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bitos del mundo. Pero los Césares en Roma y los ediles en España iban ahogándose lentamente con la misma sangre de sus víctimas, y en el reloj de la justicia de Dios sonó por fin la hora del derrumbamiento de aquellos verdugos.

La espada de Constantino, entrelazada con la cruz del Nazareno, fué el rayo purificador de Roma. España, como las demas provincias sujetas al imperio, empezó entonces á emanciparse. Al sentirse la desmembracion del Occidente, cuando la cesárea ciudad, postrada y desfallecida, abdicó el imperio material del mundo, simbolizando su nuevo poder en las llaves de San Pedro, la península ibérica dependia ya de la autoridad de sus obispos, que insensiblemente habian ido constituyendo el gobierno de los es-pañoles en una oligarquía teocrática, sostenida por la fe religiosa de los gobernados y por la inteligencia de los gobernantes.

El clero era entonces el único depositario de los principios de legislacion, de política y de gobierno importados á nuestro pais por los romanos, infatigables propagadores de la civilizacion, á la que, tanto como á la fuerza de sus armas, debieron sus principales conquistas.

Con el imperio decayeron en España los municipios, y alentóse el espíritu de nacionalidad, convirtiéndose la confederacion de sus ciudades en un centro organizador formado y dirigido, como dijimos ya, por los obispos.

Jamas ha existido en el mundo una autoridad mas legítima que la que ejerció la Iglesia en aquellos tiempos azarosos. Ella debe ser legitima para los que buscan en la sancion religiosa la fuente de la legitimidad de las instituciones humanas: debe ser legitima á los ojos de los que conceden la legitimidad al poder que salva á las sociedades, cualquiera que sea su procedencia, cualquiera que sea su origen, porque la Iglesia fué entonces para el hombre un asilo en la desgracia, y para la sociedad un abrigo en la tormenta, y un puerto en el naufragio; debe ser legítima, en fin, para los que buscan el origen de la legitimidad en la aclamacion tumultuosa de los comicios populares, porque no fué la Iglesia entonces la que ensanchó sus muros para aprisionar con ellos á la ciudad política, sino que, por el contrario, esta fué

la que venció sus puertas en el dia del infortunio, la que convirtió al altar en trono y en principe al sacerdote.

La irrupcion de las tribus germánicas y el definitivo establecimiento en España de los godos, hordas, si menos numerosas, mas cultas y aguerridas que las de los suevos, vándalos y alanos, de cuyas sangrientas garras arrebataron por fin aquellos la siempre codiciada presa de la península, alteraron profundamente los cimientos de nuestra sociedad, que esperimentó en aquellos tiempos una completa revolucion en sus ideas é intereses.

El pueblo godo fue el primero entre los pueblos bárbaros donde esparció sus reflejos la antorcha del cristianismo, encendida en el Capitolio, por lo mismo que fué el primero que se habia puesto en contacto con la civilizacion romana.

Pero cuando la idea religiosa y la civilizacion fueron á buscarlo á las orillas del Danubio donde moraba, sus reyes, porque los godos siempre obedecieron á reyes, eran como los de todos los pueblos bárbaros, impotentes en la paz y absolutos en la guerra, y su religion oficial era una religion de sangre como la de los escandinavos, con quienes tenian, si no comunidad de origen, vinculos de parentesco.

Otra religion y otras costumbres dominaban ya entre los godos al descender por las vertientes meridionales de los Pirineos para tomar posesión de la magnífica joya de España, cedida por el emperador Honorio a su cuñado Ataulfo, rey de los nuevos conquistadores.

El arrianismo era á la sazon la religion del Estado, y las fastuosas costumbres del imperio las que dominaban en la corte. Poco tardaron á establecerse entre vencedores y vencidos, entre godos y españoles esas corrientes de simpatía que unen á dos pueblos que han de vivir siempre juntos con los lazos del interes, de la amistad y de la familia, inoculándose como por encanto entre el pueblo godo la idea democrática y la idea religiosa, que constituian la vida social de los españoles.

No seguian las cosas el mismo saludable rumbo en las altas regiones de la administracion y del gobierno. Entre la nacion oficial y la nacion verdadera, entre los reyes godos que gobernaban,

por medio de sus nobles y para sus nobles, y la sociedad que obedecia, levantábase una barrera insuperable.

La Iglesia ortodoxa de España, representante como hemos visto del poder social, sostenido ya por gran parte de la plebe goda, miraba como una horrible abominacion el predominio oficial del arrianismo, y los prelados españoles, que habian sido los verdaderos sucesores de los magistrados imperiales, no podian mirar con ojos impasibles y frente serena que otros magnates ad⚫venedizos les arrebatasen el cetro de la dominacion, condenándolos á la obediencia y á la ignominia.

Este antagonismo entre la magistratura goda y el sacerdocio español, entre el poder real y la teocracia, entre el alcázar y los concilios, produjo ásperas alteraciones y mudanzas. Por espacio de 150 años mantuvo en el seno de la sociedad española una lucha sorda entre opuestos poderes, entre ideas distintas, entre contrarios intereses.

Hemos nombrado los concilios, y vamos á ocuparnos brevemente de tan famosa como antigua institucion, porque su historia es la historia de la monarquía goda, la historia de la política de España desde la caida del imperio romano hasta la invasion de los sarracenos.

Muchas y contradictorias son las opiniones emitidas por los publicistas españoles y estranjeros acerca del carácter, tendencias y atribuciones de las célebres juntas ó congresos nacionales de los godos, conocidos en nuestra historia con el gráfico y significativo nombre de concilios.

Esta divergencia de opiniones, mas o menos justificadas, consiste, á no dudarlo, en que cada historiador mira aquellas antiguas instituciones por el prisma de sus ideas políticas y religiosas. Y si el interes parcial de escuela ó de partido hace que se juzguen de distinta manera hechos é instituciones de nuestros dias, ¿qué estraño, pues, que se comenten y califiquen en contrario sentido, aun por autores de fama, nuestros concilios de Toledo, envueltos y velados ya por las espesas nieblas de dece siglos?

Haciéndonos cargo de esas distintas opiniones, y de los motiVos en que se fundan, consignaremos la nuestra procurando

con imparcialidad y con la inflexible lógica de los hechos caracterizar aquellas góticas asambleas, tan mal comprendidas por unos, como por otros tan injustamonte calificadas.

Cuando los bárbaros septentrionales, al empezar el siglo V, hicieron su destructora entrada en la península ibérica, trataron de imponer á los vencidos, á la fuerza primero y por la conviccion despues, sus leyes, sus costumbres y hasta su religion. Y si bien dejaron á los españoles un régimen municipal, como herencia de los romanos, establecieron entre ellos su régimen político, traido de la Germania, modificándolo al establecerlo, merced á las ideas de gobierno aprendidas por los godos en sus guerras y tratos con Roma, pueblo en aquella época de legisladores y guer

reros.

Era el gobierno de los godos germánicos, antes de señorearse del territorio de España, una especie de república democrática, en la que el pueblo ejercia real y verdaderamente la soberanía, y en la que el valor era el único escalon para elevarse al solio.

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En aquel pueblo de soldados aventureros elegíase caudillo ó rey al mas valiente, y consistia toda la ceremonia de la eleccion en hacer jurar al candidato ventureso que se portaria con valor en la guerra y regiria el Estado en justicia durante la paz, y en alzar al recien nombrado sobre un escudo ó paves por encima de las cabezas de la muchedumbre que al acto concurria, y que saludaba á su nuevo señor con estrepitosas aclamaciones.

Hecha la eleccion del nuevo rey, reuníanse los godos algunos dias fijos de cada mes para tratar de los asuntos del Estado, si bien los menos importantes se decidian solo por los nobles ó capitanes de aquellas tribus guerreras.

Todos los hombres libres tenian derecho para entrar armados y votar en estas juntas nacionales, donde se juzgaban ademas por toda la nacion los delitos graves y se condenaba á los culpados.

Como fácilmente se comprende por lo anteriormente relatado, el gobierno de los godos de la Germania no era como sostienen algunos, ni aun en la apariencia, una monarquía absoluta; era, sí, un gobierno puramente democrático, y sus reyes meros man

datarios del pueblo, que los nombraba y destituia á su capricho.

Mal podian, pues, los reyes godos ser absolutos, aunque con escaso é inseguro poder, segun afirma un célebre escritor y orador moderno, puesto que antes de la invasion de España eran tenidos á raya por el pueblo, y despues de ella por el clero y los nobles. Y mai podian ser soberanos, cuando eran elegidos y depuestos, y ni aun tenian el derecho de trasmitir por herencia á sus hijos su corona y sus riquezas.

Aquellos monarcas debieron tener, y tuvieron en efecto, muy coartadas sus régias facultades, pues en las populares asambleas se les oia y pedia ordenaran y presentaran para su aprobacion las leyes ó providencias que juzgasen necesarias para el mejor gobierno del reino. Ante ellas pedian los reyes los subsidios, presentaban los tratados de paz, guerra y alianza, y por ellas se les nombraba algunas veces sucesor y exigia el juramento en el acto de su coronacion.

Estas eran las bases principales de la Constitucion góticogermana que aclimataron despues entre los españoles, modificándola, segun lo exigian los adelantamientos de la ciencia política, y cuya clase de gobierno, tan bien combinado en todas sus partes y tan templado en su ejercicio, desdecia de una sociedad que no conocia mas ley que la conquista, ni mas ciencia que la de las armas.

No podian ser absolutos de ningun modo aquellos monarcas que tenian á su lado como auxiliares y consejeros á otros nobles, sus iguales antes de la eleccion, quienes naturalmente debian poner trabas al ejercicio de la régia soberanía para conservar su influjo y preponderancia. Nobles cuya ambicion estaba siempre soliviantada por la facilidad de arrancar de las sienes del soberano una corona, para cuya posesion no habia mas títulos que la audacia del pretendiente y la voluble y caprichosa voluntad de las turbas.

Así es que cada uno de aquellos fieros caudillos se tenia por tan bueno como su rey, porque sabia que podia tocarle la vez de subir al trono. Y como la dignidad real fué militar en su origen, confiriéndose á quienes mas se distinguian por su valɔr y su pe

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