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cimente dentro de la nacion una autoridad temporal:" Ni el Papa es Príncipe estrangero, ni cimenta autoridad temporal, á no ser que diga y entienda la Sociedad y su impugnador reticente que la Iglesia de España es estrangera de con la romana, y que su autoridad suprema es temporal: "Obligando á nuestros Reyes á pedirle en sus necesidades una parte de lo que contribuyen sus súbditos." En esto prueba contra sí la Sociedad; porque si nuestros Reyes piden al Papa parte de los diezmos (asi los ha ido adquiriendo el Estado, y no vice versa, como ha dicho el folletista) claro es que los reputan ecleslásticos y del dominio de la Iglesia: el modo de no tener que pedir es tomar....

El capítulo 11 lo titula asi: "La nacion, 6 sea la Hacienda pública, tiene derecho, cuando menos, á la mitad de los diezmos." Entra probando de esta manera: "Este derecho lo tiene la nacion, ó sea la Hacienda pública, aun bajo el jus divinum 6 præceptum morale, de los que opinan que procede el pago del diezmo;" y luego, los justos títulos que tiene para percibir la mitad, y aun mas, se fundan en los siguientes:

Las tercias, que son dos novenos de la masa total de los diezmos.

El noveno estraordinario.

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El escusado equivale á. .
Subsidios, maestrazgos, encomiendas,
novales, nuevos riegos, diezmos exen-
tos, tercera parte pensionable de mi-
tras y otras cargas, que producian 11
miliones; medias annatas, anualida-
des, 101 canongías de la Inquisicion,
economatos, beneficios simples, es-
polios.

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2 novenos.

1 id. . 1 id.

1id.

Total. 5 novenos.

De manera que siendo el valor del diezmo (segun lo lleva calculado este escritor) 400 millones, importa lo que pertenece á la Hacienda 244.444,442 reales.

Pero si la cuenta se forma haciendo los descuentos por el orden cronológico y la naturaleza de la concesion (conciértese con lo que dijo de que nuestros Reyes piden al Papa de lo que contribuyen sus súbditos, y que se celebran convenios sobre lo que es nuestro) de ciertos diezmos, deberá percibir la Hacienda lo siguiente...." y pone en varias partidas cerca de doscientos veinte millones.

Aunque buen matemático y rentista el folletista, al parecer, aqui calcula y cuenta á su arbitrio; di ga que la nacion percibió de los diezmos en último estado un 80 por 100, y dirá la verdad; pero muchos de los ramos que él supone pertenecer á la nacion, se destinaban á otros objetos. Hablar y ha blar, y no acertar: annualidades, espolios y vacantes, y otros, eran para limosnas, por aquello de que los diezmos son patrimonio de los pobres.

En fin, estos y otros reparos hallamos en el referido escrito; y el mayor, y que va luciendo en todas sus líneas es el empeño en negar al diezmo su procedencia de precepto eclesiástico, y su destino para la Iglesia; de manera que se le defiende como contribucion antigua, útil al Estado.... ¿y la Iglesia?

AGONIA DEL CLERO ESPAÑOL.

Agonizando está todo el Clero español. Es una

verdad incontestable. De cinco años á esta parte ha sido atacado y perseguido del modo mas inaudito. De palabra y por escrito, de hecho y de derecho, en su existencia física y moral. Miles de individuos del Clero secular y regular han muerto en tan aciago tiempo: ¿y se ha tratado de reparar tan notable falta? No; antes bien se ha promulgado un entredicho general contra él, un decreto riguroso, prohibitivo de que á nadie se ordene. Las Iglesias sienten profundamente esta falta, pues en algunas ya no hay quien diga misa los dias de fiesta, en otras tiene que celebrar el mismo Sacerdote una, dos y hasta tres misas, para acudir al socorro de diver sos pueblos. Estos se quejan, lloran y claman contra tan acerba y nunca vista calamidad, y los Obispos y Pastores de las almas no pueden remediarla, porque se les tiene atadas las manos, y solo se les ha dejado libres sus ojos para deshacerlos en fuentes de lágrimas por sí y por sus pueblos. ¿Será esto creible en la católica España? Todo el mundo lo vé, y todo el mundo se escandaliza. No hay vislumbre de que se ponga remedio á tanto mal. Asi faltarán los Ministros del Altar, y de consiguiente faltará la Religion, porque no hay Religion sin Ministros. ¿En qué estado se hallaria la sociedad, si cinco años hace se hubiera dado el decreto de que nadie se casase, de que nadie pudiese recibirse de abogado, de médico, &c. &c.? Pasma verdaderamente la indiferencia, ó mas bien la ojeriza con que se mira el estado eclesiástico. Parece que mas bien

que á ciudadanos españoles se les trata como á estraños, y aun como á séres nocivos y perjudiciales, y como á tales, se les ata y liga del modo mas vergonzoso y degradante, no solo en lo político, sino en lo eclesiástico y religioso. Todos los buenos españoles habian concebido las mas alhagüeñas esperanzas con la sábia y religiosa resistencia que la augusta Reina Gobernadora hizo para no sancionar el arreglo del Clero; pero ¿qué dolor y luto cubrió sus corazones al verle últimamente sancionado, aunque con algunas modificaciones? Todos los buenos españoles concibieron igualmente las mas grandes esperanzas en las Cortes del presente año, que han terminado, y especialmente con el pronunciamiento de aquel bello programa con que en las mismas se esplicó, y llenó de regocijo á toda España el señor Conde de Ofalia, Presidente de los Ministros, fijando por base de sus operaciones el orden, la paz y la justicia. Todo está contenido en estas tres palabras; y la España seria feliz, si se observase lo que ellas dicen. Mas por desgracia nada de esto se observa, á lo menos con respecto al Clero español. ¿Puede llamarse orden y justicia quitar á éste lo que es suyo, y aun lo preciso para su subsistencia? Se dá orden y justicia en el abandono de tantos infelices religiosos y religiosas, despues de haberles quitado sus bienes, y haberles echado á la calle, y faltando á lo que tan solemnemente se les prometió á la faz de toda la nacion? ¿Hay paz, orden y justicia en esa guerra abierta y declarada contra todo el Clero, en ese empe ño decidido en reformarle manos legas contra lo deter minado por la Iglesia universal, con censuras y anatemas los mas terribles, y contra la voluntad espresa y manifestada del soberano Pontífice reinante, Vicario de Jesucristo, á quien todos los católicos del mundo estan obligados á obedecer, sopena de renunciar á la vida eterna? ¿No es esto renovar y

presentar á los ojos cristianos, lo que con escándalo y execracion universal hicieron el malaventurado Enrique VIII de Inglaterra, y la impia Asamblea nacional de Francia? ¿Qué paz, qué orden y qué justicia se advierte en la medida tan alarmante como opresora é injuriosa á todo el Clero de España, que hace un año el 5 de agosto que se fulminó contra aquel, declarándole confinado y detenido en su residencia local respectiva, sin que pueda salir ni mover un pie fuera de ella sin licencia por escrito del Gefe político de la provincia, y del Obispo ó supeperior diocesano? En vano se ha recurrido á las Cortes y al Gobierno para que se derogue tan injusta y monstruosa providencia; la vejacion é injusticia sigue siempre la misma. ¡Desdichado, y mil veces desgraciado Clero español! ¡Tú eres hoy el objeto mas despreciable y degradado de la tierra! Y ¿podrá mirar Dios con ojos serenos este atropellamiento tan visible y escandaloso de sus Ministros? No nos cansemos, que mientras dure la persecucion tan á las claras de sus predilectos ungidos, durará y pesará sobre nuestras cabezas el azote terrible del Altísimo, esa guerra devoradora y fratricida que nos consume, ese ódio, esa rabia y furor de los partidos, que nos condena y despedaza mútuamente unos á otros, y que arrastra á nuestra infeliz España á la última desolacion y aniquilamiento. El Omnipotente y sumamente veraz lo tiene dicho, y su palabra no retrocede: qui vos tangit, tangit pupilam oculi mei; el que os toca, toca la pupila de mis ojos. Saque la consecuencia el mas estúpido. Regístrese la Historia sagrada y profana, y en ella se verá de manifiesto el fin y paradero que han tenido los perseguidores de la Iglesia y sus Ministros. En esta Maestra de los tiempos y de los hombres deben aprender los insensatos filosofastros del tiempo, no en los corrompidos cenagales de Voltaire, Rousseau y demas coinparsa de impios y asquerosos ateistas, que á tantos TOM. II.

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