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DOS PALABRAS AL LECTOR

Extraño parecerá, y aun no ha de faltar quien á primera vista por extravagancia lo dipute, que al frente de un libro consagrado á bosquejar los comienzos del sistema constitucional en España figure el nombre de un ministro calificador del Santo Oficio. Empero si el lector, como otras veces, se digna prestarme un instante su benévola atención, tengo para mí que agradecerá mi solicitud en ofrecer, más que á su curiosidad, á su reflexivo entendimiento, la silueta de un hombre cuya raza parece haber casi desapa recido de esta porción del planeta.

Nada tengo que advertir á los doctos, pues de sobra saben quién fué D. Antonio José Ruiz de Padrón. A los que no estén al tanto de estos asuntos, más entregados á general olvido de lo que á la cultura de nuestra patria conviene, sí he de decirles que Ruiz Padrón fué un sabio sacerdote; un celoso apóstol del Catolicismo en la recién fundada República de los Estados Unidos de América; un escritor y un orador de lógica y elocuencia tales, que al leerle nos parece que recorremos páginas de Tertuliano en los primeros siglos del Cristianismo, de San Bernardo en la Edad Media ó de Bossuet en la Edad Moderna. No hay sombra de exageración en estas palabras. Invocando la justicia, la tolerancia religiosa, la filosofía y sobre todo la disciplina y dogmas de la Iglesia, tronó desde la tribuna parlamentaria contra aquel inconcebible crimen que se llamó la Inquisición, con acentos que no habrían desdeñado Demóstenes ni Mirabeau: apelando al buen sentido y á la sana crítica, puso de manifiesto los anacronismos y supercherías en que descansaba el famoso y onerosísimo Voto de Santiago: en defensa de la humanidad combatió en Cuba la esclavitud, que para vergüenza nuestra tuvo poderosos valedores en

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España aun después de la gloriosa revolución de 1868. Pero no rasgó, como otros, sus vestiduras sacerdotales en la acerba lucha contra la ignorancia, la ambición y la hipocresía. Salvando siempre la integridad del dogma, hizo vibrar los rayos de su palabra, tanto más poderosa cuanto que descendía del Santuario, frente á toda persecución en nombre de Dios, á toda tiranía en nombre del Rey y á toda usurpación en nombre del Papa, que es-dice-legítimo sucesor de San Pedro, no de Constantino ni de Teodosio.

En el Apéndice del presente libro hallará el lector brillantes testimonios de lo que acabo de decir. El discurso contra el Voto de Santiago y el dictamen sobre la Inquisición, leídos, respectivamente, el 12 de Octubre de 1812 y el 18 de Enero de 1813 en las Cortes de Cádiz, son monumentos en los que no se sabe qué admirar más: si la erudición, no apelmazada é indigesta sino del mejor gusto, el vigor del razonamiento, ó el estilo, que no pocas veces se eleva á lo sublime, sobre todo en la segunda de aquellas obras. La descripción de las torturas que infligía á sus víctimas el execrable Tribunal hiela la sangre: no pintó con rasgos más vigorosos el gran orador romano los suplicios á que Ve

rres sometía, moral y físicamente, á los predilectos de sus rapiñas y de su crueldad. Ni es de inferior mérito el discurso que pronunció en apoyo del dictamen y como rectificación á lo expuesto por otros oradores. Sirva de muestra la siguiente semblanza de un inquisidor general:

«<Ahora, si los apasionados de la Inquisición quieren un régulo eclesiástico, clavado en medio de la Nación, que escudado con sus bulas y amparado del poder arbitrario tenga su Consejo Supremo, sus tribunales subalternos, sus cárceles, sus ministros, su real Hacienda; que capitule con nuestros reyes como de igual á igual; en una palabra, un pequeño monarca que con el sublime carácter de legislador, sentado pomposamente sobre su trono, reuniendo en sí las augustas prerrogativas del Sacerdocio y del Imperio, dicte leyes á los pueblos, siga usurpando los derechos episcopales, al punto que para leer aunque sea la Sagrada Escritura hemos de obtener antes su permiso, con otras atribuciones de soberanía absoluta, independiente, inviolable, invulnerable; que sea dueño de nuestras vidas y haciendas, so pretexto de religión y de conservar la fe, díganlo claro; no se anden con rodeos misteriosos. Y entonces V. M. (1) sabrá las

(1) Este tratamiento se daba á aquellas Cortes.

medidas que ha de tomar, para estorbar que haya más de un rey en la monarquía española».

Tras la semblanza del régulo, el cuadro del Tribunal visto por dentro. El orador puso fin á su grandilocuente peroración de la siguiente manera:

«Defiéndanlo como quieran sus patronos y protectores: mas insultan descaradamente á la humanidad cuando nos lo pintan dulce, suave, compasivo, caritativo, ilustrado, justo, piadoso..... ¿Qué lenguaje es este, señor? Yo entro en los magníficos palacios de la Inquisición, me acerco á las puertas de bronce de sus horribles y hediondos calabozos, tiro de los pesados y ásperos cerrojos, desciendo y me paro á media escalera. Un aire fétido y corrompido entorpece mis sentidos; pensamientos lúgubres afligen mi espíritu; tristes y lamentables gritos despedazan mi corazón..... Allí veo á un sacerdote del Señor padeciendo por una atroz calumnia en la mansión del crimen; aquí á un padre anciano, ciudadano honrado y virtuoso, por una intriga doméstica; acullá á una infeliz joven, que acaso no tendría más delito que su hermosura y su pudor... Enmudezco, porque un nudo en la garganta no me permite articular, porque la debilidad de mi pecho no me deja proseguir. Las generaciones futuras se llenarán de espanto y admiración. La historia confirmará algún día lo que he dicho, descubrirá lo que oculto, publicará lo

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