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tándose de este encarnizamiento habitual, da a la venganza que la familia del Cid obtiene sobre la de los Beni-Gómez un carácter de simple reparación jurídica; el honor familiar del Cid se reivindica mediante un duelo presidido por el rey y terminado, no con el descuartizamiento de los traidores, sino sólo con la declaración legal de su infamia (1).

Los traidores de los principales poemas tienen grandeza heroica. Hagen viene a ser el verdadero héroe de la última parte de los Nibelungos, y sin llegar a tal extremo, Ganelón y Ruy Velázquez son admirables, a no ser por su crimen. El juglar del Cid toma camino opuesto; pero mejor hubiera hecho en no apartarse de aquella norma. Con reflejar exactamente el prestigio y poder que, en realidad, tuvieron el conde García y los Beni-Gómez, no hubiera hecho sino realzar la figura del Cid. La cobardía de los infantes de Carrión, si da algunas notas cómicas, que tanto regocijaron a los poetas del romancero, empequeñece demasiado a

(1) Aun atenuado como está en el Poema del Cid el espíritu vengativo, es notable ver al héroe ansiar la venganza (2894). El, lo mismo que los infantes, emplean la frase assis irá vengando (2762, 3187), cuando ven satisfechos sus agravios, y se jactan o dan gracias a Dios de haber logrado vengarse (2719, 2752, 3714).

los enemigos del héroe, que no tienen en sí más mérito que el que les da el favor del rey.

En cuanto a las relaciones del Cid con el rey, se ofrecían al poeta dos tipos corrientes: uno, el del vasallo puesto al servicio del monarca, como Roland, Guillaume d'Orange y demás héroes carolingios; otro, el del vasallo rebelde, como Fernán González, Girart de Rousillon, Doon de Mayence, Renaut de Montauban. La vida del Cid había tenido alternativas de uno y de otro. El Cid recibió grandes favores de su rey y ayudó a éste en sus empresas; pero además fué desterrado y devastó, en uso de su derecho, una provincia del reino de Alfonso VI. Pero nuestro juglar no escogió ninguno de aquellos tipos, sino que los fundió, y no con alterancia sucesiva, como en la historia real del Cid o en el poema de Bernardo del Carpio, sino en una acción simultánea; el Cid es víctima de la persecución injusta del rey, y, al mismo tiempo, es leal y generoso con su perseguidor; jamás le guerrea, con Alfons mio señor non querría lidiar (v. 538), y únicamente se venga de él ofreciéndole dones generosos y conquistas, o sugiriendo al pueblo una frase punzante: ¡Dios qué buen vassallo si oviesse buen señor! (v. 20). Esta originalidad de nuestro poeta resalta más si tenemos presente que el juglar posterior, el de

las Mocedades de Rodrigo, no supo sustraerse al gusto corriente, y nos pintó un Cid díscolo con su rey, lleno de esa arrogancia exagerada que tanto abunda en la epopeya.

La epopeya y la realidad ofrecían a porfía episodios de violencia, atropello y sangre, fácilmente conmovedores; pero nuestro juglar, apartándose de las fórmulas corrientes del género que cultiva, idealiza a su modo la realidad que contempla. Concibió al desterrado héroe siempre magnánimo y fiel a su rey, y presentó a éste, airado, sí, pero no hasta el punto de aprisionar a las hijas del Cid ni desagradecido a los servicios que el héroe le presta, ni poseído de los indignos celos que sintió hacia su vasallo, según la historia. Otro ejemplo: el poeta pasó muy por alto el hambre y la crueldad que sufrieron los moros de Valencia durante el asedio, y realzó, en cambio, las lágrimas y las bendiciones con que los moros de Alcocer despiden a su bondadoso vencedor. Nuestro poeta da una nota excepcional en la epopeya: la de la moderación. Se ha notado con extrañeza que el Cid del Cantar muestra las virtudes de un santo (1), y si se considera la dificultad de desenvolver dentro de esta altura moral una epopeya de guerra,

(1) L. BESZARD, en la Zeitschrift für roman. Philologie, XXVII, 1903, ps. 529 y 652.

enemistades y venganza, se admirará bien el poder artístico de nuestro juglar, que, fiel a una grave concepción de la vida, acierta a poetizar hondamente en su héroe el decoro absoluto, la mesura constante, el respeto a aquellas instituciones sociales y políticas que pudieran coartar la energía heroica.

Transformando así estos sentimientos fundamentales de la epopeya, seleccionando las noticias históricas y las tradiciones fronterizas relativas al Cid, nuestro juglar planeó su poema en torno de un pensamiento, con fuerte unidad, alabada en justicia desde que Wolf la puso de manifiesto. Toda la acción guerrera y política se agrupa claramente en torno del engrandecimiento progresivo del desterrado; y de ese engrandecimiento se desentrañan, y a él contribuyen finalmente con toda lógica, el matrimonic de las hijas, la desgracia familiar y el castigo de los traidores. Otras obras maestras de la epopeya de la venganza dividen su interés, y en la primera parte tienen por héroe a la víctima y en la segunda a su vengador; así, los Infantes de Lara. El Roland halla, en medio de esta bipartición, una grandiosa unidad en la figura del vengador Carlomagno; pero en los Nibelungos se descentra por completo la acción cuando el interés, que primero se agrupa en torno de Sig

frido y de su viuda Krimhilda, se aparta de ésta al final para dar proporciones de coloso al traidor Hagen.

Nada más distinto, empero, que la unidad del Poema del Cid y la del Roland. La de éste es mucho más simple; su argumento está perfectamente agrupado, pero es seco en demasía; no es sino una doble batalla preparada por una traición inmediata. Además, los recursos que el poeta pone en juego son perfectamente unilaterales. Todos los personajes piensan y obran sólo en cuanto guerreros preocupados únicamente de sus deberes militares. Aparecen dos mujeres, pero la reina Bramimunda no tiene fisonomía especial femenina, y Alda, la novia de Roland, ocupa 30 versos escasos, los cuales, sean o no del autor primitivo, componen una escena magnífica sí, pero que por su tono sobrio se despega del resto de la Chanson. Roland muere removiendo en su memoria los recuerdos más hondos, sus conquistas, su espada, sin que haya para 'Alda el menor lugar. Antes, Roland, al ver inminente la pelea con los sarracenos, se siente dominar por el instinto felino de la matanza : Quant Rollanz veit que bataille serat

plus se fait fiers que leun ne leuparz (v. 1110),

y no le preocupa más que el deseo de servir bien a su emperador, por quien el vasallo debe sufrir

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