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mundo, bruscamente arrojado del Capitolio por los bárbaros del Norte, quienes á pesar de la fiereza de sus costumbres y de la salvaje independencia de sus hábitos militares, humillaron sus frentes ante la cruz, y se prosternaron ante el sacerdote.

Los propagadores de la doctrina predicada desde el Gólgota se encargaron de la salvacion de las sociedades, próximas á perecer en tan general naufragio.

Una nueva teocracia se apoderó de los destinos del mundo, porque el mundo era Roma, y el pontificado ocupó el trono del imperio.

Aquí tiene fin la civilizacion política de la antigüedad, y comienza la civilizacion moderna.

La religion cristiana, centro de todas las ideas salvadoras, foco de todas las civilizaciones fecundas, iluminó con sus resplandores el mundo en aquel caos de las instituciones y en aquella confusion de los principios.

El mundo se salvó porque vió la luz, y las sociedades se organizaron de nuevo á la voz de los Pontifices y al influjo del Evangelio.

Pero como quiera que los sucesores de San Pedro, aptos para organizar, carecian de fuerza para imponer, delegaron su autoridad en los monarcas, y la autoridad religiosa dió vida á la autoridad civil. Y por esa delegacion de la autoridad pontificia, y fundados los reyes en el sagrado orígen de su derecho, le llamaron derecho divino.

Y desde entonces empieza la verdadera vida de las monarquías absolutas, la época de auge y engrandecimiento del poder omnimodo de los reyes, la edad media de Europa, en que triunfante el principio absorbente de la autoridad del principio disolvente de la libertad, dominó con despotismo

la ley de la asociacion sobre la ley del individuo, y vivió sofocado el elemento popular entre los robustos brazos de la monarquia absoluta.

Ya á fines del siglo XIII comenzaba á empañarse el astro de Roma y á eclipsarse por consecuencia la estrella de los reyes, iluminada por sus reflejos.

El cisma que perturbó á la Iglesia en el siglo XIV conmovió tambien los tronos, porque los golpes descargados sobre el templo encuentran siempre un eco en los palacios.

Y es que la revolucion, conociendo la historia, conoce que en la Iglesia está el apoyo de los reyes, y destruyendo el apoyo destruye el edificio.

Por esto las guerras de religion han sido siempre el preludio de las guerras politicas, porque cuando la revolucion ataca á la autoridad, la ataca en todas partes, y todos sus depositarios son victimas.

Wiclef fué el primero que precediendo á Juan de Hus, y ciento cincuenta años antes de que Lutero existiese, levantó su negro estandarte contra Roma y proclamó el derecho de censura y el de insurreccion de los pueblos contra los reyes.

Pero la Europa no se hallaba aun en disposicion de comprender y menos de practicar la doctrina revolucionaria, que germinando desde entonces en las cabezas de los filósofos, produjo sangrientos frutos en tiempos posteriores.

Es una verdad, que la historia nos revela, que al desarrollo y estallido de las revoluciones preceden siempre la perturbacion de los principios y el trastorno de las ideas.

Cuando los filósofos escriben, los politicos conspiran. Mientras los primeros imprimen sus libros, afilan los segundos sus puñales.

Arrojada al mundo por la mano sagaz de la filosofía en el

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siglo XIV y principios del XV la idea de la soberania del pueblo, fué fermentando paulatinamente en Inglaterra al calor del genio de Milton, del talento de Loke, y regada mas tarde por la sangre de Sidney.

Los reyes desde entonces hacian esfuerzos desesperados por ahogar en su estado de embrion la idea revolucionaria, y la misma violencia de los medios que empleaban y el esceso de su despotismo precipitaron su desarrollo, y brotó en 1648 en la isla británica convertida en revolucion.

El trono de Carlos I sirvió de pedestal á la triunfadora idea de Wiclef, y la cabeza del virtuoso monarca fué arrojada en holocausto á las plantas del nuevo ídolo.

La hora fatal para los tronos no habia, á pesar de eso, sonado aun.

El dia del completo triunfo para la revolucion aun no era llegado.

Rousseau no habia nacido todavía.

Atrincherados los monarcas en su pretendido derecho divino y en la Lex regia, en virtud de la cual suponian los aduladores del imperio romano que el pueblo habia abdicado su soberanía y resignado todos sus derechos en manos de los emperadores, resistieron con denuedo el torrente de las ideas democráticas hasta el siglo XVIII, destinado á servir de sepulcro al despotismo teocrático y al absolutismo de los reyes.

Ese siglo, gigante de la historia, al entrar en iucha con el mundo antiguo, reunió las fuerzas de los siglos anteriores y se hizo eco de todas las aspiraciones, de todas las injusticias, de todos los delirios de la humanidad.

Para derrocar á un tiempo á la Iglesia y al trono, bases en que descansaba el viejo edificio social, sirvióse, como de robustos arietes, del filosofismo y del dogma de la soberanía popular.

Para lo primero dió vida á Voltaire y á los enciclopedistas; para lo segundo produjo á Rousseau.

Su último esfuerzo en tan titánica guerra fué la revolucion francesa; abismo político-social en que se hundieron para siempre el absolutismo teocrático y el derecho divino de los reyes con sus tradiciones de poderio y de gloria.

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Desde que al orgulloso grito de Luis XIV: «El Estado soy yo contestó el pueblo con el de La soberanía reside en mí, clara manifestacion ya de su audacia y de su fuerza, las monarquías absolutas quedaron sentenciadas, los tronos antiguos derrocados.

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Y desde que el libre exámen puso en tela de juicio en el siglo XVIII el origen, la historia y la conveniencia de esas monarquías; desde que la soberanía popular en la embriaguez de su triunfo hizo pedazos esos tronos en Inglaterra y Francia, hiriendo con sus astillas las ungidas frentes de Carlos I y Luis XVI: desde que la revolucion rasgó, en fin, por mano del verdugo, la historia del derecho divino de los monarcas y quemó impunemente los atributos de su poder tradicional y los emblemas de sus pasadas glorias y sus temibles dictaduras, la marcha política de las sociedades civilizadas tomó por precision un nuevo rumbo, y tuvieron que cambiarse nuevamente las formas de gobierno, buscando nueva razon de ser los pueblos y los reyes.

Muerto el derecho divino, proclamóse legitimo heredero del imperio del mundo la soberanía popular, obedeciendo las prescripciones de la historia, que nos presenta á ambos principios sucediéndose alternativamente en el dominio absoluto de las sociedades.

Tracemos ahora la historia de su dominacion, como hemos trazado la historia de la dominacion de su antagonista.

En otra parte hemos indicado ya que el gobierno teocático de Oriente se trasformó en república griega, merced a! genio de conquista y al carácter organizador de Alejandro, que fué al fin el verdugo del gobierno republicano.

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Atenas fué la cuna de la democracia y el primer trono que se levantó en el mundo á la soberanía popular.

Al establecerse en ella la república, la ley del individuo se sobrepuso á la ley de la asociacion, el principio de libertad al principio de autoridad. El hombre se trasformó en ciudadano, el templo en forum.

Atenas era en verdad una república libre, rica, ociosa, sobrado aficionada á las controversias y profundamente dividida en sectas de filósofos, que ofuscaban la imaginacion de aquel pueblo sencillo con toda clase de verdades, de delirios de mentiras.

y

Su gobierno, que estaba en la plaza pública, no era otra cosa que una perpetua conversacion de los ciudadanos.

La unidad social estaba aniquilada en el seno de aquella república, como lo estaba su unidad religiosa.

• El politeismo y la anarquía hacian imposible toda organizacion y se oponian á todo gobierno. Y sin gobierno y sin organizacion, ¿qué otra cosa podia haber en la república griega que tiranía y desórden?

Sabida es de todos la historia de la despótica dominacion de sus treinta tiranos, elevados por la muchedumbre y por ella derrocados.

Sabida es tambien la sangrienta lucha de sus partidos, la continua escision entre los amigos de una sabia libertad y los propagadores de una destructora licencia; lucha y escision que conmovieron hondamente las entrañas de la rèpública durante su vida, deteniendo sus pasos en el camino de

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