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Santa Cruz de Tenerife, La Laguna y Las Palmas. Comprendiendo todos-dice un historiador de esas contiendas-que el punto que se designase para la residencia de la diputación provincial fijaría decididamente la capital del archipiélago, cada localidad hizo los mayores esfuerzos para alcanzar de las Cortes la decisión. en su favor» (1). Sostenía Gordillo las pretensiones de Las Palmas: los otros diputados de Tenerife, D. Santiago Key y Muñoz, absolutista y canónigo, y D. Fernando de Llarena y Franchy, liberal, eran adictos á La Laguna: Ruiz Padrón defendía las aspiraciones de Santa Cruz. Y después de una serie de peripecias largas de referir, en que todos hicieron gala de su actividad y destreza, triunfaron las razones expuestas por el abad de Villamartín. A Santa Cruz de Tenerife fueron el primer jefe político de la provincia y la diputación, quedando desde entonces —añade el citado historiador—asegurada á Santa Cruz la debatida cuestión de capitalidad. » Tal precedente serviría, sin duda, para que las Cortes del segundo período constitucional, y más tarde el decreto-ley expedido por la reina

(1) Apuntes para la historia de Santa Cruz de Tenerife, obra póstuma de D. José Desiré Dugour. El que estas líneas escribe, que tuvo la honra de recibir de este ilustrado profesor, notable literato y excelente amigo, los primeros conocimientos y que intervino en la publicación de ese libro, que el autor no pudo terminar ni corregir porque le sorprendió la muerte, aprovecha esta ocasión para consagrar un sentido recuerdo á su memoria.

gobernadora en 30 de Noviembre de 1833, dividiendo el territorio de la Península é islas adyacentes en 49 provincias, declararan definitivamente capital de la de Canarias á la entonces villa y hoy ciudad de Santa Cruz de Tenerife.

Visto el giro que las cosas tomaban, no podía ocultarse á los mantenedores del statu quo que se les deshacía entre las manos el más poderoso instrumento de tiranía que los siglos conocieron. Rudo golpe hubo de asestarle Felipe V, cuando hizo prender al inquisidor general Mendoza; pero la institución bajo la cual no se podía hablar ni callar sin peligro, como á Erasmo escribía nuestro sapientísimo Luis Vives; que causó el levantamiento de Holanda y los Países Bajos contra Carlos V y Felipe II; que despobló España y aniquiló su industria, su comercio y su agricultura; que mató la investigación científica,. para la cual demostrábamos brillantes aptitudes, en tanto que libremente corrían escritos plagados de obscenidades; que cerrando el paso á las ideas, mientras transigía con la más vergonzosa corrupción de las costumbres, sólo dejó, al fin, como alimento á nuestra actividad intelectual el forjar con las palabras rebuscadas combinaciones, y que por ahí hirió de muerte hasta nuestra floreciente literatura, haciéndola caer en los extravíos del culteranismo, de que no se eximieron ingenios tan peregrinos como los de Góngora, Calderón y Quevedo; esa institución, decimos, seguía siendo infranqueable barrera

para la civilización y perenne amenaza para la seguridad de las familias. Era preciso acabar con ella. Con objeto de retrasar, al menos, el instante decisivo, el inquisidor de Llerena, don Francisco Riesco, provocó un debate en la sesión de Cortes del 22 de Abril de 1812. Ocupaban las tribunas gran número de frailes de todas las órdenes-el 95 por 100 de los espectadores y allí dieron el mayor escándalo parlamentario por aquellos tiempos conocido. Con gritos de energúmenos, con furiosos palmoteos y desnudos los brazos, coreó aquella brigada de sayal las huecas frases de Riesco en defensa del Santo Oficio, cuya vida pretendía salvar por sorpresa. Pero no consiguió su propósito: bien que hasta el 5 de Enero de 1813 no se inició solemnemente el debate, que debía inmortalizar á nuestro biografiado y que versó sobre este tema concreto: El tribunal de la Inquisición es incompatible con la Constitución.

Tan mísero era el estado intelectual del país, que no ya los absolutistas sino también no pocos constitucionales se escandalizaron. Antes de entrar de lleno en los debates, y aun iniciados éstos, no quedó recurso á que no apelaran los defensores de la Inquisición para estorbarlos: proposiciones incidentales, peticiones de lectura de documentos, cuestiones previas, todos los resortes del obstruccionismo los utilizaron para ganar tiempo, en el cual pudieran desarrollarse sucesos que les diesen la victoria. Combatieron la propo

sición, entre otros, Ostolaza, Hermida, Inguanzo y Riesco, que llegó en su argumentación hasta afirmar que Dios había sido el primer inquisidor cuando expulsó del cielo á los ángeles rebeldes, y que la batalla parlamentaria que en aquellos momentos se libraba era una contienda entre Napoleón y Jesucristo: en pro hablaron Argüelles, el diputado ultramarino Mejía, orador brillantísimo, los sacerdotes liberales Villanueva, Muñoz Torrero, Espiga, etc. Unos y otros, justo es reconocerlo, demostraron desde sus diversas posiciones gran habilidad como polemistas y no menor conocimiento de la materia que se discutía. Pero quien verdaderamente puede decirse que remató institución tan abominable fué el abad de Villamartín de Valdeorras. Leído el 18 de Enero su dictamen por el secretario Castillo, pronunció el discurso que á continuación de aquél hallarán nuestros lectores en el Apéndice. El efecto que uno y otro produjeron en la Asamblea fué imponderable. El elocuente Mejía se levantó á pedir que sin pérdida de momento se acordase dar á la estampa el dictamen: mas habiendo advertido algunos diputados que el autor tenía derecho á imprimir su obra, Mejía no insistió. Y el insigne García Herreros, que habló después de nuestro biografiado, dió principio á su discurso con estas expresivas frases: Señor: parece temeridad tomar la palabra en este asunto después de leído el voto del Sr. Ruiz Padrón en que con tanta sabiduría y elocuencia ha sos

tenido el dictamen de la comisión. Su discurso es suficiente para fijar la atención del Congreso (1). No es preciso decir que aquellos monumentos de saber, de elocuencia y de valor cívico fueron acerbamente combatidos por fanáticos ó hipócritas, con argumentos semejantes á los que hoy se esgrimen contra la libertad religiosa. Pero, en fin, 90 votos contra 60 ¡proporción desconsoladora! apagaron en España las hogueras del Santo Oficio el 22 de Enero de 1813 (2).

Explícase así que pareciera entonces un gran progreso la devolución á los obispos y á sus vicarios del conocimiento en las causas de fe, y que quedase restablecida la ley 2., tít. XXVI, Partida 7.a; la cual, después de disponer que si los herejes no quisieren convertirse deben ser entregados por el eclesiástico á los jueces seglares, añadía: «Et ellos dévenles dar pena en esta manera: que si fuesse el hereje predicador, á

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(1) Discusión del proyecto de decreto sobre el Tribunal de la Inquisición, pág. 373.-Cádiz, 1813.

(2) Véase al fin del Apéndice los nombres de todos esos votantes. -En cuanto á los que por escrito combatieron á Ruiz de Padrón, se cuenta quizá en primer término un D. Domingo de Dutari, teólogo ergotista, de estilo difuso y cansado, y que publicó tres cartas, en que habla del doctor Franklin, de narraciones tiradas al papel, de teólogos invadidos, de máquinas de razonamiento, etc., etc. Pero es de notar que el P. Dutari se calló su nombre hasta el tercer folleto, fechado en Octubre de 1817 y publicado al siguiente año, imperando, por supuesto, el absolutismo y la Inquisición. No tenemos noticia de que Ruiz de Padrón contestara directamente, sino que se limitó, é hizo bien, á publicar una y otra edición de sus discursos.

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