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frido y de su viuda Krimhilda, se aparta de ésta al final para dar proporciones de coloso al traidor Hagen.

Nada más distinto, empero, que la unidad del Poema del Cid y la del Roland. La de éste es mucho más simple; su argumento está perfectamente agrupado, pero es seco en demasía; no es sino una doble batalla preparada por una traición inmediata. Además los recursos que el poeta pone en juego son perfectamente unilaterales. Todos los personajes piensan y obran sólo en cuanto guerreros preocupados únicamente de sus deberes militares. Aparecen dos mujeres, pero la reina Bramimunda no tiene fisonomía especial femenina, y Alda, la novia de Roland, ocupa 30 versos escasos, los cuales, sean o no del autor primitivo, componen una escena magnífica, sí, pero que por su tono sobrio se despega del resto de la Chanson. Roland muere removiendo en su memoria los recuerdos más hondos, sus conquistas, su espada, sin que haya para Alda el menor lugar. Antes, Roland, al ver inminente la pelea con los sarracenos, se siente dominar por el instinto felino de la matanza :

Quant Rollanz veit que bataille serat

plus se fait fiers que leun ne leuparz (v. 1110),

y no le preocupa más que el deseo de servir bien a su emperador, por quien el vasallo debe sufrir

grandes males y debe perder su sangre y su carne. También el Cid, cuando ve que le ataca el Rey de Marruecos, siente la fiera alegría de la lucha. La batalla que le presentan es delicioso regalo traído de Africa,

venídom es deliçio de tierras d'allén mar.

Pero su alegría mayor es porque su mujer y sus hijas le verán lidiar en defensa de Valencia, heredad que para ellas ha ganado; la presencia de las dueñas le aumenta el coraje:

non ayades pavor porque me veades lidiar,

con la merced de Dios e de santa María madre,
crécem el coraçón porque estades delant (v. 1653).

La catástrofe misma del Roland se funda en ideas puramente feudales. Por pundonor militar se queda poco preparado Roland en la retaguardia peligrosa; y por un pundonor tan sutil que es incomprensible hasta para el mismo Olivier, Roland se condena con 20.000 franceses a morir sin pedir el necesario auxilio. En vez de fundarse en estas costumbres propias de una aristocracia desaparecida, el Poema del Cid busca base inconmovible en sentimientos de valor humano perenne, y afirma así su interés. El vasallaje ocupa una parte del poema, pero no la principal. que está consagrada a la afrenta de las hijas del héroe. Los personajes no son únicamente ejércitos de cristianos y moros, sino que toman

parte en la acción gentes extrañas a la vida militar, mujeres, niños, monjes, burgueses, judíos, los cuales en su obrar nos hacen ver la vida pacífica de las ciudades, la contratación, las despedidas, los viajes, los saludos y alegrías del encuentro, las bodas, las reuniones íntimas para tratar asuntos familiares o para bromear, la siesta, los atavíos, las entrevistas solemnes, los oficios religiosos. La guerra misma es mucho más variada e interesante en el Cid que en el Roland.

En esta complejidad de vida y en este carácter ampliamente humano se parece más el Poema del Cid a los Nibelungos; pero sólo en eso. La calculada disposición del Poema del Cid parece convenir a un héroe tan tardío de la epopeya, y nada tiene que ver con ese pujante desorden en la acción y en las pasiones que muestran los Nibelungos como herencia de las leyendas primitivas en que se fundan. En el Cantar castellano el héroe aparece revestido de elevación moral y de imponente mesura; la lucha de dos pueblos y dos religiones se consuma con la ma-yor energía y tolerancia; trátase además un conflicto social que refleja las aspiraciones democráticas de Castilla, el choque de dos clases, una envanecida tranquilamente en su poder y otra recia y firme en sus conquistas, que de ser una

banda de malcalzados se eleva hasta honrar a los Reyes con su parentesco. Esta poesía lleva el carácter de las épocas de madurez, y, sin em-bargo, se desarrolla por contraste sobre un fon-do bárbaro y rudo. En los Nibelungos, al revés, sobre un vistoso fondo de lujo, cortesía y caballerosidad, se destacan unos héroes rebosantes de barbarie, cuya fría impavidez ante la muerte corre parejas con su esfuerzo titánico para matar; su honor no tiene más ley inquebrantable que la venganza, y por satisfacerla atropellan el parentesco, la hospitalidad, la gratitud, y llegan sin la menor vacilación al engaño y al parricidio. Toda la acción se resuelve en un caótico hervir de muerte, donde se van hundiendo unos a otros aquellos héroes gigantes; sobre un campo de sangre e incendio, en que yacen revueltos borgoñones, hunos, daneses, austriacos y ostrogodos, se cierne la diabólica pasión de la venganza, sin hallar cuerpo vivo donde hacer presa.

En el adorno exterior el Poema del Cid palidece al lado de otros poemas medievales, como ya notaron varios críticos (1). Su colorido es de

(1) Copiamos el parecer de Bello arriba, p. 61. Bertoni, ps. 165-166, a propósito de la descripción de la tienda del Rey de Marruecos, nota que el Cantar no nos presenta paramentos y objetos bélicos de gran lujo, como hacen las Chansons de geste: siempre es parco de vocablos y menos florido que los poetas franceses, lo cual se ha considerado como un carácter de ancianidad.

tonos apagados, casi siempre grises. Compárese, por ejemplo, el viaje de doña Jimena, cuando va a unirse con el Cid, pasando por la tierra de moros, por la peligrosa mata de Taranz y por la hospitalaria ciudad del alcaide Abengalbón, con el viaje de Krimhilda, cuando va a casarse con Atila, atravesando ora la Baviera llena de salteadores, ora las amigas tierras del malgrave Rüdiger, y se verá que es menos animada la poetización del juglar castellano, aunque la escena final de su viaje supere en emoción llana y sincera. Las fiestas del Tajo o de Valencia tienen mucho menos brillo que las de Worms o Bechelaren; mientras en el Cid los atavíos y los juegos son exclusivamente militares, en los Nibelungos a menudo los cofres vacían sus lujosos aderezos para adornar a las damas, y éstas alegran la corte donde los caballeros las devoran con los ojos, las abrazan en pensamiento y las sirven rendidamente.

También El Cid es inferior al Roland en los recursos poéticos. En ambos poemas hay una sola comparación; pero las descripciones que abundan en el Roland (los desfiladeros de Roncesvalles, los deformes capitanes paganos, el caballo de Turpin, el cadáver de Roland, la flota de Baligant, etc.), apenas tienen correspondientes en el Poema del Cid (el amanecer, el ro

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