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dia, ningún país ha producido un trozo de poesía más original en sus formas y más lleno de naturalidad, energía y colorido" (1).

La crítica alemana reconoció el valor del Poema por boca de Federico Schlegel, en 1811. Pero quien de un modo más penetrante juzgó la obra fué el doctísimo Fernando Wolf. Doliéndose éste en 1831 de que ni Bouterwek ni sus traductores españoles hubiesen comprendido el alto valor y la profunda significación del Poema, hace de él uno de los mejores estudios de que ha sido objeto (2). Wolf realza, sobre todo, la fuerte unidad que traba las partes de la obra, haciéndolas concurrir al plan artístico que se propuso el juglar. La belleza del Poema no es un producto abstracto y reflexivo, sino que consiste en una "reproducción inconsciente de la realidad, por eso mismo más veraz, más sorprendente". "La exposición desnuda de arte" se impone al ánimo "por la íntima verdad y elevada naturalidad" que respira; es sencilla, ingenua y enérgica. La continua repetición de palabras y frases para designar las mismas ideas

(1) Hist. de la literat., por M. G. TICKNOR, traduc. Gayangos-Vedia, 1851, t. I, p. 26.

(2) Reimpreso en F. WOLF, Studien zur Geschichte der span, und, port. Nationalliteratur, Berlín, 1859, ps. 29 y sigs. -También CLARUS, Darstellung der Spanischen Literature in Mittelalter, Mainz, 1846, siguiendo a Wolf, nota en el Poema la poética unidad realzada por un arte consumado.

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circunstancias, así como los pintorescos epítetos, recuerdan la epopeya griega. Los caracteres, aun los de las figuras secundarias, están trazados con rasgos tan sobrios como eficaces.

Volviendo a las apreciaciones extremas, representadas por la crítica inglesa de Southey y Hallam, podrá observarse que éstos aún no conocían la chanson de Roland, la cual podría haberles hecho modificar su parecer. Pues bien: la publicación del Roland en 1837, lejos de perjudicar al Poema, abre en favor de éste un curioso episodio de crítica comparativa. Damas Hinard, tratando de juzgar el Cantar dentro de su tiempo, escogió como punto de referencia el Roland, que hacía pocos años había obtenido una segunda edición, y se tenía, cada vez más, como celebrado modelo. El poeta de Roland era más docto que el del Cid; conocía de la antigüedad clásica cuanto era conocido en su época; condujo su obra con muy buen juicio, y por la unidad y simplicidad de su composición puede ser mirado como precursor de los clásicos franceses del siglo XVII. Pero le faltaba la gran cualidad del poeta: el sentimiento de la vida humana y el poder de expresarlo. La geografía de la chanson es fantástica; sus personajes son a menudo imaginarios o monstruosos como los paganos de Micenes, de cabeza enorme y cer

dosos cual jabalíes. La acción de estos fantasmas es también imposible. El sonido de la trompa de Roldán se oye a 30 leguas; Turpin, con cuatro lanzadas en el cuerpo, o Roldán, con la cabeza hendida y los sesos que le brotan por los oídos, obran y combaten como sanos. Los ejércitos son enormes, de 360.000 y de 450.000 caballeros. Cinco franceses matan a 4.000 sarracenos. Y la misma falta de naturalidad se observa en la exposición; baste como ejemplo el abuso de las repeticiones: ocho caballeros de Marsilio exponen en sendas coplas su deseo de matar a Roldán; Oliveros manda tres veces a Roldán que toque la trompa, y tres veces Roldán rehusa; Carlomagno, al hallar muerto a su sobrino, le dirige tres alocuciones interrumpidas por tres desmayos. Tales repeticiones menudean en el Roland, y si pueden ser bellas en un canto lírico, estorban la marcha franca de la poesía narrativa, no produciendo otro efecto que fatigar o desconcertar al lector. Muy al contrario, el juglar del Cid no quiere ostentar su imaginación; la emplea sólo en hacer aparecer ante nosotros la realidad misma; no nos presenta un cuadro de la España del siglo XI, sino que nos transporta a ésta y nos hace asistir a los acontecimientos. Los personajes están pintados con las convenientes medias tintas. El tono

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color de la narración se amoldan blandamente al diverso carácter de cada episodio; compárense entre sí el de las arcas de arena, el del Conde de Barcelona, el del robredo de Corpes y el más importante de todos, el de la corte de Toledo, en el cual el obscuro juglar recuerda al más ilustre narrador de los tiempos modernos, a Walter Scott. Cuando así se contemplan, uno frente a otro, el Poema del Cid y la Chanson de Roland, no puede menos de declararse, como hacían los antiguos jueces de campo, que la victoria pertenece al poeta español (1).

No pasaré por alto en esta comparación al escritor belga L. de Monge (2), porque, toman

(1) Poëme du Cid texte et traduction par Damas HINARD, París, 1858, ps. XIX-XXVII. En sus alusiones al Roland comete Hinard errores que no importa aquí hacer notar. (2) Etudes morales et littéraires; épopées et romans chevaleresques, Bruxelles, 1887, p. 285, "Le Cid et Roland". -E. BARET, Histoire de la litterat. esp., París, 1863, p. 28, dice que el Poema del Cid comparte la exactitud de Homero en lo que concierne al conocimiento de los lugares; pero, sólo atento a los cantos del pueblo, no procura hacer obra de poeta, bien diferente del autor del Roland, que ha leído a Virgilio y se entretiene en crear una geografía fantástica, unos personajes y hazañas imaginarios. No quiere, en punto a invención artística, disputar los derechos de España, pero se inclina a creer que El Cid conocía al Roland. -Recogiendo los indicios de imitación y algunas semejanzas que señalan Baret e Hinard, J. FITMAURICE-KELLY (A history of spanish literature, London, 1898, p. 49, mejor en la traduc. francesa. París, 1904, p. 47) dice: "ce ne sont là que des détails qui, tout en indiquant que la chanson de geste française a pu exercer quelque influence ex

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do un punto de partida opuesto al de Hinard, llega a un resultado semejante. Para Monge, el autor del Roland es un bárbaro dotado de genio, lleno de una ignorancia estupenda; mientras el poeta del Cid es "un espíritu culto, que persigue, por cima de las realidades de su tiempo, un ideal más elevado, y hace concurrir todo, con una rara discreción, al fin que se propone". "En el Roland nos choca la dureza de las costumbres, la ferocidad, la intolerancia (1); en el

tériérure et formelle, ne prouvent pas une imitation directe. Le sujet et l'esprit, dans le Poema, sont essentiellement espagnols et, en tenant compte de ce fait que le juglar se sert de la formule épique conventionnelle, son œuvre est grande en vertu de sa simplicité, de sa force, de sa rapidité et sa fougue."-Desconozco el artículo del Vizconde de FRANEAU, "Roland et le Cid", en Le Museon, 1883, p. 21.

(1) Otro punto de vista opuesto a D. Hinard. Este (Poëme, p. xxx1) nota en el cristianismo de ambos poemas el mismo estado infantil; pero observa en el del Poema "no sé qué de más grave, más profundo, más sombrío, más ardiente y más feroz", que anuncia la energía especial con que la inquisición será implantada más tarde en España. A esta vaguedad opone Monge la cita de los versos 534. 541, 802, 851, que muestran la bondad del Cid para con los moros, mientras en el Roland, Carlomagno intima a los musulmanes vencidos la orden de convertirse, y los que resisten son degollados, ahorcados o quemados vivos. Ya Prescott (Hist. de los Reyes Católicos, trad., 1855, p. 10) había observado en la España medieval una tolerancia muy opuesta al fanatismo de siglos posteriores. Las invocaciones frecuentes a la Divinidad que chocan a Hinard son tan frecuentes en las chansons como en el Poema, según nota Bello (Obras, VI, 277) respondiendo a Sismondi. que las tomaba por fruto de influencia árabe.

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