solian tener; lo mismo se hizo con don Juan de Biamonte, hermano del dicho Condestable, prior que era de San Juan, en Navarra. Declararon otrosí por herederos de aquel reino á Gaston, conde de Fox, y doña Leonor, su mujer, que ya se intitulaban príncipes de Viana. Ismael, rey de Granada, gozaba de tiempo atrás de una paz muy sosegada, cuando le sobrevino la muerte,

7 de abril, que fué domingo, año de los árabes 869, á 10 dias del mes de xavan. Sucedióle Albohacen, su hijo, varon de grande ánimo y de grande esfuerzo en

año siguiente despues que perdió aquella jornada hu-
milló al enemigo, que soberbio quedaba, en una batalla
que le ganó cerca de Troya, ciudad de la Pulla. No
paró hasta tanto que forzó á Juan, duque de Lorena, á
retirarse á la isla de Isquia; de donde, sosegadas las
alteraciones de los barones y apaciguada la provincia,
perdida toda esperanza, fué forzado con poca honra á
dar la vuelta á Francia. Era este Príncipe igual en es-
fue
fuerzo á sus antepasados, y dejó gran fama de su mu-
cha bondad; la fortuna y el cielo no le fueron mas que
á ellos favorables. Desta manera el rey don Fernando,
puesto fin á la guerra de los barones de Nápoles, que
fué muy dudosa y muy larga, entró en Nápoles como
en triunfo de sus enemigos á 14 del mes de setiembre;
grande magnificencia y aparato, concurso del pueblo
y de los nobles extraordinario, que le honraron á porsia
con todas sus fuerzas, regocijos y alegrías que se hi-
cieron muy grandes. La reina doña Isabel, su mujer,
como quier que atribuia la victoria á Dios y á los san-
tos, visitaba las iglesias con sus hijos pequeños que
llevaba delante de sí; arrodillábase delante los alta-
res, cumplia sus votos, hacia sus plegarias, hembra
que era muy señalada en religion y bondad, y que me-
recia gozar de mas larga vida para que el fruto de la
victoria fuera mas colmado. Todo lo atajó la muerte;
falleció casi al mismo tiempo que el reino quedaba apa-
ciguado. El rey don Fernando, su marido, fundada la
paz y ordenadas las demás cosas á su voluntad, tuvo el
reino mas de treinta años. Emprendió en lo de adelan-
te y acabó muchas guerras felizmente en ayuda de sus
amigos y confederados. Fuera desto, á los turcos que
se apoderaron pasados algunos años de Otranto y de
buena parte de aquella comarca, desbarató y echó de
Italia por su mandado don Alonso, su hijo, duque de
Calabria. En conclusion, si este Rey en el tiempo de la
paz continuara las virtudes con que alcanzó y se man-
tuvo en el reino, como fué tenido por muy dichoso,
así se pudiera contar entre los buenos príncipes y en
virtud señalados; mas hay pocos que en la prosperidad
y abundancia no se dejen vencer de sus pasiones y se-
pan con la razon enfrenar la libertad.

CAPITULO IX.

Que el infante don Alonso fué alzado por rey de Castilla.

No sosegaron las alteraciones de Castilla por quedar el infante don Alonso en poder de los grandes; antes fué para mayor daño lo que se pensó seria para remediar los males. Como fueron los intentos y consejos errados, así tuvieron los remates no buenos. El Rey, de Cabezon, cerca de donde fué la junta y la habla que tuvo con don. Juan Pacheco, se partió para el reino de Toledo; los grandes se fueron á Plasencia. El maestre de Calatrava don Pedro Giron, que en Castilla la Vieja era señor de Ureña, se partió para el Andalucía, do tenia tambien la villa de Osuna, con intento de mover los andaluces y persuadilles que tomasen las armas contra su Rey. Era el Maestre hombre vario y no de mucha constancia ni muy firme en la amistad, y que tenia mas cuenta con llevar adelante sus pretensiones y salir con lo que deseaba, que con lo que era hocesto y santo. Quitaron el priorado de San Juan á don Juan de Valenzuela, y al obispo de Jaen despojaron de sus bienes y rentas, no por otra causa sino porque eran leales al Rey; delito que se tiene por muy grave entre los que están alborotados y amotinados. Por toda aquella provincia trató de levantar la gente, en especial de meter en la misma culpa á los señores y nobles; prometia á cada cual conforme á lo que era y su calidad cosas muy grandes, con que muchos se alentaron y resolvieron de juntarse con los alborotados, en particular las comunidades y regimientos de Sevilla y de Córdoba y el duque de Medina Sidonia y conde de Arcos y don Alonso de Aguilar. El rey don Enrique, vista la tempestad que se aparejaba y armaba, en Madrid hizo una junta para tratar del remedio. Preguntó á los congregados lo que les parecia se debia hacer, si acudir á las armas, ó pues las cosas no se encaminaban como se pensó, si seria bien tornar á mover tratos de paz. Callaron los demás; el arzobispo de Toledo dijo que su parecer era debian procurar que el infante don Alonso volviese á poder del Rey, porque ¿quién seria mas á propósito para guardalle como prenda de la paz y para seguridad del casamiento poco antes concertado que su mismo hermano, y que poco despues seria su suegro? Que si no obedeciesen, en tal caso se podria acudir á las armas y á la fuerza y castigar la contumacia de los que se desmandasen. Para lo cual debia la corte con brevedad pasarse á Salamanca, por estar aquella ciudad cerca de donde los conjurados se hallaban, y por esta causa ser muy á propósito para asentar la paz ó hacer la guerra. Parecia á algunos que estas cosas las decia con llaneza; así, vinieron los demás en el mismo parecer, sin que ninguno de los que mejor sentian se atreviese á chistar; todo procedia, no por razon y justicia, sino por fuerza y violencia. Envióse pues por una parte embajada á los grandes, y por otra mandaron que las compañías de soldados acudiesen á Salamanca. Pasó el Rey á Castilla la Vieja y á Salamanca, y con las gentes que llevaba y allí halló puso cerco sobre Arévalo, que se tenia por los alborotados. Desde allí el arzobispo de Toledo, quitada la máscara, se fué á Avila, ciudad que tenia en su poder, que poco antes le dió el Rey, asi aquella M-the

tenencia como la de la Mota de Medina. A Avila acudieron los conjurados llamados por el Arzobispo; asimismo el Almirante, como lo tenia acordado, se apoderó de Valladolid, do estos señores pensaban hacer la masa de la gente. Con estas malas nuevas y por el peligro que corria de mayores males, despertado el Rey de su grave sueño, á solas y las rodillas por tierra, las manos tendidas al cielo, habló con Dios, segun se dice, desta manera: «Con humildad, Señor, Cristo hijo de Dios y rey por quien los reyes reinan y los imperios se mantienen, imploro tu ayuda; á tí encomiendo mi estado y mi vida; solamente te suplico que el castigo, que confieso ser menor que mis maldades, me sea á mí en particular saludable. Dame, Señor, constancia para sufrille, y haz que la gente en comun no reciba por mi causa algun grave daño. » Dicho esto, muy de priesa se volvió á Salamanca. Los alborotados en Avila acordaron de acometer una cosa memorable; tiemblan las carnes eu pensar una afrenta tan grande de nuestra nacion; pero bien será se relate para que los reyes por este ejemplo aprendan á gobernar primero á sí mismos, y despues á sus vasallos, y adviertan cuántas sean las fuerzas de la muchedumbre alterada, y que el resplandor del nombre real y su grandeza mas consiste en cl respeto que se le tiene que en fuerzas; ni el Rey, si le miramos de cerca, es otra cosa que un hombre con los deleites flaco; sus arreos y la escarlata & de qué sirve sino de cubrir como parche las grandes llagas y graves congojas que le atormentan? Si le quitan los criados, tauto mas miserable; que con la ociosidad y deleites mas sabe mandar que hacer ni remediarse en sus necesidades. La cosa pasó desta manera. Fuera de los muros de Avila levantaron un cadalıalso de madera en que pusieron la estatua del rey don Enrique con su vestidura real y las demás insignias de rey, trono, cetro, corona; juntáronse los señores, acudió una infinidad de pueblo. Ea esto un pregonero á grandes voces publicó una sentencia que contra él pronunciaban, en que relataron maldades y casos abominables que decian tenia cometidos. Leíase la sentencia, y desnudaban la estatua poco á poco y á ciertos pasos de todas las insignias reales; últimamente, con grandes baldones la echaron del tablado abajo. Hízose este auto un miércoles, á 5 de junio. Con esto el infante don Alonso, que se halló presente á todo, fué puesto en el cadahalso y levantado en los hombros de los nobles, le pregonaron por rey de Castilla, alzando por él, como es de costumbre, los estandartes reales. Toda la muchedumbre apellidaba como suele : Castilla, Castilla por el rey don Alonso, que fué meter en el caso todas las prendas posibles y jugar á resto abierto. Como se divulgase tan grande resolucion, no fueron todos de un parecer; unos alababan aquel hecho, los mas le reprehendian. Decian, y es así, que los reyes nunca se mudan sin que sucedan grandes daños; quo ni en el mundo hay dos soles, ni una provincia puede sufrir dos cabezas que la gobiernen; llegó la disputa á los púlpitos y á las cátedras. Quién pretendia que, fucra de herejía, por ningun caso podrian los vasallos deponer al rey; quién iba por camnino contrario. Hizo el nuevo Rey mercedes asaz de lo que poco le costaba, en particular á Gutierre de Solis, por contemplacion del

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