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que callo. ¿Qué tarda, pues, V. M. en libertar á la Nación de un establecimiento tan monstruoso?»

No se olvide que quien así hablaba hace ochenta y cuatro años era un exfraile franciscano, un eclesiástico que por sus méritos había logrado alcanzar posición de muchos codiciada, y además ministro calificador del Santo Oficio. Calcule ahora quien sepa hacerlo los tesoros de ciencia y de convencimiento, pero sobre todo de abnegación y de valor, que eran necesarios en España para tomar actitudes tan resueltas frente á una institución á la cual, no obstante su barbarie ó quizá por su barbarie misma, proclamaba la inmensa mayoría de los españoles como irreemplazable para defender la fe contra la herética pravedad y apostasía (lenguaje inquisitorial). — Ruiz de Padrón, como San Pablo, unió al espíritu revolucionario, en su más noble sentido, la santa vocación del apóstol del mártir.

y

Pero asisteme, además, otro motivo para escoger la nobilísima figura de D. Antonio José Ruiz de Padrón, á manera de eje en derredor del cual vengan á girar hombres

y sucesos de primera magnitud. Como él, nací allá en tierra de Africa, en las islas Canarias. Representó en Cortes aquel país, que por sus relevantes méritos le eligiera; yo lo he representado también, aunque sin más título que la benevolencia de una parte de mis compatriotas; pero ambos con sentido análogo, atendida la diferencia de los tiempos. He sido constante admirador de sus escritos y discursos, en los cuales, à vuelta de alguno que otro período cuya dureza recuerda el férreo estilo del famoso autor del Apologéticus adversus gentes, nuestro cuasi compatriota, son de admirar el caudal de ciencia, la irresistible dialéctica y la brillante y vigorosa elocuencia que los avaloran. ¿Por qué no resucitar aquellos gloriosos y casi desconocidos monumentos de nuestra primera tribuna parlamentaria?

Tampoco he vacilado en tomar como motivo de este trabajo la biografía de un hombre ilustre, mucho menos conocido que el sabio chantre de Villafranca, Muñoz Torrero, pero tan merecedor como él de eterna memoria, porque no es mi propósito escribir la historia de España en el primer tercio de la presente centuria, ni aun en la forma de aquellas notas que abrazan algo más del se

gundo y que ya tengo publicadas (1). Propóngome dar sucinta idea de nuestro estado social y político á principios del siglo que declina, para que fácilmente pueda apreciarse cuán mal preparado se hallaba el terreno en que los inmortales doceañistas plantaron el árbol santo de nuestras libertades. Las ignominias de la Corte de Carlos IV y María Luisa; las torpes maquinaciones de los fernandistas; el levantamiento de España contra la artera invasión francesa; la rebelión de las colonias; las Cortes extraordinarias y ordinarias; la traidora abolición del sistema constitucional por el menguado huesped de Valencey en 1814; el alzamiento liberal en las Cabezas de San Juan á los seis años; la reacción del 23, aún más bárbara que la del 14, Ꭹ los horrores que siguieron casi hasta el momento de ir el cuerpo del último rey absoluto á acabar de deshacerse en el pudridero del Escorial: todos estos sucesos pasarán ante el lector, pero rápidamente, como parece al viajero que desfilan árboles y edificios al volar de una locomotora. A cuantos hayan encontrado alguna materia instructiva en mis citados libros,

(1) Una Década Sangrienta; Dos Regencias.-De 1833 á 1843.-Recuerdos de cinco lustros, 1813-68.

ofrézcoles así como un índice de hechos que importa recordar, si no hemos de extraviarnos en el juicio de posteriores acontecimientos. Conviene no apartar los ojos de aquella calle de la Amargura que en pos de la libertad recorrieron nuestros abuelos; senda erizada de espinas y abrojos, donde aún se descubre la huella de sus ensangrentados pies. Y tales derroteros va tomando la opinión pública, tocada unas veces de epilepsía y otras de catalepsis, que necesitamos pedir inspiración al polvo de las gloriosas tumbas donde duermen el sueño eterno los Muñoz Torrero y los Ruiz de Padrón, los Calatrava y los Argüelles, los Mendizábal y los Espartero, si no hemos de oscilar, sabe Dios hasta cuándo, entre las ridiculeces de una política bizantina y las ignominias de una dictadura que hoy no se concibe en el mundo civilizado.

Prescinda si quiere el lector, y en ello poco ó nada irá perdiendo, de lo que es de mi agostada cosecha. Mas no tendría perdón de Dios ni de los hombres si dejase de leer el Apéndice. Allí verá con qué suprema energía un sacerdote católico, apoyándose en el Evangelio y en la doctrina de los apóstoles, rechaza toda coacción en nombre de la fe, si

quiera se emplee contra los judíos, cuyas dispersiones-dice-nadie tiene derechoá exterminar por el hierro y el fuego, puesto que el Señor las tiene llamadas, para cuando la plenitud de los tiempos se cumpla, á altos y maravillosos destinos. Allí admirará con cuánta elocuencia enaltece las libertades consagradas en el inmortal Código de 1812; que cualesquiera que sus defectos sean, como obra de hombres al fin, será siempre sagrada piedra miliaria hacia la cual las sucesivas generaciones han de volver los ojos con amor en su laboriosa marcha por el camino de nuestro progreso político. Allí aprenderá, por último, cómo eran discutidas en España, cuando renacíamos á la vida del derecho moderno, las más graves tesis relacionadas con la Iglesia y su potestad jurisdiccional. Hoy que alrededor de esas cuestiones, siempre antiguas y siempre nuevas, impera vastísimo é interesado silencio, merced al cual y á esta especie de neutralidad, que aquí hemos adoptado, entre la verdad y el error vemos subvertidos los principios más fundamentales y hasta quebrantada la integridad de la Soberanía; en este triste reinado de la habilidosa componenda en los hechos y del hipócrita eufemismo en el lenguaje, importa recordar la vigo

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