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de la corona. Igualmente pagó á los pueblos el precio de la traicion y rebeldía contra su legítimo monarca, confirmándoles todos sus fueros, libertades y franquicias, y permitiéndoles establecer hermandades para su propia defensa.

Envalentonadas las ciudades con esta última facultad, formaron la famosa liga de Valladolid, y abrogándose la soberanía, miraron cara á cara al trono y le impusieron condiciones. Reuniéronse, pues, las nuevas hermandades en Medina del Campo, y ejerciendo ya el supremo poder, decretaron como soberanas entre otras cosas: «que cuando el rey quisiera convocar las Córtes, deberia diputar cada pueblo dos de sus individuos, los mas hábiles y mas acreditados en el amor de Dios y en el bien público..

Aunque tarde, conoció al fin D. Sancho la imprudencia de su política de concesiones, merged á la cual, el elemento democrático fué desarrollándose de tal modo en el reino y dominando tan briosamente en las Córtes, que asustado el rey de su obra, trató de sofocar aquel nuevo poder que iba arrollando á los demas.

¡Vana esperanza! No se corrige el mal con la misma prontitud y facilidad con que se produce.

El poderío del pueblo siguió en aumento, y la autoridad real mas débil y menoscabada cada dia. Las minoridades de Fernando IV y de Alfonso XI acarrearon como todas males sin cuento al Estado, pues la ambicion de sus tutores hizo nuevas concesiones á los pueblos, con las que acabaron estos de ensoberbecerse.

Abusando de la necesidad que de su apoyo tenia entonces la corona, y no contentos con la participacion que se les habia dado en la legislatura del pais, quisieron tener tambien intervención en el ejercicio del poder ejecutivo y reclamaron para algunos de sus diputados el nombramiento de consejeros, privilegio hasta entonces esclusivo de la nobleza.

Las concesiones innecesarias son generalmente un mal irreparable para el que las have, y mas si las concesiones vienen de los

reyes.

Los pueblos no se satisfacen nunca con sus primeros triunfos. En sus luchas con los reyes, despues de lograr la primera concesion, piden la soberanía; despues de la soberanía, la corona; des

pues de la corona, la cabeza que la sostiene. Carlos I de Inglaterra y Luis XVI de Francia son un argumento incontestable y terrible en favor de nuestras opiniones.

No pudiendo resistir Fernando IV, ó sus tutores. la osada peticion de las hermandades ó pueblos coaligados, otorgóla en las Córtes de Cuéllar, ordenando: «que los doce ciudadanos, designados por los pueblos de Castilla para estar cerca de su persona, le sirviesen y aconsejasen en los asuntos de justicia, en todo lo concer niente á las rentas del Estado y en cualquiera otra cosa que se hubiese de ordenar; porque mi yoluntad es, decia el rey, que estén cerca de mí y que tomen conocimiento de lo pasado. »

La facilidad con que los pueblos conseguian estas concesiones, hizolas mas exigentes, pidiendo en todas las Córtes la confirmacion de sus antiguos privilegios y el otorgamiento de otros nuevos.

El mismo D. Alfonso XI, en las celebradas en Medina en 1328, prometió no imponer pechos ó contribuciones á los plebeyos sin convocar antes las Córtes, y sin haber obtenido en ellas la aprobacion de los diputados del pueblo.

La preponderancia popular fué creciendo con una rapidez increible, merced á las críticas circunstancias de aquellos reinados, y llegó á su apogeo en el del fratricida D. Enrique, á quien el pueblo y la nobleza ayudaron de mancomun para destronar y asesinar á D. Pedro. Unico rey de aquella época que supo llevar con dignidad la corona de Castilla, ejerciendo la autoridad real sin permitir que los nobles ni la plebe la despreciasen con sus deanasías ni la menoscabasen con sus derechos usurpados.

Don Enrique se entregó á discrecion á unos y á otros, y concedió cuanto le pidieron, repartiendo el reino entre todos, y matando por completo la unidad monárquica y el poder central, tan necesarios para constituir y robustecer una sociedad nueva y recien creada. Solo dejó de cumplir una promesa al apoderarse del cetro, y fué la de nombrar algunos ciudadanos para su Consejo, estableciendo en su lugar una Audiencia de letrados ó Tribunal de apelacion, que dió nuevo brillo á la magistratura española y fué en adelante el mas firme apoyo del poder real.

Por lo que dejamos espuesto se ve que el estado general nunca

tuvo tanta importancia y consideracion como en el siglo XIV. Fernando IV convocó á todos los ciudadanos de su reino á las Cortes de Valladolid de 1309. A las de Sevilla de 1340 asistieron muchas personas de cada ciudad; ciento veinte y ocho diputados de cuarenta y ocho pueblos concurrieron á las de Madrid en 1390; Burgos envió ocho, Sevilla y Córdoba tres, Cádiz dos, Oviedo y Badajoz uno.

En fin, D. Juan I concedió al estado genèral la gracia que su padre le habia negado, creando en 1385 un nuevo Consejo compuesto de cuatro obispos, cuatro caballeros y cuatro ciudadanos, y ordenó en su testamento que la regencia del reino, que dejaba nombrada, no pudiese resolver ningun asunto importante sin el dictámen de seis ciudadanos elegidos por las ciudades de Burgos, Toledo, Leon, Sevilla, Córdoba y Murcia.

Tan claro es que la preponderancia del pueblo estaba en razon directa de la debilidad de los monarcas, que en el siguiente rei. nado de Enrique III empezó la decadencia de aquella por el vigor con que el Consejo de regencia guiaba el timon del Estado.

Envidiosos los nobles del poderío avasallador de las ciudades, trataron de robustecer el trono con su auxilio y, coaligados contra el poder popular, pugnaron de todos modos para echarlo por tierra. Solo así se concibe la humildad de la mayoría de los diputados en las Córtes de 1402.

Anunciada por el monarca la proyectada guerra con los moros, presentéles la cuenta de los gastos, de la que los diputados rebajaron una cuarta parte. Pero sospechando el rey que no fuesen suficientes las sumas concedidas, propuso exigir al reino en ese caso nuevas contribuciones sin convocar las Córtes de nuevo.

Negáronse algunos diputados á dar su consentimiento para no desvirtuar con él una de sus principales prerogativas, pero la mayoría no se hallaba ya con fuerzas para oponerse á tan atrevida exigencia de la corona y sometióse á ella acordando: « que pues era necesario, en fin, hacer lo que el rey ordenase, era mucho mejor suscribir á ello por el presente año y evitar así nuevos gastos á los pueblos. »

Con la misma facilidad que adquirieron derechos políticos por

la debilidad de los reyes en los anteriores tiempos, los fueron perdiendo poco á poco, á medida que el poder real se fortalecia.

Así vemos que diez y siete años despues, al quejarse los diputados á D. Juan II de que ya no se nombraban consejeros de la clase del pueblo, contestóles: « que reflexionaria sobre ello y decidiria de la manera que juzgase mas conveniente al interes de su

servicio. »

Esta arrogante respuesta, que indica bien á las claras la decadencia en la época á que nos referimos, del elemente popular, fué dada á nombre del rey por el arzobispo de Toledo D. Sancho de Rojas, que era quien verdaderamente reinaba entonces en Castilla, y quien á su desmedida ambicion unia notable fuerza de carácter y conocimientos poco comunes de gobierno.

Como si la corona no fuese ya bastante poderosa por sí, auxiliada ademas por la nobleza, para poner un dique á las aspiraciones democráticas, las mismas Córtes y los pueblos mismos ayudaron de una manera especial, acaso sin presumirlo, á su futura decadencia, abdicando su poder, impulsados del egoismo.

Como veian que sus diputados eran mirados ya con algun menosprecio en la corte, y que ya no reportaban la mas mínima ventaja de su diputacion, siendo esta una carga para los pueblos mas bien que un beneficio, suplicaron á D. Juan II las Córtes de Ocaña de 1422. ordenase se pagara a los diputados sus dietas de los fondos del tesoro real.

Peticion impolítica y la mas contraria á los derechos populares, pues consintiendo los pueblos que sus delegados dependiesen del monarca, dieron lugar á que se debilitara su resistencia, y á que, bajo el pretesto de disminuir los gastos del Estado, se disminuyese tambien el número de los que debian ser los censores del gobierno que les pagaba.

Bien pronto se esperimentaron los efectos de esta innovacion. Las Córtes celebradas tres años despues para reconocer á Enrique IV por heredero de la corona, ya no se compusieron mas que de los diputados de Burgos, Toledo, Leon, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaen, Zamora, Avila, Salamanca y Cuenca, y se mandó

que las dermas ciudades enviaran sus poderes á los diputados de las ya referidas.

Esta marcha de indiferencia hacia los derechos del pueblo se siguió en lo sucesivo por los reyes, que se reservaron el de conceder como una gracia particular el privilegio llamado de voto en Cortes, y que lo otorgaban en cambio de grandes servicios.

Hasta el siglo XVII solo lo adquieron las seis poblaciones de Toro, Valladolid, Soria, Madrid, Guadalajara y Granada.

De tal manera se fortaleció por esta causa la monarquía absoluta, y de tal modo se hallaba ya el estado general supeditado a la corona, que los mismos diputados, oponiéndose á que algunos pueblos volvieran á disfrutar de ese privilegio, segun lo solicitaban, hicieron presente al rey en las Cortes de Toro de 1505: «que segun el uso antiguo solo diez y ocho ciudades poseian el derecho de voto en córtes, y que suplicaban á S. A. no aumentase el número de diputados por el perjuicio que de ello resultaria á las ciudades que lo disfrutaban, por el desórden que se seguiria de otorgarlo de nuevo, y porque estaba prohibido por las leyes que se aumentaran las cargas públicas. »

Disminuido tan considerablemente el número de vocales de las Córtes, era fácil arrastrar y corromper á los que quedaran, como tambien obligar á los electores por vias directas é indirectas á elegir las personas mas afectas al partido y pretensiones del gobierno.

No se tardó mucho en practicar este nuevo abuso. D. Juan HI violentó las ciudades en la eleccion de sus diputados, como se ve por una peticion de las Cortes de Valladolid de 1442 en que suplicaron al rey se abstuviera en lo sucesivo de aquella violencia, y que si se suscitase alguna controversia entre los electores, la decidiesen ellos mismos y de ninguna manera el rey y los tribunales. A vínose el monarca á tan justa exigencia; pero el abuso no cesó por esto en aquel ni en los siguientes reinados.

Y era tal la consistencia y arrogancia del poder real en tiempos de Enrique IV, que al quejarse los diputados de las Cortes de Córdoba en 1445 de los mismos abusos, contestóles aquel monarca que no se mezclaria en las elecciones, salvo, añadió, en

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