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migos de la esclavitud no pueden desear mayor libertad que la que les asegura esta memorable carta de nuestros derechos.

>>>Haced que bien instruidos en sus obligaciones, y noblemente orgullosos de su dignidad, piensen y obren como españoles; que por sus virtudes sociales y morales sean el modelo de todos los pueblos de la tierra; y que la ciudadanía española sea, como fué en otro tiempo la romana, ambicionada y querida por los reyes.>>

Concluida esta arenga, dice el Diario de las sesiones, el numeroso concurso de todas clases y edades que coronaba las galerías, enternecido hasta el estremo de verter lágrimas, derramándolas tambien muchos de los diputados, prorumpió en repetidos aplausos y aclamaciones, distinguiéndose entre las voces del regocijo y de la gratitud, entusiastas vivas á la nacion, á la Constitucion, á las córtes y al gobierno.

MUÑOZ TORRERO.

En ninguna carrera como en la política ejercen las circunstancias un imperio tan absoluto, una influencia tan marcada, un dominio tan despótico y duradero.

Para los hombres públicos, en los primeros pasos de su vida, el talento, la gloria y la fortuna no dependen de otra cosa que de la oportunidad y las circunstancias. Un discurso pronunciado en ocasion conveniente, una palabra dicha en momento oportuno, un ademan ejecutado en situacion apurada y solemne, han sido lo bastante para adquirir cierta celebridad, imposible de conseguirse con cien discursos más bellos, con cien palabras más sensatas, con cien ademanes más espresivos en otras circunstancias menos favorables, en otras ocasiones menos apropósito.

A la oportunidad, á las circunstancias únicamente, han debido muchos hombres su fama de oradores, su reputacion de gobernantes, su celebridad de guerreros.

¡Las circunstancias! ¡La oportunidad! Hé aquí el secreto de ciertas reputaciones injustificadas, de ciertas celebridades inconcebibles.

A ese protector misterioso, á ese talisman invisible, á esa verdadera diosa de la fortuna, debió únicamente el

personaje que nos ocupa su renombre en la política española, y el primer puesto de nuestra galería de oradores de la primera época constitucional.

No fué ciertamente D. Diego Muñoz Torrero un orador de nota en las córtes de Cádiz; ni por su facundia, ni por su elocuencia podia compararse con muchos de nuestros primeros legisladores; pero tuvo la fortuna, la oportunidad de inaugurar los debates de la primera cámara española, y de imprimir con su discurso el tono á la política liberal de España.

Como el abate Sieyés en Francia, á quien tomó por modelo, se adelantó á sus compañeros en el camino de las reformas, y así como aquel enalteció la omnipotencia del estado llano sobre las demás clases, proclamó este la soberanía nacional sobre el derecho divino de los reyes.

Uno y otro, sin ser oradores, sin ser políticos de gran talla, y sí solo por saber aprovecharse de las circunstancias, adquirieron prestigio y autoridad entre los suyos, y abrieron la puerta á la revolucion y á las reformas.

Y es que en momentos de crisis, en momentos de vacilacion y de duda, el arrojo domina al talento, y la decision sujeta á la fortuna. Es que en los solemnes instantes en que se ve de cerca la revolucion, pero sin que aún se escuchen sus rugidos, hablar es perorar, indicar es resolver. Una palabra terminante es un discurso, una idea nueva un sistema, un pensamiento atrevido una revolucion.

Al reunirse las córtes españolas en la isla de Leon el 24 de setiembre de 1810, el estado de la nacion era por demás aflictivo, espantoso, imponente. El reino, sin monarca, sin política, sin gobierno, alzábase como un

solo hombre peleando como pelea España cuando ve atacadas su honra, su religion, su nacionalidad.

Las córtes, hijas de la necesidad y de la conveniencia, traian la sagrada y espinosa mision de organizar aquel combate, de constituir sobre sólidas Ꭹ duraderas bases la desquiciada sociedad. La antigua monarquía española, desprestigiada por el favoritismo de Godoy, abatida por la debilidad de sus legítimos representantes, vacilaba en su asiento, carcomido por el tiempo y por los errores, y al menor empuje debia necesariamente venir al suelo.

Tal era el estado de la nacion al reunirse nuestras primeras córtes en 1810.

Sin práctica de gobierno representativo, rodeada de peligros y de contrariedades, combatida á la vez de la duda y de la esperanza, ¿qué iba á hacer aquella cámara que no redundase en su propia ruina, en su propio descrédito?

En aquella confusion, en tal incertidumbre, solo habia dos caminos que seguir: parodiar las antiguas córtes de Castilla, y ceñir su papel á presentar proposiciones, como cuerpo consultivo del poder real, representado á la sazon por la regencia, ó imitar á la asamblea constituyente francesa, y proclamándose soberana como esta, apoderarse del poder supremo, mandar y administrar á la vez, y plantear la revolucion.

Todo dependia del primer orador que tomase la iniciativa, de las primeras palabras que resonasen en aquel recinto, de la primera idea que se arrojase entre aquellos inespertos y vacilantes diputados.

El partido reformador, más impaciente, más resuelto, más atrevido siempre que su contrario, adelantóse en aquella memorable sesion y pronunció la primera palabra, arrojó la primera idea.

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