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Las Cortes inauguraron sus trabajos el 6 de Julio. Juró Fernando la Constitución puesta la mano sobre los Evangelios: y es bien que se recuerde el literal contexto de ese juramento, á

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Medalla de la proclamación de la Constitución en 1820. fin de que la conducta que luego observó pueda ser juzgada cual merece serlo.-Don Fernan» do VII, por la gracia de Dios y la Constitución » de la Monarquía Española, Rey de las Españas; juro por Dios y por los Santos Evangelios que » defenderé y conservaré la religión Católica, Apostólica, Romana, sin permitir otra alguna »en el Reino: que guardaré y haré guardar la Constitución po'ítica y leyes de la Monarquía Española, no mirando en cuanto hiciere sino el bien y provecho de ella; que no enajenaré, cederé ni desmembraré parte alguna del Reino; que no exigiré jamás cantidad alguna de frutos, dinero, ni otra cosa, sino las que hubiesen decretado las Cortes; que no tomaré jamás á nadie

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su propiedad, y que respetaré sobre todo la liber»tad política de la nación y la personal de cada »individuo. Y si en lo que he jurado, ó parte de Pello, lo contrario hiciere, no debo ser obedeci»do; antes aquello en que contraviniese sea nulo »y de ningún valor. Así Dios me ayude y sea mi "defensol, y si no me lo demande.» ¿Cómo extrañar que entonces no fuesen muchos los que dudaran de la sinceridad de ese minucioso juramento, cuando tantos creyeron más tarde en los de doña María Cristina y doña Isabel II? (1). Bien puede afirmarse que aquí no han cumplido juramentos de esa naturaleza sino dos personas: D. Baldomero Espartero y D. Amadeo de Saboya.

Aunque Fernando, para realizar más sobre seguro sus infernales propósitos, suscribió con la sonrisa en los labios los primeros decretos que á la firma le pusieron los ministros, pronto empezó á trasparentarse su creciente repugnancia á sancionar la obra de las Cortes. Si pasó bien que mal la ley de desvinculación, la que suprimía algunas comunidades religiosas tropezó con la conciencia del escrupuloso monarca; y aunque, temeroso de una asonada, se resignó al fin á sancionar dicha ley, come más tarde la de aboli

(1) En nuestro libro Dos Regencias, pág. 148, puede verse el juramento de la primera; en el otro intitulado Recuerdos de cinco lustros, páginas 15 y 16, el de la segunda. Y puede verse también cómo los guardaron.

ción de los señoríos, hizo constar su protesta y marchóse al Escorial, para iniciar desde allí la serie de atentados contra el régimen constitucional que en su pensamiento revolvía.

Con muy mal acuerdo, hijo tal vez de una inexplicable ignorancia de lo que aquel monarca era, los ministros se propusieron contentarle cerrando las Cortes y disolviendo las sociedades patrióticas, que cualesquiera que fuesen sus extravíos, significaban entonces una garantía más ó menos sólida de la libertad. Creyó con esto Fernando VII que había llegado su hóra, y comenzó la campaña entregando al acérrimo absolutista D. José Carvajal un decreto no refrendado por ministro alguno, para que inmediatamente se presentase á sustituir á Vigodet en la capitanía general de Madrid. Estupefacto quedó el Gobierno ante tamaña audacia; pero dando al caso toda la importancia que tenía, negóse á cumplir semejante decreto y procuró mover las masas liberales. Fernando volvió á tener miedo, supremo resorte de aquella proterva naturaleza moral, y cedió. De regreso á la corte, si sonaron algunos aplausos y vivas al rey constitucional, también hubo de oir las estrofas del Trágala, y frases como ¡Narizotas, cara de pastel! Mientras unos agitaban ejemplares del libro de la Constitución con movimientos muy significativos, otros levantaban en alto al hijo del mártir Lacycomo ya había sucedido el día de la jura—y gritaban desaforadamente: ¡ Viva el vengador de su

padre! Bajo la influencia de esos ademanes y de esos gritos, suscribió el Rey varios decretos alejando de su lado á algunos hombres notoriamente adscriptos á la conspiración contra el sistema.

La imparcialidad histórica nos obliga á consignar aquí que la revolución hubo de tomar en estos días un carácter anárquico que no poco contribuyó á facilitar la obra de los absolutistas. Nada, sin embargo, más conforme á la humana naturaleza. La ausencia de una base de derecho es común al despotismo y á la demagogia; por eso los tiranos jamás supieron educar los pueblos para la libertad, sino predisponerlos para la licencia. Tres siglos de absolutismo é Inquisición podían formar demagogos, pero no ciudadanos; y apenas si había aún ciudadanos en España en el segundo período constitucional. No fué, por tanto, difícil la labor de la reacción; no lo será nunca en países susceptibles de pasar con infantil volubilidad del más bochornoso servilismo á los mayores desenfrenos de la rebeldía. Para provocar la diaria asonada entró el dinero del rey por las puertas de la Fontana de oro, de Lorencini y de otros círculos donde, si se reunían excelentes patriotas, había también, y por cierto entre los más bullangueros, no uno sino muchos Regatos. Y por otra parte el Gobierno liberal, en cuyo ánimo los recuerdos de la revolución francesa producían una verdadera obsesión, amparándose algunas veces á los procedi

mientos absolutistas, justificaba en cierto modo aquellos trabajos de zapa. Es la eterna historia de todas las revoluciones, así de la de Inglaterra como de las de Francia y España. Según la exactísima frase con que Benjamín Constant retrataba á los portaestandartes de todas las reacciones políticas, mientras gritaban los realistas contra una injusticia presente preparaban futuras injusticias, cuya urdimbre solía escapar á la honrada candidez de los buenos liberales. Sembrábase arteramente la cizaña en las huestes de la libertad; no faltaban, entre los que se decían sus amigos, encargados de organizar en las calles motines más ó menos insensatos, con los que en lo interior se entorpecía la acción del Gobierno y en lo exterior se desacreditaba el nuevo régimen: todo con extraordinario placer del que, escondiendo el brazo, los promovía desde la regia morada, para ir luego al Consejo y aun al Parlamento á acusar á los ministros de complicidad con los alborotadores.

Se ha dicho que Fernando, aunque de una falta de cultura inverosímil, no carecía de natural ingenio; en confirmación de lo cual citábanse ciertas agudezas, generalmente groseras, que en su familiar conversación prodigaba. Pero nunca se marcó mejor la distancia entre la aptitud para el chiste tabernario y el talento. Quien en sus manos tenía la facultad constitucional de separar á los secretarios del despacho que no le inspiraran confianza, no podía apelar á tales recur

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