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que mal en lo que entonces llamaban primeras letras y en los rudimentos de la lengua latina, pasó á la ciudad de La Laguna, isla de Tenerife; y admitido en las aulas del convento franciscano de San Miguel de las Victorias, siguió con tal aprovechamiento y brillantez sus estudios teológicos, que los frailes, viendo en aquel joven una legítima esperanza de la Orden, indujéronle á profesar en ella. Ruiz Padrón vistió el hábito del insigne fundador de Asís, no sabemos si por vocación ó por recurso. Menos aún nos atreveríamos á decir si por ventura habían traspasado los umbrales de aquel claustro, siquiera para ser acerbamento condenadas, las ideas de libre examen que bullían en la célebre tertulia de D. Tomás de Nava Grimón, marqués de Villanueva del Prado; prócer cuyo nombre merece vivir en la memoria de la posteridad por su claro talento, su amor al saber y la llaneza con que abría las puertas de su palacio á todo hombre docto, cualesquiera que su nacimiento y opiniones fuesen. De los concurrentes á aquel centro filosófico-literario, verdadero faro en medio de las tinieblas, conserva la historia algunos nombres: pero los que primero acuden á la memoria y á la pluma son el del historiador D. José de Viera y Clavijo, de humilde cuna, gran talento y cultura extraordinaria, y el del aristocrata D. Cristóbal del Hoyo y Solórzano, marqués de la Villa de San Andrés y vizconde del Buen Paso, en constante batalla con la Inquisición, que estuvo á punto de

aplicarle el tormento cuando ya contaba ochenta y dos años, y por cuya nativa agudeza de ingenio, gracejo y desenfado, excesivo á veces, llamáronle unos el Quevedo y otros el Rabelais canario. Mas si el eco de aquel renacimiento intelectual llegó á la celda de Ruiz Padrón, indudable es que repercutiría con extraordinaria eficacia en espíritu de suyo tan abierto á toda tendencia progresiva, y que sólo necesitaba campo más adecuado para desplegar sus poderosas alas (1).

(1) Aunque nada más oportuno, para apreciar las tendencias que predominaban en la tertulia referida, que reproducir algunos textos del vizconde del Buen Paso, en los cuales el verde subido alterna con las proposiciones para su tiempo más atrevidas, la indole de este libro sólo nos permite extractar parte de los que hallamos en la interesante obra de D. Agustín Millares, Biografias de canarios célebres, y que sirvieron de base al último proceso inquisitorial contra aquel hombre de mundo, cuyas aventuras podrían dar tema á la novela más entretenida:

«Mucho miedo tiene aún ese botarate, del tribunal de la Inquisición... Puedes asegurarle que yo no le tengo ninguno, porque muy antes que hubiera Inquisición eran muy católicos, muy caballeros y muy hijos de la Iglesia mis abuelos.».

«Si alguna persona se encomienda á algún santo con el fin de conseguir por su intercesión salud de algún accidentc... y lo consigue, atribuyéndolo á milagro del Santo, no es así, porque el Santo no se mete en eso; que el sanar es porque el sujeto es de naturaleza robusta y buena complexión.>>

Hablando de una reliquia de San Jerónimo que mostraban en una iglesia de Canarias, dice: «¿Quién á San Jerónimo, que murió en Palestina, sin tormento, le quebró las piernas para repartirlas cn pedazos?>

Sea como quiera, nuestro biografiado se aburría grandemente en el sombrío recinto de su monasterio de La Laguna. Cuanto allí podían enseñarle ya lo sabía: mas como su sed de aprender era inextinguible, vió, como suele decirse, abiertos los cielos al encontrarse con que un tío suyo, también fraile de San Francisco residente. en un convento de la Habana, le llamaba á su lado. Lleno de ilusiones el joven ante la perspectiva de un campo más extenso para su actividad, embarcóse en Santa Cruz de Tenerife con rumbo á la isla de Cuba al promediar el año de 1784. Pero la suerte todavía excedió sus aspiraciones. Arrojado por furiosa tormenta, según él mismo refiere, á las costas de Pensilvania, arribó á Filadelfia, teatro poco después de sus primeros brillantes triunfos como predicador y como catequista.

Había sido Filadelfia como el cerebro en el cual se elaborara la idea de la emancipación de los Estados Unidos de América. Allí, diez años antes, se había reunido el célebre Congreso que, como protesta contra los arbitrarios impuestos sobre el té y el papel sellado, decretó la ruptura de toda relación comercial con Inglaterra. Prólogo fué aquel del Acta de Independencia, gallarda respuesta á la declaración de rebeldía fulminada contra sus colonias por el obcecado Gobierno de la metrópoli: independencia que con el apoyo de Francia, España y Holanda, y después de una guerra civil que con éxito vario sostuvie

ron los colonos, fué solemnemente reconocida por el tratado de Versalles en 1783. Sabido es hasta qué punto fueron alma de aquella colosal empresa dos hombres inmortales: Benjamín Franklin y Jorge Washington.

No pudo poner en claro Ruiz de Padrón á qué secta pertenecía el último: en cuanto al primero, propendía, dice, á la de los arminianos según los principios de Felipe Limbourg.» Y estos grandes hombres, sin embargo de no ser católicos, no vacilaron en acoger con el mayor afecto al náufrago monje español, en admitirle en su intimidad y aun en facilitarle el medio de hacerse oir desde el púlpito del templo católico de Filadelfia: reconociendo así de la manera más elocuente que en vano se intentará aclimatar las libertades políticas, allí donde no se empiece por proclamar la libertad y la inviolabilidad de la conciencia humana.

El mismo Ruiz de Padrón, en su célebre Dictamen sobre el Santo Oficio, refiere cómo se dió á conocer en las tertulias de Washington y Franklin. A ellas concurrían en considerable número ministros de las confesiones protestantes, con quienes nuestro biografiado contendía cortesmente sobre diversos puntos de dogma y de disciplina. En defensa del primado de honor y jurisdicción del Romano Pontífice peleó como un valiente. Mas al recaer la controversia en el tribunal de la Inquisición presentósele el gran conflicto, pues no se trataba de convencer á un vulgo

ignorante, sino á hombres doctos, consagrados desde la niñez al estudio de las Sagradas Escrituras. No ignoro yo-dice Ruiz de Padrón con fina ironía que si me hubiera servido de la doctrina y de las armas de algunos folletistas, les hubiera confundido, llamándoles á gritos herejes, luteranos, calvinistas, arminianos, presbiterianos, sacramentarios, anabaptistas.... y hubiera quedado muy ufano y satisfecho de mi victoria. ¿Mas es este el medio de defender las sacrosantas verdades del Evangelio?» En lugar, pues, de ampararse á escolásticas argucias, confesó de plano que el odioso tribunal era obra meramente humana; que si á fundarlo contribuyeron de consuno la curia de Roma y la política de los reyes, también era cierto que sus enormes abusos y sus despóticos procedimientos nada tenían de común con el espíritu del Evangelio ni con la pureza de la fe, y que, por tanto, no podía hacerse responsable á la doctrina católica de tales errores y crímenes humanos. Indecible sorpresa causó oir á un fraile español producirse en tales términos, y hasta parece que alguien dudó de su sinceridad al enunciar aquella tesis

y

de su valor para mantenerla en público; sospecha muy legítima y nada temeraria, dado el concepto que de nosotros se tenía en el mundo, y que nos habíamos ganado con nuestras proscripciones en masa y nuestros autos de fe. No conocían á Ruiz de Padrón los que tal pensaban. Invitado á exponer en público sus doctrinas, re

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